Agárrate como puedas
Un chico en la playa se enfrenta a una situación insospechadamente peligrosa y a la vez erótica.
A veces se producen casualidades casi increíbles que producen situaciones insospechadas. Este verano pasado me ocurrió una de esas extrañas casualidades que dio lugar a unos momentos realmente excitantes, por muchos motivos.
Me presentaré: soy universitario, tengo 19 años, y este verano, para sacarme unas pelas, me coloqué en la playa en una de estas embarcaciones que arrastran parapentes hasta hacerlos planear durante un rato.
El primer día, sin embargo, yo estaba bastante nervioso. Me llevé a mi primo pequeño, que tiene 14 años, para que me ayudara en mis tareas. Mi primo es más bien torpe, ésa es la verdad, aunque yo entonces aún no lo sabía. El caso es que llegó el primer cliente, un guapo chaval de pelo castaño, como de 16 años, con un tanga en el que se le marcaba un paquete de consideración; si hubiéramos estado en otra circunstancia, le habría tirado los tejos, porque, como decía Tony Curtis a Laurence Olivier en "Espartaco", "prefiero los caracoles a las almejas"...
El caso es que mi primo estaba en el tablero de los mandos de la lancha, toqueteando en los controles para ver qué hacía cada uno, mientras yo me afanaba en colocar el arnés en el cuerpo del chico. Éste no las tenía todas consigo; iba faroleando con unos amigos apostando que se montaba, pero una vez que éstos estuvieron a cierta distancia, le castañeteaban los dientes... con lo cual, dicho sea de paso, el paquete le temblaba ligeramente y a mí se me hacía más difícil colocar aquel arnés, que era la primera vez que lo hacía. El caso es que mi primo, tocando donde no debía, le dio a la palanca de marcha y la lancha se puso, pues eso, en marcha, arrastrándonos al chico y a mí. Yo, cuando vi que el arnés, que ya estaba prácticamente enganchado, me arrastraba hacia el mar, junto con el chico, me agarré como pude a la cintura del muchacho. Pocos segundos después, ambos levantábamos el vuelo lentamente, mientras en la lancha mi primo no sabía a qué botón darle para que aquello se parara.
Al muchacho al que iba agarrado, de nombre Andrés, como después supe, le debió dar un desmayo al ver lo que ocurría, porque la cabeza se le cayó hacia atrás. Yo, agarrado como podía al arnés a la altura de su cintura, me di cuenta de que me resbalaba por el contacto con el cuero del arnés. Me agarré entonces, con las palmas de las manos que se me resbalaban, al tanga del chico, que cedió de inmediato, mostrándome un panorama impresionante: a diez centímetros de mi boca se desparramó un pedazo de verga de no menos de 18 centímetros, en estado de semierección; se ve que, con la excitación del momento, al chico se le había puesto medio tiesa. ¿Cómo iba a rechazar un regalo como aquél? Además, tenía que agarrarme como pudiera, con las manos o con lo que fuera... Así que emboqué la polla por la punta y me la tragué tal cual. La sentí crecer dentro de mí boca, mientras la ensalivaba y la ponía a punto.
Mientras, mi primo seguía toqueteando en los controles, pero la lancha seguía adentrándose en alta mar. Arriba, como a quince metros de altura, yo seguía chupando aquella deliciosa verga que ya debía de pasar de los 23 ò 24 centímetros. Me sujetaba a las piernas del chico, con las manos metidas por los costados del tanga, de tal forma que, entre una cosa y otra, había conseguido una posición relativamente estable. Tenía un tercer punto de enganche, claro, que me estaba siendo muy útil y, por qué no decirlo, también muy placentero. Claro que en la posición en la que me encontraba no podía sacarle todo el partido a aquel vergajo descomunal, pero desde luego me aplicaba a hacerlo: chupeteaba el glande, que estaba sonrosado como un salmón, brillante como una joya y rezumante de líquido preseminal; mordisqueaba unos momentos los deliciosos huevos, apenas cubiertos por una ligera pelusilla; pasaba la lengua de extremo a extremo de los laterales del carajo, para sepultarlo después de nuevo dentro de mi boca.
Mi primo, por fin, tuvo una idea feliz (o no tanto, según se vea, sobre todo teniendo en cuenta cómo me lo estaba pasando yo a veinticinco metros de altura, enchufado a aquella polla de ensueño): cogió el volante y giró la dirección de la lancha, embocando de nuevo hacia la playa. Me di cuenta de la maniobra y le maldije mentalmente; pero, la verdad, tampoco fue justo, porque poco después el chico, todavía desmayado, se me corrió en la boca. Yo, claro, no podía dejar que me pusiera perdido de arriba abajo, porque no podría justificarlo cuando bajara, con la tremolina de gente que a buen seguro se iba a reunir. Así que le dejé que me largara en la boca toda su leche, pensando en escupirla después. Sin embargo, aquel sabor no me disgustó; hasta entonces, aunque había mamado ya bastantes pollas, nunca había probado el sabor del semen. No es que estuviera bueno, ¡estaba buenísimo!: así que me lo fui tragando despacito, despacito, para saborearlo mejor. La polla seguía dentro de mi boca, así que el sabor era inmejorable: nabo con leche.
Cuando ya no quedó ni una gota de semen en mi boca, miré hacia la playa; ya estaba bastante cerca, así que, con bastante trabajo, me dediqué a recomponer a mi involuntario amante: agarrándome al arnés con una mano, casi como un acróbata, conseguí subirle el tanga por un lado, haciendo después lo mismo por el otro lado.
A todo esto menos mal que las lanchas de salvamento habían salido en busca de la nuestra y uno de sus tripulantes había conseguido saltar a ésta, porque mi primo no daba pie con bola. Así que, ya conducida por gente experta, pronto llegamos a la playa. En cuestión de pocos segundos estuvimos los dos "voladores" en tierra, y mi improvisado amante despertó poco después. Todos se extrañaron de que, después de una aventura como la que habíamos corrido, yo tuviera una sonrisa en los labios de oreja a oreja. Pero más raro fue, de todas formas, que el desmayado se despertara también con una sonrisa franca, como si hubiera tenido un extraordinario sueño húmedo.
Poco después de despedirme de él, cuando ya la gente se dispersaba, después de comprobar que todo había acabado felizmente, oí como el chico, Andrés, cuando se reunía con sus amigos, les decía:
--Tíos, no os lo vais a creer, pero ahí arriba se está de bien... como para correrse de gusto.
No lo sabía él bien, lo a gusto que se corrió.