Agosto como un billete

Una semana del mejor sexo. El pasado siempre vuelve, princesa.

Fue solo una semana la que pasé con ella en agosto de 2004. La había conocido en un foro de internet meses atrás como tanta otra gente que se encuentran unos a otros de esta manera. Y aunque solo fueron siete días, sentí que era la relación más sincera que había tenido hasta el momento, si es que acaso eso lo era, y teniendo en cuenta que solo éramos amigos, algo que ambos acordamos porque en la distancia, separados por mil kilómetros y con tierra y mar de por medio, es mejor tener bien definidos los sentimientos para que no se queden pegados en la garganta y te asfixien.

Ella hizo que La Tierra comenzase de nuevo a girar conmigo en la superficie. Por primera vez en mi vida me sentí parte de un compromiso, en este caso de amistad; parte de un placer, de una unión; parte de un gemido y de una respiración, parte suya y, ella, parte mía. Como le dije hace poco, el mejor relato lo he leído en su piel. Yo, rey del fracaso, que todos mis proyectos se quedaban varados en una playa de arenas movedizas y no había encontrado mi lugar en el mundo saltando de trabajo en trabajo por no saber hacer nada bien, me agarré fuertemente de la estela de una mirada y, sin soltarla para no caerme, aterricé sobre sus labios. Reflejando mi deseo en sus ojos, contándoselos al oído con jadeos, me despojé de mis temores y de mi ropa. Los primeros, los mantenía encerrados tras un velo de vaho en la mañana otoñal en la que transcurría mi vida, y por fin el cielo se abrió y dejaba que un rayo cálido de sol atravesase mi pecho. Quizás el otoño volviese, pero ahora la primavera florecía en agosto y parecía que por fin descubría algo que sabía hacer bien: darle a alguien lo mejor que había en mí por muy dentro que tuviese que escarbar.

No quedó todo solo en un recuerdo, sino en una promesa y un deseo, porque lo convertí en una experiencia con un pasaje de ida y vuelta.

Desde agosto de 2004, todas las noches veo a mi estrella en el firmamento del techo de mi habitación entre los pegotes de gotelé custodiando mis minutos antes de evadirme en sueños, pero todavía no he podido tocarla de nuevo. En Navidades, cada uno en su casita con su familia; en Semanas Santas, ella una en Londres, y yo otra en el hospital con mi padre recién operado; un verano ella en Bruselas y yo otro en Santa Fe… pero la promesa sigue en pie y el contacto vía e-mail también, siendo este el elixir de la juventud para nuestra amistad.

Un mes después de aquella semana que pasé con ella, esperando mi turno en la sala de espera de un centro clínico, me puse a mirar qué había en mi cartera para entretenerme. Un plano del metro, un ticket de autobús, el primer condón que tuve, que estaría ya podrido; un billete de 10 €… Me pregunté cuánta distancia recorre un billete a lo largo de su vida viajando de mano en mano y de bolsillo en bolsillo. Por si alguien se preguntaba lo mismo que yo, con un pequeño lápiz que siempre llevo en mi bandolera hice una inscripción: "Este billete ha estado en Madrid". Al salir, me fui tranquilamente a desayunar a una cafetería y pagué con ese billete deseándole buen viaje y olvidándome de él para siempre.

Octubre de 2006, han pasado dos años. El anterior fin de semana, en una discoteca pagué un cubata con un billete de 20 y me devolvieron dos monedas de 2 € y un billete de 10. Ese billete que me devolvieron, estaba todo pintorrejeado y lo primero que ponía era: "Este billete ha estado en Madrid".

Dicen que el pasado siempre vuelve, princesa.