Adrianne (2)

Esto, en cambio, será vida para ti: tu verdadera personalidad, tu verdadero ser.

Adrianne (2)

Ted manejó en silencio hasta Cancún. Poco a poco, mientras yo reflexionaba, la desnudez y la inexplicablemente baja temperatura se me mezclaban con el nerviosismo, despertándome un temblor incontrolable.

"¿Tienes frío, Adrianne?", preguntó Ted. No esperó respuesta: encendió el clima de la suburban; luego, me acarició suavemente una pierna.

"Ted, no soy Adrianne: soy Christopher. ¿Qué pretendes hacer?".

"Cálmate, hija. Hemos estado sometidos a mucha tensión".

"No te entiendo. No soy tu hija. Mi mamá acaba de morir, y tú te estás portando muy raro. Me das miedo. ¿Por qué dijiste que morí en el accidente? ¿Qué quieres?".

Ted se limitó a darme un fuerte golpe en la mejilla. No supe cómo reaccionar. Sólo me llevé la mano al rostro y contemplé al norteamericano con ojos cada vez más húmedos. Una bola caliente comencé a subirme por la garganta, hasta que se desbordó en un dolorosísimo llanto: me sentía impotente, extraño, testigo de la escena de una película y no protagonista de mi vida. Ted comencé a gimotear.

"Lo hago por tu bien, Adrianne. Tú no estás muerta; no puedes estarlo. Eres lo único que me queda".

El celular de Ted comenzó a sonar. Él se limpió la nariz con la manga de la camisa y contestó.

"Diga. Sí, soy yo. Gracias. No, no es necesario. Mire: mi hija y yo iremos a casa primero. ¿Preparar los cuerpos? No. Quedaron muy mal. El Ministerio Público los selló en bolsas. Deposítelos así en los ataúdes y ciérrelos herméticamente. No, no soy religioso. Gracias".

Ted apagó el celular. Ante mi extrañeza, se limitó a comentar:

"Eran los de la funeraria, hija. Querían saber si prepararán el cuerpo de Chris y el de tu madrastra, al recibirlos. Pero no será necesario...".

Me sorprendía ese hombre. Podía derrumbarse emocionalmente, pero manejaba su plan con una frialdad de pasmo. ¿Qué quería, realmente? Yo no era Adrianne. Y nunca podría serlo.

Una vez en la casa, corrí a mi cuarto: quería vestirme, hablar por teléfono con mi tía Lidia y pedirle que me recogiera de inmediato, y olvidarme de esta pesadilla; con suerte, hasta podría localizar a mi abuelo paterno en Houston. Me dolía la muerte de mi madre, pero primero necesitaba preocuparme por mí, y huir de Ted.

"¿Adónde vas, Adrianne?".

"Soy Chris, y voy a mi cuarto".

Ted corrió a detenerme, yo le lancé una patada de karate. Mala idea: los reflejos y la fuerza de Ted estaban de su lado. Bloqueó la patada, afianzó mi pierna con fuerza y me lanzó sobre una mesilla de centro. El golpe en la cabeza fue fortísimo. Quedé atontado. Ted me levantó, entonces, en vilo, colocó mis brazos en la espalda, inmovilizándolos con su mano izquierda, me condujo al baño, me recargó sobre el lavabo y depositó algo de su peso en mí. Sin soltarme, sólo con la derecha, abrió el botiquín, extrajo una jeringa y una caja de medicamento. Cerré los ojos. Pensé que iba a matarme. Oí el "crack" de vidrios delgados y un par de golpes cristalinos cerca de mí. Luego, sentí el pinchazo en el muslo. Apretando los dientes, traté de ver qué pasaba: mis ojos descubrieron, en el fondo del lavabo dos ampolletas vacías. "Amobarbital", leí. ¿Qué rayos era eso? No necesité explicaciones: en unos minutos (no sé cuántos) comencé a sentir que mi mente se oscurecía. Ted me arrastró a la habitación de Adrianne, me arrojó sobre la cama. Y no supe más.

Cuando desperté, me sentía confuso. Ligeramente mareado y con una sed espantosa. Estaba aún desnudo.

Me levanté despacio, entre un mar de ideas. Fui a la puerta de la habitación. Por supuesto, estaba cerrada. Decidí intentar por el balcón: lo mismo. Corrí un poco las persianas, y vi la respuesta: en el jardín, Ted despedía a varias personas. Supe, de golpe, que el funeral de mi madre y de Adrianne había ocurrido ya, y que algunas personas, en consonancia con la costumbre norteamericana, habían acompañado a Ted en su duelo, y le habían llevado platillos. Lo importante, sin embargo, era que mi tía Lidia estaba ahí.

Sin pensarlo, grité como loco. Nada ocurrió. Mi tía se enjugó las lágrimas, abrazó a Ted y comenzó abandonar la casa, junto al grupo restante. Desesperado, tomé un frasco de crema del tocador de Adrianne, y lo arrojé al ventanal. Este rebotó con un sonido hueco. Entonces recordé una de las manías de Ted: odiaba el ruido, y por eso había hecho colocar, en todas las áreas de la casa, gruesos vidrios aislantes. Nadie me oiría. Tomé una silla, y comencé a azotarla en el ventanal. Al fin, logré hacerle una pequeña rajada, provocando un chillido agudo. Demasiado tarde: las personas habían salido ya de la casa, y sólo Ted pudo oírlo. A lo lejos, capté el enojo en su rostro.

Ted abrió la puerta con una violencia renovada.

"¿Qué pretendes, Adrianne? La gente sabe que estás mal, que la muerte de Chris te afectó. Yo te disculpé. No necesitas bajar".

"Ted. Por favor. Soy Chris. No soy tu hija y nunca lo seré. Déjame ir".

Por respuesta, Ted me dio dos golpes. Luego, con una fuerza inusitada, me arrojó bocabajo sobre la cama, y me amarró a ella.

"Si no aprendes por la buena, aprenderás por la mala, niña".

"No soy niña, Ted. Y nunca lo seré".

"Eso lo veremos", gritó.

Estuve sólo un par de horas. Intenté deshacer los lazos, pero no pude. Pronto, el agotamiento me hizo su presa. Tenía hambre y muchísimas ganas de orinar. Estaba cada vez más desesperanzado.

Cuando oí a Ted, paradójicamente me tranquilicé. Pensé que podría llegar a razonar con él.

"Sabes, Adrianne. Me hiciste pensar".

Guardé silencio.

"Efectivamente, hay algunos detalles que tendremos que cambiar. No te preocupes, Adrianne".

Giré la cabeza. Ted traía en las mano un medicamento, un vaso de agua, una jeringa, algodón y alcohol. Sin dejar de platicar, colocó todo en el buró. Luego, me ofreció el vaso de agua. Era tanta mi sed que acerqué mis labios y bebí, agradecido, acomodando mi cuello tanto como las ataduras me lo permitían. Cuando terminé, me dijo:

"¿Sabes? Creo que ya era hora de que termináramos de matar a Chris".

La declaración me llenó de pavor. Pensé que me había envenenado.

"No te asustes, Adrianne. No bebiste nada malo para ti. Sólo algo para terminar con Chris. Disolví en agua una tableta de Androcur, un antiandrógeno. Digamos que quitará todo lo que quede de niño en ti. Es parte del tratamiento que te daré".

"Hijo de puta", grité. "Estás loco".

Mientras trataba furiosamente de desamarrarme, Ted tomó algodón, lo empapó en alcohol, me frotó con él la nalga. Luego, preparó la inyección.

"Esto, Adrianne, es Primogyn-Depot. O valerianato de estradiol, como prefieras. Es la otra parte de tu tratamiento de reemplazo hormonal. Pronto serás quien verdaderamente eres: mi hija".

Sin poder hacer nada, con horror, noté cómo la aguja se clavaba en mí y sentí, en verdad, la solución oleosa penetrándome. Ted estaba dispuesto a convertirme en niña, y tomaba los primeros pasos concretos al respecto.

"Lo que bebiste, cómo te lo explico, amor, te castra químicamente. Esto, en cambio, será vida para ti: tu verdadera personalidad, tu verdadero ser".

Gota a gota, mi maldición se estaba incorporando a mi cuerpo. Ciertamente, yo no quería ser niña. Tal idea jamás había cruzado por mi cabeza. Pero ahora, Ted comenzaba a cambiarme de sexo.

"Y mismo supervisaré tu tratamiento, Adrianne. Y estamos a muy buen tiempo. ¿Sabes? La presencia de la masculino, por tu edad, es mínima en ti. Serás, como siempre: una guapa chiquilla".

"Maldito", grité.

"Cálmate, hija".

Al fin, extrajo la jeringa, tomó todo nuevamente y se dispuso a marcharse.

"Tengo hambre, hijo de puta. Tengo ganas de orinar. Suéltame".

"¿Sabes, Adrianne? Creo que el hambre te hará bien para que puedas meditar las cosas".

Sin poder más, comencé a orinar. Pronto, quedé acostado sobre una mancha húmeda y tibia.

"Vaya. Creo que la incomodidad será otro aliciente para que mejores conducta".

Oí el portazo.

La furia, la amargura, la impotencia, el coraje. Todo se mezclaba en mí. Soy niño, pensé. Que no se me olvide. Soy niño.