Adrianne (4)
Una nueva prueba volvió a perturbarme: estaba yo produciendo leche materna.
"Es usted una niña muy guapa. Se recuperará pronto. Tiene suerte de tener un papá tan comprensivo y amoroso".
La voz femenina me llegó como eco lejano.
Abrí los ojos lentamente, topándome con el techo color crema del cuarto de Adrianne, y traté de tomar conciencia. Luego, quise incorporarme; no pude. Con cierto esfuerzo, giré los ojos hasta alcanzar un panorama general de la habitación: todo parecía más o menos igual. Excepto que el buró y el tocador estaban repletos de medicamentos y objetos médicos. Mi brazo permanecía conectado a un suero, pero yo estaba casi sentado, cubierto con una delicada sabana rosa. Para mi sorpresa, una enfermera de edad indefinible y mirada tierna me sonrió.
"Vaya. ¡Abriste los ojos! Doctor Dickenson, su hija está reaccionando".
Traté de hablar, pero no pude mover la boca; sin embargo, cierto movimiento reflejo, me hizo notar un tubo en la nariz y en la garganta. Intenté, sin éxito, mover los brazos.
Ted entró en el cuarto. Se veía alegre. La cicatriz encima de la ceja casi había desaparecido.
"¡Adrianne, qué alegría! Por favor, señorita Reyes, déjeme un momento con mi hija. Aprovecharé para cambiarla y medicarla. Ya sabe que me reservo esas tareas".
"De verdad, doctor, ¡qué buen padre es usted!".
La enfermera salió y Ted comenzó a preparar algunas jeringas. Con parsimonia, fue desgranando:
"Supongo que te preguntas varias cosas. Veamos. Llevas aquí mes y medio, y tu cuerpo ha respondido muy bien al reemplazo hormonal. Tuvimos algunas dificultades al principio, pero fue fácil corregir dosis y ajustarlas. A cada minuto, por decirlo así, eres más Adrianne. Cierto que tu estado me dificultaba algunas cosas, así que también estuve probando anestésicos. Hoy suprimí el sedante. Mi nuevo cóctel te paraliza, aunque te permite ver, oír y estar consciente. Fantástico, ¿no? Deseaba hablarte sin que me interrumpieras. Por lo demás, pierde cuidado. La señorita Reyes, tu enfermera, llegó apenas hace dos días de Mérida. Para ella, eres mi hija y te repones de un shock, por la pérdida de tu madrastra y de tu hermanastro. Le he prohibido que te cambie el pañal, así que no descubrirá los restos de Chris. Le he pedido, eso sí, que te hable constantemente, para que recuperes tu bienestar psicológico. Ella se encargará de algunas otras labores, que yo hacía antes: girarte, para que no te llagues; darte masaje y mover tus extremidades, para que no te atrofies. Estás siendo alimentada por vía enteral, a través de sonda nasogástrica, y he añadido a tu dieta algunas vitaminas prenatales: las toman las mujeres embarazadas y tienen un contenido muy rico".
Yo no podía dar crédito. Estaba viviendo una pesadilla. Ted depositó una sustancia en el suero. Preparó una nueva inyección y me la colocó en el muslo.
"Permanece tranquila, Adrianne".
Huelga decir que las dos semanas siguientes creí volverme loco. Sin poder hablar, oía la imparable charla de la señorita Reyes, dirigiéndose a mí siempre en femenino; me ponía los discos que le gustaban a Adrianne (sin faltar Aarón Carter); me daba masaje; me movía; me untaba lociones y cremas que olían a niña; y me torturaba con un amabilísimo y sincero trato que no me correspondía.
Siempre a la misma hora ("ya van a dar las seis; no tarde en venir su papá"), Ted ingresaba a la habitación, me daba un discurso perturbador, y me administraba más medicamentos.
Pese a todo, yo me veía obligado a permanecer largas horas en un limbo insoportable: en el día, contaba vez tras vez las líneas del techo, me describía cada objeto del cuarto, trataba de memorizar las canciones; en la noche, imaginaba a mi mamá a mi lado, o recordaba el trato afectuoso de mi padre; sentía que la inactividad transformaría mi cerebro en un montón de requesón inútil, y no podía permitirme el riesgo. ¿Perder el cuerpo? Quizá. ¿Perder la mente? Jamás. Soy niño, me repetía.
Una tarde, la enfermera comenzó a arreglarme y a pintarme las uña ("ya le pedí permiso a su papá, señorita, y quedará usted muy guapa"), y mi rechazo se manifestó en la sutil elevación de mi dedo índice derecho. Me estaba haciendo resistente al cóctel de Ted. Nada dije. Entrenándome de manera subrepticia, logré, al fin, mover los dedos, y parpadear a voluntad.
Una semana después, cuando Ted y yo quedamos solos, comencé a agitar los dedos.
"Vaya, Adrianne", dijo alarmado. "Necesito aumentar la dosis".
Casi con furia, hice la seña de amor y paz con dos dedos, y comencé a parpadear.
"¿Pides paz?".
Intensifiqué el parpadeo.
"Bien, Adrianne. Un parpadeo para sí; dos, para no. ¿Quieres terminar con esto?".
Respondí que sí.
"¿Te portarás bien?".
Nuevamente sí.
"Entiendes que tu nuevo castigo podría ser peor".
¡Sí!
"Bien. Voy a retirarte el cóctel. En uno o dos días comenzarás a reaccionar. Si vuelves a hacerme una jugarreta, no habrá perdón".
Estaba seguro de que Ted no bromeaba. Pero poderme mover, me permitiría planear cosas con calma. Además, si mi cuerpo estaba recibiendo tanto medicamento, disminuir algunos me sería benéfico. Ya habría tiempo. Lo importante era sobrevivir.
Ted cumplió su promesa. En unas cuantas horas, comencé a sentir mis piernas y mis brazos. Al día siguiente, mi cuello cobró vida. Me sentía feliz. La señorita Reyes no disimuló su alegría y su sorpresa: "Su hija se está recuperando, doctor Dickenson. ¡Está reaccionando!".
Ted llegó corriendo a la habitación, y fingió estar maravillado. Lloró, me abrazó y me besó. Pero esperó hasta el día siguiente, muy temprano, para quitarme la sonda nasogástrica y el suero. Fue un descanso tener ese tubo fuera; ciertamente estaba lastimado de la garganta, pero pude articular unas palabras:
"Gracias, Ted. Cumpliré mi promesa"
Poco a poco, la señorita Reyes me ayudó a incorporarme. Tenía yo puesta una bata de hospital. Me ayudó a dar unos cuantos pasos dificultosos, y me reacomodó en la cama.
Una vez solo, sin el tubo y sin el suero, comencé a revisarme. El pelo me había crecido y estaba especialmente sedoso; lo desconocía. Más rara, aún, era la suavidad de mi piel (acaricié mis piernas y, sinceramente, las percibía ajenas).
Con esfuerzo, levanté la bata de hospital: mi cuerpo ya no estaba. Los músculos desarrollados en el karate y en la bicicleta habían desaparecido, dejándome sutilmente delgado, delicado, y estrecho de cintura; todo mi grasa, en cambio, parecía cuidadosamente moldeada, en especial alrededor de mis caderas, armónicamente anchas. Mis piernas eran idénticas a las de mi madre, redondas, estilizadas. Más: en mi pecho se levantaban, tímidos, pero firmes, un par de pequeños y hermosos senos (los pezones habían crecido también, dándoles un toque innegablemente femenino). Mis testículos y mi pene, por el contrario, se habían reducido a la mínima expresión y remataban, ahora, un vientre plano, estrecho, en forma de letra "v", cubierto por una suave pelusa castaña. El resto del vello se había suavizado o, de plano, se había ido. Alcé mis manos: mis uñas largas, bien hechas y pintadas, completaron el cuadro.
Sentí fascinación y horror; un calor llenó mi estómago: por primera vez contemplaba a una mujer desnuda, pero esa mujer era yo mismo.
Un poco más tarde, Ted ordenó que me bañara. Lo hice con su ayuda. ¡Qué experiencia tan shockeante! Había nuevas sensaciones en mi cuerpo; mayor sensibilidad en todo él. Dos cosas, en especial, me perturbaron: el frote de Ted sobre mis nalgas (las sentía enormes, muy muy suaves) y sobre mis nuevos senos (tuve que reconocer que el jabón, la toalla de baño y el agua, en su resbalosa combinación, me hacían disfrutar; el contacto era rico, delicioso, y temí una erección, pero la erección nunca llegó; sí percibí, en cambio, una sabrosa tibieza abdominal extrema).
Salía de bañarme, apenas con una bata, cuando dos visitantes llegaron: una diseñadora de imagen y una estilista. Ted me explicó: con el pretexto del tiempo que había pasado en shock, la diseñadora me "re-enseñaría" a caminar y a desenvolverme. La intención, por supuesto, era feminizar mis modales. Para evitar problemas con Ted, me puse un pants de Adrianne, sin ropa interior, y mostré mi disposición a colaborar. Comimos juntos y trabajamos toda la tarde. Yo me movía ya con seguridad, dado que el cóctel anestésico de Ted era bastante noble. Y no puse reparo cuando la estilista me cortó el pelo y me depiló las cejas. Luego, la diseñadora sugirió que me vistiera. Revolvió entre las cosas de Adrianne y me eligió una tanga de encaje con adorno de listón; una falda trapezoidal courrèges (corta, cremallera roja a los lados y cinturilla con forma); un top rojo de tirantes; y unos tenis rojos también (aunque con líneas blancas). La diseñadora no encontró brassiere.
"¡Qué raro que no te hayan comprado uno! Ciertamente estás pequeña, pero ya lo necesitas"
No sólo había tenido mejores piernas que Adrianne; ahora (pensé con cierta tristeza) también tenía mejores tetas.
Me encerré en la habitación de Adrianne y me vestí. Cuando me contemplé al espejo, estuve a punto de caer de la impresión: Christopher no existía más. Ciertamente, yo no era Adrianne (no me le parecía físicamente), pero sí era una niña. Incluso, me veía unos tres años mayor: era yo, más bien, una jovencita.
Mi rostro también se había suavizado, y aunque no tenía gota de maquillaje, enmarcado en un peinado deliberadamente femenino, lucía hermoso.
Me pasmaba, en especial, como lucían mis senos en el top (sobresalientes, las erectas puntas de mis pezones); y la manera en que la falda se acomodaba sobre mis caderas, resaltando mis nalgas, que efectivamente habían crecido con el tratamiento en forma de admirable pera (ahora lo notaba bien). Mi estómago quedaba al descubierto, como planísimo preludio de un vientre de mujer perfecto. Recordé a una actriz mexicana, Anahí, y pensé que me veía yo mejor que ella: parecía una modelo.
Todos me recibieron con expresiones de admiración.
"Seguiremos trabajando mañana", me dijo la diseñadora de imagen. "De paso, si tu padre me lo permite, te traeré algunos brassieres... y algo de lencería para adolescentes, en general".
Cuando Ted y yo quedamos solos, él me pasó la mano por el pelo.
"No me falles, Adrianne. Estoy confiando en ti".
Luego nos despedimos. Él se fue a su cuarto; yo, al de Adrianne.
Dediqué varios minutos a contemplarme otra vez en los espejos. Me parecía increíble tener una chica tan guapa a mi disposición. Me modelé. Y, sin pensarlo siquiera, pronto me descubrí acariciándome los senos. Los extraje del top, y los froté suavemente. ¡Qué deliciosa sensación! No lograba que mi pene reaccionara, pero no me importó. Al fin, me concentré en los pezones. Los tomé con dos dedos y los hice girar; luego, volvía a friccionar. En un momento dado, me recosté en la cama, y seguí disfrutándome, sintiendo cada vez más calor, y el retumbar de mi corazón y de mis sienes. Un descuidado apretón, sin embargo, hizo que un chorro lechoso brotara del pezón, salpicándome el top. Me detuve, asustado. Hice nuevamente la prueba. La lechilla volvió a salir. Lo mismo en el otro seno. Sabía que las mujeres producían leche al estar embarazadas. ¿Acaso Ted había logrado embarazarme? No lo creía posible.
Una nueva prueba volvió a perturbarme: estaba yo produciendo leche materna.