Adrianne (7)

Adiós, Christopher. Fue bueno tenerte en mi vida...

Ted sonrió ampliamente; hubo estupefacción en sus ojos, sí, pero también una alegre chispa de complacencia.

"¿Terminar con el proceso, hija".

Me incomodé un poco.

"Aún tengo pene y testículos".

"Pero reducidos, Adrianne", explicó Ted. "Como te lo dije, te castré químicamente".

Antes de que pudiera reflexionar, una frase plena de convicción brotó de mis labios:

"Quiero ser una mujer completa".

"Entiendo", dijo Ted con un suspiro. "¿Te refieres a quitarte el pene y los testículos?".

"Ajá", bisbisé. "Y a... bueno...".

Ted rió con cierta ternura.

"¿A tener vagina?".

Asentí con la cabeza.

Ted casi había acabado con la botella de Martini Asti. Se sirvió una copa más, y me invitó una. Tomé asiento frente a él, en el sofá.

"¿Puedo preguntarte algo, hija?".

"Claro".

Ted midió las palabras. Pero fue completamente honesto:

"Antes, me odiabas. Te resistías al proceso de feminización; te negabas a ser mi hija. De hecho, cuando hicimos el pacto y te retiré los anestésicos, estaba yo al pendiente de cualquier intento de escape tuyo. ¿Qué te hizo cambiar? ¿Tiene Andy algo que ver?".

Quedé en silencio. Crucé las piernas lentamente, mientras me alzaba un poco en el sofá, para no derramar el vino. Me llevé la copa a los labios y sorbí con deleite: noté cómo el líquido, aún ligeramente espumoso, apagaba mi sed y (más importante aún) cómo limpiaba, de manera deliciosa, la delicada pegajosidad del semen de Andy. ¿Qué me ocurría? ¿Cómo explicarlo? Me interrumpió la mirada divertida de Ted.

"¿Qué pasa, Ted?".

"Ojalá pudieras verte".

Me di cuenta, al reparar en mis piernas: había colocado la derecha sobre la izquierda (femeninamente apretadas, subrayando su redondez), y metido el pie derecho por detrás de la pantorrilla izquierda (colocando el tobillo derecho a la derecha y el izquierdo a la izquierda). Además, estaban orientadas un poco al lado, en un gesto inconsciente de coquetería. Mantenía la espalda recta. Mi mano derecha sostenía la copa con gracia, y la izquierda descansaba en mi regazo, como protegiendo que la estrechez de la falda no revelara mi ropa interior.

Ted me dijo con sinceridad:

"Jamás hubiera pensado que de un niño como Chris pudiera nacer una jovencita tan guapa. Cuando empecé tu terapia de reemplazo hormonal, no imaginaba resultados tan impactante. Reconozco, sin embargo, que Andy ha venido a ser un verdadero apoyo".

Me sonrojé.

"De verdad, Adrianne. Como niño eras medianamente guapo, pero como mujer eres increíblemente bella. Atractiva. Sensual".

Ted terminó su trago. Me ofreció la mano derecha, y me ayudó a levantarme. Yo me dejé conducir. Fuimos a la habitación de Adrianne, y nos colocamos frente al espejo.

"Cierra los ojos", me dijo Ted. "Y espera".

Obedecí, sintiendo que la incertidumbre y la emoción me resecaban los labios. Ted salió del cuarto; regresó pronto. Entonces, con suavidad, me despojó de la blusa y de la falda, y me descalzó; luego, desbrochó mi brassiere y liberó mis senos. Sin embargo, cuando percibí sus pulgares en las orillas de mi pantaleta, y su respiración cercana, no pude evitar un sobresalto. Pronto, quedé desnudo.

Ted se agachó ante mí.

"No abras los ojos", subrayó. "No he terminado".

Me separó las piernas, tomó mi pene y mis testículos y los acomodó hacia atrás, hacia el perineo, con un jalón suave y firme. Aprovechó para reacomodar mis piernas, en una especie de cruce. Descubrí que trataba de ocultar los restos de Chris.

"Has tu pelvis hacia atrás, como sacando las nalgas, y pon recto tu torso".

Seguí las instrucciones una a una. Después, oí el inconfundible rumor de hojas de papel. Ted comenzó a leer:

"Las mujeres han experimentado transformaciones espectaculares, muy superiores a las del hombre. Durante millones de años, las formas femeninas se han ido forjando a través de asombrosos ajustes y sutiles refinamientos en un proceso evolutivo".

Comencé a excitarme. Justo en ese momento, Ted ordenó:

"Abre los ojos".

Me vi. Con el pene oculto, en esa posición, lucía como mujer completa. Ted, a mi lado, estaba desnudo también. Reparé en el mucho vello de su cuerpo (antes me había pasado inadvertido) y en su musculatura. Su pene era casi tan grande como el de Andy. Recordé el pene de mi padre. Y no pude menos que pensar en mi madre. Lancé al cielo una pregunta muda: "¿Por eso decidiste estar con Ted, mamá? ¿Te gustaba más este pene? ¿Disfrutaste más al ser cogida por Ted que por papá?".

Ted colocó un libro en el tocador, "La mujer desnuda", y una primorosa caja de madera de Olinalá (alargada, con floreado ocre en azul).

"El cuerpo de la mujer es más perfecto que el del hombre, más evolucionado. Transformándote en Adrianne, no he hecho más que permitirle a Chris avanzar más".

Me comparé mentalmente. En verdad, mi cuerpo me parecía ahora más armónico. Incluso internamente había cambios: me sentía con más forma y más grácil, como si a mis músculos les hubieran inyectado agua. Mis caderas y mis nalgas, para no ir más lejos, habían aumentado en volumen pero también en ligereza. El cuerpo de Ted era bello, bien formado, fibroso. Pero tener, ahora, un cuerpo de mujer me resultaba estéticamente más sublime: piel vuelta equilibrio.

Ted prosiguió:

"Ve tus ojos, Adrianne. Son los ojos de Chris, pero con más posibilidades. ¿Acaso no son tus pestañas más grandes? Jamás has usado maquillaje, imagínate si lo hicieras".

Parpadee de manera sutil.

"Ve tus orejas. ¿No te apetece que las perforemos, para que puedas usar aretes?".

Era verdad. Nunca antes me había puesto aretes, y la sola posibilidad de hacerlo me emocionó. Para mi sorpresa, Ted me entregó la caja de Olinalá: se trataba de todas las joyas de mi madre.

"Durante la excitación intensa, como cuando has estado con Andy (lo imagino), los lóbulos de las orejas se te hinchan y se te llenan de sangre. Esto los hace extraordinariamente sensibles al tacto. Imagínate si Andy te los acariciara, chupara y besara".

Lo imaginé. Fue agradable. Ted prosiguió:

"Ve tu nariz. Ahora, tiene una sensibilidad extraordinaria hacia los olores masculinos, y puede identificar más de 200 compuestos químicos diferentes presentes en los fluidos corporales: sudor, saliva, grasa de la piel, secreciones genitales".

En efecto, parecía que ahora captaba nuevas fragancias. Caí en la cuenta de que yo mismo me revelaba distinto: mi sudor olía diferente, como si su química hubiera cambiado. Por el contrario, percibía en Andy cosas que jamás hubiera imaginado: la combinación del Hugo Boss con su piel me llamaba, por ejemplo; pero también podía discernir entre los aromas de su pene y de su vello púbico; no era igual el sudor de él cuando estaba excitado que cuando jugábamos a las almohadas.

Suavemente, Ted se fue colocando tras de mí:

"Tu cuello también se ha adelgazado. ¿Lo ves, Adrianne? En cambio, tus labios son más llamativos y protuberantes. ¿Y qué me dices de tu torso en forma de reloj de arena y de tu silueta toda? ¡Qué hermosa es ahora tu cintura! ¡Cómo resaltan su esbeltez tus pechos prominentes, tus amplias caderas, tus bellas nalgas!".

Suspiré. Ted sonrió:

"¿Sabes que los pechos de la mujer han recibido más atención erótica por parte de los varones que cualquier otra parte? Es curioso, las hembras de todos los demás primates exhiben sus señales sexuales hacia atrás, mientras caminan en cuatro patas. ¿Por qué la mujer tiene tetas? Algunos antropólogos dicen que las desarrollaron para posibilitar el coito de frente; para excitar al macho, pues. Ciertamente, no tienen una función maternal. Simplemente, con tus senos, Adrianne, puedes decirle al mundo que eres hembra, y hasta informar de tu estado de ánimo: del rubor, del frío, de la alegría, del miedo, del deseo...".

Con ambas manos, me tomó por los senos y me acercó a él. Sentí su pene entre mis nalgas.

"¿Entiende usted, señorita, que ya está evolutivamente equipada para llamar a su hombre?".

Mis pezones se erectaron. Y, en efecto, supe que la atracción que ejercía yo en los hombres se me estaba volviendo una especie de adicción. Pensé en Andy: quería que fuera su pene y no el de Ted el que estuviera recargado en mis nalgas. Me encantaba sentirme deseado.

Mi voz interna comenzó, entonces, una letanía excitante: "¿Notaste, cuando paseabas en La Isla y en Plaza Kukulkán, cómo te veían los hombres? Querían tocarte, que fueras de ellos. Los atraías con tu cuerpo de mujer; los atraes. ¿Te imaginas cuántos de los que admiraron tus nalgas, tu cintura breve y tus senos deseaban, en realidad, cogerte? ¿Acaso no cabe la posibilidad de que algún chico, en este momento, tras verte en la plaza, se esté masturbando? ¿Cómo te imaginará? ¿Cuál será su sueño? ¿Penetrarte, como si tú fueras mujer? ¿Meterte la verga en la boca? ¿Fantaseará con hacerte el amor suavemente o con violarte?".

Ted acercó su boca a mi oído. Me susurró en él, excitándome aún más.

"¿Quién eres?".

"Quiero ser mujer", respondí.

Ted me aferró los pezones.

"¿Quién eres?".

El momento había llegado. Lo supe. Sin retorno.

"Soy mujer".

Ted inició un perverso jugueteo en mis tetas.

"¿Quién eres?".

La sabia fricción me hizo echar la cabeza hacia atrás, mientras exhalaba:

"Soy Adrianne. Soy mujer. Soy tu hija".

Ted me soltó. Yo estaba excitadísimo, pero tampoco quería hacer algo con Ted, así que fue un descanso. Yo le pertenecía a Andy, ciertamente. Como mujer. "Soy de mi macho", pensé.

"Bien, Adrianne. La cirugía que deseas no es sencilla. No sé, incluso, si sea posible realizarla en este momento. Tengo pensado que vayamos a Estados Unidos en una o dos semanas. Entonces, podremos hablar con algunos especialistas. Sé que en México hay algunos buenos médicos, pero prefiero que te revisen allá. Pero no lo olvides. Ya eres mujer".

Yo estaba en las nubes. Y supe que debía hacer algo: abrí la caja de Olinalá y busqué un delicadísimo anillo en oro, con un pequeño corazón de ámbar ruso, femenino en todos los detalles. "Me lo dio tu abuela", me había confesado años antes. "Y ella lo había recibido de tu bisabuela. En la celebración de los quince años, cada vez. Si hubiera tenido una hija, el anillo habría sido para ella". Lo encontré, y se lo mostré a Ted:

"¿Sabes lo que es esto?".

Ted se emocionó.

"Sí. Un anillo de la madre de Chris; una especie de herencia simbólica, de madre a hija".

Suspiré.

"Creo que la madre de Chris puede vivir un poco a través de Adrianne".

Ted guardó silencio. Yo acumulé energía para decir lo que debía:

"Papá, colócame el anillo".

Ted tomó la pieza y la deslizó suavemente en mi dedo. Era mi herencia de mujer.

"Gracias, papá".

Nada hablamos ya. Ted se retiró y yo permanecí solo, desnudo, contemplado el anillo.

Luego de una hora, excitado aún, sin poder dormirme, decidí hacer algo: caminé rumbo a mi antigua habitación. Estaba abierta.

"Chris, creo que necesito despedirme de ti".

Todas las cosas permanecían en su lugar, intactas. Primero, vi mi X-Box y mi X-Cube, y el montón de discos en sus paquetes. "Antes, al conocer a Andy, sólo le hubiera preguntado cuáles eran sus juegos favoritos", pensé con una tenue sonrisa. Después, abrí el clóset, y revolví un poco: los pantalones, las camisas, las playeras, los zapatos, toda la ropa que ya no usaría. Incluso, deslicé un par de cajones, lleno de trusas y camisetas. "¡Qué fea es la ropa interior de niño!", pensé. Más abajo, en otro cajón, estaba mi ropa deportiva (¡un suspensorio!). Hacia la derecha, colgaba mi traje de karate.

Al fin, di con varios álbumes y un paquete de fotografías. Eché un vistazo: sinceramente, me costaba trabajo reconocerme. ¡Me sentía tan ambivalente!

Justo, entonces, recordé algo: una revista Playboy que me había regalado un amigo. Aún estaba en su sitio, escondida abajo del colchón de mi cama. Decidí hojearla. Y, no sé por qué, llevé mi mano a mi pene e intenté estimularlo.

Para mi estupefacción, sucedieron dos cosas. O más bien no sucedió una y otra sí: mi pene jamás reaccionó (sentía el estímulo en el glande, pero nada más, no hubo erección), y comencé a pensar en las bellas modelos no como objeto de deseo sino de inspiración (para ser honesto, hasta me disminuyó un poco la excitación que traía). "Me encantaría tener así los pezones", pensaba al contemplar una foto. "¡Qué padres aretes!", dije ante otra. "¡Tengo que usar un short así!", me susurré en la quinta o sexta imagen, En cierto momento, sólo pude contemplar los genitales de una chica de Alabama, esperando que en el cambio de sexo me dejaran unos labios vaginales tan delicados y armónicos.

Me detuve, entonces, y tiré el Playboy a la basura. "Realmente me estoy pensando como mujer", concluí. "Me gusta serlo". Y recordé cómo había disfrutado al estar con Andy. "¡Caramba!", pensé. "Si sólo con tocarme, Andy me ha hecho estallar, ¿qué sentiré cuando tenga vagina y llegue a hacer el amor".

Ese pensamiento me hizo encender nuevamente. Me imaginé, con vagina ya, siendo penetrado por Andy, frente a frente: me vi acostado boca arriba, abierto de piernas, recibiendo a mi amado. Sin poder evitarlo, comencé a acariciar mis senos. Y a fantasear con posiciones. Supuse cómo sería tener adentro el enorme pene de Andy, y me entraron unos deseos enorme de sentir algo en mis entrañas. "¿Me meto algo?", pensé. De inmediato, rechacé la idea: no quería sensaciones anales, sino vaginales. "A las mujeres nos cogen por la vagina", pensé. "Y yo me esperaré a tener la mía".

En mi fantasía, Andy se movía con habilidad. Me decía: "¿quieres que me venga dentro de ti?". "Sí", le respondía.

Me vino a la mente la leche que había salido de mis senos, y pronto la incorporé a mi fantasía masturbatoria. Sabía que la situación que estaba surgiendo en mi mente era imposible, pero justamente por ello, me excitó a mil: "¡Embarázame!", le gritaba a Andy. Y éste se venía dentro de mí, llenando mi vagina de semen. Me imaginé embarazado, con el hijo de Andy vibrando en mi vientre; dando a luz, mientras Andy me tomaba la mano y permanecía a mi lado; amamantando, amoroso y maternal, al hijo de Andy, mientras la luz vespertina se desparramaba por mi seno descubierto. Andy, Andy, Andy. Sentía la imperiosa necesidad de ubicar la situación más femenina posible y de aplicármela. Y de que Andy me fundiera en él, haciéndome suyo.

Comencé a tener un orgasmo formidable, mientras una frase me golpeaba los oídos: "¿Por qué no nací mujer? Debí nacer mujer". Me derrumbé en la cama, y me retorcí entre contracciones. Al fin, quedé sudoroso, sobre mi antigua cama. "¡Hay una mujer en la cama de Chris, la primera!", pensé en broma.

Ciertamente, no era una mujer biológica (no tendría hijos naturales). Pero el nivel de mi feminización era muy, muy bueno. Y mejoraría aún. "A Estados Unidos", pensé. "Al fin y al cabo, cuántas mujeres adoptan niños".

Me incorporé con lentitud, tomé todas mis fotos (decidido a quemarlas por la mañana) y caminé a la puerta. Antes de cruzar el umbral, observé mi pasado. "Adiós, Christopher. Fue bueno tenerte en mi vida". Di un paso y cerré la puerta.