Adrianne (8)

Un escalofrío me recorrió: mi tía Lidia estaba a medio metro de mí.

Las siguientes semanas prácticamente viví dentro de un sueño.

Andy y yo paseábamos por todos los rincones de Cancún, y descubríamos, juntos, la felicidad de sabernos el uno para el otro. Disfrutábamos mucho el caminar (él me asía por la cintura y, en una actitud inconsciente de dueño, me guiaba mediante sutilísimos movimientos y toques: insinuaba nuestra ruta y hasta imponía la velocidad de nuestros pasos).

Jamás tuvimos problema. Sólo yo me sobresalté doblemente un sábado por la tarde; en nuestra tercera cita, justo (la segunda, una invitación a comer con los señores Green, había transcurrido sin novedad alguna).

Habíamos vagado por la mañana en el Honda S2000, hasta encontrar un pequeño restaurante, más bien una sencilla choza, donde una agradable familia maya preparaba delicias típicas.

"Me lo recomendó Thomas, un amigo de Los Ángeles, tras descubrirlo en el spring break del año pasado", me informó Andy mientras se estacionaba bajo espléndidas palmeras. "Thom es un loco aventurero y le gusta la buena mesa".

El lugar, en efecto, resultó todo un acontecimiento: nos sirvieron ceviche de caracol y pescado fresco al Tikinxic (aderezado con achiote y asado a las brasas).

Satisfechos, regresamos a Cancún y Andy decidió que quería regalarme la falda Zara. Aquélla de nuestra primera cita. La idea me excitó: "mi hombre regalándome ropa de mujer"; más cuando Andy, sin desatender la conducción del auto, abandonó una mano en mi muslo izquierdo.

"Tengo ganas de verte esa faldita puesta, amor", me dijo. Luego agregó en español: "estás muy piernuda y lucirás muy rica".

Enfilamos, pues, a La Isla. Dado que la compra no estaba prevista, ambos vestíamos de lo más playero, con ropa de Abercrombie & Fitch: yo llevaba un entalladísmo denim short (el modelo Gwen, en mezclilla); y Andy, un short clásico (el Mount Redfield en borgoña). Sin camisas o playeras, ambos: él lucía su fabuloso torso desnudo, y yo me limitaba a un brassiere rosa de algodón. Él usaba unas sandalias vintage de cuero (también de A & C) y yo estaba descalzo (sólo me había atado en el tobillo derecho una de las muchas pulseras que Adrianne había dejado tejidas antes de morir). El bronceado nos daba una imagen de vitalidad impresionante. Así que no me extrañó percibir decenas de ojos clavados en nosotros, desde el momento en que atravesamos, de la mano, la puerta del centro comercial.

Fue impactante introducirme por vez primera a un vestidor de mujeres, para probarme la falda. Por un solo detalle: pasé inadvertido. La vendedora me guió, me entregó la prenda y no dijo más. Yo atravesé entre un contingente femenino (mamás que ayudaban a sus hijas, jovencitas que entraban y salían con un montón de piezas, sofisticadas damas que devolvían un vestido de noche y pedían una talla mayor o menor), sin que nadie reparara en mí. "Soy Adrianne. Soy chica. Soy mujer. Soy una vieja más. Y todas lo perciben", me repetía.

Sin poder evitarlo, recorrí visualmente los cuerpos presentes, y una conciencia me cayó de golpe: "¡Caramba! ¡Estoy entre las mujeres más guapas y más buenas de aquí". En efecto: una adolescente que parecía modelo, una hermosa mujer madura de cuerpo torneado y yo éramos las indiscutibles bellezas.

Al quitarme el short y ponerme la falda, mientras me contemplaba al espejo, la voz interna surgió, ratificando: "Reconócelo. Eres Adrianne y estás buena. Estás buenísima. Con razón llamas la atención".

Salí muy inquieto. Andy me tomó nuevamente por la cintura, y caminamos hasta la caja, para pagar. Mientras hacíamos fila, me le recargué en el pecho, y aspiré su gratísimo aroma: era enervante, delicioso. Levanté mi rostro. Andy clavó sus ojos en los míos y lentamente, muy lentamente, me depositó un beso en los labios. Cerré los ojos. Mientras sostenía mis manos, abrió un poco la boca y me introdujo su dulce lengua, primero de forma intermitente y lenta, y luego de una forma más larga y profunda; como en reacción automática, mi pierna derecha se elevó hacia atrás. Súbitamente, Andy se contuvo: retiró su lengua y sus labios, pero mantuvo su cara a un centímetro de la mía. Yo abrí los ojos y me le acerqué: no quería que se detuviera. Reiniciamos el beso. Pero una tos y una voz femenina nos extrajeron del ensueño:

"¿Van a pagar, chicos?".

Giré la cabeza hacia la caja: era nuestro turno, en efecto. Quise ver a la dama que nos apuraba, para responderle y disculparme. Y un escalofrío me recorrió: mi tía Lidia estaba a medio metro de mí. ¿Qué rayos hacía en Cancún?

"¿Van a pagar, chicos?", repitió mi tía.

La voz se me congeló. Quedé inmóvil, idiotizado. Me sentía como un niño sorprendido al hurtar galletas.

"Discúlpenos, señora", intervino Andy. "Sí, vamos a pagar".

Andy tomó la falda de mis manos petrificadas, sacó su tarjeta de crédito, y le entregó todo a la cajera. Ésta comenzó a realizar la operación. Yo, en tanto, no podía retirar la vista de mi tía Lidia. Recordé cuando la había divisado en la casa de Ted, luego del funeral de mi madre; traje a la mente, incluso, mi angustia de entonces por llamar su atención. Ahora, frente a mí, ella no sólo no me reconocía, sino que yo no tenía la menor intención de identificarme. O de dejar de ser mujer.

Me revisé: evidentemente yo ya no era Chris. Seguramente por el efecto de las hormonas que Ted me aplicaba (en dosis controladas pero enormes), yo me desarrollaba de una manera impactante: en lo femenino, cierto, pero también en lo general. Quiero decir: me veía despampanante, pero también mayor.

Para espesar el escenario, apenas un día antes la estilista me había perforado las orejas... y cambiado el look, aprovechando el largo y la creciente sedosidad de mi pelo (lucía yo ahora un efecto encrespado y revuelto, a través de un capeado general y un desfilado degradado a diferentes alturas, ganando en movimiento de mechas y en nuevos volúmenes, y con un acabado ligeramente rizado; todo ello, como marco a un par de arracadas Tommy Hilfiger en tonos blanco, azul y rojo.

Más: el denim short, ajustadísimo, me llegaba a la cadera, evidenciando mi cintura de 58 centímetros (los había medido), mi vientre decididamente femenino y mis riquísimas nalgas; y dejando ver una diminuta y sensual tanga con pedreria, plata y swarovski (ofrecida, un día antes también, por la diseñadora de imagen; comprada por un benevolente Ted; y que yo me había puesto con la putísima idea, debo admitirlo, de calentar a Andy para que me cogiera nuevamente por la boca). Mi brassiere casi reventaba por mis senos perfectos, en uno de los cuales (el derecho) fulguraba ante todos un tatuaje temporal de corazón. ¿Cómo podía reconocer Lidia a su difunto sobrino?

Mi tía estaba concentrada en su bolsa de mano. En eso, oí la inconfundible voz de mi insoportable primo Álvaro, de 15 años:

"Mamá, apúrate".

Con una mano, Lidia le hizo señas de "espera un poco". Álvaro caminó hacia ella. Noté cómo mi primo me escrutaba con la mirada, hasta concentrarse en mis piernas. Y otro escalofrío me invadió: se había detenido en mi muslo izquierdo. Ahí, justo ahí, yo tenía una pequeña pero inconfundible cicatriz, resultado de un corte en un partido de fútbol. De hecho, ¡él, Álvaro, había sido el responsable del accidente! La cajera, con una pasmosa lentitud, tecleaba su máquina. "Me van a descubrir", pensé.

En eso, giré los ojos hacia Álvaro. Y lo noté: su mirada, no de curiosidad o de descubrimiento sino de lujuria, estaba centrada en mis piernas, no en la cicatriz. Una rápida mirada a su bragadura, me confirmó la impresión: el pene se le estaba erectando. "Vaya", asumí. "Soy capaz de excitar aún a mi primo". Y supe qué hacer, para evitar riesgos: fingiendo cansancio y bromeando con Andy, me recargué en el mostrador; arqueé levemente mi espalda y paré sutilmente mis nalgas. ¡Tenía la atención de Álvaro a mi merced!

Andy terminó de pagar y me dio una nalgada juguetona, mientras decía "Let’s go". Yo sentí un latigazo de fuego en mi interior. Salimos, pues, de la tienda, y fuimos a comprar un poco de helado.

Mientras seleccionábamos los sabores, cierta nostalgia me invadió. Mi tía. Mi madre. Mi padre. Chris. Justo entonces, a unos cuantos metros, mi tía Lidia encargó sus bolsas a Álvaro y se introdujo al baño. Sin pensarlo, le dije a Andy:

"Regreso rápido".

"¿Adónde vas?", respondió Andy sorprendido.

Moviendo sólo los labios, di una respuesta indiscutible:

"Al baño".

Por vez primera, entré a un baño de mujeres. El aroma era diferente, en verdad. Algunas chicas se arreglaban frente al espejo. Lidia seguramente estaba en un retrete. Yo también ingresé a uno. Me bajé el short y la tanga, para sentarme (había empezado a hacerlo así desde mi aceptación como mujer), pero recordé un comentario suelto de mi madre a mi padre en alguna ocasión ("las mujeres nunca hacemos contacto con la taza en un baño público"), así que puse tiras de papel en la tapa, y adopté una posición de palomita. Oriné. Terminé rápido, me arreglé y salí. Fui a lavarme las manos; comencé con lentitud. Lidia apareció, al fin. Colocó su bolsa de mano a un lado del lavabo, se lavó también, y extrajo un poco de maquillaje para retocarse. Se me ocurrió algo:

"Señora", le dije. "¿Podría prestarme su labial? Olvidé el mío en casa".

Lidia sonrió. Y me vio rápidamente.

"No acostumbro hacerlo. Pero toma. Me caíste bien, no sé por qué. Creo que te vi en la tienda, ¿no?".

"¿En la tienda?", titubee.

"Sí. Estabas besándote con un chico muy guapo", agregó, pasándome un labial. Supongo que es tu novio".

"Ah, sí", dije.

Nerviosísimo, descubrí que nunca me había maquillado. Y que no sabía ponerme labial. Me apliqué unos tallones descuidados, y apreté los labios para distribuirlo bien, como había visto hacer a mi madre. El espejo me descubrió una habilidad innata: el tenue color rosa, perfectamente distribuido, resaltaba maravillosamente mi boca.

"Gracias", le dije a Lidia, devolviéndole el lápiz.

Quedamos, entonces, frente a frente. Lidia me vio. Y sus ojos se humedecieron.

"¡Dios mío!".

Quise salir corriendo, pero me detuve.

"¿Le pasa algo, señora?", pregunté, cauto.

Lidia se llevó la mano a la boca, mientras algunas lágrimas le corrían por las mejillas:

"Nada, hija. Nada".

"¿Quiere que llame a alguien", inquirí.

"No", respiró profundamente. "Estoy bien. Simplemente que...".

"¿Qué...", averigüé.

"Te pareces muchísimo a Leticia, mi hermana mayor, que murió hace poco".

El impacto fue total, ante la ausencia de referencias a Chris. Yo permanecí en silencio. "Me parezco a mi madre. Soy una mujer como mi madre".

"Hoy, justamente, vine del Distrito Federal con mi hijo, para visitar su tumba y la de su hijo", agregó. "Incluso, pasé por la mañana a visitar a su ex esposo. Quería saludarlo a él y a Adrianne, la hija de éste, pero ella no estaba".

"Vaya", pensé. "Ted es un hombre de suerte".

Más calmada, mi tía Lidia guardó su maquillaje.

"Ahora entiendo mi confianza hacia ti".

No me resistí a preguntar:

"¿En verdad me parezco tanto a su hermana?".

Lidia rió:

"Eres una versión mejorada, mucho más guapa. ¡Peor si hasta usas un anillo con ámbar, como el que le dio mi madre! ¿Cuántos años tienes, hermosa? ¿Quince o dieciséis?".

Me gustó la afirmación y respondí, con orgullo:

"Quince".

"Lo supuse. Eres toda una señorita, ya. ¿Cómo te llamas?".

Me puse el primer nombre que se ocurrió:

"Daniela".

"Bien, Daniela", concluyó Lidia. "Me dio gusto conocerte. Disculpa que me entrometa, pero me has caído bien: cuídate mucho; a tu edad, con chicos tan guapos como tu novio, muchas hacen locuras".

Reí.

"¿Qué me quiere decir?".

"Tú sabes. Hay ahora tantas jovencitas embarazadas. Tú eres una chica agradable. Debes traer locos a los hombres. No desperdicies tu vida".

Sentí ternura por ella.

"Gracias", le susurré.

"De nada", remató Lidia y se dispuso a salir.

Primer sobresalto.

Alcancé a Andy, quien sostenía una bolsa con los botes de helado, mientras devoraba una paleta.

"¿Quieres una?", me preguntó.

Le dije que no con la cabeza. Luego, lo besé.

"Tienes los labios fríos", le dije.

"Y tú los traes pintados", observó. "¿Y eso?".

"Una chica, en el baño, intentó venderme un lápiz y me dio una demostración", mentí. "Pero si no te gusta, despíntamelos con tu lengua".

Caminamos hacia la salida del centro comercial. Atravesamos frente a un local especializado en videojuegos. Andy sostenía la paleta con la mano derecha, así que giró para rodearme la cintura, con la izquierda. Justo en ese momento, un chico salió descuidadamente de la tienda, chocó contra nosotros y ocasionó que Andy soltará la paleta y me la arrojara encima. El pecho y el estómago se me embarraron de helada crema. Había algo rico en la sensación, definitivamente ("¡qué puta me estoy volviendo!", pensé). Pero lo sorpresivo de todo, me dejó una ligera incomodidad. Andy se puso furioso.

"Asshole", gritó. "You’re a fucking idiot".

El chico, aterrorizado, apenadísimo, alzó su rostro hacia nosotros. Era Nevill, mi mejor amigo del colegio, quien acababa de comprar un par de juegos.

Segundo sobresalto. "Pero si mi tía no reconoció...", pensé.

Vi el rostro de Nevill. Y me dio ternura. Yo había sido un chico como él. Era un año mayor que yo. ¡Pero ahora me parecía menor!

"No le grites al chico, Andy", solicité, defensor. "Fue un accidente".

Nevill titubeó. Dejó los juegos en el piso, y comenzó a revolverse los bolsillos:

"Sí, disculpen. En verdad, no fue mi intención. Esperen, yo traía...".

Extrajo un paquetito de pañuelos desechables, lo abrió, tomó algunos, y comenzó a limpiarme, tembloroso. Andy reaccionó, celosísimo.

"Deja eso, niño", le gritó en español, arrebatándole los pañuelos desechables.

Andy quedó inmóvil.

"Lo siento, señorita", me dijo. "Discúlpeme".

Luego, me clavó los ojos en el rostro. Como queriendo reconocerme. Se veía estupefacto.

"No puede ser", pensé. Andy terminó de limpiarme, me tomó de la mano, y casi me arrastró hacia el estacionamiento. Yo no podía dejar de ver a Nevill. Él no podía dejar de verme. Suspiré. "Soy mujer, con novio, feliz, plena; no un niño en busca de videojuegos".

Andy me despejó cualquier inquietud al respecto, una hora más tarde, en su casa: quitándome el brassiere, cubriéndome los senos de helado (me descubrí especialmente excitable al frío), lamiéndomelos con pasión, concentrándose en mis pezones, chupándolos, mordisqueándolos...

Luego, me cargó hasta su habitación, me arrojó a su cama, me puso en cuatro patas, se bajó el short y la trusa, y, de pie frente a mí, me dio una formidable cogida por la boca, mientras me acariciaba las nalgas. En un momento dado, llevó su mano hasta la tanga y la jaló un poco: sentí un agradabilísimo roce en el ano. Estaba yo tan excitado, que no percibí el momento en que comenzó a bajarme el short; sin embargo, noté su mano deslizándose rápidamente sobre mi vientre, por debajo de la tanga, y logré detenerlo antes de que alcanzara mi pene.

En compensación, comencé a mover mi cabeza hacia delante y hacia atrás a un ritmo desenfrenado: el pene de Andy me llegaba a la garganta. Repentinamente, me vino una idea a la mente: "¿Qué sentiré si le mamo la verga a Nevill? ¡Sería formidable que me cogiera por la boca, como mujer, quien fue mejor amigo como niño! ¿Me reconocería? ¿Qué me diría? ¿'Chris eres un puto' o 'Adrianne, eres mi vieja y estás bien rica? Conozco el pene de mi papá, el de Andy, el de Ted... ¿cómo será el de Nevill? ¿Más grande o más chico? Soy mujer, estoy buena y puedo tener otras vergas a mi disposición".

Comencé a venirme justo en el momento en que el primer chorro de semen de Andy se estrellaba contra el fondo de mi garganta. Tragué, sorbí con furia, gimiendo. No me detuve hasta que la última gota se deslizó hacia me estómago. Pensé: "soy mujer, estoy buena... y me estoy comiendo la eyaculación de mi macho".