Adrianne (11)

Sentí el pene de Ted deslizándose entre mis nalgas; después, su glande en el borde de mi ano.

"¿Nuestra nieta?", oí una voz cascada.

Roman Dickenson estaba en medio de una sala espectacular, toda en cuero y madera. Vestía un elegantísimo traje de lino, color crema, hecho a la medida, y una camisa de seda cruda; sus impecables zapatos café oscuro permitían ver unos calcetines en estricta combinación. Alzó la vista del Wall Street Journal (que leía, acomodado en un bellísimo sillón de diseño italiano, mientras apuraba una taza de espresso), y me contempló por encima de sus lentes (montura en marfil y oro).

"Eres una jovencita muy bella", me dijo Roman.

"Gracias, señor", respondí.

Adrianne-la-otra me hizo entrar, y compartir con ella el confortable sofá. Luego, le indicó al mayordomo que me trajera algo de beber (elegí un jugo). Los aromas (del mobiliario, de un discretísimo aromatizante, del café) daban a la atmósfera un toque abigarrado pero delicioso.

Poco a poco, a lo largo de un par de horas. Roman y Adrianne me fueron revelando la verdadera historia de Ted. Los dos se sentían increíblemente cómodos conmigo, e hice todo lo posible para generarles confianza. Habiendo detectado su elegancia, no me fue difícil comportarme como una dulce jovencita, refinada y sofisticada, sin caer en la impostación.

"El distanciamiento de Ted es culpa nuestra", reconoció Roman.

Aparentemente (nueva revelación), los Dickenson habían deseado siempre una hija. El nacimiento de Ted y la imposibilidad posterior de Adrianne para volver a concebir los frustró.

"Te parecerá estúpido", me dijo Adrianne-la-otra. "Pero siempre he pensado que en nosotras las mujeres la elegancia es algo mucho más innato que en los hombres. Las mujeres, en general, dedicamos más tiempo a cultivar este valor: desde escoger más detenidamente nuestro atuendo, hasta cuidar mucho nuestras maneras".

Asentí. A la transformación de mi cuerpo, me había seguido un impulso de estilización casi instantáneo: siendo niño podía ser desgarbado, rasparme las rodillas, ensuciarme; como chica, me sentía consciente de mi propia belleza, responsable de ella, y de cómo ornamentarla y lucirla ante el mundo.

"Además, Ted fue siempre un simpatiquísimo salvaje: inquieto, deportista, independiente. Algo ajeno a la niña que habíamos soñado", agregó Adrianne.

Un poco conmovido, Roman prosiguió:

"Creo que Ted, de alguna manera, detectó nuestro deseo. Por supuesto, yo he amado siempre a mi hijo, pero no hice nada por impedir la distancia que, cada día, se abría más entre nosotros".

Bebí un poco de jugo. Y empecé a tomar conciencia de las razones del comportamiento de Ted. Perdida su hija, único referente seguro para él, había hecho en mí lo que sus padres hubieran querido hacer en él: una transformación en mujer. ¿Acaso había, de paso, sublimado, un rechazo inconsciente a su propio sexo?

"Por supuesto, nunca quiso hacerse cargo de los negocios de la familia", subrayó Roman. "Cuando nos comunicó su deseo de estudiar medicina, nos pareció un desperdicio existencial. Yo lo necesitaba tanto a mi lado".

"¿Se lo dijo?", pregunté.

Roman negó con la cabeza.

Pese a la resistencia familiar, Ted se marchó a la universidad. Y terminó especializándose en Psiquiatría.

"Creo que en el fondo buscaba entenderse a sí mismo", dijo Adrianne-la-otra. "Y remediar un poco el mucho daño que nosotros le habíamos provocado con nuestro rechazo".

Por supuesto, los Dickenson habían ido a terapia también. Ahora podían razonar muchas cosas.

"¿Y por qué no buscaron a Ted?", cuestioné.

"Lo hicimos", dijo Roman. "Pero nos resistía siempre. Fue el pago a nuestros errores de padres".

La ruptura definitiva se había dado con el matrimonio de Ted: la elegida, una chica francesa, de izquierda, onda hippie, se ubicaba el extremo opuesto del ideal de belleza y elegancia de los Dickenson.

"Estamos tan arrepentidos", dijo Adrianne.

"¿Puedo preguntarle por qué fue tan dura conmigo, señora?", planteé.

"Hija, me dio miedo que sólo te moviera el interés".

Suspiré.

"Sorpréndanse los dos: mi padre es un excelente médico y tiene una práctica profesional exitosa. Vivimos de maravilla, con un nivel digno y hasta lujoso. Tiene habilidad para los negocios, y ha logrado una pequeña fortuna en bienes raíces. Pero sigue necesitando a sus padres. Si están dispuestos a darle amor, mi visita tuvo sentido. De lo contrario, me despediré y no volverán a verme".

Adrianne me abrazó.

Pasamos el resto de la tarde hablando de tonterías. Quisieron mostrarme la mansión, pero me negué. Permití, eso sí, que me atiborraran con fotos de Ted: de niño (sorprendentemente parecido a la Adrianne-verdadera, la que yo sustituía), de joven, de estudiante. Por fin conocí a la "francesa", y al resto de la familia.

"Tu madre era un poco desarreglada", dijo Roman, sin ánimo ofensivo.

"Y es que la elegancia no es algo puramente externo", completó Adrianne. "Por ejemplo, tus maneras femeninas y tu ropa únicamente responden a tu fondo e interioridad como mujer. Tienes una elegancia poseída desde el fondo de ti misma. Habla y silencio; opacidad y transparencia; interioridad y exterioridad; moda y prudencia. Todo eso te hace elegante, misteriosa y atractiva a los ojos de los demás".

Me sentí halagadísimo. Y tuve que reconocer que aunque mi cuerpo estuviera incompleto, una mujer vivía ya dentro de mí. ¿En qué momento había surgido? Lo ignoraba. Pero estaba ahí, había anulado a Chris, y se proyectaba al exterior cada vez con más fuerza. Gritaba su presencia, imparable, avasallante.

"¿Cuántos años tienes, ya?", me preguntaron, al fin.

Entonces, caí en cuenta, de las fechas reales... y de las equivocaciones consulares.

"Cumplo 16 la próxima semana".

"¿En serio?", se emocionó Adrianne-la-otra. "Tus dulces 16. ¿Dónde los celebrarás?".

"Con Ted", mentí. "En un restaurante de comida japonesa que nos encanta".

"¿Una fiesta de dulces 16 entre yakimeshi y pescado crudo?", se indignó Adrianne.

"No será una fiesta", subrayé.

Adrianne iba a decir algo más, pero Roman le hizo una discreta seña.

"¿Qué quieres de regalo", averiguó.

"Nada", respondí. "Si quieren complacerme, hablen con mi papá. Eso será suficiente".

De manera veloz, nos pusimos de acuerdo. Llamé a Ted al departamento (ya había llegado) y le dije que estaba extraviado en la zona de los Hamptons, que me había quedado sin dinero y que me estaba asustando. Dado que sólo recordaba su anterior dirección, la de Park Avenue, nada sospecharía.

"¿Estás loca?", rió por teléfono, y me agradó que mi falsa estupidez lo sacara un poco de la depresión. "¿Cómo rayos fuiste a dar allá?".

"Veamos. Un taxista coreano que no hablaba inglés y dos autobuses equivocados".

Esperé a Ted fuera de la casa de los Dickenson. Cuando llegó, me encontró sentado en la banqueta.

"Hola, niña guapa", me saludó en español. "¿Por qué tan sola?".

Reí con coquetería. Sin bajarse del auto, me abrió la puerta.

"Papá", interrumpí. "¿Me harías un favor?".

"Por supuesto".

"Un matrimonio muy amable me invitó un jugo mientras te esperaba. ¿Te molestaría si te presento con ellos?".

Ted sonrió, estacionó el auto y se apeó.

"Vamos, pues".

Toqué el timbre. El mayordomo abrió. Ted casi se desmaya: emocionalmente vulnerable, como estaba, enmudeció. Los Dickenson quedaron igual.

"Creo que Roman y Adrianne tienen que decirte algo", sugerí.

Roman fue directo:

"Perdónanos, Ted. Te hicimos mucho daño".

Dos segundos después, los tres lloraban, abrazados. No pude contenerme: sentí las lágrimas corriendo por mis mejillas, también. "Misión cumplida", pensé.

Cenamos juntos. Y comencé a sentirme nuevamente en familia. Como Chris, había perdido a mi madre y a mi padre. Como Adrianne, se me revelaba un nuevo mundo.

"¿Es cierto que no has planeado una fiesta de dulces 16 para tu hija?", preguntó Adrianne-la-otra.

Ted quedó estupefacto un instante.

"Es que acabamos de llegar a Nueva York, madre".

"No es pretexto. Permíteme organizarle una comida en el Club".

Ted y yo tuvimos que ceder. Un sábado, justo, comencé a arreglarme para una de las fiestas socialmente más femeninas de los Estados Unidos. ¡Y dada en mi honor!

Me puse una pantaleta blanca de corte brasileño (en microfibra) y un brassiere de algodón con delineado ligero, los dos de Victoria’s Secret. Por supuesto, opté por ropa de Armani (para complacer a Adrianne-la-otra): un conjunto de chaqueta y falda en tonos grises y azul tinta, con volúmenes alternos; una blusa de rayas bicolor en blanco y negro, con complementos sencillos y sofisticados. Incluso, elegí los discretísimos y elegantes aretes que me había regalado la madre de Andy. Y un nuevo par de zapatillas Prada.

La fiesta, ciertamente, quedó a gusto de los Dickenson. Lo que yo pensaba una pequeña comida, resultó una pasarela de personalidades (incluyendo un Senador, tres Embajadores, dos directores de Museos y varios presidentes de Fundaciones), en un bellísimo ambiente campestre (con las tradicionales tienditas de lona). Fui presentado como nieta, y tuve que soportar a un grupo de niñas bobaliconas (superficiales a morir, y deseos de congraciarse conmigo).

La comida fue deliciosa (salmón marinado al cubebe y albahaca, hojas crujientes con aguacate; crema de pangora capuchino y rollo de champiñones; mariposas de langostinos asados y espuma de azafrán; milhojas de peras salteadas al Jack Daniel’s, y crema de praline de almendras). Yo estaba encantado con las fascinación de los Dickenson, y con una especie de vital renacimiento de Ted (en algunos momentos, hasta me parecía excesivamente eufórico). Sin embargo, me sentía un poco fuera de lugar.

Me entretenía en ver algunos guapísimos chicos (sin llegar a la coquetería, un poco forzado por la presencia de "los abuelos"), cuando distinguí a una chica con el uniforme de empleada del Club a lo lejos: era Asha-Rose, la stripper. Me disculpé y corrí a alcanzarla.

"Asha-Rose", le grité.

Asha-Rose giró la cabeza. Tardó en reconocerme.

"Me quiero morir", rió. "Así que la sensual Nicole es una joven neoyorquina riquilla".

"Ni neoyorquina, ni riquilla", respondí divertido. "Sensual, sí".

Me enteré de un soplo: Asha-Rose estudiaba arte y danza en un colegio público, pero tenía que mantenerse a sí misma. Trabajaba en el Club. Y, en ocasiones, completaba gastos con un baile erótico.

"¿Y qué haces aquí?".

"Ríete, chica. Estudié un poco de Shiatsu y otras técnicas, y doy masaje".

Me sentía divertido con Asha-Rose. Desafortunadamente, sucedieron dos cosas. Su Supervisor le llamó la atención, y a mí Adrianne-la-otra comenzó a buscarme. Con mi natural rebeldía, hice algo salomónico.

"¿Cuánto cuesta el servicio de masaje?", pregunté al Supervisor.

Me respondió con cierto desprecio.

"Bien", ordené. "Cóbrese un servicio de tres horas".

Le extendí la tarjeta de crédito adicional que Ted me había proporcionado. El nombre escrito en él lo hizo palidecer.

"Sí, señorita Dickenson. Pase por aquí, por favor".

"No", respondí. "He pagado, puedo disponer del tiempo de esta chica. Asha-Rose, ven conmigo a la mesa".

Adrianne casi se desmaya al verme ir a la mesa con una empleada negra del Club. Yo le sonreí con dulzura, y la desarmé un poco. Asha-Rose y yo conversamos largamente: de todo y de nada. Me informó que estaba saliendo con Michael y que estaba buscando desesperadamente una beca. Aceptó un milhojas ("ya comí, y no quiero provocar en exceso a m Supervisor"), y me contó su vida en el Bronx, de cara a la adversidad.

"Tú no sabes lo que es la pobreza, dulzura".

Al término de la comida, intercambié teléfonos con Asha-Rose, y le ofrecí un aventón: aceptó encantada. Pero no contaba con que Ted tenía una reunión en la Universidad.

"Abuela", le dije a Adrianne. "Antes de que me lleves a casa, ¿podríamos acercar un poco a su casa a mi amiga?".

"¿De dónde la conoces?", averiguó con cierto desprecio.

"De clases de ballet", mentí.

"¿Sabes? Tendremos que hablar de esa actitud tan demócrata tuya. Hoy, es tu cumpleaños y sólo por eso lo toleraré". Giró hacia el chofer. "Por favor, lléveme antes a Park Avenue; después mi nieta le indicará el destino".

Asha-Rose quedó impresionada por la limosina de Adrianne. Roman había decidido quedarse en el Club, ultimando algunos asuntos con el Senador. Así que tuvimos un rato para charlar. Asha-Rosa era tan agradable que "mi abuela" tuvo que reprimirse para no sonreír.

Una vez frente a la mansión, el chofer se adelantó para abrir la portezuela. Adrianne bajó dándose cierto aire de superioridad. Para nuestra estupefacción, dos hombres intentaron atraparla. El chofer, a su vez, sacó un tubo de gas pimienta, y se arrojó sobre nosotros. Ninguno contaba con las agallas de Asha-Rose: en cuanto la mano del chofer se acercó, amenazante, ella cerró la puerta, obligándolo a soltar el tubo. Yo me baje del otro lado y corrí a socorrer a mi abuela: eché manos de todo el karate que recordaba, con una furia que me brotaba desde el estómago. Golpeé, mordí, pateé, escupí.

Asha-Rose, ciertamente, era una fiera. Inmovilizó al chofer con un sabio golpe a los testículos y otro a los oídos; luego, fue en mi ayuda. El escándalo hizo que el mayordomo de la mansión saliera, se diera cuenta y gritara. Dos empleados de la Fundación vinieron en refuerzo. Una patrulla arribó tres minutos después.

Pasado el peligro, reducidos los tres tipos, quedamos todos conmocionados. Asha-Rose abrazó con calidez a mi abuela y la condujo al interior de la mansión. Tomábamos un poco de té, cuando Roman y el Senador hicieron su alarmadísima aparición.

En efecto, había sido un intento de secuestro. El chofer, cómplice estratégico, conocía todos los movimientos de los Dickenson. Una vez avisado de la ruta, dio el pitazo a sus compinches: pensó que no les sería difícil dominar a tres mujeres. Asha-Rose reía con ganas.

"Con mis experiencias en el Bronx, estos blanquitos no tenían oportunidad alguna".

Adrianne-la-otra estaba vivamente agradecida conmigo. Y con Asha-Rose. Nos lo dijo.

"Asha-Rose, me alegro que seas compañera de ballet de Adrianne".

Asha-Rose, para mi tranquilidad, disimuló la carcajada.

"Este suceso, me ha apresurado a tomar una decisión", agregó "mi abuela".

Esa misma noche, dispusieron guardaespaldas para los Dickenson. Dos días después, recibí una lujosa invitación para una cena de gala de la Fundación. Apenas la leía, cuando sonó el teléfono.

"¿Qué broma es ésta, chica?", gritó Asha-Rose.

"Estoy en la misma estupefacción, amiga", respondí.

Adrianne-la-otra me llamó después.

"Hija, prepárate. Necesitamos ir de compras".

Unas horas más tarde, enfilábamos rumbo a las tiendas de dos avenidas: Fifth (la célebre Quinta) y Madison. Buscábamos el vestido ideal para la ocasión. ¡Me resultó tan encentador saberme atendido por un ejército de bellas chicas, buscando las mejores galas femeninas para mí! ¡Me probé un millón de cosas: vestidos, faldas, blusas, zapatillas, accesorios, sombreros! Yo me sentía en el paraíso; y "mi abuela", a su vez, no disimulaba el encanto. Por supuesto, yo tenía un presupuesto establecido por Ted. Pero pronto me di cuenta de la carta blanca de los Dickenson.

"Toma la fiesta como el regalo de Roman; la ropa va por mi cuenta".

Aunque no abusé, debo reconocer que, aparte de las prendas necesarias (por decirlo así), me di el lujo de comprar un par de artículos carísimos (una falda maravillosa y la más bella chamarra). Seleccioné, además, unos impactantes juegos de lencería, bolsas de mano y zapatillas altísimas. Pensé que meses antes, mi felicidad hubiera estado en una tienda de videojuegos. Vuelto chica, en cambio, gozaba entre telas, encajes, sedas y linos.

"Me encanta comprar contigo, amor", me dijo Adrianne. "Eres mi sueño hecho realidad".

El día de la cena, por la mañana, Ted se mostró inquieto. Habló largamente por teléfono con "mi abuela", y luego me anunció que no me acompañaría.

"Si no vas tú, yo tampoco", le respondí. "Ahora mismo le hablo a Asha-Rose y cancelamos todo".

"Ve", me contestó agitado. "Ya hablaremos cuando regreses".

Dado que había quedado de acuerdo con Adrianne-la-otra de reunirnos en los Hamptons y de arreglarme allá, salí temprano del departamento y abordé un taxi.

Apenas llegué, tuve que preguntar:

"¿Qué pasa con mi papá? ¿Discutieron?".

"Te seré sincera, amor", contestó ella. "Le dije que su fideicomiso seguía intacto, que se había incrementado muchísimo, y que Roman y yo deseábamos que tomara posesión inmediata de él, pero se negó. Lo oí nervioso".

Con un millón de pensamientos, comencé a arreglarme. El personal de "mi abuela" se dividió: mientras un grupo la peinaba y maquillaba, otro hizo lo correspondiente conmigo. Me despuntaron y extra-alaciaron el pelo, me hicieron las uñas, y luego me condujeron al guardarropa. Ahí, colgado y listo, estaba mi vestido de noche: el primero.

Me desnudé y comencé el proceso: saqué de mi mochila una tanga azul de algodón, oculté mi pene y me la coloqué. Luego, abrí un paquete de medias, azules también. Nunca las había usado antes y noté cierta excitación: era rica la textura de la tela, su transparencia. Nadie me veía, pero adopté de manera natural una actitud tan femenina, que me percaté de que jamás, ni por equivocación, habría marcha atrás. "Soy Adrianne, soy mujer, soy la hija de Ted", pensé. "Y me gusta serlo". Sostuve, pues, la media, extendí la pierna izquierda, y delicadamente introduje mi pie: poco a poco, la prenda comenzó a deslizárseme. Fue, lo juro, como si cada centímetro acomodado terminara por desparecer a Chris, el niño, el hijo de Leticia. Repetí la acción con mi pierna derecha. Luego, verifiqué que cada media quedara perfectamente acomodadas. Me levanté y no pude menos que verme al espejo: ¡me percibía tan hembra! Si de por sí mis piernas eran ya curvilíneas, enfundadas así se veían matadoras. Agregué un liguero, y aseguré las medias.

Me enfundé el vestido (sin brassiere): un Nina Ricci en azul tinta y toques violeta, con escote palabra de honor y una cascada de gasa en volantes en sutil degradé; y los zapatos: unos elegantísimos Stilettos a juego. Agregué unos pendientes Boucheron (corales rosas y cristal de roca con lágrimas rosadas), y un solo accesorio más: una pulsera slim en fucsia y oro. Quedé radiante.

Adrianne-la-otra no pudo estar más complacida. Le pidió a sus asistentes que me maquillaran. Lo hicieron con profusión y parsimonia.

Cuando contemplé el resultado final, en el espejo de cuerpo entero de "mi abuela", estuve a punto de irme para atrás. Parada frente a mí, estaba mi madre: vivía, ahora, en mi cuerpo de mujer. No era sólo el rostro (reforzado por los expertos apliques), sino algo más, inexplicable: la actitud, quizá. Me veía mayor, ciertamente. Y pensé que si mi tía llegaba a verme, pensaría que su hermana había salido de la tumba. Quise que Ted me contemplara. "Habrá tiempo, al rato", pensé.

La cena transcurrió de manera normal. Asha-Rose llevaba un vestido discreto y hermoso.

"Lo hice yo misma, chica", me guiñó un ojo. "Lo copié de una revista".

Me sentí alegre por ella, hice todo lo posible por hacerle agradable la velada, y por introducirla al círculo social (era tan nueva como yo, después de todo, y me daba seguridad con su desparpajo). Las chicas neoyorquinas y yo, debo reconocerlo, logramos mejores migas que en mi fiesta de dulces 16: yo, lo entendí al fin, era ya "una de ellas".

La sorpresa de la noche fue el sorpresivo anuncio de Roman. Sin previa consulta, hizo pública mi incorporación a la Fundación (fui el primer estupefacto al respecto); luego, presentó a Asha-Rose y le hizo entrega de una beca.

"Si no fuera por estas dos bellas señoritas", dijo Adrianne, posteriormente, "quizá yo no estaría aquí hoy".

No duré mucho en la cena. Estaba preocupado por Ted. Además, lo reconozco, quería que me viera vestido así, en esa dimensión femenina, tan parecido a mi madre. "Has logrado lo que querías, Ted", pensé. "Soy toda una chica".

El nuevo chofer de los Duckenson me llevó al departamento. Antes de bajar de la limosina, me vi rápidamente en el espejo. Me retoqué el maquillaje un poco. Recordé, de nuevo, la conmoción de mi tía en Cancún, sonreí al espejo, y éste me devolvió la sonrisa de mi madre.

El chofer me abrió la puerta y me ayudó a bajar. Subí al departamento.

Para mi sorpresa, encontré a Ted en la penumbra.

"Ya llegué", dije en un susurro, por si estaba dormido.

"¿Cómo?", respondió en español.

Encendí la luz. Ted tenía al lado una botella de Jack Daniels, casi a la mitad. Estaba evidentemente borracho.

"¿Te sientes bien?".

Ted giró su cabeza hacia mí. Me vio entre incrédulo y estupefacto.

"¿Leticia?".

Sonreí.

"¿Verdad que me parezco mucho?".

Ted se levantó, se acercó a mí y me contempló en silencio. Iba a hacer un chiste, cuando me tomó por la cintura y me besó en los labios. Invadida mi boca por su lengua, me llenó el sabor del güisqui.

"Ted, espera".

"Leticia", dijo. "Pensé que no volvería a verte".

Antes de que pudiera articular palabra, de que pudiera protestar, volvió a besarme, me levantó con facilidad, me cargó y me llevó hasta su cuarto. Luego, me arrojó a la cama y se me fue encima.

"Leticia. Como he extrañado tu cuerpo. Tu olor. ¿Has pensado en mi verga? ¿Recuerdas como me decías que te gustaba, que era la más grande que habías conocido? Leticia, mi hembra, mi puta".

Las palabras de Ted me revelaron una dimensión desconocida de mi madre (pensé que había tenido razón, meses antes, al comparar el pene de Ted con el de mi padre). "Para él, en este momento, no soy Adrianne sino mi madre", pensé.

Con una fuerza imparable, Ted me desnudó el torso, me retiró el brassiere, y comenzó a acariciarme los senos, a devorarlos, metiéndoselos en la boca, chupándolos y lamiendo mis pezones.

"Me está haciendo las tetas como se las hacía a mi mamá; mis tetas son ahora las tetas de mi mamá; como si las tetas de las que me amamanté colgaran ahora de mi propio pecho", pensé. Y esa conciencia me hizo sentirme decididamente mujer. Cerré los ojos,

sentí las caricias de Ted en mis piernas, oí el leve tronido de las medias (al contacto con la palma de una mano), y llegó hasta mi nariz de chica un creciente aroma de excitación masculina. Pero reaccioné.

"Papá. Soy Adrianne. Detente".

Ted simplemente no me oía.

"Estás buenísima, Leticia. ¿Aún te gusta que te trate rudo, que te diga que eres mi perra?".

"¿A mi madre le gustaba que la trataran rudo?", pensé. Me llegó una bizarra sucesión de imágenes a la mente: Ted sometiendo a mi madre en diferentes posiciones, cómo habría sido la primera relación de ambos, el pene de Ted entrando y saliendo de la vagina que me había albergado.

Ted tomó mi mano y la dirigió a su entrepierna, haciendo que le palpara el relieve de su pene: estaba muy erecto. Me asusté y retiré bruscamente mi mano, dando un pequeño grito. Ted aprovechó para deslizar su mano derecha por debajo de mi vestido, alcanzando a tocar mi pubis sobre la tela de mi tanga. Yo reaccione de inmediato, haciendo hacia atrás mi cadera y tratando de retirar, con mis manos, las manos de Ted. Pero era mucho más fuerte que yo: me tomó, sujetándome con fuerza y me atrajo hacia él, para tratar de besar mis labios. Lo evité volteando mi rostro hacia los lados y forcejeando para liberarme.

Con potencia de semental, Ted me levantó, me colocó bocabajo, me ató las manos con el pantalón de la pijama, las aseguró a las barras de la cama, y me dio una sonora nalgada. Me di cuenta de que el vestido se me había alzado. Justo entonces, para mí, el tiempo pareció comenzar a estirarse y a contraerse. No podía creer lo que ocurría. No quería. Seguía forcejeando, pero mi capacidad de movimiento había quedado muy restringida.

"Papá, no. Estás borracho".

"¿Sabes, Leticia? Me encantan tu cadera; cuando te mueves, se agita de manera muy sensual".

Mi miedo crecía.

"Papá, no soy Leticia. Soy Adrianne, tu hija. Detente, por favor".

En lugar de una respuesta a mi súplica, escuché el ruido característico de una bragueta que se abre: el ruido del cierre al bajar.

"No, papá. ¿Qué haces? Déjame. ¡Déjame!".

Pero Ted no tenía la menor intención de detenerse. Estaba muy excitado. Ignoró mis gritos, se inclinó un poco hacia delante, y con sus manos comenzó a recorrer la redondez de mi cadera, primero, y luego la de mis nalgas, introduciendo sus manos por debajo de mi ropa. Se detuvo, y, con todo cuidado, me levantó el vestido y la dobló sobre mi cintura. Como pude, traté de girar la cabeza: alcancé a distinguir el pene de Ted, fuera de su pantalón, erecto de manera impresionante, palpitando de deseo.

Volvió a acariciarme la cadera. Poco a poco, me sujetó por los costados para evitar que me moviera tanto, y acercó su rostro para frotarlo, con desesperación, por toda la superficie de mis nalgas. Movía su rostro, presionándolo, y yo percibía su boca, su nariz, sus ojos. Luego sacó su lengua, y comenzó a recorrerme con ella. Sentía cómo se deslizaba, como se me metía en los resquicios de la piel. Los estremecimientos y los escalofríos que esas caricias bruscas y forzadas me producían, me parecieron ajenos, lejanos, independientes de mi voluntad y de mi conciencia. Mis gritos se ahogaron por un momento.

"¡Qué buena te has puesto, Leticia! ¡Qué culo más rico tienes!".

Ted tomó los dos hilos de la tanguita por los costados de mi cintura, y comenzó a deslizarla lentamente. A pesar de que hice mi máximo esfuerzo por evitarlo, la tela quedó rodeando mis tobillos. Mi culo estaba desnudo, a merced de Ted, y misteriosamente mi pene permanecía oculto en el interior de mi abdomen.

Ted volvió a acercar su rostro y me siguió frotando y lamiendo. Tomó mis nalgas con sus manos, las abrió y, empujando con su lengua, lamió por entre mi hendidura, llegando hasta el ano. Se detuvo ahí.

"¿Te gusta como te lamo, Leticia? ¡Qué culito más delicioso! Déjame abrirte un poco más tus nalguitas".

Se acercó para lamer de nuevo, con voracidad, hasta que logró acoplar su lengua al punto más recóndito de mi esfínter, y la movió dando pequeños empujones, como tratando de llevarla más profundamente. Sus manos, que no se estaba quietas, me acariciaban la cadera; de repente, sentí sus dedos en el borde de mi ano.

Dos pensamientos me cruzaron. Uno, inquietante: "me está haciendo lo mismo que le hacía a mi mamá; Ted se cogía a mi mamá por atrás". Otro, terrorífico: "va a violarme".

"No, papá. Así no. Para, para".

"Que putita más rica y cachonda eres, Leticia. ¿Ya quieres verga, mi cielo? ¿Quieres que tu macho te coja rico?".

Oí como Ted se bajaba los pantalones y el boxer. Giré la cabeza, estaba tomando su pene con la mano, preparándose, apuntando. Cerré los ojos. "No quiero que esto me ocurra", pensé. "Ted está borracho y no se da cuenta de lo que hace. Soy la mujer de Andy, y no quiero que Ted me viole. ¿Qué le voy a decir a mi Andy?". Comencé a llorar.

Sentí el pene de Ted deslizándose entre mis nalgas; después, su glande en el borde de mi ano.

Justo en ese momento, Ted se desplomó sobre mí. Esperaba en cualquier momento la penetración, pero nada ocurrió. Ted estaba inmóvil.

"Papá", grité. "Papá".

Con gran esfuerzo, en un tiempo que se me hizo eterno, logré quitarme el pesadísimo cuerpo de Ted. Usando dientes y mi fuerza (incrementada por la adrenalina y por el nerviosismo), me desaté. Ted estaba desmayado. Me acomodé la tanga y el vestido, y corrí al teléfono. Llamé al 911.

Pronto, una ambulancia llegó. Ted había sufrido un infarto. Lo trasladaron de inmediato. Una vez solo en el departamento, me cambié la ropa, le avisé a los Dickenson, busqué dinero y me dispuse a ir al hospital. Tenía tantas ganas de hablar con Andy. Pero no podía hacerlo, no hasta avanzar en mi transformación definitiva. Sólo le avisé a Asha-Rose. Apenas colgaba, cuando el teléfono sonó.

"Hola", dije.

"Adrianne, soy Arul Katz".

"Doctor".

"Disculpa que llame tan tarde, pero acabo de lograr algo y quise comunicarlo. He resuelto tu problema. Puedo operarte en Tailandia".

Me quedé frío.

"Le llamaré más tarde, Doctor. Mi padre se ha puesto mal. Lo acaban de trasladar al Mount Sinai".

Tan cerca, tan lejos.

Pasé la noche velando a Ted. "Mis abuelos" se comunicaban cada dos horas, pendientes de su estado. Arul Katz llegó poco antes del amanecer; recomendó a Ted con los médicos, y me pidió que fuera a descansar. Dormí poco.

Apenas me duchaba, cuando sonó el teléfono. Ted estaba reaccionando.

Llegue veloz. Estaba con Roman y con Adrianne-la-otra. En cuanto me distinguió, comenzó a llorar. Pidió que nos dejaran solos.

"¿Qué traes puesto?", gimió.

Me vi. No entendí.

"Un jersey de mohair y cachemir italianos en negro brillante, una falda en tono petróleo y unas sandalias de plataforma en verde charol. ¿Por qué?".

La respuesta me golpeó:

"Chris, ¿qué he hecho contigo? ¿En qué te he convertido? ¿Podrás perdonarme?".

"No tengo nada que perdonar, papá".

"No soy tu padre y lo sabes".

Comencé a temblar.

"Ted, no me hagas esto. De verdad".

"¿Hacerte qué? ¿Ya lo hice? Soy un hijo de puta, un delincuente".

"Entiende algo, Ted. Estoy feliz de que me hayas transformado en mujer. De verdad. Te quiero mucho".

Ted seguía llorando.

"Tienes el síndrome de Estocolmo, Chris. Los niños abusados psicológicamente son más proclives. Dice Nils Bejerot que...".

No pude más.

"Basta, Ted", interrumpí. "Síndrome, mi culo".

Ted volvió a llorar.

"Si quieres, Arul Katz quizá pueda revertir algo del proceso".

"Basta, Ted".

"Creo que hasta estuve a punto de violarte. Perdóname. Realmente pensé que eras tu madre".

"Estabas borracho, Ted. Afortunadamente, nada pasó".

"Chris, Chris".

Comencé a llorar:

"Si no me quieres en tu vida, regresaré a México, y ya. Pero así. Soy Adrianne, soy mujer, soy tu hija".

Ted me abrazó.

"¿Me perdonas?".

"¿Quieres seguir siendo mi padre? ¿Me dejas seguir siendo tu niña?".

El silencio lo dijo todo. Me besó en la mejilla.

Esa misma tarde, Adrianne-la-otra me informó la decisión de Ted: su fideicomiso, íntegro, debía pasar a mis manos; de inmediato. Evidentemente, el infarto o alguna otra cosa, le habían encendido luces mentales. Se sentía culpable, y quería compensarme de alguna manera. Más:

"Y, francamente, Roman y yo hemos decidido nombrarte heredera".

Para decirlo claro: así viviera yo 200 años, tenía la vida asegurada.

Arul Katz me llamó al día siguiente: debía tomar una decisión inmediata sobre la cirugía. Vi a Ted.

"Una sola cosa, Adrianne", dijo con toda la fuerza que su condición le permitía. Me daba gusto que volviera a tratarme como su hija. "No toques tu dinero: esa operación es mi compromiso".

Me preocupaba un detalle: evidentemente necesitaba a alguien a mi lado, y Ted no estaba en condiciones de viajar conmigo. Las fechas límites dadas por el Doctor Katz no me dejaban mucho margen de maniobra. Marqué el teléfono:

"¿Asha-Rose?", pregunté.

"Cariño, ¿cómo sigue tu padre?".

"Mucho mejor", respondí.

"¿En qué puedo ayudarte?".

Suspiré:

"Necesito cuatro favores".

"Los que quieras, amor".

"Que me escuches, que no me juzgues, que me guardas un secreto y que me acompañes a Tailandia".

Una semana después, volábamos con rumbo a Chonburi. Antes del despegue, Asha-Rose me dijo al oído:

"Dime lo que quieras dulzura, pero jamás podré pensar que fuiste un chico".

Sonreí.

"¿Por qué Asha-Rose?".

Rió con ganas:

"Quizá porque estuviste a punto de arrebatarme el premio en el lapdancing club... y hasta de quedarte con Michael".

Volví a sonreír.

"Le dijiste algo a tu galán".

"Nunca, amor; tu secreto estará siempre a salvo conmigo. Además no me lo creería".

Luego, me quedé dormido.