Agradecí que me hicieran cornudo
El marido de edAJ disfruta finalmente de las caricias de su esposa.
Llegué cansado de la mina, sudoroso como siempre después de manejar por más de 3 horas. En casa no había nadie, lo cual era obvio porque mi mujer estaba trabajando en la sala de ventas de la inmobiliaria. Mientras la tina se llenaba de agua me desnudé tirando mi ropa al suelo; fui al bar y me serví un whisky en las rocas. Puse música clásica para relajarme y volví al baño y me metí dentro de la tina; sentí el agua tibia que subía y me cubría totalmente. Cerré los ojos y de un trago bebí todo el contenido, dejando la copa a un lado junto con los pensamientos que deseaba hundir en lo profundo.
Los recuerdos de esa noche hace siete días afloraron nuevamente a la superficie de mi conciencia. ¿Cómo lidiar con ellos? ¿Cómo enfrentarme a ella? ¿Qué hacía o dejaba de hacer para que la mujer que amaba, la madre de mis hijos, volviera a pertenecerme? ¿Qué puede hacer un hombre cuando sospecha que su amada lo engaña? ¿O fue todo un simple juego, como me dijo?
Año tras año y faena tras faena me había preocupado sólo de satisfacer las necesidades materiales de mi familia. Pagar la casa, la educación de nuestros hijos, las vacaciones y el cambio de auto. Los años y la rutina hicieron que la chispa sexual del comienzo se apagara junto con nuestras risas. Ahora estábamos en otra, en un estado de velocidad familiar de crucero que no traía nada nuevo bajo el sol, más que rutina, rutina, rutina, hasta que de pronto algo ocurrió.
Casi no podía creer que fuese ella mí mujer. Cada semana que volvía del trabajo la encontraba más delgada, más hermosa, más deseable. Salíamos de compras y notaba como otros hombres se volteaban a mirar el movimiento de su trasero redondo y apetitoso al caminar con jean gastados y ajustados; se detenían para mirar de frente sus pechos erguidos ceñidos por una minúscula polera, y ver su pelo trigueño enmarcando esos ojos almendrados de mirada fogosa. Si no fuera porque es mi mujer diría que parece una golfa fina o una de esas mujeres separadas que sonrientes gustan de lucirse frente a los hombres, deseando ser asediadas y abordadas, sedientas de sexo.
Lo que más rabia me da es que a ella no parece importarle en absoluto las miradas, sino que por el contrario parece que disfruta sabiéndose objeto de deseo masculino. Su caminar se vuelve más ondeante y coqueto a medida que la miran. Incluso he notado que hasta las mujeres la observan con envidia o apetito. Ha bajado casi 10 kilos en los últimos meses y sus tetas y culo se destacan en ese cuerpo delgado y firme gracias a las sesiones de gimnasia y aeróbicos. Me dice que debiera estar orgulloso de caminar a su lado; que los machos me deben envidiar la hembra con la que duermo, me dice, y se larga a reír alegre y burlona mostrando su blanca y cuidada dentadura. Claro que sí, me alegraría que de verdad me envidiaran si tuviéramos sexo, le digo, reclamando por la sequía sexual que enfrento hace casi seis meses.
Desde que comenzó su transformación no me ha dejado poseerla. Al principio no me daba cuenta, pero al cabo de seis meses estoy casi convencido que debe tener un amante. No es que nuestras sesiones de sexo fueran antes abundantes o espectaculares, pero desde hace seis meses el sexo se redujo a cero. Ni besos, ni caricias, ni penetraciones. Nada de nada.
Una mujer normal, casada y dueña de casa, que de repente se transforma en una hembra hermosa, delgada y deseable, de pechos parados y firmes y culo respingón, que gasta mucho en ropa cara y en tinturas, en maquillaje, en calzados, que se mueve coqueta y desafiante no tiene otra explicación para mí más que obedecer al deseo de satisfacer plenamente a un amante.
Lo peor de todo sucedió la noche antes de partir a la mina, hace justamente una semana. Después de hacer unos trámites, salir de compras y pasear, me pidió que la llevase a cenar a un restaurante caro, para lucirla, me dijo, “para que te jactes de mí”, agrego riendo.
Desde que entramos al restaurante ella fue el centro de las miradas. Se comportaba como una gata en celo. Iba con un vestido escotado, corto y ceñido que dejaba poco a la imaginación y que le permitía mostrar sus hermosas y torneadas piernas rematadas en unos bellos y caros zapatos de taco aguja. No llevaba sostén y el amplio escote del vestido facilitaba fugaces vistas de sus grandes y enhiestos senos. Durante toda la velada noté como los mozos y hombres de las mesas laterales no perdían detalles de sus movimientos. Ella estaba sentada con la espalda erguida, saboreando un aperitivo y conversando conmigo amigablemente de temas triviales. Cada tanto, cruzaba y descruzaba sus piernas facilitando inconscientemente que su vestido subiera por sus muslos lo que le obligaba a tener que bajárselo una y otra vez. Debido a nuestra ubicación y a que su silla estaba algo retirada de la mesa, la fugaz visión de sus bragas no pasó desapercibida para mí ni seguramente tampoco para los comensales a mi espalda. Cuando los mozos se acercaban a tomarnos la orden o a dejar o retirar los platos se tomaban todo el tiempo que podían para disfrutar y recrearse con su abierto escote sin sostén visible. Incluso llegué a pensar que la baja de temperatura en nuestro sector no fue un hecho fortuito sino más bien una estrategia del personal, puesto que al cabo de un tiempo noté con asombro cómo sus pezones se marcaban nítidamernte contra la tela de su vestido.
La situación me tenía sumamente incómodo. Por una parte me halagaba estar sentado con esa preciosura y mi miembro se mantenía en permanente erección. Por otra parte, me molestaba profundamente que mi mujer estuviera avivando el fuego del deseo en otros hombres y sobretodo que pareciese disfrutar bastante con ello. Ella bebía sin control y su comportamiento me indicaba que estaba alegre y excitada. Me sentía cenando con una mujer previo a una noche de sexo remunerado.
Al terminar de cenar, luego de los postres y bajativos, mi mujer se levantó para ir al baño. Al verla caminar noté con rabia que llevaba el vestido subido por un muslo hasta el nacimiento del glúteo, lo cual hacía que el color blanco de sus bragas en él entrepiernas fuese claramente visible. Se demoró bastante en volver a nuestra mesa y habría jurado que fingía desconocer nuestra ubicación sólo para que los hombres de negocios de una mesa alejada pudieran observarla y piropearla de lo lindo. Al volver, vi con asombro que no se marcaba nada bajo su vestido. Al ver mi mirada se limitó a sonreír con una mueca burlona y abriendo la mano derecha dejó caer sus bragas sobre la mesa. Estaban totalmente húmedas en él entrepierna.
La tomé del brazo y nos dirigimos a la salida. Al dirigirnos a la salida tuvimos que pasar por el lado de la barra del restaurante que a esa hora estaba atestada de gente. El trayecto se hizo lento e interminable, y cada tanto notaba como mi mujer lanzaba unos pequeños suspiros. Una vez afuera le pregunté si algo le había pasado. Me respondió que al pasar entremedio de la gente sintió manos que le apretaron y acariciaron las tetas y el culo, y que incluso alguien se aventuró y le había acariciado la concha. Su mirada de deseo hizo que más me encabritara y me decidí a volver a ingresar adentro para vengarme, pero ella se colgó de mi cuello y con voz queda y aliento candente me dijo al oído: “debieras agradecerles a todos esos cabrones porque te dejaron a tu mujercita súper caliente.”
Bajé la vista y apresuré nuestros pasos a la camioneta. Sentí que hervía de humillación y que toda la sangre caliente se concentraba en mi verga dura como piedra.
No hablamos nada camino a nuestra casa. Al llegar, le abrí la puerta y me quedé afuera durante un rato tratando de no pensar en lo que había pasado. Finalmente, los celos y la impotencia que sentía quedaron opacados por la excitación incontrolable que sentía. Subí al dormitorio y desnudo me recosté sobre la cama. Cuando mi mujer salió del baño tenía puesto un conjunto de corpiño y bragas rojo con encajes transparentes y unas medias en el tono y portaligas. Tenía la mirada brillante de deseo y se movía como una gata en celo. Se acercó gateando hacia mí y comenzó a moverse y a acariciarse las tetas, mostrándose sonriente y ofrecida al tiempo que me decía “mira lo caliente que me dejó el manoseo de esos extraños.” Giraba y se agachaba para que yo pudiera disfrutar de su culo semidesnudo y en pompa. “Estoy ardiendo de deseo de que me metan una buena verga.”
Mi miembro estaba duro y palpitante, tras meses de abstinencia sexual. Mi mujer se fijó en él y acercándose eróticamente lo tomó en sus manos y le dio un pequeño apretón. Se agachó y cuando pensé que iba a realizarme una fellatio abrió la boca y dejó caer abundante saliva para lubricarme. Luego de eso se irguió y mirándome a los ojos empezó a masturbarme. Sentía su aliento tibio cerca de mi boca y traté de besarla. Me miró sonriente y desvió la mirada. Siguió con su juego, con una mano en la verga y la otra acariciando las bolas. De repente se acercó y susurrando con voz terriblemente erótica me dijo al oído:
“¿Qué pasa mi amor, no te gusta esto que te hago? ¿Ya no te excita tu mujer?” claro que me excitaban sus caricias, pero lo que yo quería era penetrarla hasta el fondo de su concha.
“¿Acaso no viste como me miraban los hombres en el restaurante? ¿No crees que a ellos se les puso dura como la tienes tu ahora?” Decía, mientras su mano subía y bajaba suave y lentamente por mi miembro erecto y sus otros dedos jugueteaban por mi perineo.
No quise argumentar nada por miedo a que dejara de masturbarme. Sólo me quedé callado y la dejé hacer.
Ella siguió con el juego y agregó “¿Te gusta ver como otros machos desean cogerse a tu mujer? ¿Te calienta saber que otros machos me desean? ¿Te excita pensar que otros machos hoy le manosearon las tetas, el culo y la concha a tu mujer estando a tu lado?” Dijo, y apretó fuerte mi miembro.
Lo soló por breves instantes para subir su mano y llenarla de saliva, y luego continuar con el mortal y despiadado sube y baja.
Yo estaba cada vez más caliente y excitado. Sentía la mezcla de dolor al recibir los apretones y el placer al sentir sus suaves caricias. Acercando sus labios a mi oído agregó “Incluso uno logró meter un dedo en mi culo.” Y recibí otro apretón fuerte y luego las suaves y persistentes caricias.
Metiendo su lengua en mi oreja musitó con voz queda y sensual “¿Te gusta como está ahora tu mujercita? ¿La encuentras deseable?” y seguía con el sube y baja lento y acompasado de apretones.
“¿Sabes? Me dijo, exudando deseo “Las mujeres que se cuidan y se arreglan y que no tienen sexo con sus mariditos es porque seguramente algún macho las posee. Esas tienen un macho distinto, un macho más joven y fogoso” y las manos seguían con el lento pero constante movimiento.
“Otras se encuentran un macho maduro, de 60 o 70 años, con mucha experiencia en someter a hembras. Esos son los más peligrosos. Esos no buscan aventuras. Ellos buscan someterlas, hacerlas suyas, hacerlas sus putas. Toman a mujeres casadas y las transforman en sus putas finas, en sus sumisas, en sus esclavas”
Y volvía a humedecerse la mano y a seguir con la masturbación implacable y con él relato. “Las sumisas se vuelven incondicionales. Deben cumplir normas, reglas. Deben ser mujeres casadas” Agregó sonriente. “Ellos no las obligan a nada. Ellas se someten en forma voluntaria e incondicional y deben esforzarse por aprender. Aprender a darle placer a su macho con su boca, culo y concha. Al cabo de un tiempo y si hacen méritos, el macho, su Amo, las esclaviza, tomando el control total de la hembra.”
“El Amo sabe muy bien cómo transformar a una dama en una sumisa, en una esclava. Y las sumisas hacen lo que sea por complacer a ese macho maduro, incluso el abstenerse de tener sexo con sus maridos.” Agregó, la mano subiendo y bajando cada vez más rápido.
Yo estaba a punto de acabar, por lo que preferí comerme mi orgullo y quedarme quieto sin reclamar.
“El macho las doma, las humilla y las somete, y ellas gozan obedeciendo a su macho. El macho tiene una verga más grande que la tuya, y la sumisa debe arrodillarse y suplicar el permiso de mamar. El macho la penetra por la boca, concha y culo y cada vez la transforma y degenera más” “Cuando están en su poder, empieza la etapa de la lesbianización. Todas las sumisas deben ser totalmente bisexuales.”
“Cuando el macho lo desea, le da permiso a la mujer para que tenga sexo con su marido, pero de una forma muy particular” Agregó.
La mano se movía cada vez más rápido y mi miembro estaba a punto de estallar.
“¿Sabes lo que el macho les dice? ¿Quieres saberlo” Preguntó deteniendo la masturbación.
“Si!, si quiero saberlo, por favor”, le dije, “continúa.”
Dice que la mujer tiene permiso de ordeñar a su marido cada dos semanas, siempre y cuando éste se comporte como todo un caballero con la sumisa y le pague por el servicio manual.”
“¿Quieres acabar, mi marido?” Me preguntó.
Siiii, dale que no doy más.
“Prométeme entonces que mañana a primera hora me depositarás el pago del servicio”
Me sentí tan humillado y caliente, que no fui capaz de responder de inmediato. La mano había ralentizado el movimiento manteniéndome justo al límite de eyacular. Al sentirme indeciso y humillado, mi mujer hundió un dedo en mi culo hasta alcanzar el punto prostático.
No pude más. Me dejé llevar por la excitación y haciendo un sublime esfuerzo le respondí que sí, que le pagaría lo que me pidiera, que haría lo que quisiera con tal de conseguir la eyaculación por tanto tiempo deseada.
“¿Lo juras?” me dijo.
Sí, lo juro, haré lo que me pidas, pero acaba de una vez, clamé.
“Antes debes agradecerle” me dijo. “Dime en voz alta: dile a tu Amo que le agradezco por permitirme usar tus servicios manuales”
No era posible. ¿Cómo sería? ¿Era verdad o mentira? Tendría que agradecerle al cabrón que supuestamente controlaba a mi mujer por una simple paja? ¿Y aunque no fuera cierto, tendría que rebajarme a ojos de mi mujer y agradecer por la excitación descomunal que estaba sintiendo en sus manos?
No pude razonar con claridad. El goce era demasiado profundo y las ganas de eyacular eran incontrolables. No tuve más remedio que humillarme al fin:
“Mi vida” exclame, “Dile a tu Amo que puede hacer contigo lo que quiera. Dile que le agradezco este goce que me brinda. Dile que tu marido no podrá ninguna queja a futuro, y que pagaré gustoso cada vez que me deje usar tus servicios manuales”
Cuando la última palabra salió de mi boca, sentí una paz increíble, plena.
Junto con el beso de judas que ella me dio en mi mejilla, sentí un apretón fuerte y un sube y baja despiadado sobre mi verga, al tiempo que un dedo jugueteaba profundo dentro de mi ano. No pude más y un chorro de gruesa esperma salió disparado de mi pene y fue a caer sobre mi estómago, sobre la cama, sobre sus manos, y luego otro y otro más.
Ella, sonriente, con manos suaves y delicadas, recogió todo el semen desparramado y con él me untó el ano, el culo y mis labios.