Adrianne (3)

¿Despertaría yo vivo? Más: ¿despertaría yo siendo aún un niño?

Pasé horas angustiosas. Sólo podía repetirme: "soy niño, soy niño, soy niño". Estaba seguro de que Ted no quebraría mi voluntad. "Superé la muerte de mi padre y venceré esto; ya podré, después, llorar a mi madre".

Repentinamente, mis intestinos me avisaron lo inminente: necesitaba defecar. Aguante lo más que pude, hasta que, como en una pesadilla, el excremento comenzó a resbalar sobre mis nalgas.

Ted regresó tres días después, cargando un colchón de agua. De tan entumido que yo estaba, no podía sentir mi cuerpo; no aguantaba mi propio olor, ni la comezón. Mis muñecas y mis tobillos estaban lacerados por el roce constante de mis ataduras. Sentía hambre, muchísima hambre. Y mis labios, por falta de líquido, comenzaban a partirse.

"Pero mira cómo estás, hija", me dijo, mientras depositaba el colchón a un lado de la cama.

Entró al baño de Adrianne, y preparó la tina; luego, regresó a la habitación. Buscó en su chamarra, extrajo primero un lazo de seda, y lo dejó en el buró; luego, una rasuradora, y comenzó a tusarme el pelo.

"Mi niña. Ya ves lo que puede pasarte si te sigues portando mal".

Ted concluyó, me desamarró con ternura, me cargó y me condujo hasta el baño. Conforme me sumergía en el agua, descubrí una sensación de bienestar que jamás hubiera imaginado en la vida. Luego, él mismo se encargo de ponerme shampoo y jabón; de frotarme y de enjuagarme. Al terminar, me ayudó a ponerme en pie, vació la tina, abrió la regadera, y me dio un duchazo. Nuevamente me cargó, me depositó en una pequeña mecedora (que a Adrianne la fascinaba), y me secó.

"Permanece aquí, que te vigilo".

Pensé en escapar, pero no tenía energía. Sabía, además, que la fuerza de Ted era enorme, y que no me encontraba en condiciones de enfrentarlo. No, sin alimento. Quizá si le llevaba la corriente, él barajaría la guardia.

Ted retiró el delgado edredón y las sábanas de la cama; luego, quitó el colchón. Todo estaba manchadísimo, verdaderamente sucio. Colocó el nuevo colchón, sacó ropa limpia del clóset de Adrianne, y arregló todo en un santiamén.

"Vístete, Adrianne, para que puedas acostarte".

"¿Qué vas a hacer, Ted?".

"Obedece".

Me puse en pie con dificultad. Ted regresó al clóset de Adrianne, y comenzó a elegirme la ropa: una pantaletita blanca de algodón, con encajes, y un pijama corto terriblemente femenino: camiseta con tirantes finos (gran estampado delantero), volantito en el bajo, pantalón corto con cinturilla elástica.

"Ponte un poco de crema antes, Adrianne".

Recogí el bote de crema que había arrojado a la ventana, lo destapé y me puse un poco en las manos.

"No te caerá mal en las piernas, hija. Las tienes preciosas, y no es bueno que se te resequen".

Obedecí. Y aproveché para verme en el espejo. Ted me había cortado el pelo en una especie de hongo, desapareciendo mis patillas. No era un estilo completamente de niña, pero ciertamente yo comenzaba a parecer una.

"¿Te gusta lo que ves? Ahora, vístete".

Me coloqué con dificultad la pantaleta; él volvió a ayudarme. De hecho, prácticamente él fue quien me colocó el pijama.

Cuando estuve listo, Ted me condujo al espejo. Sentí un hueco en el estómago: cualquiera que no me conociera, hubiera pensado que yo era chica; especialmente por las piernas: dado que las tenía mucho mejor formadas que Adrianne, llenaba yo mejor su pantalón corto, y me veía absurdamente femenino; un poco mayor, incluso.

"Estás lista, hija. Acuéstate, ya".

"Ted, ¿qué es lo que quieres que haga?".

"Ahora, nada. Descansa".

Me acosté: el colchón de agua era comodísimo. Estar apoyado sobre mi espalda y no sobre mi estómago, era una bendición. Luego, usó el lazo de seda para amarrarme.

"Ted, no es necesario. Me portaré bien".

"Ya veremos, Adrianne. Las cosas se ganan. Y tu derecho a andar libremente por la casa estará sujeto a la aceptación de tu, digámoslo así, destino".

Ted tomó el colchón, toda la ropa sucia, y la sacó de la habitación.

Permanecí en silencio, viendo mi cuerpo. No me resignaba a cambiar de sexo. Sin embargo, un aroma especial me distrajo. Lo reconocía. ¿Qué era? Con dificultad, giré mi cabeza hacia uno de mis brazos. ¡Claro! ¡Era yo! Olía idéntico a Adrianne. ¡El jabón, el shampoo, la crema! Sin poder evitarlo, sentí un calor agradable en mi pene. El saber que ahora yo no sólo me veía como niña, sino que olía como niña me despertó sensaciones paradójicas. ¿Por qué me ocurría todo esto a mí? Y de ahí, en caótica sucesión, me brincó un millón de preguntas: ¿Cómo saldré de esto? ¿Podré escapar? ¿Olía yo realmente tan rico como Adrianne? ¿A qué olerá una chica, cuando se le besa? ¿Llegaré a tener novia? ¿Y si Ted lograba sus fines? ¿Qué tan distinta es la vida de un niño a la de una niña?

Una hora después Ted volvió, recién bañado; traía una charola de frutas y una jarra de jugo. Con un amor que casi llegué a identificar como de padre, me dio de comer y de beber en la boca. Incluso, me besó en la mejilla.

Cuando terminé, Ted recogió todo. Luego, fue al minicomponente de Adrianne, revolvió entre sus discos y puso uno. Lo reconocí de inmediato: la canción "Do You Remember" de Aarón Carter. El disco "Another Earthquake" era uno de los favoritos de Adrianne.

"Ese niño rubio, Adrianne. ¿Te acuerdas de él? Cuando me divorcié de tu madre, decías que tú serías novia de Aarón Carter y que tu matrimonio con él sí duraría".

Mis ojos, de inmediato, giraron al póster de Aarón Carter, con el torso desnudo, en una de las paredes de la habitación. ¿Yo, con novio? ¿Yo, casado con un tipo? Jamás. De golpe, me cayeron todas las implicaciones del cambio de sexo. Y la urgencia de escapar. La adrenalina y el alimento me animaron a arriesgarme.

"Papá", le dije a Ted. "Necesito orinar. ¿Puedes ayudar a tu niña?".

Ted sonrió. Me desamarró con ternura y me condujo al baño. Mientras pensaba en mi ataque, me coloqué de frente al excusado, me bajé un poco el pantalón corto y la pantaleta y busqué mi pene. Una tos ligera de Ted, me hizo cambiar de opinión. Giré, comencé a bajar el pantalón y la pantaleta hasta debajo de mis rodillas, y me senté. Ted sonrió con satisfacción.

"¿Estás bien, linda? ¿Estás limpia? Apenas hace un par de meses, comenzabas a menstruar... ¿Te acuerdas?".

Las locuras de Ted me dieron una idea. Mi madre siempre había hablado conmigo abiertamente, y para mi edad, conocía bastante del funcionamiento humano.

"Tengo un poco de sangre, papi. Creo que comienza mi periodo... ¿Me pasas una toalla?".

Los ojos de Ted brillaron con una complacencia que no le conocía.

"Claro, hija".

Ted se agachó para buscar toallas sanitarias en el cajón del lavabo. Sin esperar más, me subí la pantaleta y el pantalón corto, tomé vuelo, y empujé a Ted. Su cabeza golpeó, de tal manera, que rajó el mueble. Salí del baño, salí de la habitación y corrí como loco.

Cuando alcancé la puerta principal, descubrí, para mi frustración, que estaba con llave. Me deslicé a la cocina, con idéntico resultado. La casa de Ted estaba cerrada a piedra y lodo. Busqué las ventanas y logré abrir una: la que daba a la calle. Ésta estaba vacía y los mortecinos rayos del sol me anunciaban el atardecer. Podría ocultarme más fácilmente en la oscuridad. Saqué una pierna y comencé a impulsar mi cuerpo hacia fuera. Justo en ese momento, la mano de Ted atrapó mi otra pierna y me jaló al interior.

"Con que una toalla, perra desagradecida".

Ted estaba fuera de sí. Tenía un corte feísimo sobre la ceja que la sangraba profusamente. Y, por supuesto, estaba furioso.

"Eres, eres, eres... eres una mala hija".

Comenzó a golpearme con una fuerza extraordinaria. Yo comencé a llorar y a tratar de protegerme.

"Ya, para, por favor. Perdóname. Papi. Papito. Seré buena niña".

"Lo serás, por supuesto que lo serás".

Me cargó hasta la habitación de Adrianne, me desnudó, me arrojó sobre la cama y volvió a amarrarme. El disco de Aarón Carter, quizá accidentalmente puesto en repeat, seguía sonando.

"Esto se acabó", gritó y salió.

Pensé que había cometido el peor error de mi vida. Y seguí llorando. La sangre me escurría por la boca, y sentía un chichón palpitante en la frente.

Horas después, Ted regresó. Traía un montón de cosas médicas. Primero, sin desatarme, me colocó un pañal. Armó una base para suero, colocó la botella, preparó las agujas y me canalizó en el brazo.

"Me importa poco si te reviento el hígado o los riñones. Voy a acelerar el proceso de tu cambio, niñita".

Preparó una ampolleta y la vació en el suero.

"Felices sueños, Adrianne".

Paulatinamente, entré en un sopor mortecino. Ted me depositó una tableta de Androcur en la garganta, y me obligó a tragarla con un poco de agua. No le fue difícil: poco a poco, percibía cómo mi capacidad de respuesta disminuía. Aarón Carter seguía cantando: "I gave three wishes to you. You asked the question . But the answer lies in you, in you. The answer lies in you".

Entonces, Ted comenzó a prepara el Primogyn-Depot.

"¿Sabes, Adrianne? El estrógeno debe administrarse a los transexuales cada dos semanas. Yo te daré una nueva dosis ahora. Sé que es muy pronto. Pero veremos. Cada cuerpo reacciona diferente, y tú eres un niño de once años. Me urge terminar con esta desobediencia".

Me clavó la aguja en el muslo. Quizá por la dosis o por el lugar de aplicación, no lo sé, sentí el aceite especialmente grueso. Me dolió, me ardió. Quise gritar, pero no pude accionar voz alguna. Estaba yo paralizado.

"Tú sólo puedes perder tu sexo. O tu vida", continuó Ted. "Yo ya no tengo nada que perder, porque ya no tengo nada por vivir. Estarás dormida, Adrianne, hasta que yo lo considere conveniente. Y, te repito, si tu higadito o tus riñones revientan, no me importa. Yo simplemente quiero a mi hija de vuelta".

Ahí estaba otra vez, lo femenino penetrando en mí, asentándose en mi cuerpo. Cosa extraña, la canción de Aaron Carter se me marcaba como fuego en la mente: "In you, in you. The answer lies in you. In you, in you. The answer lies in you. In you, in you. The answer lies in you, yeah".

¿Despertaría yo vivo?

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