Adrianne (9)

Andy, le rogué, mientras Ted documentaba las maletas. No te olvides de mí. No lo haré, me dijo. Te estaré esperando.

Fuera de esos dos sobresaltos, todo fue bien.

Por supuesto, yo no podía regresar al colegio (como Chris, estaba muerto; como Adrianne, los maestros me hubieran desconocido), así que por las mañanas tomaba un curso de danza jazz. Me di tiempo, además, de hacer aerobics y de ir al gimnasio (el instructor seguía el método estético de Brad Schoenfeld, así que pronto me sentí tonificado). Sabía que viajaríamos a Estados Unidos, pero no quería perder oportunidad alguna de estilizar mi figura.

No me maquillaba, pero sí me preocupó el desarrollo de vello en las axilas. En cuanto comenzó, me hice depilar con láser, aprovechando para dejar mi cuerpo todo con una imagen de limpieza femenina innegable.

Más: ¡ponerme todos los días el leotardo y las balerinas era una experiencia increíble! ¡Igual que ver el espejo y descubrirme perdido entre otras hermosas chicas!

Dado que dos de mis ex compañeras de clase (de grados superiores) estaban en danza jazz y una amiga de Adrianne asistía al gimnasio, Ted decidió sólo irme a dejar, subrepticiamente, pero no pasar por mí. Así que Andy y yo encontramos otro rato para convivir. Yo, por mi parte, volví a presentarme como Daniela.

Una de mis ex compañeras, Faride, era verdaderamente insoportable. La típica niña guapa sangrona. Jamás se dignó verme cuando yo era niño. Ahora, se había acercado a mí, buscando amistad, pensando que yo era mayor, y sólo para preguntarme: "Ese chico tan guapo, ¿es tu hermano o tu novio?". De cualquier manera, la toleré: tener amigas y sentirme parte de un grupo femenino me era necesario. Huelga decir que no me duchaba en el gimnasio, pero que sí tenía tiempo para convivir un poco con un género que sentía cada vez más mío.

En una ocasión, Andy tuvo que acompañar a sus papás recibir a unos inversionistas estadounidenses, así que se disculpó.

"Te veo más tarde, amor", me dijo por teléfono. "Disculpa que no vaya por ti".

"No problema", le contesté. "Alguien me dará un aventón".

Terminadas mis rutinas, sin embargo, se me antojó caminar por las calles, vestido con mallón corto entalladísimo, top y tenis. ¡Disfruté las miradas y la admiración de los hombres! ¡Y hasta los claxonazos de algunos coches y los gritos de dos taxistas: "Mamacita" y "Adiós, mi’ja"!

Esa tarde, para mi sorpresa, Andy, en nombre de la familia Green, me invitó a recorrer con los inversionistas, durante un par de días, las zonas arqueológicas y Xcaret. Acepté, encantado. Fui presentado, oficialmente, como "Adrianne, la novia de Andy" (yo estaba en las nubes). Y aunque Andy y yo estuvimos inseparables, la señora Green se dio mañas para incluirme, por momentos, al grupo de las mujeres: me hacía confidencias aparte, me llegó a pedir que la acompañara al baño, y logró que tres elitistas jovencitas, hijas del millonario texano que encabezaba a los inversionistas, me aceptaran como amiga.

"Eres una niña muy dulce", me dijo. Luego, me regaló un par de aretes de plata que lucí con entusiasmo.

Andy, fan de lo mexicano, alucinó con el espectáculo del Valle de los Aromas en Xcaret: me mantuvo abrazado todo el tiempo, y yo, recargado en él, sentí perderme.

Cuatro días más tarde, de manera repentina, Ted me anunció que viajaríamos al Distrito Federal, para hacer algunos trámites en la Embajada de Estados Unidos. Tenía ya una cita.

"Si todo sale bien, dejaremos México de inmediato", dijo.

"¿Cómo?", respondí incrédulo.

"Te dije hace tiempo que pensaba en mudarnos. Decliné la oferta del doctor Green, al menos por el momento, y acepté un puesto como profesor en Nueva York. Así, podremos ver lo de tu operación".

Sentí alegría y tristeza en forma simultánea.

"¿Y Andy?", pronuncié, antes de poder evitarlo.

Ted me hizo una tierna caricia en el rostro.

"Habla con tu novio. Después de todo, también harás esto por él?", sentenció.

"¿Quieres decir que le cuente la verdad?", me extrañé.

"¡No! ¡Por supuesto que no! Inventa algo. Será una separación breve, al fin y al cabo. ¿Te imaginas cuando, ya con vagina, te reencuentres con él?".

El calor en mis mejillas despertó de inmediato.

Al día siguiente, le di la noticia a Andy. Le había llamado por teléfono, para que fuera por mí y me acompañara a la clase de danza.

"¿En serio, amor? ¿Te vas?", me dijo con desolación auténtica. "Y yo que pensaba pedirle a mis papás que me permitieran establecerme y estudiar en Cancún".

Suspiré:

"No te preocupes. Nos reencontraremos pronto. Y en mejores circunstancias".

"Pero, ¿por qué?", cuestionó.

Sólo se me ocurrió una mentira:

"Tiene que ver con mis abuelos".

Me descubrí lloroso. ¡Amaba tanto a ese chico! ¡Tan sólo por su ternura y por sus caricias valía la pena ser mujer! Alcé mi rostro hacia el suyo: su mirada esmeralda lucía los innegables reflejos de unas lágrimas. Verdaderamente, nos amábamos. Lamenté mis ideas calenturientas acerca de Nevill ("sólo fueron fantasía", me dije), besé a Andy, y baje del coche.

No pude concentrarme en la práctica. Deseaba que terminara. Sin contar la tarde, me quedaban dos días en Cancún, y necesitaba reunirme con Andy.

Al fin, me dirigí a los vestidores; ahí, Faride alardeaba con otras chicas:

"Me tenía harta. Así que le dije que aceptaba ser su novia, pero que tenía que presentarme hoy con todos sus amigos del colegio, en un café de Plaza Kukulkán. Por supuesto, no llegaré. Espero que el ridículo le quite las ganas".

"¿De quién hablas?", pregunté.

"Ay, Daniela", gimoteó Faride. "De un chico insoportable de mi colegio: se llama Nevill".

Me sobresalté.

"No sé por qué tratas así a Nevill", intervino Aranza, mi otra ex compañera. "Es guapo".

"Pues quédatelo tú", dictó Faride. "A mí no me gusta".

"¿A qué hora quedaste de ver a ese niño?", averigüe, cauteloso.

"A las cinco", suspiró satisfecha.

Estaba yo molesto. Me di cuenta de que la feminidad podía tener un lado muy, muy negativo. Tenía que hacer una buena obra antes de irme de Cancún.

Andy me encontró súper acelerado. Me dejó en la casa y quedamos de vernos por la noche.

Por supuesto, poco antes de las cinco, yo estaba en Plaza Kukulkán. Me había puesto un pantalón de mezclilla Levi’s 570 (de corte estilizado y cinturilla redondeada, que recogía mi talle para optimizar mis formas), una playera Náutica tipo polo en color blanco, y unos tenis Nike. Ahí mismo compré unos pupilentes azules.

No tardé en encontrar a Nevill: nerviosísimo, muy bien arreglado, estaba con varios amigos del colegio. Algunos me habían conocido como Chris, pero necesitaba tomar el riesgo. Por mi amigo. Entré, pues, al café, poniendo todo mi empeño en mi andar femenino. Sorprendí a Nevill por atrás, y lo abracé con un alegre:

"Mi amor, ya llegué".

Luego, antes de que pudiera voltear, le susurré al oído:

"Faride no vendrá, Nevill, y no quiero que pases un ridículo espantoso. Sígueme la corriente. Me llamo Daniela".

Nevill giró la cabeza, estupefacto, y me vio. Antes de que pudiera decir algo, lo besé en los labios. Me deslicé, con delicadeza, y me senté en sus piernas, echándole los brazos al cuello. Todos estaban boquiabiertos. Y no me reconocían.

"Hola", saludé.

Neville artículo, como pudo:

"Chicos... yo... ella... es...".

"Mucho gusto", completé. "Soy Daniela, la novia de Nevill".

En mi muslo, noté cómo el pene de Nevill comenzaba a erectarse. La situación me inquietó un poco. Ese chico había sido mi mejor amigo durante años. Recordé todo lo compartido: una habitación en un campamento, una pelea contra dos tipos gandallas en tercero, infinidad de trucos para videojuegos, lágrimas en el funeral de mi padre, decenas de almuerzos, ¡hasta sudaderas! Y ahora yo, como mujer, lo estaba besando, acomodado en su regazo.

Conversamos poco. Nevill necesitaba saber de qué se trataba todo, pero no estaba dispuesto a pasar un ridículo.

"Ahora entiendo tus palabras, Nevill", dijo uno de los presentes. "Tenías razón cuado nos dijiste que te había dado el sí una de las chicas más bonitas de Cancún".

Al fin, nos despedimos. Y salimos de la mano. No paso mucho tiempo antes de que comenzara el interrogatorio:

"¿Dónde está Faride? ¿Por qué no vino? ¿Y quién rayos eres tú?".

"Faride no quiere ser tu novia, y buscaba darte un plantón", respondí. "Ridiculizarte, pues".

"¿Y tú que juegas en todo esto?".

"Nos vimos hace unos días en La Isla. ¿Recuerdas?".

Nevill asintió con la cabeza.

"Por supuesto. Me inquietaste mucho. Te pareces un chorro al que fue mi mejor amigo: un chavo a todo dar al que quise mucho, como a un hermano".

Sentí un escalofrío. Pero también una ternura infinita. Nevill nunca me había abierto sus sentimientos. Recordé mis estúpidas fantasías (cuando Andy me cogía por la boca), y supe que nada sexual podría darse entre nosotros.

"Bueno", titubee. "Él también te quiso mucho. Fuiste muy importante para él".

"¿Cómo lo sabes?", se extrañó.

"Soy prima de Chris", mentí. "¿Nunca te habló de mí?".

"No", enfatizó Nevill. "Y no te vi en su funeral; bueno, tampoco asistió la tonta de Adrianne, que supuestamente lo adoraba".

Nevill me invitó a su casa. Llamó al chofer de su papá (que lo esperaba en el estacionamiento), subimos a una camioneta, y avanzamos en silencio. El recuerdo de Chris nos pesaba a los dos.

"¿Y por qué hiciste esto?", dijo al fin.

"Faride es mi compañera en danza jazz, y oí sus planes", informé.

"Ajá. ¿Y?". Había un poco de furia en Nevill. "¿Querías burlarte de mi también?".

"Para nada", subrayé. "Hace mucho tiempo, Chris me habló de ti. Me dijo que siempre serías su mejor amigo. Y que si alguna vez te conocía, yo entendería que habías sido importante en su vida. Me pidió que te cuidara".

"Oye, oye", me interrumpió. "Eres muy guapa, estás muy bien, besas muy rico, y todo, pero no quiero ser tu novio. Me recuerdas mucho a Chris y, no sé, se me haría como gay".

Reí con ganas.

"¿Te digo la verdad, Nevill? Tengo novio. No te preocupes".

Oí un profundo respiro de alivio. Pero no pude dejar de preguntar:

"¿Qué piensas de Aranza?".

"¿La amiga de Faride?", contestó, entusiasta. "¡Es guapísima! ¡Más que Faride! ¡Pero nunca me haría caso!".

Reí otra vez:

"Tú le gustas".

Silencio otra vez.

Una vez en casa de Nevill, no me resistí:

"Chris me hablaba siempre de tus combinaciones de cereal. ¿Me invitas una?".

Nevill sonrió y se esmeró en prepararme una. Siempre me habían gustado sus experimentos con Zucaritas, Quaker Instant, malvavisco y fresa, ¡y probar uno, nuevamente, fue gratísimo! Comimos juntos. Y luego compartimos un videojuego.

Curioso, yo ya no podía sentirme Chris. Hablar de él en tercera persona, me resultaba cómodo. Yo jugaba con Nevill, sintiéndome en presencia de un hermano menor. Me emocionó experimentarme como mujer desde la ternura y del amor no-sexual. Las ganas de proteger a Nevill se me desbordaban, especialmente al ver sus ojos alegres (aún de niño pequeño, siempre abiertos a la sorpresa). Y supe que, algún día, sería yo una buena madre. La palabra "adoptar" se consolidó en mi futuro.

Cuando regresé a casa, en taxi, me extraño descubrir a Andy, frente a la puerta, sentado en el piso.

"¿Dónde estabas, amor?", preguntó, mientras me besaba.

"Estuve un rato de niñera", mentí un poco. "Un rollo de una compañera de danza".

"¡Vaya!", sonrió.

"¿Y por qué no entraste?".

"No quise. Tu papá tuvo que salir de urgencia. Te dejó este recado".

Desdoblé una hoja: "Adrianne. Tuve una reunión urgente en Mérida. Regreso mañana. Me compran dos terrenos. ¡Tendremos más dinero para el viaje y... para tu regalo! Ted".

Abrí la puerta.

"¿Quieres cenar algo?", le pregunté a Andy.

"No", me dijo muy serio. "Regreso por ti en dos horas, para que vayamos al Coco Bongo. Quiero que esta noche sea nuestra despedida formal".

Sin esperar respuesta, se subió al Honda y me dejó. Por supuesto, corrí a bañarme y a llamar por teléfono a la diseñadora de imagen y a la estilista.

"Tengo una fiesta y quiero estar despampanante", dije por teléfono.

"¿Cuándo?", me preguntaron.

"¡Ahora!".

Llegaron pronto. Yo estaba en bata de baño, aún.

"Traje un vestido", me dijo la diseñadora. "No es de marca, pero sé que te fascinará; tu papá no podrá negarse a comprártelo".

Era un minivestido rojo precioso, de lúrex suave y brillante. Sin tirantes, con escote bañera y amplias aberturas laterales. Lo completaba un par de zapatillas de tacón alto, abiertas, también en color rojo.

"Nunca he usado tacón alto", le dije.

"Es hora de que te acostumbres".

Me hicieron un peinado sencillo pero impactante. Y permití que me maquillaron un poco: sólo rimel y pintura de labios. Me coloqué una tanga roja con diseño de cuatro tiras, y me enfundé el vestido y el calzado.

Cuando me puse en pie, me vi obligado a reconocer las maravillas inacabables del mundo femenino: las zapatillas me aportaron varios centímetros de altura, es cierto, pero, sobre todo, los delgados y altos tacones obligaron a que se me formara un arco en la espalda: este arco hacía sobresalir mi pecho y empinaba mis nalgas ligeramente hacia atrás. Además, mi caminar se volvió deliciosamente frágil.

"Luces mucho mayor, Adrianne", me dijo la estilista.

Ante el espejo, estuve de acuerdo: mis curvas se veían deliciosas, especialmente por las aberturas laterales: sabiamente cortadas, llegaban casi hasta la cadera, pero no permitían que se abriera el minivestido y se me viera la tanga. Llamaba, pues, la atención, pero no revelaba.

Sonó el teléfono.

"Adrianne", era la voz de Ted. "¿Recibiste mi mensaje?".

"No te preocupes, papá. Estoy bien".

"Cuídate mucho".

Andy llegó por mí. El vestía un pantalón de mezclilla Gucci y una camisa polo de Dolce & Gabbana (puños clásicos, rayas en contra tono, detalles en contraste). Me vio con verdadero deleite.

Fuimos al Coco Bongo y entramos sin problemas (ciertamente nos veíamos mayores). Disfrutamos el show láser y el techno-house, y bien pronto, avanzamos a la pista de baile. Sin pensarlo siquiera, al ritmo de la música, mi cuerpo todo comenzó a moverse; la fuerza y la cadencia, no obstante, me nacía en caderas, abdomen y pelvis: desde ahí, yo podía dibujar ondas, crear mundos, contagiar a otros con mi fuego interno. En las clases de danza jazz había notado la versatilidad física de la mujer: había mayor gracia en los movimientos femeninos que en los del hombre. Y aquí, siendo yo, simplemente yo, ante Andy, me disolvía con las notas. Noté muchas miradas en mí, e intensifiqué la sensualidad de mi baile. Me di cuenta de que podía ser tierno y maternal (como con Nevill), pero que también me agradaba la sensación de calentar a otros, de hacerlos desearme; que podía, pues, experimentar emociones en una gama auténticamente femenina. Andy me hizo girar, dándole la espalda; me sujetó y comenzó a moverse, de una manera increíble. Sentí su pene erecto entre mis nalgas, y las acerqué más a él. Sumergido en la música, suavemente, inicié un movimiento pélvico arriba bajo: mi culo estaba masturbando a Andy.

No dijimos más. No pasaríamos la noche en la disco. Salimos del Coco Bongo, y entre besos, a veces lúbricos, a veces tiernos, fuimos hasta la mansión de los Green. Estaba vacía. Sólo el guardia de seguridad permanecía alerta.

"¿Y tus padres?", pregunté, gimiendo.

"Cena inaplazable en Dallas", me respondió. "Regresan mañana".

Sin interrumpir los besos, subimos a la habitación de Andy. Andy me arrojó a la cama, y comenzó a acariciarme. ¡Yo tenía tantas ganas de perderme en el placer! ¡No era posible, sin embargo!

Entonces, llegó la pregunta temida:

"Adrianne, ¿podemos hacer el amor?".

Yo podía dejarme penetrar analmente; pero no lo deseaba así.

"Andy", respondí. "Te amo. No sabes cómo deseo ser tuya. Pero quiero permanecer virgen".

"Respeto eso", dijo Andy.

Entonces, se me ocurrió algo. Le pedí a Andy que se desnudara y que se acostara boca arriba: se veía formidable, tallado a mano. Me le monté encima, colocando su pene frente a mi vientre. Lo cubrí, entonces, con el vuelo del minivestido, metí mis manos y atrapé el pene con ellas. Comencé a moverlas de arriba abajo, al igual que mi pelvis.

"Imagínate que me estás haciendo el amor", le pedí.

Andy me bajó el vestido, desnudándome el torso: y comenzó a acariciarme los pezones, a lamerlos y a chuparlos. Yo, entre tanto, movía la piel del pene de Andy rítmicamente. A veces me detenía en el frenillo. Siempre, estimulaba el glande. Y movía mi pelvis.

"¿Te gusta, amor?", le pregunté.

"Sí", respondió.

En un momento dado, Andy cerró los ojos. Su fantasía estaba avanzando. Pero ante la imposibilidad de concretar, iniciamos un juego verbal.

"¿Te gusta cómo te hago el amor?", me preguntó.

"Lo haces muy rico", respondí cada vez más caliente.

"¿Eras virgen?".

"Sí, amor". Y se me escapó una frase: "Pero me estás haciendo puta".

Andy gimió.

"¿Te gusta que te haga puta?".

"Sí, sí".

Yo no podía más. Entreabría los labios, me los mordía, pasaba los labios por ellos, los apretaba. ¡Tenía tantas ganas de sentir a Andy dentro de mí! "Pero no en el culo", pensé. "Lo quiero en mi vagina, en mi vagina, en mi vagina. Me urge tenerla!".

Justo entonces, con un impulso increíble, Andy me cargó, me arrebató el vestido, me colocó boca arriba y comenzó a tratar de quitarme la tanga. Forcejee un poco, pero el peso y la fuerza de Andy estaban a su favor. "¡Va a descubrirme!", pensé. "¡Me odiará!".

"¡No, Andy"", grité. "¡No!".

Andy se detuvo. Desconcertado.

"¿Puedo verte desnuda?", me preguntó.

"Dijiste que ibas respetar mi virginidad", respondí.

"Lo haré", insistió. "Pero déjame verte desnuda".

Se me ocurrió algo.

"Lo haremos a mi manera. ¿Estás de acuerdo?".

Andy asintió.

Yo me levanté, de manera cadenciosa, me metí al baño, me quité la tanga y me puse una bata de Andy. Salí. Sin dejar de moverme sensualmente, dejé la habitación en penumbra (sólo un par de lámparas indirectas), me coloqué frente a Andy, con la cama de por medio, y con un hábil movimiento, asumí la posición que Ted me había enseñado frente al espejo (pene y testículos acomodados hacia atrás, piernas cruzadas como en posición de ballet, pelvis hacia atrás, nalgas fuera, torso recto). Entonces, abrí la bata. Andy me contempló gozoso. Luego, con ternura, me preguntó:

"¿En verdad me amas?".

"Sí", afirmé desde el fondo de mi corazón. "¿Y tú a mí?".

"Por completo, Adrianne. Eres lo mejor que me ha pasado en la vida".

"Gracias", sonreí.

Cerré la bata, y corrí a abrazar a Andy. Pronto, estábamos los dos en la cama. Besándonos, acariciándonos. Él mi hizo venirme dos veces seguidas: una, lamiendo mis pezones; otra, con una rusa. Yo, me dejé coger nuevamente por la boca, hasta que Andy retiró su pene y me bañó el pecho de semen. En todo momento, estuve pendiente de que la bata no revelara mi secreto.

Amanecimos uno en brazos de otro: yo, aferrado a él; él, protector de mí, cubriéndome en un abrazo total.

Por supuesto, la despedida en el aeropuerto fue triste. Ignoraba cuándo vería nuevamente a Andy, pero me complacía saber que la siguiente vez yo habría concluido ya mi transición.

"Andy", le rogué, mientras Ted documentaba las maletas. "No te olvides de mí".

"No lo haré", me dijo. "Te estaré esperando".

Ted me abrazó con calidez, verdaderamente como un padre a su hija, y me indicó que debíamos abordar ya el vuelo. Me di la vuelta, le dije adiós a Andy y a los señores Green, me enjugué una lágrima. Y caminé.

"Gracias, papá", le dije a Ted.

Ted se había vuelto una sorpresa para mí. Y me lo confirmó en la Embajada: sin avisarme nada, presentó el viejo pasaporte de Adrianne, medio quemado (especialmente en la zona de la foto), junto con las actas del Ministerio Público que reportaban el accidente automovilístico de mi madre y de Chris, así como los certificados de defunción de ambos. Por razones de accidente, pronto comenzaron a tramitar uno nuevo: ¡para mí, con mi identidad legal y definitiva de mujer norteamericana! Me sentí feliz cuando me tomaron las fotos. "Ted", pensé. "Eres un genio".

Esperábamos la entrega, cuando uno de los Cónsules nos mandó a llamar.

"Hay un problema", informó.

"Todo acabó", pensé.

Con una frialdad impresionante, Ted preguntó:

"¿Qué ocurre?".

El Cónsul suspiró:

"Detectamos un error en los datos de su hija. Aparentemente, alguien tecleó mal su fecha de nacimiento, y la base arroja dos edades distintas: en una consulta, doce; en otra, quince. ¿Cuál es la verdadera? ¿Cuántos años tiene?".

"¡Bendito error!", pensé. Y antes de que Ted pronunciara algo, me lancé:

"Quince años. Tengo quince años".

Ted disimuló su extrañeza y asintió.

"Lo supuse", sentenció el Cónsul. "No parece usted de doce".

El Cónsul se alejó. Minutos más tarde, nos entregó el pasaporte.

"¿Puedo preguntarte algo, Adrianne?", me dijo Ted, una vez que estuvimos en Reforma, buscando un taxi.

"¡Claro!", invité.

"¿Por qué te aumentaste la edad?".

"No me preguntes", reí. "Intuición de mujer".

Al día siguiente, a las 10 de la mañana, despegamos del aeropuerto de la Ciudad de México, en un vuelo de American Airlines. Recargado en el asiento, pensaba: "En cuatro horas y cuarenta y cinco minutos estaremos aterrizando en Nueva York. Yo iniciaré mi vida como chica norteamericana de 15 años, y estaré a un paso de tener vagina".