Adrianne (13)

Ante mi desnudez, los ojos de Andy se tornaron relucientes, esmeraldas fieras, rayos febriles. Nada dijo; sólo se despojó de la bata, y siguió su ruta hacia la cama. Su pene completamente erecto apuntaba a mí como amorosísima sentencia.

Cuando separé mis labios de los de Andy, acurruqué mi cabeza en su pecho. Me percaté, entonces, de que no sólo era que él estuviera más alto, sino de que yo me había quedado femeninamente pequeño, delicado, armónico; y de que mi suavidad se acogía, como pieza hecha a mano, en la masculina dureza de sus músculos.

"¡Cuánta falta me has hecho, Adrianne!", me dijo al oído.

"Y tú a mí", le respondí.

Pronto, salimos del Aeropuerto. Andy cargó mis maletas y me condujo hacia el auto, un fabuloso Corvette.

"Vendí el Honda", me dijo. "Renté éste en lo que decido una compra definitiva, aquí o en Nueva York".

Andy se había hospedado en el JW Marriott del Centro, pero dado que la casa de "mis abuelos" estaba en Bal Harbour enfilamos con ese rumbo.

"Cuántas veces has estado en Miami", me preguntó Andy, girando su bello rostro hacia mí.

Decidí ser sincero.

"Es la primera, amor".

"¿En serio?".

"Sip".

Bal Harbour me impresionó: no sólo resultó una exclusiva zona, plagada de casas de celebridades y de sitios elegantes de vacaciones, sino que la enorme cantidad de tiendas de alta costura me hizo sentir en el paraíso. Encontramos pronto la distinguida mansión de los Dickenson. Un guardia me franqueó el acceso.

"La esperábamos, señorita", me indicó con fuerte acento cubano. "Soy Carlos, el jefe de seguridad".

Adrianne-la-otra había hecho, sin lugar a dudas, sus arreglos. La servidumbre (un mayordomo, dos mucamas y una cocinera) no sólo estaba preparada y se apresuró, eficiente, a recibirnos, a presentarse y a introducir mis maletas, sino que en un santiamén Andy y yo fuimos conducidos a la elegante piscina, donde nos aguardaba una mesa impoluta, llena de frutas tropicales y de jugos.

Caí en cuenta: la piscina, bordeada por una especie de jardines zen, de austero refinamiento, era idéntica a la de las casa de los papás de Andy en Cancún: era verdad que les había servido de inspiración. El murmullo del agua, el par de dulces y frágiles puentecillos de madera, los tenues colores, todo, me llenó de recuerdos. Pensé en el inicio de mi transformación definitiva, y en la magia que el chico de ojos verdes, frente a mí, había ejercido al respecto.

Tomé, pues, un vaso de jugo, lo alcé, y, con coquetería, le dije a Andy:

"Por ti".

Andy sonrió.

"¿Tienes hambre?", curioseó.

"No. Comí algo en el avión".

"¿Quieres dar la vuelta?".

"Descansemos un poco. ¿Te apetece nadar?".

"¿Por qué no?".

Andy fue al auto, y regresó con una mochila. Me explicó que traía ahí sus cosas del gimnasio, y me preguntó dónde podía cambiarse. Yo le pedí al mayordomo que lo condujera a una de las habitaciones de huéspedes; después, subí a la recámara principal, por indicaciones de una de las mucamas.

"Órdenes de la señor Dickenson", subrayó.

Una vez ahí, me desnudé y me coloqué un bikini de Carmen Marc Valvo con detalles en concha de nácar, tonos marrón y diseños geométricos: me sentía ansioso por mostrarle a Andy mi nuevo cuerpo. ¡Me sentía tan seguro con mi nuevo vientre de mujer!

Sin embargo, cuando regresé a la piscina, comencé a temblar como hoja: Andy llevaba sólo un traje de baño de Armani: un bóxer elastizado, con bolsillo al costado y logo en un lado. Se veía guapísimo: mucho más marcado y definido, en especial de los pectorales (con apariencia de haber sido grabados en roca), su pene destacaba con descaro por debajo de la prenda; el vello, un poco más crecido, semejaba un halo dorado en brazos y piernas.

Nos vimos el uno al otro. Yo sentí un calor interno. Andy me asió por la cintura, me acercó a él, y me besó. Fue evidente la erección que Andy tuvo en ese momento. La vi y la sentí. Luego, permanecimos un rato enorme concentrados mutuamente en nuestros ojos.

Huelga decir que nadamos poco. Todo era un pretexto para estar juntos. Así, se nos fue el tiempo. Apenas volvimos a la realidad, cuando el mayordomo nos llevó un carpaccio de salmón y ensalada.

"Vayamos a bailar, amor", sugirió Andy. Acepté de buena gana.

Tras disfrutar el almuerzo, nos despedimos para descansar un poco y arreglarnos.

Dormí un rato, y luego me bañé. Me peiné de manera sencilla y elegí un

look british en tonos beige y negros de Valentino: una falda de gasa plisada en tonos canela con botonadura delantera y, con un lazo como cierre; una blusa blanca; y unas sandalias en beige con lazos en negro.

Cuando Andy llegó por mí, a eso de las 10 de la noche, quedé fascinado: llevaba

unos pantalones de lino color arena de Dolce y Gabbana, una camisa blanca de Alessandro Dell’Acqua, y zapatos de Etro.

"Qué guapo", saludé.

"Gracias, amor", fue la respuesta.

Nos marchamos hacia South Beach. El apacible ambiente playero del día en Ocean Drive y las avenidas Collins y Washington, se había transformado en un frenesí de colores llamativos y sonidos estridentes.

Tardamos en encontrar un lugar para estacionarnos (tres playas municipales que cobraban cinco dólares estaban repletas). Pero deambulamos por Collins y Ocean Drive, disfrutando de los hoteles estilo Art Deco. Nos metimos al Delano, y tomamos un par de cócteles. Luego, nos fuimos a elegir uno de los clubes de moda. Optamos por el Beds, cuyo ambiente resultó decididamente latino.

"¡Qué sexy lugar!", le dije a Andy, gritando un poco para imponerme al alto volumen de la música.

Estaban poniendo raeggeton, un rimo acelerado y pegajoso, mezcla de rap y raeggae. ¡Y parecía darse una descarada competencia para ver quién se movía más cachondamente! Por supuesto, sentí que pertenecía al lugar.

Fuimos a la pista, enganchamos el ritmo y pronto nos destacamos: Andy se movía suelto, y yo lo provocaba agitando vigorosamente las nalgas. Algunos pasos eran tipo salsa y merengue, pero los contoneos de cadera y el descender flexionando las rodillas para luego subir resultaban más una especie de fajoteo.

En un santiamén, Andy y yo, junto a otras dos parejas (unos panameños y unos cubanos), ocupábamos el centro de la pista.

Paulatinamente, fuimos incorporando movimientos decididamente sexuales: Andy se me arrimaba desde atrás, y los dos ajustábamos y frotábamos nuestras caderas.

"Perrea, niña, perrea", me dijo el panameño.

No necesité mucho, viendo a otros, para darme cuenta de lo que pedía. Me agaché, pues, delante de Andy, para colocarme como los perros en la cópula, y pronto nos acompasamos al resto; porque, sin pretenderlo, las tres parejas habíamos establecido una especie de coreografía. Entonces lo descubrí: todos los hombres del club tenían los ojos puestos en mí, en la panameña y en la cubana: tres mujeres buenísimas dancísticamente sometidas por sus respectivos hombres. Nada tenía que envidiar de tetas y culo, pues mi cuerpo no sólo estaba tan bien formado como el de ellas, sino que incluso lucía mejores pantorrillas (con gemelos perfectos).

Era tal el éxito, el efecto que las tres parejas teníamos en todos, que empezamos a coordinarnos. Me coloqué frente a Andy, y las chicas me imitaron. Rodeé los muslos de Andy con los míos; luego, él se tumbó en el suelo y yo me arrodillé sentándome sobre su pelvis y moviendo mi cadera en círculos. Por respuesta, me llegaron gritos y silbidos.

Repentinamente, los panameños y los cubanos nos rodearon, para separarnos.

"Hagamos un emparedado, nena", indicó el cubano.

Las chicas se colocaron al frente y atrás de Andy. Para mi sorpresa, los chicos (bellos mulatos) hicieron lo mismo conmigo. Sentí sus penes rozando mis nalgas y mi vientre, y la reacción no se hizo esperar: mis pezones se erectaron, mientras mi clítoris crecía hacia adentro. Entonces, los labios del cubano se acercaron a mi oído, y escuché su bisbiseo:

"Yo te conozco, mami. Te vi bailar hace tiempo en Nueva York, en un lapdancing club. Merecías ganar".

Como un rayo, me percaté de que ese chico me había visto casi desnudo, bailando sensualmente, recibiendo un lengüeteo en la teta y un billete en la tanga. No me asusté, no me apené: me excité.

"Eras tú, ¿no, mami?".

"Sí", me oí decir. Me embrujaba que me llamara "mami".

"¿Cuánto cobras, mami? ¿O me pongo de acuerdo con tu padrote? Podemos pasar una muy buena noche, antes de que me vaya de Miami".

Mi respiración se aceleró: el tipo pensaba que yo era una stripper y una puta, y que Andy me administraba. Y, como efecto inmediato de las palabras, me brotó el deseo de, por fin, recibir un pene dentro de mí. Pero no cualquiera.

Sin dejar de bailar, me separé de los dos mulatos, busqué a Andy, lo besé en la boca, y le dije:

"Llévame a casa".

De regreso en Bal Harbour, Andy se despidió.

"No te vayas", le pedí. "Es tarde y no quiero que manejes solo hasta el centro".

Llamé al mayordomo, le informé que Andy se quedaría, y pedí que le prepararan la habitación de huéspedes.

"Gracias, amor", dijo sinceramente Andy."Tengo un poco de ropa limpia en mi mochila del gimnasio, así que me ducharé antes de dormir. Buenas noches".

"Yo también", respondí.

Cuando Andy se enfilaba a la habitación, lo detuve.

"Pasa a darme el beso de los buenas noches".

"Por supuesto", sonrió Andy.

Tomé una ducha paradójica: quería que fuera larga y relajante; pero de tan caliente, me sentía ansioso y nerviosísimo. Luego, me sequé y me perfumé. Decidí permanecer desnudo, y me recosté en la cama.

Contemplé mi cuerpo: los senos descollantes, de grandes pezones; mi cintura brevísima; mis suculentas caderas (rotundas, pulcras); y la curva libre de mi vientre. Recordé cuando había examinado por vez primera los efectos de las hormonas aplicadas por Ted, luego de meses paralizado, y supe que jamás extrañaría mi pene. "Soy Adrianne", pensé. "Y me encanta". Pero entonces, me di cuenta de algo: estaba a punto de cruzar una línea más. Nacido hombre, jamás había besado a una chica, mucho menos la había tocado. Ahora, transformado en mujer, esperaba ser desvirgado por un macho. Corrección: no sólo lo esperaba; lo quería, lo deseaba, lo anhelaba. Jamás haría yo el amor, como varón, con una hembra: ahora, yo era una, y justamente un varón estaba a punto de hacérmelo a mí.

Dos tenues golpes en la puerta hicieron que el pulso se me acelerara. Podía sentir mis sienes, palpitantes.

"Adelante", susurré.

Andy entró en la penumbra. Traía una bata de baño.

"Vengo a darte tu beso de las buenas noches", me dijo, y avanzó.

Justo entonces, los dos bajo la luz de la lámpara, nos distinguimos. Ante mi desnudez, los ojos de Andy se tornaron relucientes, esmeraldas fieras, rayos febriles. Nada dijo; sólo se despojó de la bata, y siguió su ruta hacia la cama. Su pene completamente erecto (¡me parecía que le había crecido desde nuestra anterior ocasión juntos!) apuntaba a mí como amorosísima sentencia. "Mi novio va a cogerme", pensé. "Un macho va a meterme la verga, y yo tengo una vagina para que lo haga".

Entonces, como en flash, un montón de imágenes llegaron a mi mente: el recuerdo de Chris, en bicicleta, practicando karate, en la playa, viendo niñas; Neville jugando con Chris; Chris viendo una Playboy y tocándose el pene; la primera inyección de hormonas; lo mucho que me parecía a mi madre; el primer beso de Andy, con sus manos en mis tetas; la verga de Andy en mi boca; yo, frente a un espejo, contemplando mi cuerpo de mujer.

No había más: Chris quedaría sepultado y yo, Adrianne, estaba a punto de perder la virginidad, como mujer, en muchos sentidos.

Andy se subió lentamente a la cama, y se colocó encima de mí. El contacto de su piel, cálida, sobre la mía, me hizo derretir. Ya no habría límites, ni contenciones. La entrega libre, desenfrenada, apareció en el horizonte.

"Te amo, niña bonita", me dijo al oído.

"Y yo a ti, mi hombre", le respondí.

Andy me besó con una pasión inusitada, furiosa, mientras comenzaba a acariciarme los senos, con esa maestría suya: primero, usando la palma entera; luego, concentrando sus dedos índice y pulgar en mis pezones

, hundiéndolos en mis aréolas; jalándolos con energía; y retorciéndolos o pellizcándolos. Cerré los ojos. Mis botones se endurecieron y elevaron. ¡Cancún estaba tan cerca y tan lejos!

"¿Sabes lo deliciosa que te has puesto, amor?", me preguntó Andy. "Estás buenísima"

Entonces, desde el fondo del corazón, brotó hasta mis labios una certeza:

"Mi cuerpo te pertenece. Desvírgame".

Andy descendió. Sus manos trazaban nuevos caminos en mis caderas, en mis piernas: eran la fuerza del remolino sobre una tersura que facilitaba el deslizamiento. Luego, buscó mi vagina con su boca. La sensibilidad del área me arrancó suspiros: su aliento acompasaba la habilidad de su lengua, en sucesión de húmedos chispazos. Abrí los ojos: mis labrados y brillantes muslos, sostenidos por unas manos varoniles, servían de marco al imponente rostro de mi macho. "¡Estas piernas son definitivamente de mujer!", pensé, justo cuando Andy liberó una de sus manos, colocando mi muslo sobre su hombro. "Jamás podrán volver a ser las piernas de un niño". Un hábil rozón en mi clítoris (construido con los tejidos de lo que había sido mi glande) me obligó a arquearme y facilitó la siguiente acción: un delicioso dedo medio inició una exploración profunda. Lo sentí jugueteando con mis labios vaginales, y penetrándome luego. "Andy me está dedeando", me dije a mí mismo. Un índice se sumó al juego: mis paredes internas comenzaron a ceder, asumiendo su femenino destino: estaban siendo preparadas para el acto sexual, para recibir una verga. Y yo comencé a pellizcarme los endurecidos pezones.

Con suave facilidad (como si se tratara de una coreografía ensayada), Andy retiró sus dedos, se incorporó, deslizó su mano derecha bajo mis nalgas, y con la izquierda me sostuvo la espalda. Luego, me levantó y me hizo girar, colocándome en cuatro frente a él. Por supuesto, no opuse resistencia alguna: me emocionó sentirme así, deseado y a merced de un hombre; manipulado, convertido en fuente de su complacencia. Entonces, me asió la nuca, y me introdujo el pene en la boca con una actitud pasional casi agresiva.

"Mámame", me dijo. Y la vulgaridad de la orden, nunca antes empleada, me sumergió en una lava incontenible. Comencé a chupar, pues, logrando distinguir nuevos aromas en Andy; como si descubriera, en ese torrente químico que golpeaba mi nariz e invadía mi cerebro, su íntima excitación. "Estoy mucho más sensible como hembra", concluí. "Identifico el deseo de mi macho". En respuesta inconsciente, aprisioné el jugoso glande entre mi lengua y mi paladar. Andy gimió, inmovilizó mi cabeza, apoyó una pierna en la cama, y comenzó a cogerme por la boca. Pronto, experimenté el choque de su pubis y de sus testículos en mis labios: la invasión, completa, había alcanzado mis amígdalas.

Repentinamente, Andy detuvo el movimiento. Su pene salió de mi boca, empapado en saliva.

"No tengo preservativos", me indicó.

"Sigue", lo detuve. "Hazme el amor así".

Andy se sorprendió un poco.

"Adrianne, esta es también mi primera vez, y me encantaría. Pero no quiero embarazarte".

Me excité aún más. Me di cuenta que Andy jamás sospecharía respecto a la existencia de Chris. Para él, yo siempre sería una mujer.

"Corramos el riesgo", le susurré, coqueteando.

"¿Y si te embarazo?", insistió.

"Hazme puta, hazme la madre de tu hijo, hazme lo que quieras", respondí, ya sin control alguno, mordiéndome los labios, y sintiendo como los últimos rasgos de mi masculinidad se apagaban.

Andy me levantó nuevamente, me colocó boca arriba, me separó las piernas, se acomodó sobre mí y se dispuso a penetrarme. Ese segundo quedaría marcado a fuego en mi memoria. "Mujer para siempre", me dije, y abrí bien los ojos. Andy dispuso mi pierna izquierda sobre su hombro. Mi vagina quedó totalmente expuesta. Andy se mojó la mano en su propia saliva, y me lubricó; luego, aprisionó su pene, aún gotoso, y lo condujo sin titubeo. Pronto, su glande jugaba con mis labios vaginales.

"Andy", clamé. "Andy.

"Adrianne", me dijo.

Y su voz, como eco, resonó en mis oídos. "Soy Adrianne, soy mujer", me repetía mentalmente.

Andy me vio. Y yo clavé mis ojos en los suyos. Justo entonces, sentí como su pene comenzaba a abrirme. Algo estalló en mí. Recordé, cosa extraña, cuando Chris acompañaba a su padre al consultorio, y contestaba el teléfono; su voz, aguda, engañaba involuntariamente: "¿Está el Doctor Azuara, señorita?", le preguntaban. Había ocurrido unas dos o tres veces apenas, pero el desconcierto de Chris le había llevado a buscar una explicación. "No te preocupes, Chris", le había dicho su padre. "La voz de un niño es cercana, en timbre, a la de la mujer, simplemente; ya te cambiará, y nunca volverán a confundirte ni a hablarte como si fueras chica". Chris no quería ser niña. ¡Pero ahora yo era Adrianne, una hembra escultural, de sensual y aterciopelado tono! El pene de Andy continuó su avance, en delicioso desafío, obligando a mis paredes vaginales a amoldársele. Vi la figura de Chris desvanecerse para siempre, en un estirón interno brevemente doloroso, mientras una especie de vibración femenina suprema, de hálito sublime, me invadía hasta la última célula, para jamás irse. Mis oídos sólo captaban la respiración acelerada de Andy sobre los gemidos, no de un niño, sino de una mujer... Sobre mis gemidos, los gemidos de Adrianne.

"Estás tan apretada, amor. ¿No te lastimo?".

Negué con la cabeza. Y quise ver mi entrepierna: medio pene estaba ya dentro de mí. Mi cuerpo se sometía a ese macho imparable, que, centímetro a centímetro, le hacía gozar de manera nunca imaginada (la frialdad de las dilataciones era un absurdo ante la plácida agitación de tan maravilloso trozo de carne). Yo ya no era virgen: era la mujer más dichosa, penetrada en amor.

"Méteme toda la verga", supliqué. "Hazme tuya".

Andy no esperó más: me clavó hasta el fondo. Y supe el verdadero sentido de esa frase. No es lo mismo penetrar que ser penetrada (¡hay tanta maravilla en recibir sexualmente a un varón! ¡en abrir el cuerpo para acoger a un macho!). El pene dentro de mí, llenándome, colmando mis entrañas, me hizo sentir propiedad de Andy: le pertenecía; los deseos, en el inicio de mi aceptación, se estaban cumpliendo.

Andy comenzó, entonces, a moverse. Su pene entraba y salía de mi vagina, permitiendo el roce con mi clítoris. Y yo me abandoné, contemplando su sudoroso pecho y su extasiado rostro, y abrazando su espalda de tibio mármol. Mi cuerpo, sin voluntad, estaba a merced de él, de su verga, de su lengua, de sus manos: las sensaciones placenteras se me multiplicaban, cual luces brotando de un pasmoso fuego artificial; se me intensificaban al grado del delirio.

"Adrianne, Adrianne".

Sin darme respiro, con toda facilidad, Andy salió de mí, me giró y me acomodó nuevamente en cuatro.

"¿Te gusta ser mi puta?", me preguntó.

En respuesta, recargué la cabeza en la cama, permitiendo que mis nalgas se pararan al máximo: se las estaba ofreciendo, con imperecedera avidez pero también con amor. "¡Qué rico es ser cogida!", pensé. "¡Qué maravilloso es ser mujer y ser puta de un macho!". Andy no esperó: primero, sentí un salivazo en mi vagina; luego, sus manos poderosas asiéndome por la cintura (tan breve que parecían cubrirla); después, una penetración rotunda y suculenta; al final, el choque de mi culo en los testículos y en el pubis de Andy, y el rítmico bamboleo de mis tetas.

"Así", gritaba yo. "Atraviésame".

Entonces, se endurecieron

las paredes de mi vagina. Los ruidos de Andy me envolvían de placer, y mis nalgas lo acariciaban.

Ardí de súbito. Mi respiración se interrumpió, y la explosión comenzó avasallante: fueron convulsiones que brotaron desde mi vientre, como vapor de géiser, hasta la capa más superficial de mi piel. De manera indescriptible, me volví luz, fuerza. Mi cuerpo fue el cuerpo de todas las mujeres, y me afiné con la melodía sideral más bella. De un momento a otro, mi vagina ya no pareció de fuego, sino de agua (como si manaran fuentes de ella, como si se transformara en una dulcísima sucesión de olas), y empezó a deshacerse, en una increíble cadena de orgasmos. Mientras, el primer chorro de semen comenzó a golpearla internamente. "¡Me estoy viniendo vez tras vez! ¡Soy una mujer multiorgásmica!", reflexioné. "Y Andy me está gozando, también. Mi hombre está eyaculando en mí".

"Adrianne, te amo", clamó Andy, aferrándome por la cintura, jalándome y sosteniéndome para hundírseme de manera sobrehumana.

"Sí, soy Adrianne", pensé. Y grité con una voz paradójicamente mezclada: sensual-angelical, tierna-puta: "Te amo, Andy. Y soy tuya para siempre. Embarázame. Préñame".

Mi cuerpo estaba fundido al de Andy, y el cosmos era pequeño para albergarnos. Giré la cabeza. Nos besamos. Asido a mí, Andy no me permitía movimiento; yo sólo disfrutaba

su pene aún palpitante dentro de mí (me seguía llenando de leche, en espasmos continuos). Poco a poco, como si el alma se le fuera, declaró, jadeante:

"Es usted mía, Señora Green".

Mujer, señora. Todo eso era yo. Novia y puta de Andy... Adrianne, para siempre Adrianne.