Afortunados

La categoría no es la más adecuada, pero no quiero desvelar el final antes de hora.

AFORTUNADO

No recuerdo nada del accidente. Tampoco sé en qué día vivo. Pero me han dicho que he estado en coma más de dos meses, setenta y dos días exactamente, y que tengo daños irreparables en el cerebro que limitan en más de un 95% mi movilidad, además de afectar a mi capacidad para hablar. Afortunadamente, me han dicho, los daños no han afectado a la parte cognitiva, así que comprendo todo lo que me dicen y, en un período de tiempo que será largo y con la gimnasia físico-mental adecuada, podré recuperar parcialmente mi aparato motor, así como la capacidad de hablar.

¡Afortunadamente, han dicho! Sí, he tenido mucha suerte. No puedo verbalizar ningún vocablo, algo que aprendí a los pocos meses de llegar a este mundo, y soy incapaz de rascarme un brazo si me pica, de hurgarme en la nariz si me sale de los cojones, ni de agarrarme la polla para mear. Pero he tenido mucha suerte, porque mi cerebro sigue trabajando como siempre, podía haber quedado como un vegetal, me han explicado, y gracias al esfuerzo de mi órgano superior que no podrá repararlo todo pero algo podrá remendar, el resto de mi cuerpo podrá obedecer sus órdenes por lo que tarde o temprano dejaré de ser una puta lechuga para convertirme en… un arbusto, tal vez, que mece las ramas o un girasol, capaz de girar el torso.

Así me encuentro cuando vuelvo al mundo de los vivos. Como si esto fuera vivir. He sido afortunado, dicen. ¿Qué sabrán ellos de ser afortunado? Afortunada era mi vida hasta hace dos meses.

Aunque no recuerdo nada del accidente ni de las horas previas, no sé cuántas horas o días han desaparecido de mi memoria, sí recuerdo perfectamente cómo era mi vida antes de verme postrado en esta cama de hospital privado.

Estaba casado con Lola, una mujer atractiva, apasionada, hija de un industrial importante de la ciudad, que comía de mi mano y bebía de la fuente que le pusiera delante, ya me comprendéis, además de serme muy útil en las relaciones sociales pues es el mundo en el que se ha criado.

Tenía mi propia empresa, la sigo teniendo pero si la dejo en manos de mi mujer, Carlos, mi socio, aprovechará la escasa experiencia de mi esposa para hacer con ella lo que le dé la gana. Con ella me refiero tanto a Lola como a la empresa, así que puedo quedarme sin compañía en un santiamén, no sé si también sin compañía femenina.

Pero el trabajo no lo es todo en esta vida, así que estaba a la espera de recibir el Maserati GT plateado que encargué cuando me harté del Audi R8 blanco que he conducido este último año. Dice Lola que ya lo tenemos en el garaje, pero es evidente que la afortunada que lo conducirá será ella.

También recuerdo perfectamente las tías con las que me he liado. Será por estar postrado en esta cama, pero soy capaz de rememorar con una nitidez extraordinaria, ya no las caras de las chicas, algo que suelo olvidar a los pocos días, si no olores, sabores, sonidos. Y os aseguro que han sido unas cuantas durante los últimos meses. Una mulata norteamericana que la chupaba de vicio, sonoramente, una rubia con cara de mojigata que chillaba medio histérica cuando le comías el coño, la hija de Gustavo, un vecino, que debe ser la adolescente más promiscua de toda la urbanización...

El sexo con Lola también lo recuerdo, claro.

Si mi nueva situación ya es desesperante, por no decir deprimente, un persistente dolor de cabeza me acompaña desde que me he despertado. No llega a jaqueca pero son molestos pinchazos que me nublan la vista y enlentecen mis movimientos. Movimientos mentales, claro, porque corporales…

Afortunadamente, la medicación ha ido haciendo su trabajo y con el paso de las horas la cabeza va aminorando los martillazos. No desaparecen, ya me han avisado que aún tardarán, pero acabarán remitiendo, porque he sido muy afortunado.


Nunca he estado en la cárcel, ni creo que vaya a ir nunca, menos en mi estado actual, aunque tal vez algún competidor o, incluso, algún ex amigo pueda opinar que lo merezco, pero ¿cómo se le llama a quedar encerrado en un cuerpo que no reacciona? Tetraplegia, dirán. Pues no. No soy tetraplégico porque he tenido mucha suerte y mi espina dorsal no ha quedado afectada de modo irreversible. Es mi cerebro el que debe sanar y ponerse a trabajar. ¡A trabajar! Eso ha dicho la doctora. ¡Hija de puta! Mi cerebro lleva una semana trabajando a destajo, carcomiéndome pues no puedo hacer nada más que ver la televisión, aunque mi vista se cansa a las pocas horas y me mareo, o escuchar de mi familia todas las falsedades que van soltando para animarme. Ni que fuera un crío de cinco años.

Pero esta noche ha pasado algo curioso. Mi memoria se ha vuelto prodigiosa, capaz de recordar detalles nimios, insignificantes, de situaciones que no tenían más enjundia o que directamente había olvidado. Esta desconocida capacidad parece que también está activa mientras duermo, pues he soñado, algo extraño en mí, y lo he hecho con una intensidad que nunca había sentido. Es más, lo de esta noche no ha sido exactamente un sueño. Ha sido el nítido recuerdo del último polvo que pegué con Lola.

No fue una de mis mejores actuaciones. Ya hace tiempo que mis mayores esfuerzos amatorios los ofrezco fuera de casa, pero me había fallado un plan con una modelo que me presentaron en una feria, tenía a Lola a mano y, como otras veces, la utilicé de calmante. Acababa de llegar a casa, más pronto de lo esperado, pero como siempre ella me recibió risueña, entregada. Me serví una copa mientras mi amantísima esposa me preguntaba por la jornada, expectante ante otro de mis relatos adornados de éxito y triunfo. Estaba sentada en el sofá Verzelloni de tres piezas, ladeada, atenta a mi declamación, vestida con aquel salto de cama beige Vogue que le regalé en Navidad ceñido a su espectacular cuerpo, así que detuve el cuento, me acerqué mirándola fijamente y cuando llegué a su altura, pregunté imperativo:

-¿Por qué no me sacas la polla y tú también me demuestras de qué eres capaz?

Me miró sonriente, feliz por sentirse deseada por la sucia mirada del hombre que ama fijada sobre su par de tetas perfectas, contenta por satisfacerme. La sacó y la engulló, con amor, conociendo mis gustos y esmerándose en ello. Me encanta que la niña de papá me deje seco. Pero al poco cambié de parecer, a pesar de que nunca he tenido queja de sus excelsas habilidades. La aparté del biberón, le di la vuelta tomándola de la cintura para tener aquel culo en pompa, con las rodillas al filo del Verzelloni, le levanté el camisón para admirar el par de apetitosas nalgas, le bajé el tanga a medio muslo y embestí, agarrándola de las tetas en un primer momento, del cabello cuando quise babearle la cara.

Lola llegó al orgasmo antes que yo, siempre he pensado que se corre haciéndome feliz, así que cuando sus espasmos se fueron aplacando, salí de su sexo para cambiar de objetivo. Empujé su cabeza hacia abajo, gesto suficiente para que sepa qué quiero, así que antes de que le separara las nalgas, rogó, con cuidado, por favor. Fui con cuidado al principio, hasta que mi excitación y la dilatación de su recto me llevaron a joderla sin misericordia.

El final del sueño me ha despertado, con un compendio de sensaciones completamente sorprendentes. Por un lado, estoy convencido que el sueño ha durado exactamente el mismo tiempo que duró el polvo, ni un segundo más, ni un segundo menos. Por otro, he podido sentir en las yemas de los dedos el tacto de la piel de Lola, la turgencia de sus pechos, la finura de su lacio cabello. He notado perfectamente como mi polla entraba en ella, como era lamida, como rozaba húmedas paredes, el estrecho anillo. También he olido mis fluidos, pero sobre todo los suyos, así como la atmósfera cargada de una sesión amatoria.

Pero lo que más feliz me ha hecho ha sido despertarme con la polla dura como una roca. Así lo he sentido, aunque no puedo confirmarlo pues mis manos son incapaces de apartar la sábana y la oscuridad de la habitación me impedía ver mi hombría enhiesta. Por eso y por el pañal de geriátrico que me decora. El dolor de cabeza, además, parece que va remitiendo y ahora, esperando anhelante que me traigan la mierda de papilla que en el hospital llaman alimento, casi no me molesta.


Llevo tres noches seguidas soñando. Ayer fue la rememoración exacta del primer polvo de mi vida, a los dieciséis años, con una pelirroja medio borracha en la playa de S’agaró. Oyéndola esta noche he descubierto que era holandesa. No me di cuenta hace veinte años.

Esta noche he vuelto a sentir los vigorosos labios vaginales de Débora, la catedrática de Economía Social con la que estuve liado mientras yo estudiaba tercero de carrera. No sabía chuparla y tenía las tetas pequeñas, pero su sexo era una trituradora. ¡Qué tiempos aquellos!

Aquí llega Doña Gertrudis. Se llama Rosa, pero le pega más un nombre de institutriz de post guerra. Por edad, pero sobre todo por su gesto serio, su actitud distante y sus maneras de sargento de hierro. Me trae el desayuno del que me hará algún comentario pretendidamente simpático que no me hará ni puta gracia, pero moveré los labios tratando de mostrar una sonrisa. Creo que no llego a tanto pero debo hacer gimnasia muscular, así que por eso lo hago. Me dará de comer como si de un mocoso de un año se tratara, expeditiva, sin apenas cruzar palabra, retirará la bandeja y volverá a los pocos minutos para desnudarme y lavarme. ¡Vaya mierda de trabajo!

La enfermera es lo suficientemente fuerte para mover sola mis 70 kilos de peso, suponiendo que siga pesando lo mismo, así que me tiene desnudo en un santiamén. Ha cerrado la habitación de modo que nadie pueda entrar. Me explicó que lo prefiere así pues es más cómodo y rápido para ella, ya que no tiene que desvestirme y lavarme por trozos. Bien por Rosa, parece que ha descubierto las ventajas económico-logísticas de la cadena de montaje de Henry Ford.

Me dejo hacer, llevo días dejándome hacer, así que me limito a observar cómo trabaja, asintiendo con un leve movimiento de párpados cuando me hace algún comentario. Sí, como en las películas.

Y entonces sucede. Cruza mi mente como un fogonazo. Real como la vida misma, así lo siento aunque no lo es. Estoy completamente desnudo, boca arriba, mientras mi cuidadora me está pasando una esponja húmeda por todo el cuerpo. Ha ido bajando desde el cuello, ha pasado por mi pecho, mi estómago, mis piernas y ahora sube hacia mis partes inertes.

Eso es lo que ven mis ojos. Mi mente ve nítidamente como Rosa, que aún no tiene edad para ser mi madre pero estará cerca de la menopausia si no la ha pasado ya, agacha la cabeza, lame mi miembro de abajo a arriba hasta llegar al glande, lame de arriba a abajo hasta llegar a mis huevos que también son ensalivados, para retornar lentamente a la cabeza de mi mástil y engullirlo.

Abro lo ojos, tanto como mi musculatura facial permite, pero los tengo abiertos. Si me concentro soy capaz de ver la realidad, Rosa pasándome la esponja por los testículos después de haberme abierto un poco las piernas, pero si cierro los ojos, los labios de la madura mujer me están haciendo una mamada al menos tan experta como las de Lola. Es tan real la sensación, que gimo. Mudamente, sin que nadie me oiga, hasta que la voz de la mujer me saca de mi ensoñación.

-Ya estamos aseados, como debe ser, preparados para comenzar un nuevo día. –Entonces, como si por dejar de frotar mi cuerpo apagara un interruptor, el juego acaba.


Lola tarda casi una hora en aparecer. Rato que he pasado completamente aturdido. Pensando, tratando de encontrar una explicación a lo sucedido. ¿Tan desesperado estoy que necesito fantasear con la madura enfermera que me cuida? ¿Se trata de alguna variante del síndrome de Estocolmo en su vertiente sexual? Dudo que la doctora se refiriera a esto cuando me exhorta a trabajar la mente, entre otras cosas porque no lo he buscado. Además, el hecho de que haya empezado sin razón aparente y que haya acabado de un modo abrupto, aún me tiene más desconcertado.

Mi mujer entra en la habitación tan alegre como es capaz. Está acostumbrada a esconder sus emociones, pues en los ambientes que se ha movido desde pequeña es necesario, pero la conozco demasiado bien para que me engañe. Si bien es cierto que se va haciendo a la idea y su estado de ánimo va mejorando cada día que pasa.

Me besa y por primera vez mis labios logran darle una forma a mi boca parecida a un beso, algo que ilumina su semblante, por lo que me felicita efusivamente. Tan contenta está que repite la operación varias veces, dichosa. Mi sexto o séptimo beso ya no es tan heterodoxo, así que detiene el ejercicio, sin dejar de congratularme.

Como cada mañana me cuenta qué ha hecho las últimas horas, chismes del vecindario, así como temas del trabajo, de mi empresa, que me demuestran que no tiene ni puta idea y que, como era de prever, Carlos la está manejando como más le conviene. No puedo hacer nada aquí postrado, pero me obligo a retener en mi mente todo lo que me cuenta para estar listo el día que abandone este infierno.

Al rato llegan mis suegros, a los que les cuenta que ya soy capaz de besar, lo que celebran como si hubiera comenzado a caminar, pero la cara del padre de Lola es un poema. Lo ha sido las tres veces que ha venido y preferiría que no me visitara, la verdad, pero no puedo decírselo. No sé el rato que permanecen en el hospital, pero agradezco que se vayan cuando lo hacen.

Entonces sucede de nuevo. Lola se ha sentado en la cama, a mi lado, tomándome de las manos mientras me está contando no sé qué de no sé cuándo ni de no sé dónde. La única ventaja que tiene mi estado es que puedes no estar haciéndole ni puto caso a alguien y que éste no se dé por aludido. Aunque mis ojos hablan por mí, dice mi esposa, pues se te ven más vivos, más expresivos.

Será cierto, si ella lo percibe, pero lo que no sabe es que la visión que acaba de cruzar mi mente es la razón que los ha activado.

Lola está bailando en un local de salsa, sensualmente, provocativamente. No sabía que le gustara este tipo de música pues nunca la he visto bailarla, ni siquiera escucharla. El local está concurrido, lleno sin ser agobiante, por una mayoría de clientes de raza negra o mulatos. Caribeños, supongo, pues es su cultura musical. Un tío muy oscuro de piel, el más negro del antro, se le acerca siguiendo el ritmo. Mi mujer, no sólo no lo rechaza, le sigue el juego entregada, acompasando su baile al de él, cada vez más próximos, cada vez más unidos.

El baile dura un buen rato, al menos resuenan en mi cabeza dos canciones completas que no recuerdo haber escuchado en la vida, aumentando la sensualidad del mismo, entrelazando manos, separándolas para que el hombre la tome de la cintura, de las caderas. Las piernas quedan enlazadas, intercaladas, de modo que un muslo de cada uno roza sin rubor el sexo del otro. Las manos del caribeño descienden desde la cintura hasta llegar a las nalgas de mi fiel esposa, que las detiene en un gesto coqueto, infantil, claramente impostado. La diferencia de altura, le ha obligado a bajar la cabeza para susurrarle al oído lo bien que baila, lo guapa que está, las ganas que tiene de acariciarla. Lola sonríe juguetona, dejándole avanzar pero a pequeños pasos. Se dejará seducir pero no es una chica fácil.

El tonteo sigue un rato hasta que el calor es insoportable. Él le propone salir a tomar el aire. Ella acepta, sabedora que fuera ya no habrá marcha atrás.

Cruzan la pista agarrados de la cintura mientras el desconocido sigue adulándola. Salen al exterior, atraviesan una estrecha terraza menos concurrida que la pista de baile y se adentran en la playa. Ahora ya se están abrazando. Él camina de espaldas, ahora la voltea para que sea Lola la que ande sin ver. Trastavilla, pero los fuertes brazos del negro la sujetan. Ríe divertida, también excitada. Se miran a los ojos. Se besan. Los carnosos labios del hombre abrazan a los de mi esposa que responde entregada. Nota las poderosas manos del joven asiéndola de las nalgas suavemente.

El beso dura una eternidad, tiempo suficiente para que ambas lenguas se conozcan, para que multitud de sabores se mezclen. Al separarse, sus miradas se comunican interrogantes. La respuesta es inmediata. Cogidos de la cintura de nuevo, ladeados, besándose cada pocos pasos, se encaminan hasta el final de la playa donde las rocas los cobijarán. Allí, en penumbra pero sin plena oscuridad, vuelven a besarse, más intensamente, más ansiosamente pues la primera muralla ya ha sido derribada. Mientras Lola toma del cuello a su próximamente amante, éste la aprieta contra sí tomándola de las nalgas. Le encanta sentir las potentes manos acariciándola suavemente.

Es ella la primera en desabrochar un botón. Lleva una camisa clara, de lino. Cuando ha abierto varios ojales sus manos recorren el fibrado torso del hombre, sintiendo su fuerza. Él tampoco se ha quedado atrás. Le ha levantado el vestido, virginalmente blanco también, para acariciar directamente la tersa piel de sus perfectas nalgas. Los besos profundos continúan, hambrientos, pero mantenerlos se torna más difícil pues las respiraciones mutuas se están acelerando.

Tal vez por ello, Lola separa los labios y le ofrece el cuello, que el hombre ataca con fiereza, recorriéndolo, arrancando suaves gemidos a la entregada mujer. Una mano ha abandonado la nalga para recorrer el pecho acariciándolo al principio, sobándolo a continuación. Los labios han descendido desde el cuello hasta el nacimiento del busto que pronto queda visible pues la mano que lo poseía ha bajado la tira del vestido y del sujetador. La lengua lo recorre, descendiendo con decisión, hasta que lame el pezón, lo muerde, lo chupa, lo engulle. Mi mujer gime, profundamente, mientras el negro mama como un niño de leche.

La ha notado varias veces. Bailando, abrazados, rozándola. Ahora quiere tocarla, así que baja la mano derecha, la izquierda sigue acariciando su nuca, hasta notarla en toda su plenitud. Será un tópico, pero este negro tiene una buena polla. La agarra con decisión, la soba de arriba abajo, la mide. Quiere sentirla, quiere quitarle el pantalón y notarla en la palma de la mano. Le desabrocha botón y bragueta mientras él tira del vestido para que caiga al suelo. Afortunadamente las rocas los ocultan pues ha quedado prácticamente desnuda al aire libre.

Como si de una competición se tratara, ambas manos llegan a la meta casi al unísono. Ella ha abierto las piernas para facilitarle el paso, a la vez que el calor de un miembro orgulloso le abrasa la mano. Menuda polla me voy a calzar, piensa. La masturbación es recíproca, suave pero intensa, hasta que ella cede. Siempre le ha resultado fácil llegar al orgasmo, pero la maestría táctil de su amante combinada con la excitación de sobar un miembro descomunal han sido definitivos.

Necesita unos segundos para recomponerse, para volver a acompasar su respiración, para estabilizar las piernas que siguen tiritando, así que se ve obligada a soltar la caliente barra de carne para apartar la oscura mano de su pubis. El hombre la mira satisfecho, orgulloso de la labor desempeñada, expectante ante la recompensa que se merece.

No sólo se la ha ganado. Ella también quiere ver de cerca el trofeo. Le besa, desciende por su cuello, lame su pecho, suciamente, pringándolo, hasta llegar al ombligo donde se detiene para que sus manos liberen definitivamente al protagonista de la velada. Buf, exclama cuando aquella cantidad ingente de músculo, venas y sangre negra casi la agrede. Debería jugar un poco con él, con su impaciencia, pero es incapaz, el ansia le puede. Golosa abre la boca.

¡Se ha acabado el espectáculo! Súbitamente, como si acabara de despertar, le hubieran dado a un interruptor o cortaran la emisión para poner anuncios. Noto mis ojos abiertos como platos, desconcertados, tanto por la nítida visión como por su abrupto final. Hasta que vuelvo a oír a Lola, a mi izquierda, pues se ha levantado de la cama y está rebuscando entre un fajo de revistas de decoración que ha traído.

-Aquí está. –Pasa varias páginas hasta que llega a la meta. Me la tiende, elevada, acercándola a mi cara para que pueda ver un dormitorio de matrimonio de paredes claras presidido por un tatami de nogal con un estante a cada lado, sin duda, incrustados en el propio somier.  -¿Qué te parece? ¿Te gusta?

Asiento con los párpados, aunque no sé qué coño me está enseñando. Ella, en cambio, sonríe encantada. Le apasiona la decoración, está suscrita a varias revistas, y desde que nos casamos se ha gastado un dineral en su hobby. Continúa con su charla sobre los cambios que deberemos hacer en casa cuando vuelva, en pocas semanas, afirma, pues deberemos adaptar nuestra habitación a mi estado del que saldré pronto porque ya tiene apalabrado al cuidador-rehabilitador que me ayudará a volver a ser el que era.

Apenas la escucho, ansioso por volver a la visión anterior, pero ésta se ha desvanecido, algo que me tiene completamente pasmado. En ese momento, además, aparece la doctora con Doña Gertrudis, la enfermera, y otro médico más joven.

Desde que el primer día se dieron cuenta que comprendía todo lo que me decían, se comunican conmigo con normalidad, haciéndome preguntas que solamente puedo responder asintiendo. Después de que Lola les cuente radiante mis avances con los labios, me obligan a moverlos para confirmar que mi musculatura comienza a responder a los estímulos. Si pudiera les diría que tengo otro músculo desbocado, pero ni puedo expresarlo ni puedo estar seguro de ello, aunque yo lo sienta duro como una piedra después de la sesión voyeurística. ¿A esto se refiere la gente cuando habla de paja mental? Pero solamente logro sentirme como un puto mono con tanta mueca labial.

En media hora me quedo completamente solo. El equipo médico me ha dedicado más tiempo de lo normal, la abultada factura que debemos estar pagando así lo justifica, y mi mujer ha quedado para comer con Marisa, una amiga, así que se despide prometiéndome volver en un par de horas. También me ha dicho que el Maserati es una gozada.

Durante las tres horas y media que estoy solo, solamente interrumpido por un enfermero nuevo muy joven que me da la papilla, trato de dormirme para volver al sueño, pero no lo logro pues estaba despierto, así que no sirve de nada tratar de soñar. Además, no acabo de comprender de qué se trata.

¿Son simples fantasías de mi subconsciente? No creo, pues Doña Gertrudis no encaja dentro del perfil de las felatrices que yo elegiría y ver a mi mujer liándose con un negro en una playa desconocida tampoco entraría dentro de mis fantasías más recurrentes. Si tengo alguna que incluya a mi mujer, tal vez sea haciendo un trío con su hermana o con la propia Marisa, por ejemplo.

¿Se trata de episodios reales vividos por ellas? Espero que no, pues no me gustaría nada saber que Lola me ha sido infiel. Sé que con mis habituales escarceos no es justo pensar así, pero así lo siento. Aunque descarto rápidamente esta idea pues la enfermera no me ha hecho ninguna mamada desde que me han ingresado, al menos estando yo despierto. Además, creer algo así implicaría que me he convertido en un mentalista capaz de leer las mentes de la gente que me rodea. No digo que me disgustara, pues te otorga un poder casi ilimitado, pero han sido dos episodios que han ido y venido sin yo poder controlarlos.

Y luego están los sueños. Reproducciones exactas de actos pasados, estos sí son reales, rememorados con una nitidez excesiva. Otro hecho inexplicable que para mí significa la cuadratura del círculo.

Al entrar en la habitación, Lola se disculpa por el retraso pues se siente culpable por dejarme solo más rato del previsto, pero ya sabes cómo somos cuando Marisa y yo nos ponemos a charlar y bla, bla, bla. Me besa varias veces, logro corresponderle, y me detalla pormenorizadamente la comida, tanto que me deja planchado y me entra sueño. Baja la persiana para atenuar la luz, sale de la habitación para pedir que no nos molesten pues me he dormido, dice, y vuelve para hacerme compañía.

Logro dormir algo, aunque no demasiado. Cuando me despierto la veo sentada en el butacón de la esquina chateando con el Iphone 6+. Tarda un rato en darse cuenta pero cuando lo hace se levanta cariñosa, abrazándome. Al principio creo que es debido al peso de su cabeza apoyado en mi cuello, pero no es así. He logrado mover el cuello unos milímetros. Lo intento de nuevo. Sí, señor. Otra vez. Mis ojos se encuentran con los de mi esposa, grandes, húmedos, eufóricos, ante otro paso de gigante en mi recuperación. Eso dice ella. Cuando logre dar un paso de pie, ni que sea del tamaño de un ratón, tal vez me sienta un gigante.

Me rodea efusiva hasta que acaba por tumbarse a mi lado, ladeada, mientras me susurra que pronto estaré bien, que recordaremos todo esto como una vieja pesadilla, aderezado con lo mucho que me quiere y me necesita. Me da varios besos en la mejilla y en la oreja, mientras me confiesa las ganas que tiene de que nos acostemos de nuevo. Lamiéndome el lóbulo, me pregunta si no me apetece una mamadita, y posando su mano sobre mi paquete añade, no sabes las ganas que tengo de vaciarte estos huevos que debes tener a punto de reventar.

Y se hace la luz.

Los perfectos pechos de mi amadísima esposa se mecen libres al compás del cuello que se mueve adelante y atrás mientras un oscuro cilindro cárnico la profana. No sólo chupa con ganas. Engulle, saborea, paladea, se relame, tragando con ansia la descomunal polla del negro. No sé si tengo los ojos abiertos o cerrados, pero vuelvo a ver en la distancia mientras soy incapaz de escuchar las palabras que me susurra cerca del oído.

La mamada dura un rato, un buen rato, el tiempo suficiente para que Lola pueda probar hasta el último poro de aquella piel, testículos incluidos, lamidos con hambre, llegando incluso a testar su garganta, pues quiere saber cuánta polla es capaz de alojar en ella. Un par de arcadas le muestran el tope, pero no se da por vencida. Hasta que lo nota. Las convulsiones del escroto, la retracción de los testículos, el temblor del miembro, señal inequívoca que va a descargar. Bebe golosa el cálido néctar hasta que el manantial se seca.

Ahora es él el que necesita un pequeño descanso, pero ella no piensa darle tregua. No solamente los negros son los mejor dotados. También son los más resistentes y los que más aguantan, se dice a sí misma. Aunque tiene poco tiempo, pues a las doce la carroza se convertirá en calabaza, no piensa desaprovechar la oportunidad de ser empalada por tamaña monstruosidad, así que se incorpora, se da la vuelta apoyando las manos contra la roca para ofrecerse a su dios de ébano. Éste le rompe el tanga, apunta y entra.

Nunca ha sentido nada igual. Nunca ningún hombre la ha llenado como lo está haciendo este desconocido. Nunca ha sentido todas y cada una de las terminaciones nerviosas de su sexo activadas como en este momento. El orgasmo es brutal, tanto que es interminable, llevándola a una espiral desconocida, de continuos clímax de distinta intensidad, que la hacen temblar, gritar, mientras el joven percute potente.

Para cuando el hombre eyacula en su interior, en su matriz, está segura de ello, no sabe cuántas veces se ha corrido. Sean decenas o sea una sola pero interminable vez, nunca nadie la ha elevado hasta los cielos como este joven negro ha hecho. Pero se separa de él, rápidamente pues las campanas empiezan a sonar anunciando la medianoche.


He pasado la noche en blanco. El espectáculo que mi mente me ha brindado protagonizado por mi mujer me tiene alteradísimo. Puedo mover párpados, labios y un poco el cuello, pero siento convulsiones en todo mi ser, pues una nueva idea ha nacido en mi cabeza y me tiene loco.

Tal vez mi subconsciente pueda leer secretos inconfesables de las personas que me rodean. Tal vez, mi mujer se lió con un negro estando yo en coma. Tal vez, la enfermera me hizo una mamada cuando yo aún estaba vegetativo. Tal vez… sí, ya lo sé, soy muy afortunado por poder leer la mente de las personas, pero ¿qué pasa cuando no quieres leerla? ¿O no te gusta lo que ves?

He decidido tomar cartas en el asunto, pues siempre he sido una persona resuelta que encara los problemas de frente. El ataque es la mejor defensa, pienso, así que debo averiguar si ha ocurrido o no. Pero no puedo hablar y mis párpados, por más activos que estén, difícilmente llevarán a mis conversadoras a sacar el tema. A Lola le preguntaría directamente, pero a Doña Gertrudis… también. ¡Qué coño! Soy el cliente y estoy pagando.

Además, la enfermera podría confirmarme que mi miembro es otra parte de mi cuerpo que ya ha renacido. ¿Pero cómo lo hago? No me queda otra que estar muy pendiente de sus movimientos cuando me asee, a ver si mi pene reacciona.

Pero no noto nada cuando lo hace y, forzando el cuello un poco más, lo miro atentamente mientras trabaja. Y no reacciona. Es desesperante, pero lo peor es que tengo que oír de nuevo lo afortunado que soy ante los mínimos avances que mi cuerpo va logrando.

Así estoy, más deprimido que vegetativo, cuando entra Rita, mi cuñada, dos años menor que Lola y con la que siempre he tenido buena relación. Esta mañana, me informa, mi mujer no puede venir pues tiene una reunión con Carlos y unos clientes, no sabe cuáles y su hermana tampoco se lo ha dicho, como tampoco me lo dijo a mí ayer, así que me hará compañía mientras la esperamos.

Su presencia no me incomoda pues es una joven agradable y muy risueña que, en mi estado, tiene la virtud de no mirarme con pena ni incomodidad, pero mi mente está en otros menesteres. También es una mujer decidida, más que Lola, así que lo primero que hace es interesarse por mis progresos y ayudarme a ejercitar mi musculatura para avanzar. Así, igual como me ha pedido la doctora hace escasos minutos, debo mostrarle como muevo los labios y el cuello. No es mucho, pero es más que hace unos días. Lo conseguiré, me anima, pero a este ritmo voy a necesitar años antes de ponerme de pie.

Como si me leyera el pensamiento, me pide que trate de mover manos y pies. Ante mi imposibilidad, opta por la musculatura más pequeña.

-Concéntrate en un dedo de la mano derecha e intenta moverlo. –Lo hago pero es en balde. Entonces toma mi mano, masajeándome los dedos, estirándolos, dejándolos inertes sobre la suya. –Venga, prueba de nuevo.

Concentro toda mi energía en el dedo índice, poniendo todo mi empeño en algo tan simple como levantarlo un milímetro, cuando cambio de dimensión.

El cuerpo de Rita yace, completamente desnudo, sobre un lecho satinado que debe ser de la habitación de un hotel. ¡Qué buena está la cabrona! Tiene un cuerpo muy parecido al de su hermana, aunque le saca una talla de sujetador. Con las piernas completamente abiertas, mira a su amante expectante, ansiosa. Pero no es Gonzalo, su novio con el que lleva años prometida, el que se le acerca. Ni siquiera es un hombre. Una joven rubia, también desnuda, se le acerca gatuna alabando lo guapa que es y el maravilloso cuerpo que muestra.

Se funden en un tórrido beso, en un abrazo que las une como un solo ser, jadeantes, entregadas. La desconocida toma la iniciativa bajando por su cuello hasta aquel par de esculturas que engulle glotona, mientras su mano ha bajado hasta el cuidado sexo de Rita que acaricia diligente. Ésta gime con fuerza, sintiendo su ser profanado por dedos expertos y una lengua hambrienta. Se lamenta cuando la amante abandona sus pezones, pero es momentáneo, pues sus labios han descendido hasta su entrepierna. Si los dedos la estaban llevando en volandas, la lengua la transporta al Paraíso.

¡Dios! Ningún tío se lo ha comido como se lo está comiendo la chica. No pares, no pares, llévame a término, piensa, mientras suspira sonoramente. La compañera no se detiene cuando las caderas empiezan a convulsionarse, al contrario, la sujeta de una nalga para controlarla mientras dedos y boca la hacen rugir poseída.

La rubia asciende de nuevo, permitiéndole recobrar el aliento, lamiendo su estómago, sus pechos, sus pezones, su cuello, hasta besarla de nuevo, profundamente. Sabe a coño, a su coño, el primero que prueba en su vida, algo que la excita más aún si cabe. La morrea con ansia, secándole los labios de flujos femeninos, hasta que la chica se separa, incorporándose, acerca su pubis a su cara y le pregunta:

-¿Alguna vez te has comido alguno? –Rita niega con la cabeza, tímida, cuando oye la orden. –Este será el primero. Cómemelo.

El sabor no le desagrada, aunque la sensación no es la misma que ha tenido al besar su boca pringada. Es intenso, ligeramente ácido y muy viscoso. Nada que ver con comerse una polla, algo que hace más por obligación, convencida que una mujer debe hacérselo a un hombre, que por gusto.

Lamer los jugos que emana la vagina, recorrer los labios hinchados, jugar con el clítoris con la punta de la lengua como le acaba de hacer a ella, le encanta, la excita. Nada que ver con hacérselo a un tío. Esto es una delicia. Ávida, degusta la húmeda flor hasta empaparse de su néctar. Tanto está disfrutando, que cuando la rubia se convulsiona agarrándola de la cabeza para que no se aparte, siente una pequeña descarga en su propio sexo. No es un orgasmo, pero es muy placentero.

La amada se deja caer de lado resoplando, felicitándola por el trabajo hecho. Lo has hecho fenomenal, ¿seguro que era tu primera vez? Asiente orgullosa, besándola de nuevo, ansiosa por recorrer ella también el cuerpo de la chica. Ésta se deja hacer, contenta de someter a una hetero. Aunque le parece que la joven morena que se ha follado es más lesbiana de lo que ella quiere reconocer.

Rita vuelve a la carga. Se siente segura de sus actos, así que busca el segundo asalto. Esta noche será única para ella y la quiere perfecta. Quiere volver a comerse un coño, le ha encantado, y quiere volver a correrse, ha sido la hostia. ¿Cómo será llegar al orgasmo mientras practicas un cunnilingus? Sólo hay un modo de saberlo.

Se tumba invertida sobre la chica rubia, encaja sus piernas alrededor de la cabeza de la joven, introduce la suya entre las de ella y hacen el amor. Estaba en lo cierto. Si hace quince minutos ha llegado al Paraíso, un 69 con otra mujer te lleva a recorrer toda la Galaxia. Es tan potente el clímax que la sacude que acaba completamente mareada. Y feliz.

-¡Lo has logrado! ¡Lo has hecho! –exclama Rita radiante. Abro los ojos automáticamente encontrándome con los suyos que sonríen más que sus labios. –Has movido el dedo. ¿Lo has notado?

Niego con los labios en un gesto extraño que más bien suele expresar desconocimiento, pero ella insiste, apremiándome, venga hazlo de nuevo. Tiene razón, mi dedo índice se eleva la barbaridad de un milímetro. ¡Joder, qué afortunado soy!

Por más que Rita me anime, es una evidencia que he necesitado dos semanas para lograr movimientos mínimos de mi cuerpo. Únicamente mis párpados responden a la velocidad supuesta, aunque los labios cada vez se mueven con menor esfuerzo. Así que ahora, el siguiente paso en mi recuperación será martillear con mi dedo como si clicara un ratón de ordenador.

Pero mi cabeza está en otro sitio. Nunca hubiera imaginado que a la modosita Rita, pues aparentemente siempre ha sido más conservadora que Lola, le chiflaran los bollos. Empieza a gustarme este juego de los secretos, aunque lo de Lola se me ha clavado en el estómago.

Hablando del Rey de Roma, reina en este caso, por la puerta asoma. Preciosa, elegante, guapísima como siempre, aunque mancillada, pienso. Compartimos espacio los tres en que mi mujer se me lanza a abrazarme cuando Rita le comenta el último avance, con qué poco se contenta, pienso, hasta que nos quedamos solos. Comemos juntos, yo la papilla que ella misma me da, ella un menú de hospital, decente en su opinión que a mí se me antoja un manjar de dioses, mientras me cuenta la reunión de la mañana con unos inversores italianos. Por primera vez en varios días, no me alarma lo que me cuenta, pero tengo un mal presagio respecto a ella y Carlos.


En tres días  no ocurre nada especial. Mi rutina hospitalaria se mantiene inmutable con la salvedad que mis ejercicios gimnásticos van dando sus frutos. Soy capaz de levantar el dedo índice casi un centímetro y mi cuello ya logra girar mi cabeza cuando quiero expresar negación, aunque lo haga a cámara lenta.

Cuando me quedo solo, por las noches, sigo dándole vueltas a mis nuevos poderes. La verdad es que me anima a seguir luchando pues en mi fuero interno me convenzo de que si la información es poder, conocer los secretos inconfesables de la gente de tu entorno te dota de un ascendente sobre ellos con el que puedes someterlos a tu antojo. Y esto, en el mundo de los negocios, es un poker de ases. No, si al final será cierto que he sido afortunado.

Pero no logro controlarlo. No veo lo que quiero, solamente lo que aparece, sin avisar, aunque después de mucho analizarlo, me he dado cuenta que las imágenes surgen cuando la persona me toca. Pero debe ser un gesto sostenido. Así ha ocurrido las tres veces.

Lo incomprensible es por qué no se ha repetido. Doña Gertrudis me lava cada día, pero solamente en uno tuve la visión. Lola no deja de tocarme, acariciarme, de darme la mano ni medio segundo y en cambio no he vuelto a sentir ni ver nada. Debo aprender a dominar mi poder, pero ¿cómo?

Tal vez, mi propio aburrimiento me esté llevando a ver películas donde no hay nada. Tal vez sea mi mente la que está inventando fantasías en un cerebro que está más estropeado de lo que me han dicho. Pero entonces, ¿cómo me explico la perfección del recuerdo, cómo puede ser tan detallado? ¿Y qué hay de los sueños? Cada noche he recordado, soñando, episodios de mi vida amorosa con mayor detalle de lo que percibí en su día, haciéndolo. Tiene que significar algo. Tengo que averiguarlo.

Hasta que me llega otra oportunidad.

Mercedes es mi suegra. Es una buena mujer de la que no tengo ninguna queja. No sé si se parece más a Lola o a Rita. Supongo que ambas tienen características de su madre, una señora de clase alta que ocupa su tiempo entre actos benéficos y encuentros con sus amigas. Se acerca a los 60, así que ya no es ningún bellezón, pero lo fue, sin duda. Aún hoy, conserva un atractivo que ya gustaría poseer a mujeres diez o veinte años más jóvenes. Una vida tranquila y el dinero suficiente para cuidarse le han ayudado.

Ha venido un par de veces por semana en las que se ha mostrado atenta y optimista. Hoy me está dando conversación, sin esperar más respuestas que mis monosilábicos parpadeos, pero sé que le caigo bien, a pesar de no provenir a su círculo social. Su marido, en cambio, siempre ha sido más distante conmigo.

Lola vuelve a estar reunida con Carlos y alguien más, así que esta tarde mi cuñada ha venido acompañada de su madre. No se quedarán mucho, me han avisado, pero Rita atiende una llamada de Gonzalo que está de viaje en Brasil, así que me deja solo con ella un buen rato. El suficiente.

Repite los ejercicios que ha visto en su hija hace unos minutos, masajeándome los dedos de la mano para estimularlos, mientras me va contando chismorreos del barrio. Como hice días atrás, cierro los ojos y me concentro en su tacto. De nuevo, empieza la función.

Mercedes está incrustada en un vagón de metro o tren en hora punta. Me sorprende, pues dudo mucho que una mujer de su posición haya utilizado alguna vez el transporte público durante los últimos cuarenta años. Viste elegante, con un vestido entallado de una sola pieza azul turquesa, zapatos de tacón Manolo Blahnik, es su marca de cabecera, y las elegantes pero discretas joyas doradas que la caracterizan.

El habitáculo está lleno, pero no es agobiante. Ella está de pie, agarrada a la barra vertical que preside la plataforma. El convoy se detiene en una parada que no sé identificar, se apean un par de viajeros pero entran una decena. Ahora está más lleno, tanto que dos manos más se han agarrado a la barra, hombres ambos, pero sigue manteniendo el suficiente espacio para que no se le echen encima.

El tren reanuda su marcha pero extrañamente ya no se detiene, como si la siguiente estación estuviera a muchos kilómetros de distancia. El hombre que tiene a su izquierda mueve la mano que lo sostiene un poco hacia abajo, hasta que roza la de Mercedes. Ella no dice nada. Él aparenta no haberse dado cuenta. La mujer mira al frente, aunque debería llamarle la atención, pero no se atreve. Nota los ojos del individuo clavados en su cuerpo, sucios, recorriéndola. Se siente incómoda pero no intimidada. Un hombre corriente como este no tiene nada que hacer ante una dama como ella.

Pero sí lo hace. Mientras su mano izquierda se posa sobre la suya, oprimiéndola en la barra, la derecha se acerca a su muslo hasta que lo toca. Nota claramente dedos  procaces acariciándola, ascendiendo por su extremidad. Sabe que debe pararlo, sabe que debe afearle el comportamiento pues esto es un abuso. Pero es incapaz de reaccionar.

La mano ha recorrido el muslo hasta llegar al nacimiento de su nalga. Esto es demasiado, piensa para sí, pero no lo es para él, que abre la mano y toma toda la nalga, meciéndola, sopesándola. En vez de gritar, de apartarla, de abofetearlo, suspira profundamente ante tamaña osadía. ¡Qué se ha creído este cretino!

Se ha creído, sabe, que la mujer que ha entrado en aquel vagón de metro es tan sucia como él y que no lo detendrá hasta que él, ambos, lleguen a puerto.

La desfachatez del individuo es tal que no se contenta con sobarle la nalga izquierda a conciencia. Cambia a la derecha, vuelve a la izquierda, repite en la derecha, para lo que debe moverse un palmo para acercarse más a la nerviosa mujer.

Siente calor, mucho calor. Su respiración se ha acelerado, sus aún bonitos pechos se han hinchado, su entrepierna se ha humedecido. Siente el aliento del hombre cerca de su oído. Pero no puede evitar separar un poco las piernas cuando la mano del hombre desciende por la parte posterior de su muslo derecho buscando el bajo del vestido. Cuando llega a él, Mercedes se tensa, anhelante aunque temerosa. No debería estar aquí. No es su lugar.

La mano ha atravesado la cabaña. Ahora la siente claramente sobre su piel, ascendiendo. Seguro que la falda también se está alzando, pero mostrar sus piernas a cualquiera que esté al tanto del juego la excita más de lo que la avergüenza. Cuando los dedos llegan a su nalga desnuda se siente morir. Debe reprimir un gemido, que ahoga en su garganta. Los dedos dan paso a la mano entera que vuelve a sopesar la masa aún joven.

Cambia de nalga. Y es entonces cuando el hombre repara en la sucia mujer con que ha topado. No hay ninguna tela que separe ambas carnes, no nota la tira del tanga que esperaba encontrar. La muy zorra ha entrado en el metro sin bragas para que él la sobe a su antojo. Viste como una dama, se comporta como una mujer elegante, pero no es más que una furcia.

El hombre se acerca un poco más a ella, casi sin dejar espacio entre ambos. Se entretiene palpándole las nalgas hasta que decide dar un paso más. Centra la mano para que su dedo corazón se cuele en la raja. Nota el ano pero no se detiene. Continúa hasta que el chapoteo de un coño empapado lo recibe ansioso.

Ahora sí gime Mercedes. Ya no puede evitarlo. Intenta moderarse, ser prudente, pero ¿cómo puedes pedirle prudencia a una zorra que entra en un vagón de metro para ofrecerse al primer pervertido que la asedie?

Abre las piernas un poco, menos de un palmo, suficiente para facilitar la labor del invasor. Este, a través de sus dedos, no se detiene. Acaricia su sexo con calma, introduciendo un dedo, sacándolo, mientras la señora se derrite, gimiendo con ganas, indiferente a los demás viajeros.

No tardará en llegar al orgasmo, lo siente cerca, pero el desencadenante es un gesto aparentemente sutil. La cercanía del hombre ha propiciado que note su aliento cerca de la nuca, cálido, sucio, y que el brazo que lo sujeta a la barra roce ligeramente el poderoso pecho de Mercedes. Tampoco lleva sujetador. Es tan fina la tela que su pezón la atraviesa claramente. Ella gira el torso ligeramente, escasos centímetros, suficientes para que el tenso bíceps del hombre lo roce.

La penetración digital, la masturbación, la está llevando al final del trayecto. La fricción con el enardecido pezón, la hace estallar. Sin poder evitarlo, jadea como una cualquiera mientras sus piernas se tambalean, anegando los dedos del desconocido.

El episodio de mi suegra me deja descolocado. Hay algo que no cuadra en todo esto. No puede ser cierto. Es irreal. El vestido existe, se lo he visto puesto, así como los zapatos, el bolso y las joyas. Pero si ya me parece increíble que la señora Mercedes entre en un vagón de metro, que lo haga sin ropa interior y se deje sobar por un desconocido roza el absurdo.


La tercera semana postrado en la cama trae pocas novedades. Físicamente, ya son dos los dedos que puedo mover, gordo e índice, lo que me permite agarrar pequeños objetos con ellos, pero es la mano de Lola lo que más cojo. Otro paso agigantado según la feliz valoración de mi amada esposa, una mierda según mi más atinada percepción. Pero debo seguir escuchando lo afortunado que soy.

Psíquicamente, el avance es distinto. Cada noche sigo soñando, recordando, con una claridad meridiana episodios de mi vida sexual, desordenados, con una atención al detalle que nunca había sentido cuando aún era un ser vivo. Una compañera de universidad que me tiré en el baño entre clase y clase, un polvo rápido con una colega en el despacho del que entonces era mi jefe, un trío con dos clientas en una feria comercial, incluso la primera paja que me hice a los trece años después de que una amiga de mis padres nos visitara y mostrara más canalillo del que mis aceleradas hormonas podían soportar.

Pero no he vuelto a tener ninguna visión. Gertrudis me asea cada mañana con su innata simpatía. Lola, Rita y mi suegra vienen a menudo, me tocan, mi mujer me abraza constantemente y ahora que notamos ambos el tacto del otro, no suelta mi mano ni que le prendan fuego, pero nada de nada. Me tiene muy desorientado. Una parte de mi piensa que he podido ver episodios secretos de la vida de las cuatro mujeres, pero la felación de la enfermera y el viaje en metro de Mercedes no pueden ser reales. Un pensamiento al que me agarro como a un clavo ardiendo pues significaría que mi mujer no me ha engañado. Pero ¿por qué aparecieron? ¿Por qué han cesado?

Por otro lado, han pasado más personas por esta habitación. Tres camilleros, alguno de los cuales también me ha tocado el rato suficiente como para que haya podido ver sus experiencias o recuerdos o lo que sean. Tal vez solamente puedo sentirlo en mujeres. ¿Y la doctora qué entonces? Aunque bien pensado, nuestro contacto físico nunca ha pasado de breves segundos. A diferencia de los enfermeros, no es cariñosa. Los médicos no suelen serlo. A lo mejor, el poder únicamente queda restringido a mi familia. Pero Doña Gertrudis desecha esa teoría.

La quinta semana supone un punto de inflexión importante en mi recuperación. Me trasladan a casa. Nuestra habitación ha cambiado, decorada según la imagen que Lola me mostró semanas atrás. La cama de matrimonio es más pequeña, 1,35cm de ancho cuando la que teníamos era de 2 metros, pero así cabe cómodamente una cama de hospital de estructura basculante pues Lola dormirá conmigo sí o sí, en la misma habitación de momento, juntos en la nueva cama de matrimonio cuando logre ponerme de pie, pues ya no me queda mucho, afirma.

Es cierto que ya muevo ambos brazos, aunque aún no tengo fuerza suficiente para sostener objetos, por más tensos que note mis dedos presionándolos. Ya muevo el cuello con cierta normalidad, así que puedo asentir o arbitrar un partido de tenis, pero las piernas aún no me sostienen. Pero no tardaré mucho, afirma el fisioterapeuta que viene dos horas cada día, pues la columna ya está tomando vigor, dejando de ser una raspa de pescado para convertirse en un tronco, me dice jocoso en una de las sesiones.

-La verdad es que has sido afortunado –sentencia, -pocos viven para contarlo después del accidente que tuviste y los que sobreviven, no se recuperan con la velocidad con que tú lo estás haciendo.

¡No te jode! pienso. Otro con la puta intervención de la Diosa Fortuna. Afortunado no es el que sobrevive gracias a ella, afortunado era yo cuando me follaba a todas las diosas del Olimpo.

Los sueños se mantienen puntuales pero no sé cuánto durarán pues me he tirado a muchas tías en mi vida aunque a experiencia diaria tarde o temprano llenaré el cupo. Ya había olvidado las visiones cuando aparecen de nuevo, en la séptima semana.

Elías, así se llama el fisioterapeuta que me atiende en casa, ha venido un par de veces acompañado de una chica rubia de ojos claros. Debe rondar los treinta años pero su cuerpo es pequeño con pocas formas lo que, unido a una cara de facciones infantiles, la hace parecer mucho más joven, casi adolescente. Sorprendentemente, es una mujer fuerte, capaz de sostenerme de pie obligándome a concentrar toda mi energía en los pies, en los tobillos, en las rodillas, pues estamos a punto de lograrlo, me anima. Su jefe se ha ido, cumplidas las dos horas contratadas, pero la chica ha querido quedarse un rato más pues hoy lograré que des tu primer paso, sentencia.

En eso estamos, de pie apoyado en su hombro, mi cuerpo tenso, recto como un palo, mientras mi cerebro ordena infructuosamente a mis tobillos que se muevan, cuando cierro los ojos y lo veo.

Un callejón oscuro, sucio, con papeles y alguna bolsa tirados por el suelo, cerca de un contenedor gris, de los antiguos. Si no fuera porque pertenecen al mobiliario urbano de Barcelona, el escenario podría ser el de cualquier película americana. Entonces oigo los gritos, agudos pero apagados. Berta, que es como se llama la chica, es arrastrada hacia el fondo del callejón por un hombre alto y delgado. Viste el uniforme blanco, zuecos incluidos, lo que me lleva  a pensar que el suceso se produce cerca de la clínica de rehabilitación en la que trabaja. La chica patalea, forcejea con ambas manos tratando de soltarse del abrazo del oso que llega a levantarla del  suelo, pero nadie acude en su auxilio. No hay nadie en el callejón ni nadie se asoma a la entrada de éste. Superado el contenedor, el hombre la tira al suelo, violentamente, haciéndola impactar dolorosamente con la espalda contra el pavimento. El golpe la aturde un par de segundos pero basta con notarlo acorralándola de nuevo para que la chica reanude la lucha.

-Estate quieta zorra, si no quieres que sea peor para ti.

Pero ella no obedece. Mueve los brazos descontroladamente tratando de sacarse de encima el apestoso cuerpo de aquel malnacido que la ha inmovilizado sentándose a horcajadas sobre su cintura. Si estuviera un pelín más abajo trataría de soltarle un rodillazo en la entrepierna, pero aunque hace el gesto, su extremidad no llega. Lo que sí asoma es la mano derecha del individuo que ha logrado superar la resistencia de las de la chica y cae con brutal violencia sobre su mejilla izquierda. Su cuello gira automáticamente, por poco su cabeza no impacta contra el suelo, y la cara le arde. El sabor metálico de la sangre le anega la garganta. Debe haberme roto algún diente, es capaz de pensar, mientras nota que los brazos van perdiendo fuerza.

El agresor la amenaza de nuevo, estate quieta si no quieres que te haga daño, mostrándole el puño a escasos milímetros de los ojos, mientras aparta las muñecas de la chica con la mano izquierda para proceder a rajar la bata. Por favor, suplica la joven, cerrando los párpados a través de los que caen las primeras lágrimas.

Al tercer tirón el hombre se da por vencido. El tejido es demasiado grueso y no se rompe con la facilidad que esperaba, así que saca una navaja del bolsillo, cuyo brillo en la oscuridad provoca otro grito de la enfermera acompañado de tópicos ruegos, no me hagas daño, por favor. Pero no la clava en la piel. Prefiere perforar el algodón reforzado que se rasga con suma facilidad detrás del que asoma un sujetador blanco, inmaculado. Cuando el filo del arma se cuela entre los juveniles pechos de la chica para rasgar la prenda interior, ésta junta los codos tratando de evitarlo, pero una mirada amenazante del hombre es suficiente para apartarlos. El tirón es respondido con otro grito que nadie más a parte de ellos dos oye.  Sin soltar la navaja, sujeta con dos dedos, las manos del cerdo asqueroso toman los breves pechos amasándolos con agresividad, pellizcándole los rosados pezones.

Desde que asomó el arma, Berta ha cerrado los ojos, incapaz de mirar, evitando sentir como aquel delincuente hace con ella lo que le apetece. No tarda en mover su cuerpo hacia el sur, sentándose ahora sobre los muslos de la joven para cortar también la tela del pantalón. Desciende un poco más, ahora posándose sobre las rodillas para terminar el corte. Por un momento, la chica piensa que ahora es el momento, el escroto del hombre está a tiro de sus rodillas pues ha tenido que incorporarse ligeramente para tirar de la prenda y acabar de rajarla, pero notar el cuchillo tan cerca de su sexo la frena. La aterra fallar y que se lo clave en el corazón de su feminidad.

No ha notado frío cuando le ha arrancado el sujetador, pero cuando su entrepierna queda expuesta nota claramente la corriente de aire que la recorre. El agresor se acomoda entre sus piernas, abriéndoselas para contemplar sediento toda su intimidad, sin que ella oponga la menor resistencia. Que acabe lo antes posible, ruega.

Oye como el hombre se desabrocha la ropa, en un acto interminable, hasta que acomoda su cuerpo al de ella, apunta y, al cuarto empujón, entra. No puede evitar gemir, de dolor, de asco, pero el delincuente le acerca la boca con la que también la agrede.

-Venga zorrita, que te va a gustar.

Afortunadamente, la vagina no está completamente seca, así que la penetración no es tan dolorosa como temía. Tampoco el hombre tiene un pene grande por lo que el trago es físicamente soportable. Otro cantar es la melodía que lo acompaña, una serenata de guarradas casi susurradas que la hieren mucho más que la barra de carne.

-Eso es zorrita, eso es, muévete a mi ritmo. Te gusta, te está gustando. Ningún medicucho te ha follado como yo lo estoy haciendo. Por fin te folla un macho de verdad, eso buscabas en el callejón, ¿verdad? una buena polla que te llene ese coñito de zorra que tienes…

Hasta que no llegan los estertores del orgasmo, el hombre no ceja en su retahíla de caricias verbales. Berta nota claramente los disparos en su interior, acompañados de pequeños gemidos, lastimeros, aunque el hombre los confunda con placer.

Besos en el cuello y lametones en la cara son la última humillación que tiene que padecer, antes de que el hombre la abandone, despidiéndola con un sé que te ha gustado zorrita.

Durante unos minutos se queda inmóvil en el suelo, parcialmente desnuda, desmadejada, notando la semilla de aquel hijo de puta en su interior. Poco a poco se va serenando, recobrando una respiración relajada, abriendo los ojos, mirando hacia la entrada del callejón por si alguien viene en su ayuda. Pero está sola.

Vuelve la mirada hacia el cielo, fijándola en la única estrella que asoma en el firmamento. Sus manos tiran los girones de la bata para taparse, pero cuando lo hace, éstas toman vida propia, soltando la tela y acariciando sus pechos, pellizcándose los durísimos pezones con saña, sintiendo el dolor que le atraviesa el esternón.

Incapaz de apartar la vista de la estrella, su mano derecha recorre su abdomen mientras la izquierda mantiene activos ambos pitones, castigándolos alternativamente. Supera el estómago y recorre el pubis, lentamente pero sin demora, hasta que llega al vértice superior de sus labios vaginales. El dedo índice lo acaricia suavemente hasta superarlo para accionar el clítoris. Una descarga recorre su espina dorsal, del coxis al occipital, arqueándola, separándole las piernas, exponiendo obscenamente su sexo. Como aprendió a hacer en su pronta adolescencia, mientras el dedo gordo se apoya en el pubis y el índice mima el botoncito del placer, los otros tres recorren sus labios de abajo arriba, de arriba abajo, abriéndolos, estimulándolos, hasta que el corazón se adentra en su vagina. Está asquerosamente pringosa, pegajosa, rellena de un flujo invasor mucho más denso de lo habitual.

Su mano izquierda abandona sus mamas para colaborar con la derecha en su expedición. Espera a que los dedos diestros abandonen la cueva para colar los zurdos, pues los primeros  viajan por el espacio sórdido de aquel callejón hasta acercarse a los labios de su dueña que se abren y chupan con ansia la ácida semilla del malnacido.

Retornan los derechos mientras los izquierdos son bebidos con creciente ansia. De nuevo los primeros, de nuevo sus mellizos.

La enfermera Berta está estirada en aquel sucio callejón boca arriba, semi desnuda, con las piernas completamente abiertas, moviendo rítmicamente las caderas, mientras la succión de sus grasientos dedos acallan los soeces vocablos que su garganta escupe. Eso es zorrita, te gusta que te folle ¿verdad?, te gusta que te folle un macho, que te trate como mereces, como una zorra… Hasta que el orgasmo la estremece intensamente, curvándola exageradamente, penetrada vaginal y oralmente.

El estrépito me devuelve al mundo real. He caído al suelo, de espaldas. La enfermera está agachada a mi lado, parece que no ha llegado a dar con sus huesos en el suelo, pero trata de levantarme tirando de mí con todas sus fuerzas. Lo logra, sonriente pues he dado el paso.

-Lamento el golpe, pero ha valido la pena –sonríe. Sí ha valido la pena, pienso para mí, pero solamente respondo con otra sonrisa, que cada vez es más amplia.


He tardado exactamente 11 semanas en volver a caminar. Llamémosle caminar a mover un pie delante de otro con el cuerpo prácticamente erguido apoyándome en un andador de geriátrico o en un adulto que me hace de muleta.

La semana siguiente logré articular la primera palabra. Lola, eso oyó mi mujer y eso quise decir, pero yo solamente oí dos vocales unidas: oa. La semana 16 fui capaz de ir solo al lavabo, por fin me desembaracé del humillante pañal, y la 18 ya me movía por casa con cierta autonomía.

Eres muy afortunado me repetían todos viéndo moverme como un puto anciano de 115 años, incapaz de sostener una cuchara sin mancharme toda la ropa o de mandarlos a todos a la mierda pues mi lengua no obedece las órdenes de mi cerebro con la efectividad que solía.

Pero soy muy afortunado. Tan afortunado, que además de la lengua, el otro músculo que no ha reaccionado aún es el más importante en cualquier hombre que se precie. El cerebro, sí también, pero me refiero a la polla. Un colgajo inerte que ni siquiera las constantes atenciones de mi mujer, una de las mejores felatrices del mundo, una de las razones por la que me casé con ella, no logra despertar. Cuando la retiro con un gesto y un gruñido que quiere ser una palabra, me mira con aquella tristeza que sólo yo capto, pues la adorna de falsa felicidad, animándome, con frases tan tópicas como que Roma no se construyó en un solo día.

Pero el instinto me avisa de que estoy a punto de perderla. No como esposa, no como pareja. Como amante, pues aunque ella lo niegue, empieza a desesperarse. ¡Qué bien me vendría ahora confirmar que mis visiones son profanaciones de mentes ajenas! Pero el pálpito que surgió en mi interior al poco de despertar del accidente, avisándome que Carlos podía quitarme algo más que la empresa, comienza a intensificarse en mi estómago, señal inequívoca de que el Diablo está al acecho.

No hay mucho que pueda hacer aún, pero al menos pararé el golpe, pienso. Puedo mover brazos, manos y dedos, aunque aún no con demasiada fuerza, pero sí la suficiente para acariciar y masturbar a mi mujer. También puedo usar la lengua así que la semana número 20 Lola estalla en un necesitadísimo orgasmo encajando su feminidad sobre mi cara mientras adopto la versión cómica de Rintintín. ¿Es así como se sentían las tías a las que ponía de rodillas, como perritos falderos?


Ha pasado medio año desde mi afortunada vuelta al mundo. Soy capaz de expresar frases pseudo inteligibles, aunque me es casi tan costoso como escribir mis ideas en la tablet. Casi no se me cae comida de la cuchara cuando como, logro pinchar con el tenedor, pero cortar con el cuchillo aún es misión imposible. Al menos soy capaz de agarrarme la polla cuando meo, porque de momento no sirve para nada más. De allí que para mitigar los probables avances de mi socio en su opa hostil sobre mi mujer, que acumula mucha necesidad, me haya convertido en el Yorkshire de mi casa, el perrito comecoños que toda abuela que se precie necesita.

Hoy visitamos a la doctora que confirma que mis procesos son estimables, se nota que siempre has sido muy deportista y te cuidabas, que he sido muy afortunado pues no las tenían todas consigo los primeros días pero que viendo la evolución, mi esfuerzo y el cariño de mi esposa, la mira sonriéndole, tuvieron claro que iba a lograrlo.

La visita dura más de media hora. La doctora va desgranando de dónde venimos, dónde estamos y dónde llegaremos, todo muy filosófico aunque se refiera a mi recuperación, pero yo tengo la mente en otro sitio pues no está comentando nada que no sepa o que no me hayan repetido ya un centenar de veces el equipo médico o los fisios. Lola me sujeta la mano con intensidad, feliz ante cualquier comentario positivo de la galena, pero yo estoy trazando un plan en mi cabeza que sé que va a funcionar. Estoy convencido.

Salimos de la consulta despacio, a mi ritmo, todos sonrientes y asquerosamente educados, pero antes he logrado arrancar a la doctora la promesa de atenderme ante cualquier cambio imprevisto. Parece una nadería, pues se trata de una clínica privada cuyo desorbitado precio les exige satisfacer al cliente hasta límites casi pecaminosos, pero la inteligente mujer capta el tono de mi mensaje pues la recuperación de mi sexualidad ha sido uno de los temas tratados.

Dos semanas después estoy solo en la consulta. He aprovechado que Lola tenía una reunión de trabajo para salir solo de casa, tomar un taxi y presentarme en la clínica sin decírselo. La doctora sí estaba avisada pues concerté la visita directamente con ella, comprendiendo que prefería tratar temas tan espinosos sin mi esposa delante, pues di a entender que su necesidad me presionaba.

-Es habitual que algunos pacientes con graves traumatismos cerebrales tarden más tiempo del esperado en recuperar una movilidad completa de la totalidad de su cuerpo. Suele ser parcial, como en tu caso, pero no tienes de qué preocuparte. No hay daños físicos en la zona y tu cerebro nos ha demostrado tener voluntad de regenerar…

-No van por ahí los tiros –la corto balbuceando más que hablando con el aplomo que solía. Y me tiro a la piscina. –¿Se dan casos de alucinaciones o visiones en lesiones como la mía?

-Pueden… -duda –…el cerebro es aún hoy el gran desconocido del cuerpo humano…

Como me cuesta hablar, prefiero realizar un ejercicio práctico pues estoy convencido que será más esclarecedor, así que, cortándola de nuevo, le pido que se levante y se siente en la silla de mi derecha, la que usó Lola en la anterior visita. Me mira sorprendida pero accede. Al tomarla de la mano, me rehúye automáticamente, incómoda pero le pido calma, pues necesito su contacto para explicarle lo que veo.

Tendría cojones que ahora no tuviera ninguna visión, pues quedaría como un loco ante la mujer, pero mi interior, tanto el subconsciente como el consciente no me van a fallar. Lo presiento.

En pocos segundos se enciende el decorado. Textualmente, pues veo un escenario, adusto, de teatro de barrio o de pequeña sala de cine viejo. Se lo voy relatando a la doctora con la lentitud propia de mi estado pero trato de ser descriptivo. Su mano presiona la mía con intensidad cuando comienzo mi relato.

La mujer está de pie, vestida deportivamente, camiseta amarilla, pantalón corto azul y zapatillas blancas, recogiendo su cabello claro en una cola de caballo. Sobre el escenario solamente hay una colchoneta de gimnasio verde militar muy gastada por el uso, al lado de un potro. La doctora mira hacia la colchoneta con intención de realizar una voltereta o algún ejercicio gimnástico pero se detiene a la espera de las indicaciones del maestro que se acerca cruzando el sombrío patio de butacas. El hombre es alto y corpulento pero no parece el típico especimen de sala de fitness, más bien parece el profesor de educación física de la escuela. Al menos viste un chándal del mismo verde que la colchoneta con el nombre de una congregación educativo-religiosa estampado en la espalda.

Le ordena hacer la primera voltereta, con lo que queda sentada de espaldas a él. Ahora la segunda, hacia mí, lo que la deja sentada de cara al docente. De nuevo hacia adelante, de nuevo vuelve. Así media docena de veces, hasta que la chica se detiene cansada, mirando fijamente al profesor, respirando aceleradamente.

-¿Qué miras? –pregunta el hombre, pues la chica ha levantado la vista pero no la ha posado en los ojos de su interlocutor. La ha detenido más abajo, bastante más abajo, donde asoma un bulto que se ha ido hinchando a medida que ella se retorcía sobre el colchón.

Nada, balbucea, pero el docente impone su autoridad apremiándola a responder. Nada, repite avergonzada, hasta que el hombre baja el elástico del pantalón y le muestra un miembro ancho y muy oscuro.

-Mira qué me has obligado a hacer. Ahora deberás pagar por ello.

Lo siento, suena un hilo de voz, pero ella ya sabe qué debe hacer para compensar al señor profesor. Acerca su cuello ligeramente, sin levantar el culo de la colchoneta, abre la boca y toma su penitencia.

-Basta. –La doctora me ha soltado la mano con violencia, levantándose de la silla escandalizada. -¿Cómo puedes saber eso?

No es fácil calmar a un ser humano que ha visto hurgar en sus secretos más íntimos, pero lo intento. Le explico que desde que desperté, sueño repeticiones exactas de momentos sexuales de mi vida y que en cinco ocasiones, he tenido estas visiones que también parecen recuerdos.

A medida que se va calmando, razona, clavándome aquellos ojos avellana tan intensos que la caracterizan, sin duda valorando qué sé y qué puedo ver. Hasta que me lo pregunta. También quiere saber quiénes han sido las otras cuatro víctimas. Le respondo tratando de calmarla.

-Las visiones son incontrolables para mí. Han venido y se han marchado para no volver jamás, como si solamente tuviera una oportunidad en cada caso. –Me pregunta quién de nuevo. Se lo explico, dejando a Lola para la última pues quiero que comprenda mi inquietud. Comprende que he visto algo referido a mi mujer que no me ha gustado, así que su nerviosismo se va relajando.

-No se trata de ningún recuerdo.

Vuelve a sentarse en la silla y ahora es ella la que me toma de la mano permitiéndome continuar. Me sorprende pero su gesto me deja claro que consentirá la visión hasta el límite que considere apropiado.

La doctora, sentada en la colchoneta, parece más joven debido al atuendo escolar pero las facciones de la cara y el cuerpo son las de la mujer de treinta y largos que está sentada a mi derecha. La penitencia a la que el maestro la ha castigado avanza obscenamente, con calma pero sin pausa, pues la joven alumna conoce su lugar, su cometido y el desempeño esperado. Pronto, los sonidos de succión son acompañados por soplidos masculinos, señal inequívoca que el hombre se acerca a la meta, pero la joven no se detiene. Tampoco pierde el ritmo, ni siquiera cuando los bufidos del gigante anuncian el final del castigo.

La doctora me ha soltado de nuevo, preguntándome otra vez cómo lo hago. No lo sé, respondo sincero. ¿Puedes avanzar en la visión? Tampoco lo sé, repito tomándola de nuevo del brazo.

Entonces la chica oye otros sonidos, más lejanos que los que emite el profesor, pero también intensos, molestos, como el frito de un disco mal grabado que ensucia la canción. Son murmullos. De otros hombres, profesores sin duda que se acercan famélicos a través del patio de butacas. ¿Cuántos serán? ¿Media docena? ¿Una? ¿Dos docenas? Debería detenerse, piensa, hacerle eso a un hombre atenta contra las buenas costumbres de cualquier señorita que se precie, pero hacérselo a varios supera en mucho la indecencia. Pero no puede detenerse. Ese mismo pensamiento la excita con una intensidad malsana. Más cuando el inductor de tamaña tropelía inunda su boca.

Varios hombres la rodean cuando se separa del profesor pero la chica no puede, no debe, repetir el acto recién finalizado con cada uno de ellos. Así que se deja caer de espaldas sobre la colchoneta, expectante a que los hombres tomen la iniciativa. Muchas manos, al menos una docena, la tocan, la soban, hasta que las más atrevidas la desnudan para palpar su piel, para hurgar en su inocencia. La chica se deja hacer abriendo las piernas, excitada, esperando recibir también ella su premio.

El primero que se acomoda entre sus extremidades es el profesor de Literatura. Lo siente entrar, profundo, cálido, mientras las manos de los otros no cesan en sus caricias…

-Estás detallando con una fidelidad casi fotográfica una de mis más íntimas fantasías –anuncia la doctora soltándome para acabar con el espectáculo. La miro sorprendido, como el que sale de un sueño porque han encendido la luz bruscamente. Pero la realmente sorprendida es ella, pues sus ojos abandonan mis ojos para posarse en otra parte de mi anatomía, volver a ascender e invitarme a comprobar mi estado con un gesto de cabeza.

Bajo la mirada, pues noto presión sanguínea en mi pene, sensación que no es nueva para mí que en anteriores ocasiones no ha significado nada, pero el bulto es visible a través del pantalón. La toco, me la agarro por encima de la tela de lana de verano y sonrío feliz. Sí señor, es ella, ha vuelto.

Hago el gesto de levantarme en busca de mi mujer para mostrárselo, ¡qué coño mostrárselo! para ensartarla como solía, cuando la doctora me detiene. Su mano también se ha posado en mi masculinidad, dirige la mía hacia su feminidad, anunciándome que recordar su fantasía más íntima la ha puesto caliente como una perra.

Mi yo de las últimas treinta semanas quiere salir de la consulta pues sería lo correcto. Pero mi yo afortunado, el que no esperaba la intercesión de la Diosa Fortuna sino tirársela a la menor ocasión, decide quedarse pues nunca le ha amargado un dulce y nunca ha dejado escapar una presa, menos si está tan buena y dispuesta como la doctora.

Mis movimientos son lentos, así apenas he logrado desabrocharme el cinturón cuando mi compañera de confidencias se sienta a horcajadas sobre mí con la falda por la cintura y las bragas en el suelo, abriéndome la cremallera y sacándome la renacida barra. Se encaja, dejando caer su peso, repitiéndome lo caliente que la he puesto.

Ella marca el ritmo, lento, profundo, como la mamada que le realizaba al profesor de educación física, ella marca la pauta, desabrochándose la blusa para que el par de perfectas tetas adornadas con un pequeño lunar que he contemplado en la visión queden en mi cara, apetitosas, exuberantes.

-Cuando el profe de Lite acaba de follarme, corriéndose en mi interior, me folla el de Mates que se corre en mi estómago, después el de Filo que lo hace en mis tetas, después el de Lengua, el de Sociales, el de Música –va recitando sin dejar de moverse cadenciosamente, -hasta que estoy tan pringosa que les doy asco, me levantan en volandas y me encajan boca abajo sobre el potro. De espaldas no puedo ver quién me folla, pero noto como el líquido caliente me mancha una nalga, la columna, la otra nalga…

Los suspiros le impiden continuar, su musculatura vaginal aumenta la presión sobre mi pene, gime, y grita suavemente cuando siente mi semen anegar su sexo. No he podido aguantarme, no he sido capaz de retrasarlo, también esto tendré que reaprenderlo, pero no le importa pues al poco rato llega a un orgasmo intenso que la deja desmadejada sobre mi cuerpo.

Sentado en la consulta médica, sosteniendo a la doctora que no sólo me ha devuelto al mundo de los vivos sino que además me ha aclarado qué significado tenían las visiones de mi subconsciente, tranquilizándome, vuelvo a sentirme afortunado.

Pues siento que volveré a mi vida anterior, y ésa y no ésta es la vida de un hombre afortunado.

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Autor de MUJERES IMPERFECTAS

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