Adrianne (12)

Su pene se erectó frente a mis ojos. Era casi tan grande como el de Andy, y despedía un inconfundible aroma a macho, pero mezclado con unos toques ligeramente canelosos... Tomé, pues, el pene de Cunningham con la mano derecha y abrí la boca...

Primero, me llegaron algunas voces, lejanas, confusas; luego, hice el esfuerzo por recordar: habíamos llegado a Chonburi dos días antes de mi ingreso al quirífano, y pasado una intensa jornada de análisis y consultas, pero ¿cuánto tiempo llevaba anestesiado?

"Con calma amor", distinguí el cálido tono de Asha-Rose.

Traté de abrir los ojos; no pude. Volví a sumergirme en una pesada y aceitosa mancha negra. ¿Minutos? ¿Horas?

De repente, en un sobresalto, comencé a recobrar la conciencia. Parpadeé, oí los típicos ruidos de las máquinas de hospital (ventiladores, chillidos, golpecillos metálicos), distinguí un intenso olor a alcohol y medicamentos, y abrí la boca: la tenía muy reseca. Giré la cabeza. La habitación estaba en penumbras y, bajo la tenue luz de una lámpara, sentada en un pequeñísimo sofá, Asha-Rose leía una novela. Quise decirle algo, mas sólo emití un agudo ronquido. Asha-Rose levantó los ojos.

"Linda. ¿Cómo te sientes?".

Me sentía molido y laxo a la vez, pero no pude responder. Asha-Rose se puso en pie y se percató de mis labios marchitos y casi adheridos el uno al otro. Empapó un algodón en agua, y me lo pasó con delicadeza.

"Tranquila. No te muevas mucho".

Vi mi cuerpo: entre sondas y alambres.

"¿Qué pasó?", pregunté al fin. "¿Cómo salí?".

"Estás bien. Ya eres una mujer completa".

Recargué mi cabeza en la almohada y dejé que se hundiera en ella, mientras las palabras de Asha-Rose me resonaban. "Mujer". Sí. "Mujer completa". Suspiré. "Ya no tengo pene, y me han hecho una vagina".

"¿Qué horas son?", pregunté.

"Las diez de la noche".

"¿De qué día".

Asha-Rose sonrió.

"Has estado dormida casi 24 horas".

El Doctor Katz llegó después. Lo acompañaba un médico de facciones orientales.

"Buenas noches, Adrianne. Así que ya despertaste".

Asentí.

"Él es el Doctor Hang, un brillantísimo cirujano. Me asistió en tu intervención".

"Hola, Adrianne. Aún pálida sigues siendo una guapa jovencita".

Reí.

Le pidieron a Asha-Rose que saliera, y me revisaron. Sentía un poco de ardor. Pero nada más. Los tres estábamos muy satisfechos.

"Ahora, a descansar", me dijeron.

Pasé siete días boca arriba en el hospital. Hubo momentos difíciles (uno en especial, cuando se me pasó el efecto del sedante, y percibí la magnitud de la cirugía a través del dolor; a nadie se lo deseo), tuve vómito pos-operativo y perdí sangre. Pero Asha-Rose, noble compañera, se portó a la altura.

Fue impresionante, en un principio, ver el resultado de la operación. Por efecto de la inflamación y de las sondas, no era algo estético. No pene, no testículos, pero sí muchos puntos.

"Despreocúpate", me dijo el Doctor Katz. "Saliste espléndida. Conforme pase el tiempo, te darás cuenta de los hermosos labios que tendrás, y de tu funcional vagina".

Cuando pude salir del hospital, permanecimos varios días más en Chonburi, prácticamente en reclusión dentro del Mercure, un hotel de nivel internacional contiguo a los parques industriales de Amata Nakorn, Borwin y Laemchabang. Sin embargo, la agilísima Asha-Rose consiguió pronto alquilar un cómodo departamento en Bangkok, y nos trasladamos allá, en cuanto me retiraron las sondas. Sinceramente disfruté el viaje, en un automóvil rentado, viendo el paisaje y percibiendo, a través de mi ventanilla abierta, el fresco aire marino. Sin embargo, cuando entramos en la capital, me pareció ser invadido por un picante aroma a curry.

Ted se había mantenido en contacto frecuente. Estaba preocupado por mí y por mi salud.

"¿Realmente es eso lo que querías?", me preguntó una tarde.

"Por completo", le respondí. "Gracias por ser mi padre".

"No", se emocionó. "Gracias por ser mi hija".

De acuerdo con Adrianne-la-otra (que oficialmente nos sabía disfrutando de unas vacaciones), Ted se recuperaba rápidamente del infarto, y quería regresar pronto a dar clases a la Universidad.

"Te oigo cansada, Adrianne", agregó. "Debes estar divirtiéndote mucho".

Reí para mí.

"No lo imaginas, abuela. Este viaje ha cambiado mi vida".

"Por favor, quiero que te tomes fotos en Wat Pho y Wat Arun. Búscate una ropa bonita y maquíllate bien".

"Pero, abuela".

"Hazme caso: no todo es diversión".

Tuve que obedecer; y, sin ganas, fui con Asha-Rose a los dos templos budistas. Ahí, con su apoyo y vistiendo el traje típico femenino (que mi amiga consiguió, pagándole a una bailarina del Siam Niramit), me hice un montón de fotografías.

La incomodidad, desde luego y sobre todo, estaba marcada por la obligación de dilatarme. Antes de regresar a Estados Unidos, el Doctor Katz me había entregado un juego de prótesis (fabricado en Canadá), con una gama de tamaños de 28 a más de 38 milímetros, y que, lubricados, tenían que ser insertados hasta la profundidad máxima (10 a más de 15 centímetros) de mi nueva vagina, por unos 30 ó 40 minutos, varias veces diariamente. La idea era aumentar paulatinamente el tamaño de la prótesis para mantener y agrandar la abertura y el interior de la vagina durante el período de recuperación. La supervisión directa me la hizo el doctor Hang, de manera regular. Todo avanzaba bien y, en efecto, poco a poco mi entrepierna fue logrando una apariencia decididamente femenina.

Al principio, debo confesarlo, yo estaba preocupado (en especial acerca de si me quedaría una vagina "normal" y de si sería suficientemente profunda para las relaciones sexuales). Sin embargo, el desparpajo de Asha-Rose convirtió todo en diversión. Llegó a asistirme en las dilataciones, entre bromas.

"Ay, amor", me dijo alguna vez. "Estoy tan lejos de mi galán, que si un día amaneces sin juego de prótesis, no preguntes dónde están".

El impacto inicial más delicioso para mí, sin embargo, fue algo cotidiano: el orinar. Ya no elegía sentarme para hacerlo, como antes; ahora, estaba obligado a hacerlo. Las primeras ocasiones no pude evitar rociarme y salpicarme por todas partes. Sin embargo, conforme me sanó el orificio de la uretra, fui produciendo una corriente de orín más controlable. Hasta ahora, cada vez que voy al baño, recuerdo mi identidad femenina, que soy una chica, igual a todas las demás; ¡y lo disfruto! Y también en esto Asha-Rose hizo su parte: me enseñó las direcciones del secado ("adelante, cuando orines; atrás, cuando defeques").

Una sorpresiva tarde, respondí el teléfono, esperando oír a Ted. Era Andy.

"¿Qué rayos haces en Tailandia?", me disparó.

Me quedé congelado. ¡Se me agolparon tantas emociones! Andy ya no hablaba con un niño sino con toda una mujer; su mujer. Chris era un recuerdo.

"De vacaciones con una amiga".

"Vine a Nueva York para verte y recién me entero. ¿Hasta cuándo estarás allá, Adrianne? ¿Puedo alcanzarte? Tengo libre un par de semanas".

"Mejor espera a verme cuando regrese. Prometo que te compensaré el tiempo perdido".

"Mi amor; no imaginas cómo te he extrañado".

"Y yo a ti".

"Seguimos siendo novios, ¿verdad?".

"Ahora, más que nunca, Andy".

Tras mes y medio en Bangkok (de cuidados continuos y ocasionales baños de sol en la terraza del departamento), regresamos a Nueva York. El viaje me agotó, pero regresé feliz.

Me encantó ver a Ted esperándome en el aeropuerto. Era el mismo de antes: fuerte, bien plantado.

"Soy tu hija completa, ahora", le dije, al abrazarlo.

"Ya lo eras, Adrianne", me respondió.

Le dio las gracias a Asha-Rose, y nos marchamos juntos al departamento. Ahí cenamos: una deliciosa pasta (fusilli all'amatriciana, que me pareció un sueño, luego de una dieta prolongada); y hasta me permití tomar un poco de vino tinto (un Petrus del 95, que Ted abrió para festejarme). Asha-Rose mantuvo el buen humor, pero se despidió pronto.

"¿Estás feliz?", me preguntó Ted, mientras levantaba los platos.

"Por completo".

Desde luego, no pude dejar de preguntar:

"¿Andy sigue en Nueva York?".

"Regresó a México para alcanzar a sus papás. Hoy hablé con David, y me dijo que después pasarán unas semanas en Sudamérica. Parece que quieren abrir una clínica en Buenos Aires".

"¡Vaya!".

"Andy estuvo en el departamento, para serte sincero. Conversamos mucho. Aseguró que venía a visitarme, por lo de mi delicadísimo estado; pero en realidad quería saberlo todo de ti. Hasta vio las fotos de tus Dulces 16".

Me sobresalté.

"Pero él sabe mi verdadera edad", gemí.

"Me di cuenta", contestó Ted, y volvió a sentarse a la mesa, recogiendo migajitas de pan. "Le dije que seguramente habías intentado bromear, que si acaso una niña de 12 ó 13 años podría tener un cuerpo como el tuyo".

Me mordí el labio.

"¿Y qué dijo?":

"Que eres incorregible y que te adora. Luego farfulló algo de que por fin entendía a su padre cuando hablaba de la manía de las mujeres de quitarse la edad".

Suspiré.

"Voy a la habitación. Necesito hacer algo".

Me encerré un rato y me dilaté, cuidadosamente. Luego, tomé un largo baño.

Al secarme, ya en paz, lejos de la vorágine (¡la cirugía me parecía tan lejana!), revisé mi cuerpo con toda libertad, con toda calma. El espejo me devolvía la figura anhelada: sin testículos, mi cuerpo ya no generaba hormonas masculinas, y me daba la impresión de que me había pulido, redondeado un poco más (¡qué nalgas se me veían!), consolidando armonía y feminidad. Lo más delicioso era contemplar la curva acogedora de mi vientre, libre de pene: su superficie lisa, de piel luminosa y firme; ¡y el triángulo perfecto de mi pubis, bien definido, de hembra! Una pelusa castaña comenzaba a cubrirlo, de manera sutil aunque marcada, dándole una imagen de especial tersura. Para rematar, mi pelvis no tenía ya la verticalidad masculina, sino una sutil y deliciosa inclinación.

Cuando salí, envuelto en una bata de baño y con mi pelo enrollado en una toalla, Ted me alcanzó.

"Adrianne, te compré una pequeña sorpresa. La he dejado en tu habitación".

Fui, ansioso, y encontré, sobre mi cama, varias prendas de lencería, hermosísimas y delicadas.

"Supuse que tu primera noche en Nueva York, luego de la operación, del dolor y del cansancio, debía ser un himno a tu ser de mujer", me dijo.

Le di un beso en la mejilla.

Una vez solo, me sentí indeciso: ¡todo era tan femenino y tan sexy! Iba a ponerme un baby doll, pero opté por un body con un suave encaje al frente, lazado de red y un delicado detalle de una flor al centro. Me deslicé entre las sábanas, gozando cada roce de la seda, y comencé a dormirme.

Desperté repentinamente. Sentía mucho calor y mucha sed. Me levanté y fui por un vaso de agua. Pero me percibía extraño.

Al regresar a la habitación, el espejo me permitió verme otra vez: repasé la manera en que el body me resaltaba, ajustándose a mi figura de forma perfecta. Un delicioso escote mostraba los delicados pero firmes músculos de mi espalda y el inicio de mis nalgas.

Me di cuenta: estaba excitado, muy excitado, aunque de manera diferente: sentía una especie de "erección", pero hacia dentro del cuerpo. Instintivamente, llevé mis manos hacia mi pubis: los nervios de mi nuevo clítoris y de las superficies vaginales estaban muy sensibles, y experimenté un cañonazo delicioso por todo el cuerpo, un relámpago de placer.

Me acosté. Sin embargo, la naturaleza me ganó: antes de que pudiera pensar, me desnudé, comencé a acariciarme el cuerpo entero y, sin proponérmelo, rodé por la cama. Pensaba en Andy, en su formidable pecho masculino, en su rostro bello, en su musculatura perfecta. Lo imaginé besándome la espalda, asiéndome por las caderas, comiéndome los pezones, fornicándome por la boca. Recordé su pene y supe que estaba listo para recibirlo, para abrirme y dejarlo fusionarse en mí.

Cuando me percaté, yo estaba en cuatro patas, acariciando mis tetas bamboleantes. Tomé una almohada, la coloqué entre mis piernas, y comencé a fregar contra ella mi vagina y mi clítoris. Era una sensación distinta a la de meterme las prótesis (una rutina mecánica y médica, fría). En algunos momentos, apretaba la almohada, y ejercía presión en éste, al empujar y tallar; al mismo tiempo exploraba cada rincón de mi piel. Cuando crucé las manos para acunar mis pechos (la izquierda en el derecho y viceversa), descubrí que aquéllas (pequeñas, delgadas) apenas podían contener éstos. "¡Me he puesto tan tetona y nalgona!", pensé. "¡Cómo va a gozarme Andy, mi macho Andy!".

Se me vino, entonces, un orgasmo intensísimo. El tiempo se detuvo, mientras mi cuerpo todo se contraía, se tensaba y se relajaba. Fue como si yo estallara por dentro. Mi vagina vibraba, se convulsionaba. Y yo lancé el hasta entonces más femenino y cachondo grito de mi existencia.

Ted llegó a mi habitación alarmadísimo:

"¿Estás bien, hija?".

Cuando me vio, desnudo, despatarrado boca abajo, con la almohada aún entra las piernas, entendió todo.

"Perdón, Adrianne. No quise interrumpirte".

Con la mano, le hice la seña de que no se preocupara. Ted se encogió de hombres y salió de la habitación. Desde fuera, me dijo:

"Sólo para tu información: haces la misma cara de tu madre después de un orgasmo".

Sonreí. Y me quedé dormido.

Al día siguiente, muy temprano, hablé con el Doctor Arul Katz; le conté lo ocurrido.

"Esa sensación de erección hacia adentro es muy normal", me explicó. "Tiene que ver con los tejidos residuales de las corpora cavernosa y spongiosum que permanecen después de la cirugía".

"Vaya", me alegré.

"Estás, por decirlo, en una especie de pubertad. Disfrútala, explórate. La masturbación, además, te resultará positiva para que tus terminales nerviosas se reactiven cada vez más".

"¿Cada vez, más", subrayé, con admiración. "Entonces, los próximos orgasmos me arrojarán por la ventana".

"No olvides los cuidados que te he recomendado; date duchas vaginales, y no dejes el tratamiento hormonal, que tan bien te ha sentado".

Al mediodía, decidí aparecerme en la Fundación, ataviado con un minivestido negro de Chanel, unas medias negras (claras) y unos mary-janes de Miu-Miu. El pelo, que me llegaba casi a la cintura, me caía lacio y suelto; para entretenerse en Tailandia, Asha-Rose me había puesto unas luces rubias, que enmarcaban hábilmente mis ojos y mis rasgos. Le entregué a "mi abuela" las fotografías solicitadas.

"¡Muy buena idea!", exclamó. "¡El toque folclórico, tradicional, es impactante! ¡Qué guapa te ves en esta escalinata!".

Luego, me examinó. Sonrió.

"¿Qué?", pregunté.

"No sólo estás finamente bronceada. Te ves más delgada, no sé. Con una figura espléndida. ¡Y esa cabellera!".

Después, me abrazó.

Me dejé guiar por los pasillos de la mansión de Park Avenue, hasta una cómodo despacho oloroso a nuevo. La decoración, minimalista, mostraba feminidad y buen gusto. En un rincón, sobre una elegantísima mesita, bajo luz indirecta, un precioso florero de cristal de Murano hacía destacar una solitaria y delicada rosa blanca natural, cuajada de gotas.

"¿Qué opinas de los muebles, del tapiz, del estilo?", deslizó "mi abuela":

"Todo es hermoso", balbuceé.

"Me alegro. Es tu oficina. A partir de este momento, comenzarás a apoyarme en la Fundación. Desde luego, puedes continuar con tus cursos de ballet... y con tus estudios en general. Pero es necesario que comiences a familiarizarte con los negocios de la familia".

Pasé dos semanas, sumergido en papeles, acompañando a Adrianne-la-otra a reuniones y comités y conociendo la enorme cantidad de proyectos filantrópicos que la Fundación apoyaba. También retomé las clases de ballet, y tomé algunos cursos sueltos en la Universidad de Ted. Pronto, me vi lleno de invitaciones a comer, a cenar, a bailar o a tomar café, de una increíble cantidad de chicos (algunos muy guapos); pero entre los acomodos que hacía en mi vida, mi espera de Andy y el trabajo, me mantuve casi recluido. Sin embargo, descubrí otra ventaja de las mujeres: la excitación no se nota. Recordaba mis tiempos de niño, en la playa, cuando ante una chica guapa o muy buena se me erectaba el pene y debía cruzar las piernas para disimular antes mis padres. Ahora, yo era la chica guapa y muy buena, y sabiéndome sin pene, me calentaba y fantaseaba cuanto quería, sin importar donde estuviera y con quien. Entendí por qué las mujeres sonríen tanto y ese dejo misterioso con que lo hacen.

Una semana después, sonó el teléfono de mi oficina. Descolgué, esperando oír la voz de Ted, de alguno de "mis abuelos", de Asha-Rose o de Penélope (una compañera de uno de los cursos, a quien le prestaría un libro).

"Diga", respondí, mecánico.

"¿Adrianne?".

Era Andy. Enmudecí.

"Disculpa que te llame a la Fundación, pero no podía esperar. Ted me dio el número de tu teléfono directo".

"No hay problema, amor", titubeé.

"No suenas muy feliz de oírme".

"Lo estoy. No creerías la emoción que siento ante tu voz".

"Yo igual".

"Te amo", dije sin pensar.

"Y yo a ti. No soporto más sin verte".

"¿Sigues en Buenos Aires?".

"Estoy en el aeropuerto. Voy a México a arreglar unas cosas de mi papá; de ahí, me instalaré definitivamente en Estados Unidos".

"Es una noticia increíble, amor", me alegré.

"Desde el fin de semana, espero estar en Miami. Me han admitido en la Universidad de Florida y en la UCLA, y estoy considerando las ventajas y las desventajas de las dos opciones. También presenté una solicitud en la Universidad de Nueva York, pero no me han respondido. Por supuesto, prefiero estar en Nueva York. Ayer hablé a la Universidad de San Buenaventura, por si las dudas".

Comencé a sentirme excitado.

"Estaremos cerca nuevamente", suspiré.

"Me urge, amor. Por eso quiero invitarte a pasar el fin de semana conmigo en Miami"

"Dalo por hecho".

Ese misma tarde, le avisé a "mi abuela" mis planes ("ve; nuestra casa, allá, está a tu disposición"); después, me reuní con Asha-Rose.

"Tengo miedo", le dije.

"¿De qué?", preguntó.

"De que Andy se dé cuenta".

"Chica, si no se dio cuenta cuando tenías tus cositas, ahora menos".

Me resurgieron los fantasmas.

"Es que seguramente va a querer cogerme. ¿Y si mi vagina no se ve y se siente como una de verdad?".

Discutimos lógicamente por una hora; hasta que mi amiga se hartó.

"Podemos gastar todas nuestra saliva y no te convenceré; estás en la necia".

"Entiéndeme, Asha-Rose".

Asha-Rose se levantó y llamó por teléfono.

"¿Bobbie? No, ya te dije que ya no sigo en el negocio. Pero, ¿aún necesitas quien sustituya hoy a Harriet? ¿Recuerdas a Nicole, la del concurso donde me contrataste. Sí, la del segundo lugar. Sí, en serio puedo contactarla. Pero sólo por una vez. Necesita efectivo, amor. Bien, a las 11 de la noche".

Até los cabos.

"Asha-Rose, ¿estoy alucinando o llamaste al lapdancing club?".

"Lo hice, amor. Harriet tuvo un contratiempo hoy, y no podrá actuar. Bobbie me pidió que la sustituyera, pero le dejé claro que ahora sólo estudio".

"¿Quién es Harriet?".

"La que fingía hacer el amor con Michael en escena".

"¡Pero Michael tampoco trabaja ya ahí!".

"En efecto, sigue de constructor".

"¿Entonces?".

"Eso es lo más interesante. Estarás con un chico al cual no conoces y que fingirá hacerte el amor ante decenas de espectadores".

Abrí la boca.

"Asha-Rose... yo...".

"Si descubren que fuiste niño, me como tus Prada bañados en catsup".

La idea me pareció una locura. Pero acepté. Le dije a Ted que saldría a cenar con Asha-Rose, me prestó el auto, y manejé con ella hasta el lapdancing club. Apenas traspasábamos la entrada trasera, cuando Bobbie me descubrió y corrió a abrazarme.

"Estás hecha una zorrita, Nicole. Si quieres más trabajo, tienes las puertas abiertas".

"Sólo hoy, Bobbie", mentí. "Me urge la plata".

Giró los ojos hacia mi amiga:

"Y si ya estás aquí, Asha-Rose, bien puedes bailar".

"No, Bobbie", aseveró, reacomodándose la mochila en el hombre. "Cuestión de principios".

Fuimos a los camerinos, Asha-Rose buscó uno vacío y me introdujo en él. Luego, revolvió en la mochila.

"Te arreglaré", indicó.

Asha-Rose me puso una panti en forma de mariposa, una minifalda y un corssett de cuero, unos guantes de seda, y unas botas altísimas; todo en negro. Luego, me puso un collar con piezas de metal, que más parecía propio de un perro, y reemplazó mis aretes por unas piezas metálicas mucho más largas. Quedé como una chica dark. Luego, me recogió el cabello hacia arriba, me maquilló en tonos oscuros y me colocó un antifaz de terciopelo y plumas.

Salimos del camerino. Bender me vio estupefacto:

"¿Nicole? ¿Asha-Rose?", aulló. "¡Qué gusto!".

Asha-Rose lo abrazó con ternura.

"Nicole está lista... y el show debe continuar".

"¿Estará con Cunningham en el escenario?".

"No sé quién es Cunningham, pero si reemplaza a Michael, mi galán, sí".

Bender nos miró.

"Nicole hará el número de... tú sabes".

"Sí", corté.

"Okey", se encogió Bender de hombros. "Sal a la barra, en cuanto oigas la música. Baila un poco. Cunningham saldrá después; acaba de llegar, pero casi termina de vestirse".

Me preparé en el acceso, como lo había hecho el día del concurso. Yo estaba excitado, muy, muy excitado, pero también nervioso. Tenía la boca seca. "¿Qué rayos estoy haciendo?", pensé.

No me dio tiempo de reaccionar. En cuanto oí las primeras notas, avancé, descarando la sensualidad de mis movimientos. Pronto, identifiqué el tema: era una canción de Nine Inch Nails, mezclada con una base electrónica. "You let me violate you. You let me desecrate you. You let me penetrate you. You let me complicate you". Lenta, me permitía experimentar con movimientos sutiles; con una sensualidad parsimoniosa. Avancé, sintiendo el choque de decenas de ojos sobre mi piel como chispas sobre metal.

Una explosión y el grito de los asistentes me hizo voltear: Cunningham había entrado a escena: era un hombretón de unos 30 años, exageradamente musculoso. Medía mas de dos metros y vestía un entallado traje de cuero, adornado con estoperoles; sus botas, pesadísimas, parecían hacer vibrar la barra.

Se acercó, bailando de una manera animal, y me tomó por la cintura, recargándose un poco en mí.

"Así que Harriet no pudo venir hoy".

"No", dije con la respiración cortada.

"Estás muy bien".

Cerré los ojos. Poco a poco, sentí como sus manos recorrían mi cuerpo. Era un experto: parecía detectar los lugares más sensibles y ensañarse en ellos.

"Sigue bailando".

Lo hice. Cunningham comenzó a retirarme el corssett de una manera cachondísima; luego se quitó la camisa. Así, sin perder el ritmo, entrelazó sus piernas con las mías, y comenzó a estrujarme y a chuparme las tetas. No lo fingía. Lo estaba haciendo. El repentino flashazo de una cámara me hizo sentir humillado.

"Espera, Cunningham".

Mi voz comenzó a hacerse más débil. Realmente estaba calientísimo, ante lo bizarro de la situación.

"Help me; I broke apart my insides. Help me; I’ve got no soul to sell. Help me; the only thing that works for me. Help me get away from myself".

Ante mi placer, caí en una especie de vorágine. Me sentía como hipnotizado. Dejé de percibir a la gente.

"Vaya. ¿Te está gustando? ¡Eres una pequeña puta!".

Cerré los ojos, y seguí moviéndome al ritmo de la música, aumentando los millones de choques eróticos que sentía en mis células.

"I want to fuck you like an animal. I want to feel you from the inside. I want to fuck you like an animal. My whole existence is flawed. You get me closer to God".

Cuando abrí los ojos, Cunningham había terminado de retirarme la minifalda, sin dejar de bailar, y comenzaba a deslizarme la panti hacia abajo. Quedé prácticamente desnudo, apenas amparado por el collar, los guantes, el antifaz y las botas.

"Tienes un cuerpo bellísimo", me susurró.

"You can have my isolation. You can have the hate that it brings. You can have my absence of faith. You can have my everything".

"Apóyate de espaldas en mí, tómame del cinturón, y aprieta con fuerza", me ordenó.

Deslicé mis manos por su abdomen, estremeciéndome ante la dureza de sus músculos. Con una facilidad que me impresionó, me jaló hacia él; luego me impulso, tomándome de las nalgas, y comenzó a levantarme.

"Mantén las piernas estiradas", ordenó.

Lo hice. Entonces, con sus manazas me obligó a abrirlas, y, cargándome, comenzó a girar: estaba permitiendo que todos vieran mi sexo. Fue, para mí, como despertar de un letargo, ante decenas de admirados ojos. La excitación sexual era tan palpable en los espectadores como el avizor silencio: una mujer, toda una mujer, estaba frente a ellos. Divisé a Asha-Rose, en una mesa, y vi como me guiñaba un ojo. Recuperé la seguridad: en cuanto Cunningham me bajó, me sentí renovado.

"Help me. Tear down my reason. Help me. It’s your sex I can smell. Help me. You make me perfect. Help me. Think of somebody else".

Cunningham se despojó del cinturón con movimientos machísimos; luego, de un tirón, se quitó los pantalones (eran de stripper, adheridos con velcro). Quedó en una diminuta tanga que le marcaba un paquete interesante.

Yo alcé los brazos, y me lucí bailando: hacía movimientos pélvicos hiper-sexuales, ostentando lujuriosamente mi nuevo vientre. Cunningham era guapo, con buen físico; pero yo estaba recuperando la dimensión del poder de mi propio cuerpo. Y él, de alguna manera, lo percibió.

"Arrodíllate, por favor", me dijo un poco nervioso. "Frente a mí"

Justo entonces, se despojó de la tanga. Y Bender, en perfecta sincronía, disminuyó las luces de la barra.

"Finge mamármelo".

Inicié una cachondísima pantomima: lo así por las nalgas, y moví la cabeza hacia adelante y hacia atrás, como si me introdujera un pene en la boca. Repentinamente, Cunningham se excitó.

"¡Mierda!", se quejó. "Discúlpame, pero eres la mejor zorra con la que he actuado. ¡Estás que ardes!".

Su pene se erectó frente a mis ojos. Era casi tan grande como el de Andy, y despedía un inconfundible aroma a macho, pero mezclado con unos toques ligeramente canelosos. Cunningham, concluí, era un hombre pulcro... Y se tomaba el trabajo en serio...

Tomé, pues, el pene de Cunningham con la mano derecha y abrí la boca. Estuve a punto de introducirlo. Pero no pude. La imagen de mi novio fue más fuerte. Reconocía mi excitación y veía mis pezones apuntando al frente con la rigidez de dos lanzas, pero sabía que en mi interior de mujer, además de un vientre ansioso por ser poseído, había un corazón enamorado.

"Si quieres, hazlo", me susurró.

"No, gracias", respondí.

Cunningham me hizo recostarme, se puso sobre mí y comenzó a moverse. Realmente parecía que me estaba cogiendo. Yo comencé a arquear mi espalda, y a mover mis nalgas, como si quisiera retener una verga dentro de mí. Hasta la fecha me pregunto de dónde me nació la inspiración: simplemente, de manera natural, sabía que así me sucedería cuando me fornicaran de verdad.

"I want to fuck you like an animal. I want to feel you from the inside. I want to fuck you like an animal. My whole existence is flawed. You get me closer to God".

Por supuesto, en algunos momentos, el pene de Cunningham llegó a rozarme los labios vaginales. Yo sentía delicioso. Pero estaba determinado. "Le pertenezco a Andy", me repetía. "Soy su mujer".

"Sólo preguntaré esto una vez", me bisbisó. "¿Te penetro o sigo fingiendo?".

"Finge", le respondí. "Esto es una actuación".

Cunningham me hizo girar entonces, me puso en cuatro, y siguió con la coreografía.

"Through every forest, above the trees. Within my stomach, scraped off my knees. I drink the honey from inside your hive. You are the reason I stay alive".

La música terminaba. Cunningham fingió venirse dentro de mí. Yo inicié una serie de fuertes gemidos, tan orgásmicos y tan femeninos, que cuando aquélla acabó del todo, el silencio se mantenía. Bender apagó las luces, y un aplauso cerrado hizo vibrar el club.

Asha-Rose me esperaba en los camerinos.

"Parece que estoy a salvo de comerme tus Prada", sonrió.

"Estabas loca, además, si pensabas que los mancharía con catsup", bromeé.

Cunningham me estrechó la mano. Pero no despegó sus ojos de mis senos, ni de mi pubis:

"Estás increíble. Tienes el coño de una virgen".

Asha- Rose y yo explotamos en carcajadas.

"¿Ahora te das cuenta del mujerón que eres, chica?", me preguntó Asha-Rose en el auto. "¿Cómo podías pensar que alguien te descubriría? Hasta Bender me dijo, cuando me despedí de él, que jamás había visto a Cunningham tan excitado".

"Lo noté también, amiga", contesté.

"Vaya, pues. Estoy caliente. Esta noche Michael tendrá mucho qué hacer", subrayó, divertida. "Y tú, seguro que te sientes igual o más. Lástima que te faltan unos días para ver a tu Andy".

"Sí", me mordí los labios. Luego, reí. "Esto tendré que consultarlo con la almohada".

Así, pues, el fin de semana siguiente, con toda la seguridad del mundo, bajé del avión, en el Aeropuerto Internacional de Miami, y me encaminé al encuentro de Andy. Mi segunda actuación en el club me había servido como una especie de "graduación" femenina (la definitiva), y me sentía pleno. Caminaba al encuentro de mi amor, estaba seguro.

Recordaba el primer beso, mis dudas de entonces. Y supe cuánto amaba a Andy.

Ya me había retocado el maquillaje en el baño del avión, así que antes de cruzar las puertas, me limité a checar mi aspecto: llevaba un short en tonos blancos de corte marinero, combinado con unos peep toes de Ferragamo en tonos dorados a juego con una pochette rígida cuajada de brocados venecianos, y una elegante blouse en leopardo color miel. Como toque glam me había recogido el pelo en un tirante moño, y colocado unas gafas negras.

Salí. Y entonces supe lo mucho que la espera había valido la pena: Andy estaba frente a mí. Vestía un pantalón de algodón con franjas laterales de Armani, una blanquísima y entallada camisa (tejida por indígenas mexicanos) y sandalias. ¡Se veía altísimo... y su cuerpo se había marcado aún más! La camisa, de hecho, dejaba ver un maravilloso cuello de toro (ataviado con un collar de artesanía) y el inicio de unos pectorales perfectos.

Nada dijimos. Nos abrazamos y nos besamos en la boca. Largamente.