Adrianne (5)

¡No es posible!, pensé. ¡Estoy recibiendo mi primer beso, y me lo está dando otro chico!.

Ted respondió velozmente a mis angustiosos llamados.

"¿Qué ocurre, Adrianne?", me preguntó, abriendo la puerta con cierta alarma. Vestía sólo un pantalón de pijama.

"Tengo leche materna en los senos, Ted. ¿Qué me hiciste? ¿Me embarazaste o algo así?".

Ted sonrió.

"No puedes quedar embarazada, Adrianne. Es imposible. Y no entiendo a qué te refieres".

Por respuesta, me retiré el top, le mostré mis senos y me oprimí el pezón. La leche manó nuevamente. Ted se mostró serio.

"Ven acá, a la silla, y déjame revisarte".

Me coloqué en la silla, justo frente al espejo, y Ted se acercó a mí. Primero, me oprimió los pezones, extrayéndome más leche. Repitió la acción. Luego comenzó a palparme los senos, con cierta preocupación. Aunque tenía mucho miedo, la manipulación comenzó a resultarme deliciosa y excitante. Entonces, sin quererlo, vi el espejo; francamente, me sentí pasmado: se reflejaba una linda chica, con falda entallada, a quien un hombre maduro (y ciertamente de personalidad recia) acariciaba el torso desnudo. Chris, por supuesto, no aparecía por lado alguno.

"Estás produciendo leche, Adrianne, porque tienes un nivel elevado de prolactina, la hormona que induce la producción de leche en las mujeres y que sirve como un regulador de la función sexual en los hombres. Es un efecto del estrógeno y no es bueno".

"No entiendo", dije con la respiración entrecortada.

"Los niveles de prolactina deben ser monitoreados periódicamente en transexuales; de lo conrario, pueden llegar a desarrollar prolactinomas, unos tumores benignos de la glándula pituitaria que secretan prolactina. Si un prolactinoma crece, puede causar daños a la vista, especialmente daño de vista periférica, dolores de cabeza, y síntomas de daños de la glándula pituitaria como el hipertiroidismo".

Tragué gordo.

"O sea que estoy jodido".

Ted sonrió benigno.

"¿Qué?".

"O sea que estoy jodida", enmendé.

"No te preocupes, amor. Revisaré y ajustaré tus dosis de estrógeno. Pero es cuestión de hacer unos cálculos y algunas sustituciones. Quizá te reemplace las inyecciones por tabletas. Ciertamente te retaqué de ellas; ¿de qué otras manera pude obtener pronto tan buenos resultados?".

Ted me dedicó una mirada alegre. Me puso en pie, me retiró la falda y me descalzó. Luego, me hizo darle la espalda, me rodeó con los brazos, acunó mis senos en sus manos, y con una mansa inclinación de cabeza, me invitó a contemplar nuevamente la escena en el espejo. Sin camisa él, con sus bien marcados pectorales y su estómago plano, acariciándome a mí, una guapísima chica semidesnuda (la tanga acentuaba la feminidad de mi cintura y de mi cadera), parecíamos ambos recortados de una revista pornográfica.

"Dime la verdad, Adrianne. ¿No te gustas ahora? ¿No es tu cuerpo de mujer más perfecto que el de Chris, más sublime incluso?".

Suspiré. Tuve ganas de desdoblarme y ser, simultáneamente, en cuerpos distintos, Chris y Adrianne. Sentí deseos de acariciarme, como hombre, en mi nueva identidad.

"Basta, Ted. Me confundes".

Ted me besó en la mejilla, y me pidió que me durmiera sin preocupación.

"Mañana ajustaremos tus niveles de prolactina".

En efecto, ajustados los medicamentos, mi cuerpo pronto se regularizó y desapareció la leche. Mientras tanto, continué mis lecciones con la diseñadora de imagen. Paradójicamente, contra mi voluntad consciente, cada vez me costaba menos trabajo adoptar actitudes femeninas, quizá hasta estaba perdiendo resistencia a ellas (o interés en resistirme): muchas cosas, incluso, me parecían naturales ya, dictadas por mi nuevo cuerpo.

De hecho, por ejemplo, mi primer brassiere me resultó no sólo cómodo sino indispensable: dediqué un par de horas a contemplar mis senos, en especial la sensualidad de la dulce línea que éste formaba entre ellos. Día a día, cada vez más, mi imagen se correspondía ya no a la de una niña, sino a la de una jovencita, a la de una mujer. No me extrañó, en este sentido, que mi doceavo cumpleaños pasara inadvertido: si Chris estaba muerto para todos, no había por qué festejarlo.

Unas semanas más tarde, Ted me anunció sus planes para el Día de Acción de Gracias.

"Tendrás que acompañarme a una reunión. Estoy pensando seriamente en que dejemos Cancún, y está de visita un ex compañero de la Universidad, David Green. David es propietario de varias clínicas, y me ha ofrecido dirigir una nueva que abrirá en la Ciudad de México. Es una buena oportunidad para charlar al respecto. Y para que tú hagas un debut en público, Adrianne. Cenaremos con él y con su familia en una casa de playa, informalmente".

Me preocupé:

"Ted, pero ellos conocieron a la verdadera Adrianne".

Ted reaccionó con una ligera sombra de enojo.

"Tú eres la verdadera Adrianne, no lo olvides".

No supe qué responder.

"El último encuentro entre David y yo se dio en Nueva York, hace ocho años. Ellos recuerdan una Adrianne bebé".

Nervioso, nerviosísimo, me arreglé para la cita. Aunque me costara trabajo reconocerlo, la idea de aparecer como niña ante desconocidos me resultaba excitante. Me encantaba cada vez más cómo lucía yo, es cierto, pero ¿podría convencer a otros de una identidad femenina? Así, pues, decidí probarme (o al menos eso me dije para justificarme). Me levanté temprano, me bañé con calma, y me puse crema; luego, le pedí a Ted que llamara a la estilista para que me arreglara el pelo y las uñas; él aceptó complacido. Desayuné ligerísimo.

Una vez solo, me dediqué con calma a elegir la ropa. Salvo mi primer encuentro con la diseñadora y con la estilista, me había limitado a usar prendas sencillas; pants y camiseta, muchas veces. Pero Adrianne siempre había tenido buen gusto para la moda, especialmente en relación con marcas caras, y tenía, en el clóset, un mar de dónde elegir.

Primero, me puse una pantaleta bellísima (un cómodo cachetero blanco con fino encaje) y un brassier a juego (de realce natural, del mismo color y con encaje lateral), regalo de la diseñadora. Después, comencé a observar la ropa. Me llamó muchísimo la atención una falda de Abercrombie & Fitch (el modelo Paula en color azul marino, ajustado, con cinturón de cordón), y me lo puse sin dudar. Elegí una playera de la misma marca (la Charlotte, en blanco), y rematé con una sandalias.

Cuando salí de la habitación, al oír los reclamos apurados de Ted, descendí las escaleras con lentitud. Seguía manteniendo mi conciencia de niño, pero me sentía decididamente hermosa y sexy; "buenota", como decíamos los chicos en el colegio acerca de las mujeres despampanantes. Entonces, sin proponérmelo, mis movimientos se hicieron casi felinos; mis caderas se bambolearon cadenciosamente a cada paso... y supe de inmediato que mis nalgas llamarían la atención. ¿Qué me está pasando?, me pregunté. Pero seguí el compás de mi cuerpo. En el último escalón, Ted me ofreció la mano, me ayudó a terminar de bajar, y, así de la mano, me condujo a la suburban y me asistió a abordarla. Mientras él rodeaba la camioneta para tomar su lugar, observé mis piernas: realmente eran como las de mi madre, así de femeninas y así de bien torneadas; qué sabroso me había parecido, además, el impacto de la brisa marina sobre ellas.

Cuando llegamos a la casa del doctor Green, un guardia de seguridad nos franqueó la puerta y nos indicó el sitio para estacionarnos. Pronto, salieron los anfitriones. Ted descendió de la suburban.

"Espera", me recordó, cuando vio mi mano en la manija. "Eres chica y me corresponde abrirte la puerta".

Ted me presentó en inglés con Green y con su esposa.

"¿Recuerdan a Adrianne, mi hija?".

Los anfitriones se conmocionaron de manera agradable y entusiasta.

"Pero si eras una bebe. ¡Qué linda te has puesto!".

"¡Eres toda una mujercita! ¡Tu papá tendrá que cuidarte bien!".

Oír tantos halagos, me entusiasmó. ¡Qué delicia ser admirado! ¡Me fascinaba saber que mi físico les impactaba! Incluso, noté una rápida revisión del doctor Green hacia mis piernas y hacia mis nalgas. ¡Todos estaban seguros de que yo era una niña!

Poco a poco, nos condujeron por la casa. Era una mansión espectacular, llena de comodidades y sorpresas. Yo hablé poco.

"Espera a ver la piscina, Ted", dijo el doctor Green. "Copié el modelo de la casa de tus padres en Florida".

La piscina era hermosa, bordeada por una especie de jardines zen, de austero refinamiento. El murmullo del agua y un par de dulces y frágiles puentecillos de madera acentuaban la relajante atmósfera del lugar. Pese al contraste, no había mal gusto sino una elegancia genuina.

Sin embargo, otra cosa llamó mi atención: un chico vestido sólo con bermudas, que tomaba el sol sobre una silla de playa, mientras oía su iPod a través de audífonos. Nunca en mi vida, y esto incluía mis experiencias de niño, había visto a alguien tan masculinamente hermoso. De piel dorada, tenía un cuerpo armónico. Parecía no haber grasa en él. Sin embargo, no estaba cuadrado o exageradamente musculoso: sus pectorales bien definidos, su abdomen marcadísimo y sus firmes piernas se equilibraban como en sinfonía. Tenía poco vello en el cuerpo, lo que le daba un toque de limpieza y de distinción. Su rostro perfecto, simétrico, de nariz afilada y facciones finas, estaba enmarcado por un deliberadamente descuidado cabello castaño. Su cintura. ¡Sus nalgas! ¡Qué hombre tan bello!

Reflexioné al momento: ¿por qué estoy pensando así? ¿por qué me ha llamado la atención un chico?

No tuve tiempo de responderme; el doctor Green fue hasta el chico, le quitó los audífonos y le informó:

"Llegó el doctor Dickenson con su hija. Te acuerdas de ellos, ¿no?".

El chico mostró indiferencia al principio, pero cuando me vio su actitud cambió por completo.

"Claro. Bienvenidos".

"Él es mi hijo, Andy", presentó Green. "Tiene 16 años".

En una pequeña mesita, la servidumbre colocó bebidas y botanas. Todos nos acercamos. Andy hizo todo lo posible por quedar junto a mí, pero Ted tenía otros planes. Andy se colocó, entonces, frente a mí y me sonrió de la manera más bella que yo había visto jamás, clavándome sus enormes ojos verdes. Yo, sinceramente, no dejaba de contemplarlo; en especial su impactante pecho de hombre. No pude evitar pensar que yo habría podido estar tan bien formado como varón, mas ahora mi torso era delicado, de niña, y con tetas. Me sonrojé.

Al fin, pasamos al comedor principal para la cena. Andy se colocó una carísima playera de Tommy, y trató de mostrarse permanentemente alegre. Por supuesto, los Green sirvieron lo tradicional: pavo asado (relleno de pan de maíz y salvia) y salsa de arándano rojo, verduras diversas y un montonal de postres: pastel de calabaza, pastel de pacana y pastel de manzana.

Ya oscurecía, cuando los Green y Ted pasaron a la biblioteca a tomar café y coñac. El doctor Green le sugirió a Andy que paseáramos un poco por la casa.

"Es tiempo de negocios y no quiero aburrirlos".

Andy y yo deambulamos por la casa. Al comienzo, yo estaba muy nervioso, vivamente impresionado por la belleza del chico y temeroso de mis reacciones. Sin embargo, pronto noté que yo ejercía el control de la situación: si me reía, Andy estaba feliz; si mostraba un poco de enfado o de desagrado, él hacía lo posible por contentarme. ¡Yo le atraía sexualmente, como mujer, y esto me daba una ventaja sobre él! Esta sensación de poder jamás la había tenido como niño: era un arma femenina muy interesante. Y comencé a experimentarla.

Primero, me detuvo en uno de los puentecillos y fingí interesarme en el agua. Me incliné, pues, parando las nalgas. Andy no supo qué hacer. Se limitó a colocarse a mi lado, lanzándome miradas ocasionales. Luego, giré hacia él, me recargué coquetamente en el barandal, alzando mi pierna para apoyarme y jugué con uno de sus botones, mientras él me hablaba de su música favorita. Finalmente, sin realmente querer hacerlo, algo me impulsó a recargar mi cabeza en su hombro, y él me abrazo con ternura: me sentí cálidamente protegido, dependiente, envuelto por un grato y embrujante aroma (la irrepetible combinación de una fragancia de Hugo Boss con el olor propio de Andy). Me turbé y preferí seguir caminando: sabía que Andy observaba mis nalgas y mis piernas, y me complacía moverlas sensualmente para él.

"¿Te gusta U2?", me preguntó de repente. "Tengo el dvd de uno de sus mejores conciertos".

"Algo. Vamos".

Fuimos, pues, a su habitación, y él colocó el dvd en el reproductor. Estaba muy nervioso. Y yo no pude menos que reír cuando, descuidadamente, las pilas se salieron del control remoto y se perdieron en el piso. Imitando a las chiquillas traviesas, comencé a bailar, a agitar a cadera, y a decirle:

"Andy es un tonto, Andy es un tonto".

Andy, a carcajadas, por respuesta, me lanzó una de las almohadas de su cama. Yo lo imité y pronto estábamos en una guerra amigable, persiguiéndonos por toda la habitación. Repentinamente, Andy pisó una de las pilas extraviadas, se resbaló y cayó encima de mí, sobre un cómodo sofá. Reíamos muchísimo los dos. Hasta que nos percatamos, ambos, de que accidentalmente Andy había colocado sus manos sobre mis senos: yo lo supe al percibir la suave tibieza de sus palmas. De inmediato, me puse serio y perdí la seguridad. Lo reconociera o no, yo sentía riquísimo. Además, el saberme acariciado en los senos por un chico tan hermoso me excitaba. Decidí parar todo.

"Basta. Dejemos de jugar".

"Adrianne", me dijo más serio que yo aún. "Eres la niña más guapa que he conocido".

"Andy, yo...".

Sin embargo, mis labios entreabiertos, gimientes, y mi respiración entrecortada, me mostraron que eso no era un juego y que él tenía el control ahora. Al comienzo, me rozó por encima de la ropa, pero con una habilidad que no esperaba logró alzarme la playera, desabotonarme el brassiere y liberar mis senos. Tomó ambos con las manos, y los acarició con mimo, moviendo suavemente las palmas por encima y por debajo de mis pezones. Éstos entraron en erección, y Andy los jugó suavemente, usando las puntas de los dedos. Luego, los tomó entre el índice y el pulgar, y los frotó suavemente. Sin quererlo, se me escaparon cinco palabras:

"Andy, nunca había sentido esto".

Sin dejar de tocarme, Andy se reacomodó encima de mí. Magistralmente, con su cuerpo me obligó a abrir las piernas, y recargó su vientre en el mío. Sentí el pene más enorme de mi vida: mucho más grande de lo que había sido el mío; mayor que el de mi padre (lo había visto cuando nos bañábamos juntos). Y supe que estaba en peligro y que necesitaba, ahora sí, detener todo.

"Ya, Andy, ya. Detente".

Pero no lo hizo, al contrario. Con los dedos comenzó alternadamente tres movimientos: hundía mis pezones en mis aréolas; luego, los jalaba con cierta energía; y terminaba retorciéndolos o pellizcándolos... y vuelta al inicio.

Repentinamente, creí morir. Se me aceleraron los latidos del corazón, el pulso todo, y mi respiración se agitó al máximo. Yo percibía que el pene de Andy seguía creciendo sobre mi vientre, y que el mío no reaccionaba más que humedeciéndome; pero era tan rica la sensación en mis senos, que no quería que terminara nunca. Entonces, sentí una tensión general en el cuerpo, que desembocó en una deliciosa oleada de contracciones en mi vientre, entre mis testículos y en mi ano. ¡Era un placer enorme, indescriptible! Alguna vez me había masturbado como niño, pero lo rico se me había concentrado sólo en el pene; ahora, en cambio, se me desbordaba por el cuerpo entero. Cada centímetro de piel, cada poro, cada célula, vibraban al ritmo que Andy me imponía. Gemí fuerte y quise gritar, pero, inesperadamente, Andy me obligó a callar poniendo sus labios en los míos, besándome e introduciéndome su lengua en mi boca. "¡No es posible!", pensé. "¡Estoy recibiendo mi primer beso, y me lo está dando otro chico! ¡Y este mismo chico me ha hecho venirme, como mujer no como hombre, tocándome sólo los senos!". Fue demasiado. Y traté de empujar a Andy. Un grito lejano, de Ted, sin embargo, vino en mi auxilio:

"Adrianne, nos vamos ya. Despídete".

Andy se incorporó. El pene, efectivamente enorme, se le marcaba en la bermuda. Yo me acomodé el brassiere y la playera. Me ayudó a levantarme y me abrazó tan tiernamente que no pude rechazarlo.

"Adrianne", me dijo. "Discúlpame si no pude resistirme. Te repito: eres una niña muy linda; la más linda que he visto".

Entonces, lo juro, se me escapó una frase incomprensible:

"Tú eres el chico más guapo que conozco, Andy".

Perturbadísimo, me contemplé en el espejo para darme un arreglo más, y abandoné con celeridad la habitación de Andy. Tenía la pantaleta húmeda, y mi pene seguía elaborando líquidos. Alcancé a Ted, y le di la mano. Quería refugiarme de algo: de la traición de mis propios instintos.

Me despedí de los Green. Andy me dio un beso en la mejilla y, subrepticiamente, me depositó un pedazo de papel en la mano. Lo acogí, para leerlo más tarde.

De regreso, en la casa, Ted me felicitó.

"Eres toda una niña, amor. La más bella".

Abrió una botella de Martini Asti, y me compartió una copa.

"Celebremos el triunfo. He recuperado a mi hija. Y tú estás descubriendo un nuevo camino".

Internamente, mientras bebía el dulzón y espumoso vino, le di la razón. ¿Qué me había pasado? ¿Por qué había disfrutado la experiencia con un chico? ¡Me había besado y acariciado los senos! ¡Y yo lo había disfrutado! ¡Como una puta! ¡Me había venido! El teléfono sonó y Ted fue a contestar. Aproveché para desplegar el pedazo de papel: "Adrianne, ¿quieres ser mi novia?". ¡Cielos! ¿Realmente quería ir más allá? ¿Abandonar por completo mi masculinidad (si algo me quedaba de ella) y abrazar una identidad de mujer? ¿Quería a Andy por novio? Más: ¿quería ser la novia de Andy? ¿Qué pasaría si él intentaba hacerme el amor? ¡Imposible, con mi pene y mis testículos! ¡Yo no tenía vagina! Era tiempo de parar.

Ted regreso lívido.

"Es tu madre, Adrianne. Habla de París y pregunta por ti".

Engañar a unos desconocidos era una cosa. Pero, ¿engañar a la mismísima madre de Adrianne? Imposible. Ted estaba perdido. Llegaba la hora de mi liberación.