Ajustando cuentas con irene
La crisis económica, los problemas conyugales, la calentura irrefenable, los encantos de una hermosa mujer, etc... todo se conjura para una inesperada aventura con infidelidad, humillación, riesgos y...
Aquella mañana soleada pero no demasiado calurosa de la primavera en mi ciudad se me presentaba risueña y un poco más plácida y agradable que el resto de mi ya de por sí regalada existencia. La previsión y visión de los negocios de mi bendito padre me habían convertido en un pequeño burgués que vivía de las rentas, lo que unido a mi trabajo de funcionario –cumplidor y trabajador, como también me inculcó mi padre- me permitían una existencia desahogada, con buenos colegios para mis hijos, viajes de placer varias veces al año, caprichos moderados de vez en cuando… lo que cualquier persona juiciosa y no demasiado avariciosa calificaría como una situación envidiable.
A primeros de mes solía reservarme algún día de descanso para dedicarlo a cobrar las rentas de los pisos y locales que tenía alquilados, días que mi jefe me concedía sin problema pues soy un tipo con el que puede contar para sacarle trabajo siempre que lo necesita y no le pido ni un pelo más de lo que me corresponde (eso unido a que en mi primer encontronazo con él, años ha, comprobó que soy tan exigente en mis deberes como en mis derechos, por lo que optó por llevarse bien conmigo y no enturbiar relaciones con un tipo que rinde y exige).
El primer negocio al que me dirigía a cobrar todos los meses era el preferido por mí. Se trata de una cafetería céntrica a la que además de fijarle la renta le había puesto como mi condición que se nombrase como el pueblo leonés del que era oriundo mi padre, en reconocimiento cariñoso a su persona. Además, la arrendataria era mi pequeño placer sensorial de cada primero de mes: IRENE.
Para desilusionar a los asiduos de relatos de ciencia ficción a o admiradores de megafantástic@s tipo participantes de programas televisivos como la bazofia de “Mujeres y hombres y viceversa”, Irene era una mujer “normal”, me explico: no se trata de la rubia explosiva de tetas de infarto, melones puntiagudos mirando al techo, culo pétreo de gimnasio, y tal y tal… era una mujer como las que vemos todos los días pero no por ello menos extraordinaria, de unos treinta y bastantes años, o cuarenta, ¡qué más da! Madura, pero en el sentido de fruta madura, dulce, granada, que inclina la rama del árbol que penosamente sostiene tan apetitoso manjar, de color y forma atrayente…
El primer sentido que disfrutaba mis visitas a la cafetería de Irene era mi olfato, una verdadera fiesta floral asaltaba mi sensible nariz nada más franquear la puerta del establecimiento. Cada mes Irene me regalaba el olfato con un perfume de J.P. Gaultier, Gucci, Dolce and Gabanna… sólo entre los que pude reconocer, pues me parece casi tan maleducado preguntar a una dama por su perfume como por su edad. Irene llevaba siempre un perfume agradable, en una dosis que lo hacía perfectamente perceptible desde la entrada de la cafetería, pero nunca usaba una cantidad o una marca que pudiera resultar molesto, lo que revelaba la discreción con que se manejaba.
Yo acudía a la cafetería sobre las 10.30 de la mañana, tras haber acudido a mi sesión matinal de gimnasio, pues la vida conyugal y sedentaria me habían puesto un poco fondón –aparte de la cuarentena, todo hay que decirlo- y me rebelaba un poco contra aquel declive. Me agradaba sobremanera acudir con el cuerpo relajado tras el esfuerzo físico, los estiramientos y la ducha reparadora, perfectamente afeitado, trajeado y también discretamente perfumado. Me sentaba en un velador de la cafetería que Irene reservaba ese día para despachar un rato conmigo mientras yo desayunaba y ella me acompañaba con un café, sin por ello perder de vista ni un momento a sus camareros, al cocinero, los proveedores, la limpiadora, dar indicaciones por teléfono a la señora que servía en su casa sobre aspectos domésticos y del cuidado de sus dos hijos… en fin, nada que sorprenda a las lectoras, pero que a los hombres nos sigue maravillando, pues nos resulta inalcanzable realizar seis tareas a la vez sin fallar en ninguna, ni crisparse y con una sonrisa y sin perder la compostura: misterios femeninos insondables para nosotros pero no por ello menos admirables, por lo menos para mí.
Departíamos durante una hora cada primero de mes, sentados, hablando de la cafetería, de la economía, de la vida, en fin, de todo lo que se puede hablar con una persona mundana, educada, culta y encantadora como Irene, hasta que decidíamos pasar a su despacho para que me abonase la mensualidad del alquiler y me despidiese tras los consabidos y protocolarios recuerdos y preguntas sobre nuestros respectivos cónyuges y vástagos. Llegados a este punto habría que hablar del marido de Irene, para mí un gran misterio:
Bueno, él no constituía un misterio en sí mismo, lo inexplicable para mí era cómo había llegado a casarse una mujer como Irene con semejante patán. Cesáreo, o “el gran César”, como le gustaba ser conocido en los ambientes de constructores especuladores inmobiliarios de nuestra ciudad, era la antítesis de Irene, un gañán sin estudios, que de pequeño constructor se había aupado en un nuevo riquito de medio pelo, con gustos estridentes en cuanto a vestimenta, coches, tren de vida… lo único que no cuadraba en su mediocre existencia era su extraordinaria mujer, a la que no entiendo cómo había conseguido seducir y desposar para colocarla entre sus trofeos de caza como una conquista más, imagino que aupado en su nueva posición preeminente en nuestra ciudad. De todas formas imagino que la discreta Irene no había querido entregar del todo su independencia, por lo que había impuesto como condición seguir administrando su negocio, compatibilizando sus deberes como esposa y madre con su vida laboral, a mi juicio magistralmente. Creo que eso era una especie de seguro de vida por si “el gran César” le salía rana, aunque no estoy seguro porque no me gusta meterme en camisa de once varas, aunque yo no ignoraba que aquel patán, además de las habituales visitas a los burdeles de lujo –de lujo para lo que un zascandil como él entiende por lujo-, se había enredado con una buscona de primer nivel que estaba viviendo a su costa tras haberse encamado con casi toda la plantilla del equipo de fútbol de la ciudad intentando sin éxito que alguno de aquellos mozalbetes descerebrados se casara con ella para mantenerla de por vida; al parecer con “el gran César” había tenido más éxito que con los ídolos del balompié. Pero bueno, eso no era de mi incumbencia, “cada casa es un mundo”.
La charla con Irene en su despacho aquel mes sí me sorprendió, pues visiblemente nerviosa me confesó que el estallido de la burbuja inmobiliaria había partido por la mitad la economía familiar, pues Cesáreo se había quedado colgado con una promoción de viviendas en la que no debió embarcarse de haber sido más realista y previsor –y menos patán avaricioso, pensé yo-, por lo que los bancos se estaban comiendo todo su patrimonio: chalé de la playa, barco, coches… a su marido se lo estaba comiendo la pescadilla que se muerde la cola: los bancos no le daban un euro más para terminar de construir unas casas que nadie compraría, pero le habían embargado sus propiedades para asegurarse los pagos pendientes, excepción hecha de su vivienda, que Irene discretamente -¡qué mujer más previsora!- había salvaguardado, pues la compró antes de casarse en régimen de separación de bienes, no habiéndose inmiscuido, cautamente, con su firma en ninguno de los negocios “del gran César”. Esta situación económica, más el saqueo a la que la lagartona de su amante le sometía y que Irene ignoraba, la tenían en una situación límite económicamente.
-Además, Daniel, la cafetería no marcha bien desde hace meses, acumulo caídas de ventas constantes y no sé qué va a pasar, porque contaba con esto para sostenernos económicamente ahora que mi marido no puede…
Me dejas muy sorprendido, Irene, no sabía que esto no funcionaba…
A ver, entiéndeme, Daniel, marcha pero no como antes, y además las deudas de Cesáreo se han chupado todos mis ahorros y gran parte de los beneficios mensuales, de hecho quería comentarte algo…
Tú dirás Irene...
Necesito un respiro este mes para pagarte, he saldado las nóminas del personal, los pagos a los proveedores y los gastos domésticos, además de cuatro o cinco trampas de Cesáreo y me he quedado a cero en el banco…
Irene se veía apuradísima por aquel trance por el que estaba pasando, había bajado la mirada avergonzada, evitando cruzarla con la mía, sus manos nerviosas se aferraban una a la otra sobre sus redondas y bonitas rodillas, crispando sus dedos sobre las blancas carnes, las cuales no merecían semejante trato, pues sus marcas ya eran apreciables por mi ya ávida mirada. Decidí poner fin inmediatamente a semejante mal trago, pues Irene era toda una dama, nunca había fallado en los pagos, prestigiaba con su dirección el negocio y subía la cotización de mi local y tampoco dependía de su pago para sostener mi economía. Pienso que a mí también me gustaría que me echaran un cable en una situación apurada como aquella, y aquella mujer creo que lo merecía.
No te apures, Irene, eres una buena inquilina, estoy seguro de que esto se arreglará, ya verás. Pon en orden tus asuntos tranquilamente, ya hablamos el mes que viene y sin duda que poco a poco equilibras tu economía y te pones al día.
Gracias, Daniel, más que un arrendatario me estás demostrando ser un amigo, porque en esta situación tu incomprensión me habría comenzando a hundir sin remedio.
No digas eso que eres una gran mujer y una mejor profesional, este negocio no puede ir a pique contigo al frente.
Ojalá tengas razón, porque de este negocio depende ahora mismo mi familia, pero también las de mis empleados, no quiero dejar a cuatro o cinco casas sin sustento en la situación económica en la que nos encontramos en el país.
Irene, en un país de tanto empresario granuja como este, espero que una persona honrada y solidaria como tú no sea la que se vaya a pique, sería injusto, cuenta con mi ayuda.
Gracias, muchas gracias, Daniel.
Me sentí atribulado porque Irene estaba al borde del llanto, las lágrimas brillaban en sus ojos y estaban a punto de caer por su linda cara, por lo que prudente me despedí de ella hasta el siguiente mes, para que se repusiera de su apuro en la intimidad de su despacho sin mi embarazosa presencia ¡Qué gran mujer: hermosa, profesional, responsable…! Y casada con lo que en mi tierra se conoce por un perfecto “carajote”, valga la expresión malsonante para definirle perfectamente.
El mes transcurrió plácidamente –el resto de mis rentas me habían sido satisfechas sin novedad-, llegando el plazo de cobro nuevamente, por lo que repetí mi ritual de primeros de mes, presentándome a media mañana en la cafetería de Irene, creándome esta visita una serie de sensaciones contrapuestas e increíbles:
De entrada, el acostumbrado jardín de cien flores parecía haberse instalado en el interior de la cafetería, pero no era sino nuevamente el perfume de aquella mujer, que ese mes se había esmerado en la elección, dentro del altísimo tono que mantenía en ese aspecto. Pero aquel mes toda Irene estaba a la altura de su perfume, parecía que acababa de salir de la peluquería, luciendo un peinado impecable que realzaba aún más la sugerente belleza de su cara. Para colmo lucía un vestido entallado en su cintura, manifestando la estreches de la misma al tiempo que lo rotundo de sus caderas. El vestido sólo cubría sus piernas hasta algo más arriba de las rodillas, lo que unido a unas espectaculares sandalias de tacón componía un cuadro delicioso. La saludé efusivamente y la cumplimenté como merecía respecto de su aspecto, encomiando que la encontraba aún más bella de lo habitual. Ella agradeció mis cumplidos con un esbozo de sonrisa pero sin alentarlos demasiado, se encontraba ausente, no siendo la conversación que manteníamos durante el desayuno tan brillante y lúcida como en ella era usual, parecía triste y ausente. Pasamos al despacho y pronto averigüé el motivo de su estado.
Daniel, la situación es aún peor que el mes pasado, la cafetería marcha razonablemente bien pero la losa de los negocios de mi marido no me deja levantar cabeza. He tenido que pagar una fuerte suma de dinero para evitar que nos embarguen la vivienda y no tengo ni para pagar a los proveedores ni tu renta, a los empleados les adeudo la mitad de la nómina del mes pasado… un desastre, Daniel, pero no tengo derecho a seguir excusándome para no pagarte, comprenderé que tomes medidas, porque ya no puedo exigirte más ayuda…
Irene, me siento fatal por ti, algo podremos hacer, no puedes arrojar la toalla tan pronto, saldrás de este bache, confía en ti misma.
¿Pero y tu dinero, Daniel?
Mira, me paso por aquí a mediados de mes y me das una parte de lo que me debes y poco a poco te irás poniendo al día, ya verás como todo se arregla.
Irene me agradeció emocionada mi confianza y me prometió cien veces que me pagaría sin falta el día quince, que me pasara y que no defraudaría la confianza que había depositado en ella. La tranquilicé y me despedí hasta la fecha convenida.
Como escribió Zorrilla “no hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague”, el día quince me presenté en la cafetería, variando la hora porque por la mañana tuve que trabajar. Llegué a las 7 de la tarde, allí estaba Irene tras la barra, supervisando que la nutrida clientela estuviera correctamente atendida. Estaba aún más espléndida que la vez anterior, con un pantalón sastre oscuro que disimulaba sus generosas formas tras dos maternidades pero que se ajustaba a su figura en donde se acentuaban sus cualidades, como en sus torneados muslos y en su opulento culazo, redondo y con una turgencia que se adivinaba sin necesidad de comprobarlo sobre el terreno. El atuendo lo completaban unos botines de cuero negro y medio tacón que realzaban sus piernas y trasero alzado a consecuencia de la postura a la que obliga este calzado, y una blusa muy elegante que realzaba su generoso busto.
Irene me hizo pasar directamente al despacho sin tomar nada conmigo como era habitual, su semblante era serio, no hacía presagiar nada bueno… o sí…
Daniel, siento defraudar tu confianza pero no puedo cumplir mi promesa. Cesáreo ha tenido que afrontar un nuevo pago de su dichosa promoción inmobiliaria y no ha tenido mejor ocurrencia que falsificar mi firma y arramblar con todo el dinero de la cuenta bancaria que tengo para los movimientos de la cafetería, me ha dejado “pelada”, y ahora no tengo con qué cumplir contigo.
Vaya, eso no es lo que hablamos y yo no tengo por qué ser el pagano de la mala situación de tu marido.
Lo sé y no te imaginas la bronca que le he montado, le he dicho que estoy pensando en divorciarme, que no puedo confiar en él, que por su culpa voy a quedar como una tramposa ante ti… estoy desesperada, Daniel, porque en mi casa sólo entra ahora lo que gano aquí, pero sé perfectamente que ahora me vas a poner de patitas en la calle y con razón…
Rompió a llorar y se abrazó a mi para ocultar su rostro, imagino que a una mujer fuerte como Irene le resulta aún más embarazoso que un extraño vea cómo se desmorona emocionalmente, la situación era muy contradictoria y difícil para mí, pues por una parte me estaban bailando mi dinero descaradamente pero por otra me hacía cargo de la dificilísima situación en la que se encontraba aquella mujer, que por otra parte me estaba poniendo tierno con su habitual y embriagador perfume, su llanto, su estrecho contacto con mi hombro… me estaba venciendo con su debilidad, me sentía mal viéndola vulnerable. Ella se tranquilizó y tomó la iniciativa. En algún momento de su desmadejado llanto dos botones de su camisa se habían desabrochado y ahora sus senos se ofrecían sugerentes a mi vista, desapareciendo insinuantes en un sensual sujetador de encaje negro que contrastaba con la blancura de su piel. Mis miradas a sus tetas no le pasaron desapercibidas, por lo que ella pareció reponerse, aupada en el poder de su seducción femenina. Me acarició el pelo y sus uñas pasaron delicadamente por mi oreja y cuello, lo que me hizo levantar como un resorte, nervioso y sorprendido, aunque al instante ya me estaba maldiciendo interiormente por mi infantil reacción -¿qué diablos estás haciendo, pareces un adolescente! Esta belleza se me insinúa y yo me retraigo como un imberbe… pero Irene retomó el dominio de la situación, asiéndome por el cinturón y atrayéndome hacia sí, con una mirada tierna y suplicante, al tiempo que desde mi posición de pie podía ver una panorámica aún más completa de su magnífico pecho, que subía y bajaba ostensiblemente producto de su respiración excitada. A cambio ella tenía una visión de mi cada vez más perceptible bulto en mi pantalón, dada la situación.
Ella se puso en pie y entreabrió su boca, oferente pero indecisa, volviendo a bajar la vista ruborizada. Yo tomé la iniciativa y así sus mejillas con mis manos, acercando nuestras bocas, fundiéndome en un apasionado beso con Irene, sus labios inmediatamente me respondieron, disfrutaba aquella inesperada situación al máximo, no podía creer que aquello estuviera sucediendo. Irene interrumpió el beso.
- Daniel, esto es muy difícil para mí, soy una mujer casada, fiel a mi marido, pero estoy desesperada, y además tú siempre me has atraído, así que escucha lo que tengo que ofrecerte: saldaré mi deuda con mi cuerpo, si estás de acuerdo.
A esas alturas, como la mayoría de hombres, mi cerebro no era el dueño de mis actos, gobernados desde ese instante por mi falo que pedía a gritos aceptar esa oferta sin pararme a pensar en todos los inconvenientes, dilemas y perjuicios que aquello podría depararme, por no hablar de la indignidad de aceptar la indecorosa oferta de aquella mujer desesperada, pero era tarde, mi polla mandaba sobre mí y aquella mujer además de en una situación límite me gustaba a morir desde hacía tiempo y no estaba dispuesto a dejar pasar la oportunidad de acostarme con ella, además siempre la respeté y era ella la que se me había ofrecido… subterfugios de marrano obcecado, como veréis, pues nada justificaba lo que estaba a dispuesto a cometer con Irene.
Comencé a acariciar sus caderas enfebrecido, a besar su cuello, me estaba volviendo loco de deseo, ya nada podía pararme, bueno sí, me paró Irene.
- Espera Daniel, así no, para un momento y escúchame. Estoy dispuesta a entregarme a ti pero bajo unas condiciones.
- Soy todo oídos…
- Me gustas pero esto me da miedo. He tenido una bronca con mi marido y le he amenazado con el divorcio, él está mucho más desesperado que yo, así que te propongo lo siguiente: esto me aterroriza y no me acostaré contigo sin que mi marido esté presente, sabiendo que lo hago para saldar deudas y lo consienta y me proteja de ti, no termino de fiarme de entregarme a ti sola…
- Pero él me matará, estás loca…
- Tú deja que yo hable con él, le pondré la situación de forma tan cruda que tendrá que aceptar, pero tendrás que fingir que tú has exigido que él esté presente para humillarle, así yo no quedaré en entredicho y estaré tranquila, ¿aceptas?
Mi alarma interna decía que no, pero mi polla había llegado a un punto de no retorno y me obligó a musitar un “sí” enronquecido por mi deseo animal, era víctima de mi deseo y no advertía los peligros de aquella situación, sólo la posibilidad de follarme a Irene. Quedó en telefonearme si finalmente podíamos saldar su deuda “cobrando en especies”.
Dos días más tarde me llamó. Resulta que la situación económica de Cesáreo era aún peor de lo que le había contado, lo había perdido todo, había firmado cheques sin fondo, hacía meses que no pagaba a sus trabajadores, varios proveedores le habían querido dar una paliza… un desastre. Ella le pintó la suya ocultando que el negocio seguía marchando, le dijo que yo estaba hecho una furia y que quería desahuciarla, que era un canalla y que si no le pagaba inmediatamente se verían en la calle y sin dinero para seguir viviendo, que la había chantajeado para que se entregara a mi como forma de saldar la deuda… al principio quiso ir en mi busca y lavar su honor con sangre, pero ella le detuvo y le hizo reconsiderar su indignación, le persuadió, interpuso a sus hijos, no podían terminar en la calle como indigentes… haciendo que al final se tragara su orgullo y aceptara que fuera ultrajada por mí y además en su presencia cómplice, una canallada en toda regla, vaya.
Quedamos emplazados para el día siguiente en la cafetería de Irene, cuando llegué allí estaban los dos, sentados en una mesa, con aspecto serio. Nada más verme entrar, ambos se levantaron, Irene hizo unas indicaciones a los camareros, encargándoles el cierre del establecimiento ese día si ella no regresaba a tiempo y salieron junto a mí a la calle. Cesáreo caminaba cabizbajo y yo a su lado completamente azorado por lo violento de la situación, aunque todo se difuminaba dando paso a la calentura de contemplar a Irene en todo su esplendor, con un vestido negro de tela fina y apariencia sedosa que se ceñía a su figura hermoseándola aún más si cabe. Caminaba junto a nosotros con paso firme, marcándolo con sus tacones de aguja, elegantes como siempre, el ritmo de nuestra increíble comitiva.
Sin mediar palabra subimos a su coche, conducido por Cesáreo, con ella en el asiento trasero y yo en el delantero. Nos encaminamos a un discreto hotel de las afueras que permitía el acceso directo a las lujosas habitaciones desde el garaje individual, permitiendo mantener el anonimato de los clientes. Durante el trayecto modifiqué la posición del espejo retrovisor y lo ubiqué de manera que podía tener una perfecta visión de las piernas de Irene. Sus torneados muslos estaban espléndidos enfundados en unas delicadas medias negras. La posición sentada le había levantado el vestido, de manera que podía ver que llevaba un seductor liguero; aquello prometía. Ella se mostraba coartada por el descaro con que yo disfrutaba de la visión de sus apetitosas piernas, mientras su marido sólo conducía y callaba abstraído en su tarea.
Telefoneé desde mi móvil al hotel cuando lo avistamos, según había convenido con el recepcionista, el cual franqueó automáticamente el acceso al garaje hasta nuestra habitación, la cual ya había abonado con anterioridad ateniéndome a lo exigido por Irene.
Nos apeamos los tres del vehículo, le cedí el paso galante a Irene, pudiendo admirar su redondo trasero mientras nos precedía hacia la habitación. Nada más entrar, recordé las indicaciones que me había dado, por lo que me puse en mi papel, indicando a ambos.
- Cesáreo, sirve tres combinados, que Irene venga al sofá con dos y tú te sientas en esa silla con el tuyo. No te quiero oír abrir la boca a partir de ahora si no te lo pido, sólo tomarás esa copa y quizás otra más, no quiero soportar un borracho en esta habitación. Irene, tú en cambio bebe sin miedo, te soltará y te animará, vamos, acércate.
La verdad es que estaba en mi papel, ni yo mismo me reconocía, vaya cabroncete. Irene se acercó seria hasta mí y me entregó la copa, brindé con ella y le ordené que se la terminara en tres tragos, a lo que obedeció sin rechistar. Mientras yo saboreaba mi cubata, ordené nuevamente a Irene:
- Desnúdate, quédate sólo con tu ropa interior y los zapatos, ve junto a tu marido y que te prepare otra copa, luego vuelve para tomarla conmigo.
Ella obedeció, era aún más hermosa de lo que me esperaba, con su pequeña tripita redondeada y levemente prominente, incluso las lógicas estrías –escasas, eso sí- contribuían a recordarme que era una mujer real pero bella, sin photoshop ni cirugías, naturalmente guapa. Sus muslos, enmarcados y ceñidos por el liguero eran dos promesas del paraíso que aguardaba al final de ellos. Su pecho pugnaba por desbordar su delicado sujetador, pero lo mejor estaba por llegar, sucedió cuando se giró y cruzó la habitación, permitiéndome disfrutar de la tira del tanga que se perdía entre aquellas nalgas opulentas, un orbe blanco y redondeado como la luna llena de enero. Los tacones no hacían sino realzar aún más la hermosura de su culo, me tenía extasiado, no podía sino relamerme ante lo que iba a disfrutar, a pesar de tener que soportar la presencia de aquel patán en contra de mis deseos.
Ella se detuvo junto a la mesita de las bebidas, mientras su marido, muy abochornado por la situación y en completo silencio, se dispuso a servirla. Al abrir la botella de whisky, debido a sus nervios, se le cayó el tapón al suelo. Antes de que lo recogiera le detuve.
- No, tú no, que lo recoja Irene, pero que siga de espaldas a mi y hazlo sin agacharte, inclínate con las piernas rectas y demórate en levantarte.
Ella obedeció diligente y el cielo se ofreció a mis ojos en todo su esplendor; sus largas piernas, los rotundos muslos, coronados por las más excelsas nalgas que recordaba haber disfrutado en directo, divididas por el finísimo hilo dental del tanga, que se perdía entre tanta opulencia, justo en las profundidades que pronto serían exploradas y disfrutadas por mi lengua y por mi viciosa polla, todo ello coronado por un grácil triangulito de encaje negro que coronaba toda aquella obra, como la airosa espadaña de la más esbelta torre. ¡Qué festín me esperaba!
Continuará… agradeceré infinitamente vuestros comentarios y mails. Gracias