Agua de Lluvia

Relato editado. nací con lluvia y agonicé con sol.

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Agua d e L luvia

Luego de que su cuerpo se enfrió por completo, sus pupilas se ennegrecieron. Se negó a ser devorado y se convirtió en fuego; se perdió para siempre en rutas desconocidas, bosques que nunca me enseñó y hogares donde siempre hay un libro sobre la cama.

Nadie lo conocía, sólo salía días de lluvia… y ahora, cada vez que la escucho caer sobre el asfalto, su nombre me golpea en los párpados. Cada gota se clava en mi estomago queriendo vomitar esas palabras que nunca le dije, cada paso que da sobre el suelo corre luego por agua estancada. Lo perdí y apenas lo conocía.

Descargó en mí el desafortunado pecado original y me enseñó a vivir al borde del infierno. Me hizo tan feliz que el mismo sentimiento provocaba rechazo y asco. ¡Egoísta! no soportó pertenecerme.

**

El día que lo vi por primera vez, yo caminaba por el mismo camino que todos los días repetía sin evocar ninguna señal de estar viviendo. Sin ningún estremecimiento por el recuerdo de una suave infancia: con lo malo olvidado y lo bueno exagerado. No tenía propósitos, ni tenía deseo alguno de conocer gente nueva o formar una familia.

Era un día gris; las nubes ocupaban todo el cielo y nunca conseguí saber si estaba yendo o volviendo. La situación es que, mientras caminaba, la primera gota de lluvia cayó sobre mi mejilla y humedeció, por fin, la lágrima seca. Desperté de pronto de una nube de pensamientos desteñidos y olvidé a donde me dirigía. La lluvia comenzó a caer, mojándome, toda. Los autos aceleraban y las personas corrían, como si eso detuviera lo inevitable.

No tenía paraguas, levanté las cejas y me di cuenta que no sabía a donde ir; cuando está totalmente nublado, es imposible saber si es tarde o mañana. Comencé a reír. El agua arrastra y hace caer el peso sobre mis hombros. Estaba sola y la idea de correr sin rumbo no me persuadía.

Ah… lluvia; había olvidado cuanto me gustaba. Me río y sollozo suavemente; no se que es peor… haber vivido con los ojos cerrados o darse cuenta de que se estuvo viviendo así. Las hojas otoñales caen todas de golpe y la cuidad envejece un poquito.

¿Cuanto tiempo estuve en coma?... Recuperé el control sobre mi ser, pero no recuperé el tiempo perdido: malgastado en problemas sin objeto. ¡A la mierda con los valores y la familia! Yo solamente quiero estar...cómoda. Vivir con media sonrisa.

Una presencia cálida distrajo, momentáneamente, la soledad que lentamente escalaba desde mis talones. Me inundó la sensación inconfundible de que alguien te está observando, esa sensación que te hace pensar que de algún modo extraño, aquella persona puede escuchar lo que pasa en tu cabeza… esa paranoia, un tanto agradable por momentos, que te hace erizar las sienes como la cola de un gato.

Se acercó, recatado, descarado. El rostro de un joven de rasgos antiguos y los ojos más profundos que vi en mi vida (aunque mi criterio carezca de valor, por lo que voy a decir en breve). Su mirada me explicó - digo ‘explicar’ porque de alguna manera furtiva, lo supe -; que yo era una intrusa en su territorio.

Durante los pocos pasos que tardó en llegar, me sentí en peligro… pero luego me tranquilicé al toparme con su expresión calmada. Era el contacto humano que necesitaba.

Se acercó, más, hacia mi lugar estático. Estaba a punto de romper el espacio vital que se mantiene entre desconocidos antes de que uno hable: como si tal espacio necesario para la comodidad no existiera...y además, estaba haciéndome pensar en tales trivialidades mientras él, muy calmado, había, de hecho, roto dicho espacio.

Parpadeé confusa... la proximidad ya no me incomodaba: me percaté de su rostro. Perfectas imperfecciones. Los rasgos podrían haber sido esculpidos por mí, eran mis preferidos.

Estaba paralizada, envenenada. Levantó una mano en gesto de empezar a hablar y abrió la boca haciendo un pequeño sonido. Mal calculado; en el momento que sus labios se separaron, mis ojos devoraron todas sus grietas e inspiré hondo… Lo dejé con las palabras en la boca… y las dejó caer en forma de quejido sorprendido, apenas audible. Tragó saliva cerrando los labios. Exhalé. Volví a sus ojos, me puse roja, rojísima.

Sonrió nervioso, fascinado… mientras yo me moría de vergüenza. Intenté hablar yo, pero su mirada en mi boca me hizo temblar la primera sílaba. Suspiró, me puse el triple de roja.

Ya estaba formando el gesto de dar la vuelta e irme y sentirme como una idiota Después… cuando interrumpió mi faena y a velocidad de rayo me besó.

¡¡Me besó!! ¿Cómo pudo hacer algo así? ¿Tan descaradamente?

Lo que es peor… ¿cómo no pude detenerlo? Fue tan inesperado su aliento encima del mío, que mis ojos se pusieron en blanco antes de poder medir las consecuencias. Fue la primera vez, que mientras besaba, no estaba pensando en excusas o planes a futuro, lo único que realmente era importante en ese momento, era el sabor de su lengua.

Qué delicia sentir su aroma tan de cerca, que excitante el contraste de sus manos frías en mis mejillas y su boca tan caliente besando la mía. Mis manos resbalan sobre los ríos formados por su cuerpo y con mi lengua recorro fanáticamente toda su boca. Saboreamos nuestras respiraciones dificultadas… Cómo me gusta la lluvia caer sobre nosotros.

No sabría decirle, querido lector, cuánto duró ese beso… ni si la repentina oscuridad me revelaba que estaba anocheciendo o era una gran nube que luego sucedió una tormenta. Solo pensaba en el Ahora, la danza del indio. Me sentí bien.

Pero como todo lo que sube abruptamente, no puede salvarse de la terrible caída. Ese enorme sentimiento se me escapó de las manos y luego, la realidad me bañó más que la lluvia. Violaciones, tortura, secuestro. Robos, familia, injusticia. Deformaciones, trabajo, sociales. Historia, enfermedad, política.

Quebré en llanto… No sé qué fueron las cosas que le dije, ni el escándalo que seguramente habré hecho en plena calle… si intervino la policía o la ambulancia… o si se sintió responsable por mi súbito arrebato. Fuiste la gota, imprescindible gota.

Seguramente me quedé en blanco ante los ojos ajenos, yo solamente podía ver cadáveres. Confío que él supo ver eso y por eso cuidó de mí; salvándome de las miserables habitaciones blancas, donde la demencia, inevitablemente, se contagia.

*

Sin saber cómo ni cuando, llegamos a su casa (humilde castillo)…Lo escuché diciéndome que no me preocupara, que me iba a proteger, que estaba muy dañada. Fue la primera vez que escuchaba bien su voz y preguntar su nombre fue lo único que alcance a decir antes de perder el sentido completamente.

*

Comencé a despertarme, el ambiente era cálido y reconfortante. En mis oídos, pude reconocer su voz, su voz tan condenadamente profunda y musical. Me repetía algo una y otra vez, sin cesar: su nombre.

Ah, su nombre… de nada vale que se lo diga, estimado lector, ya que perdería su valor. Difícilmente podría generar en usted, un ápice de las sensaciones que en mí provoca. Ya que él fue y va a ser, siempre, el único.

Mordió el lóbulo de mi oreja y sonrió cuando vio mis ojos dejar caer dos lágrimas dulces. Me había recostado sobre una cama, y, al verme despierta, divertido, se arrimó por encima de mí, sin tocarme. Yo estaba completamente posesa por el timbre de su voz mientras me repetía su nombre al oído, para observar, fascinado, todos mis estremecimientos cada vez que abría la boca.

Su mirada fría me volvía loca, sus labios desataban la ira de los demonios dentro de mi vientre. Ansié tanto que estuviera adentro mío en ese momento... Su voz sostenía un leve tono de lujuria y lo usó deliberadamente en mí.

Juro que no se qué fue, pero en ese momento sus pupilas formaron un gesto de deseo, y, como si mi ropa fuera hecha de alas de insecto, la desgarró en mil escarabajos tornasolados. Sus manos recorrieron mis costillas con suma maestría, a pesar que me confesó que sus experiencias no habían traspasado las melancólicas cortinas de terciopelo de un burdel imaginario.

Me dejé hacer por su dominio absoluto, lamió, mordió y pellizcó mis pezones como si le pertenecieran desde siempre, arrancándome los más sinceros gemidos felinos. Abrió mis piernas sin más, y sentí su sexo en la entrada de mi vagina. Mis piernas lo rodearon, mordió mis labios con fuerza saboreando un extraño sabor acre. Pero justo antes de que me penetrara decididamente, su mirada se lanzó sobre la mía como vuelo de ave de rapiña y pidió mi nombre.

Se lo dije, y, en ese abrir y cerrar de ojos, sentí su sexo penetrándome con una lentitud insoportable; gozó sentir como mi cuerpo se retorcía buscando el suyo y, por favor, repitiendo mi nombre en cada respiro. Las ansias me torturaban de sobremanera, hasta que comenzó a acelerar el ritmo y gemí hasta casi llegar al lloriqueo. No sé cuantas veces el orgasmo invadió mi cuerpo, ni cuanto tiempo estuvo en mi interior; desde que lo conocí, el tiempo dejó de tener significancia alguna.

No había manera de que pudiera sentir culpa o arrepentimiento por haberme abandonado por un desconocido; olvidé mi vida y mi familia, dejando atrás el dolor anestesiado por la rutina y una vida de imágenes frías. Por fin me encontraba en el único lugar donde quería estar, y, sin más, aquel desconocido me invitó a conocer el interior de lo que sería la única casa donde me sentí cómoda alguna vez.

Siete dormitorios tenía su morada y el suyo era el más apartado; el que daba a un pequeño corazón de casa, con enredaderas en sus cuatro lados y un pequeño aljibe en el centro.

Con el más puro afecto me abrazaba con dominio, como si le perteneciera. Me adentró en sus pensamientos y prometía constantemente cuidarme, mientras afuera siguiera lloviendo y las sombras provocadas continuaran mostrando su encanto sobre las paredes de piedra.

Su hogar siempre encendido de hogares… revelaba un encanto de comodidad taciturna; cada detalle de los bordados de bronce y madera tallada resplandecía entre frasquitos llenos de líquidos o especias de colores.

Como mi ropa se había desvanecido en el sutil vuelo de alas de insecto, tomó mis brazos y los envolvió en seda. En la primera habitación abrió las puertas de un armario enorme y me vistió de materiales con una suavidad superior al pelaje de un felino. Me vistió colores de otoño y cortes de otras épocas. Lentamente fui transformándome en los personajes de sus cuentos.

*

Los nuevos sabores conocieron mi lengua, cada especia provocaba en mí, un sentimiento distinto: algunos nostalgia, otros alegría, otros lujuria. Las horas no existían en su aposento, y, aunque sus paredes se vieran rodeadas de relojes, sus agujas siempre marcaron sinsentidos.

Mis túnicas cambiaban todos los días, pintando mi piel con dorado y convirtiéndome en una diosa de otro tiempo. Mi mente creció gracias a sus enseñanzas y a escondidas entraba en su biblioteca para aprender por mi cuenta lo que a él le costaba contarme.

Día tras día, la tempestad continuaba sin freno. Un día reflexioné para mí y decidí acallar su posesiva personalidad y volverlo loco como él lo hacía conmigo, proporcionándole el mayor placer que pudiera. Esta vez quise yo provocarle la ansiedad que todos los días me causaba, al jugar conmigo.

Lo encontré en la tercera habitación y dejándome caer sobre él, jugué con mi lengua sobre su cuello. Supe que la sangre se alborotaba entre sus venas y su corazón golpeó sobre mis pechos con un ritmo particular. En un soplo lo desvestí completamente dejándolo a mi merced. Maldije el día en el que no nací a su lado.

Lo guié al suelo, para que se siente sobre la mullida alfombra al lado de la chimenea, y lo rodeé con mis piernas. Por debajo de mi vestido, notó que estaba desnuda y sintió mi humedad escurrirse por su vientre. Admiré su rostro perfecto y su cabello color noche, despeinado. Mis dedos se deslizan entre mechones negros, viendo perderse mis yemas.

Mi pubis baila sobre su miembro para excitarlo. Su ceño levemente fruncido delataba que prefería ser él el que tuviera el control, pero apenas deje caer la tela por mi cuerpo revelando mi figura, se dejó hipnotizar por el movimiento de mi vientre. Su gesto cambia, sus mejillas se enrojecen al instante y con cada caricia, su mirada más dócil.

Nuestros cuerpos eran iluminados por la cándida tibieza del hogar a nuestra izquierda. Sus destellos ilusorios iluminaron sus músculos tensos, nunca lo vi más dulce. Lo acosté en la alfombra e intentó rehusarte nuevamente, pero mis dientes mordieron su cuello y desistió otra vez. Bese y lamí sus labios, recorrí dejando marcas rojas todo su cuerpo, me alimenté de sus quejidos ahogados.

Tu ombligo me desafiaba, el comienzo de sus vellos, ah… un camino al cielo. Su sexo estaba atrapado entre mis manos y comencé a masturbarlo instintivamente, simulando con mis caderas, el movimiento de penetración en el aire, a escasos centímetros de su piel.

Me extasié con el éxtasis en su rostro. Se arqueaba queriendo llegar a mi entrepierna, me suplicaba con la mirada. No respondía a su cuerpo, tal cual pobre enamorado. Sus ojos se humedecieron y no quiso que lo observara. No quise dañar su orgullo, así que me fui hacia atrás, y, de rodillas, besé su glande. Tragó una gran bocanada de saliva cuando vió brillar mis labios y escuchó mis ronroneos. Como podía, intentaba meter todo hasta llegar a mi garganta, succionando la suavidad que tanto me volvía loca y saboreando las palpitaciones sobre mis papilas gustativas.

Hacía desaparecer sus dedos entre mis sienes y de vez en cuando arrancaba pedazos de la alfombra. Entre gemidos me avisó que estaba por acabar, que me apartara; pero lo miré a los ojos y con mi mano derecha lo masturbé frenéticamente mientras con la punta de mi lengua jugué golosa con su frenillo. El ritmo fue tal, que en pocos segundos, recibí, en mi boca, todo su semen como un regalo divino. El sabor extraño resbaló sobre la comisura de mis labios y pude descifrar un pequeñísimo sollozo.

Después de recuperar el aliento, se incorporó y pasó su mano por su rostro; sus ojos habían cambiado de alguna manera, él lo sabía, pero no iba a admitirlo. Lo sé porque evitaba mirarme, mientras que, con expresión indescifrable, limpiaba mi cuello y mis senos con su propia túnica.

Sí, lo engañé… pero no creo que me haya creído. Pero es que parecía tan vulnerable, se sintió tan expuesto… y no estaba acostumbrado. Fingí estar a punto de desmayarme y me dejé caer entre sus brazos. Le supliqué que me hiciera el amor con todas sus fuerzas, le supliqué que no tuviera piedad conmigo. Sus pupilas brillaron de una manera extraña y su sonrisa delataba algo que no llegué a entender. Me abrazó fuerte y pude sentir su pecho contraerse. Luego recorrió mis vértebras, haciendo pequeños dibujos con los dedos hasta llegar al coxis.

Y, ¿saben qué? Justo en ese momento, comencé a vivir mi pequeña artimaña: comencé a desearlo desesperadamente, desfallecientemente, en serio. Mi entrepierna chorreaba sin cesar, haciéndome cosquillas al caer; mis rodillas temblaban y mis frases salían entrecortadas.

Aún en sus brazos, me levantó del suelo; cada contacto que hiciera con sus dedos sobre mi piel, me provocaba espasmos incontrolables, una tormenta eléctrica entre mis piernas. Me llevó al único lugar donde no me había poseído antes; el corazón de casa.

Llovía, y el frío pudo calmar un poco el hervor de mi sangre. Me sentó al borde del aljibe, y, bajo la lluvia… me besó como la primera vez. Masajeó mis senos con devoción mientras me observaba fuera de mí. Mi entrepierna no cesaba de gotear increíblemente dentro del pequeño pozo. Sentí sed y bebí del agua que se juntaba en su clavícula.

Con su boca, descendió hasta llegar a mis pezones. Su lengua jugó con mis aureolas y los escalofríos recorrían mis costillas. Continuó su descenso, con pequeños mordiscos, mientras yo rogaba que me penetrara. Acomodó mis muslos en sus hombros y luego puso una mano en el hueco de mi espalda y la otra en mis glúteos; obligándome a sostenerme con los brazos, a los extremos del aljibe circular. Me encontraba, entera, a su disposición.

Se abrió paso con su lengua y comenzó a succionar mi clítoris. Creí ensordecer con mis propios gritos. De golpe, se irguió sobre mí, mis muslos quedaron fuertemente agarrados a su pelvis y me penetró a velocidad de rayo. Fue demasiado, arqueándome hasta el dolor, estallé en miles de convulsiones, tensionando los músculos de mi vagina, hasta hacerlo acabar a él también.

Mis brazos flaquearon, pero no me dejó caer. Me recostó sobre el musgo y dormitamos bajo la lluvia. No sentí frío en ningún momento.

Desperté en su cama. Él bebía del aljibe. Cuando me escuchó, entro al dormitorio y me dio un pequeño beso en los labios. Desde ese día, cada gota que caía del cielo, se dividía en dos.

*

Durante esos días que me creyeron muerta, yo era feliz dentro de su oscuridad y su sabor amargo. Me enseñó a vivir y a cambio yo le enseñé a amarme sin que se diera cuenta. Nos entregamos al dolor en el pecho y nos saciamos de su ansia caprichosa. Su calor me arrastró, dejando en mi piel, las marcas inevitables del primer demonio que le enseñó a sufrir por amor. ¿Cómo podría deshacerse de mí?

Con los días, se volvió extrañamente sereno y hacíamos el amor bajo numerosas sabanas. Escondimos nuestras cabezas, abriendo los ojos cuando nuestras miradas se necesitaban; disfrutando del calor de los suspiros y el hambre de ser tocados. Pensé que era cuestión de tiempo hasta que volviera a leer y estudiar.

*

Las horas caen. Un sol de penumbra abatió mis pestañas. Siento que mis iris se comprimen y un nudo me ahoga en la garganta. La sangre se detiene. No lo encuentro.

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Resplandece Lucifer entre las pociones de su botica de antaño, los venenos vibraron y sus colores crearon la atmósfera final. Se entregó a su inefable belleza… tentadora yacía entre sus manos; no soportó ser feliz, no soportó su alma desnudarse. Pintó de azul su estomago y aún así sus ojos permanecían grises. Bebió lo imposible, sediento de hiel. En su infierno arderá, por el resto de su muerte.

Lo encontré pálido y sus mejillas comenzaban a hundirse, su mano temblaba sobre un frasquito de cristal, con estrellitas de anís en el fondo. Agonizando sobre el suelo, me regaló su último suspiro, en semi sonrisa, cuando caí sobre su pecho. Me castigó por hacerlo dichoso. Su última mirada llena de amor me aseguró que yo fui su fin.

Agh! Necia pasión por las pociones y la magia negra

Intenté beber de sus labios todavía tibios tal cual Julieta, pero sus labios al contacto con los míos, convirtieron la bilis en ambrosía, deleitándome con el más doloroso capricho, en el momento más infeliz de mi existencia. Lo que a él lo mata, a mi me hace vivir; Para que lo recuerde siempre, cuando las gotas del cielo caen y hay un beso apasionado bajo la lluvia. ¡¡Egoísta!!

No quiero volver. Su cuerpo en llamas. No quiero volver. Su castillo cae, el aljibe se seca. No quiero volver. Agua de lluvia. No quiero… volver. No quiero. Vivir.

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2007