Adrianne (10)
La atmósfera sexual del lugar se me untó en la piel, como una enorme lengua, y me recorrió en un latigazo de electricidad pura.
El silencio en el consultorio era casi absoluto; sólo lo interrumpía el suave crujir de los folios de mi expediente, conforme el Doctor Arul Katz les daba vuelta. Yo me limitaba a observar, a través del enorme ventanal, las hojas doradas caídas sobre el pasto y la luz vespertina reflejada en el chorro de agua de la fuente.
"Excelentes resultados", dijo al fin. "Una muy exitosa terapia de reemplazo hormonal".
Ted intervino:
"¿Y bien?".
"¿Y bien qué?", reviró el Doctor Katz.
"¿Nos apoyarás con la operación de mi hija?".
Katz ignoró a Ted y volteó a verme:
"¿Desde cuándo te percibes como chica?".
"Desde pequeña", mentí.
"Cuéntame".
Fui inventando una historia: gusto por la ropa femenina, por las muñecas, por adoptar roles de niña... Una vida que me era ajena y, a la vez, paradójicamente cercana. Pero Katz era duro de roer.
"¿Cuál es tu sugerencia concreta, Arul?", averiguó Ted.
"Sencillo: proseguir el tratamiento hormonal y operar dentro de dos o tres años".
Sentí un vacío en el estómago.
"Doctor", dije con una firmeza increíble. "No quiero pasar más tiempo con un cuerpo que no es mío. ¡Soy mujer!".
"Tú mismo reconoces el avance hasta ahora, Arul", subrayó Ted. "En términos hormonales, Adrianne es completamente femenina".
"En efecto", sonrió Katz. "Me gustaría saber quién los ha supervisado. Es increíble".
Ted y yo callamos. Para diluir el efecto, sólo pude decir:
"¿Por qué se opone, entonces, Doctor?".
"Tu edad", disparó Katz. "Te ves mayor, quizá como un efecto colateral de las hormonas, pero sólo tienes 15 años. Hemos hecho vaginoplastías en transexuales de 17 años, no más pequeños".
No quise ni pensar en lo que hubiera dicho de saber la verdadera. ¡Bendita equivocación! Ted, como siempre, guardaba un as:
"Sólo te hago notar algo: legalmente, mi hija ya es mujer".
Katz se sorprendió:
"¿Cómo lo lograron? Seguramente en México".
"No, Arul. Mi hija es orgullosamente americana", le extendió mi pasaporte y el certificado de nacimiento de Adrianne. "No correrías riesgo alguno".
Katz se puso serio:
"Ted, tengo casi 20 años de no verte. Fuimos compañeros en la Universidad y te estimo. Pero esto...".
Puse mi carita más angelical de niña:
"Por favor. Ayúdeme a ser feliz".
Katz se mordió los labios:
"No prometo nada. Requiero una evaluación psiquiátrica previa".
"Soy psiquiatra, Arul", recordó Ted. "Yo la avalo".
"No tuya, Ted. De un psiquiatra con mayor objetividad". Katz me vio. "Adrianne, necesito que presentes varias pruebas: el Inventario Multiaxial Clínico Millón, el Bendar Gestalt, la Escala de Inteligencia Wechsler, la Prueba Aperceptual Temática, el Rorschach y el Inventario Minnesota Multifásico de Personalidad".
Me sentí apabullado. Así se lo hice notar a Ted, mientras caminábamos de regreso al departamento.
"¿Y si consultamos a otro médico?", le dije.
"Arul es el mejor", fue terminante. "No quiero riesgos para ti".
Me pasé la semana siguiente en consulta con otro amigo de Ted, un psiquiatra apellidado Jarrell. Presenté todas las baterías y quedé exhausto. Al final, el propio Jarrell se vio obligado a recomendar oficialmente a Katz mi atención clínica, aunque no se pronunciaba específicamente por la cirugía. Debo reconocer, sin embargo, que Ted me había alertado previamente de los puntos que Jarrell revisaría cuidadosamente en las pruebas; tramposa ventaja: por las mañanas, incluso, llegamos a hacer ensayos de lo que contestaría.
Poco a poco, Katz se fue convenciendo. Mucho de lo complicado estaba hecho ya. Faltaba algo, sin embargo.
"Quiero ayudarles", nos confesó. "Pero ninguna clínica en Estados Unidos nos aceptará. Déjenme pensar".
Mientras esperábamos, Ted y yo tratábamos de llevar una vida normal. De manera regular, me comunicaba telefónicamente con Andy (quien se había mudado con sus papás a la Ciudad de México, para la instalación de la clínica).
"Amor, pronto iré a visitarte", me dijo.
Me apabullé. ¡Necesitaba ser mujer completa y las cosas no avanzaban!
También hablaba con la mamá de Adrianne. La oía cada vez más cansada.
"Estoy agotada", me confesó una vez. "Nada me sostiene aquí".
Ted, a su vez, estaba muy ocupado con sus clases. Sin embargo, nos dábamos tiempo para estar juntos. Dado que yo aún no ingresaba a alguna escuela, prácticamente me había hecho cargo de los asuntos domésticos, y reservaba las tardes para pasear solo por Nueva York. Limpiaba, lavaba, cocinaba. ¡Me asumía en el rol más tradicional de mujer! ¡Y me encantaba! En algún momento, incluso, me visualicé como esposa y ama de casa para Andy, sintiéndome más que complacido.
Los domingos, comíamos en algún restaurante, y luego nos acurrucábamos en el sillón del departamento a ver películas. No me sorprendió darme cuenta que me embrujaba recargarme en Ted, en mi condición de niña, y dejarme acariciar el pelo.
Sin embargo, en el otro extremo de la ternura, se me afianzó el gusto por lucir sexy y pulcro. Elegía siempre ropa ajustada, escotes, y faldas cortas (aunque manteniendo una regla de buen gusto: más sugerir que mostrar). Por una sola razón: me fascinaba sentirme admirado, deseado. Mi cuerpo, decididamente exuberante, era el arma principal. Pero mi actitud resultaba la munición, la pólvora.
En la calle, en los restaurantes, con los alumnos de Ted, con profesores universitarios, con los vecinos, mostraba siempre una alegría natural y una seguridad completa. Sonreía mezclando ingenuidad y picardía, y veía a los ojos; me sabía mujer y buenísima pero no permitía que esto se me notara (la sencillez como manera de resaltar, pues). Aprendí, incluso, una sutil forma de llamar la atención, cuando nos visitó un joven estudiante de Psiquiatría, a quien Ted estaba asesorando la tesis: estaba tan guapo que quiste coquetearle, así que cuando me preguntó una simpleza, comencé a responderle en un tono más bajo de lo normal, lo que le obligó a acercase a mí; pude, entonces, notar su respiración entrecortada.
En complemento, usaba cremas faciales y corporales para mantener mi piel tersa y humectada; usé un tratamiento para desaparecer la cicatriz que tenía y lograr unas piernas perfectas (ya no se parecían a las de mi madre: estaban mejores, depiladas de manera permanente, de muslos perfectamente curvilíneos y pantorrillas super-estilizadas); y jamás permití que el trabajo me arruinara las uñas (las traía larguísimas y afinadamente manicuradas).
También empecé a usar perfume: Chance de Chanel, una fragancia que no responde a la clasificación tradicional, sino que cambia de un momento a otro (parece floral, pero al cabo de unos minutos se percibe amaderada, debido a todas las notas que incluye, aunque alejadas de sus registros habituales: jacinto, almizcle blanco, baya de pimienta rosa, jazmín, vetiver fresco, cidra, esencia pura de lirio y pachuli). Percibía que me daba, como remate, un toque de misterio.
Mi caminar contoneante era ya espontáneo, al igual que mi femenino estilo de sentarme (cruzar las piernas para que, como en un descuido, la falda mostrara mi resplandeciente piel, se me hizo una especialidad).
No es que buscara que me cogieran, no: simplemente disfrutaba el sentir que los hombres me deseaban sexualmente; me deleitaba que me atravesaran (algunos más bien me comían) con ojos excitados. No imaginaban que en el pasado reciente de mis tetas (milagros paralelos), de mis caderas y de mi vientre (que cualquiera hubiera pensado listos, ya, para ser invadidos por un macho y para albergar un hijo), de mis nalgas cadenciosas (que invitaban a ser acariciadas por manos rudas), de mis piernas (redondas, firmes a la vez que delicadas), estaba un niño. Ignoraban que apenas unos meses antes, la riquísima jovencita con la que fantaseaban, orinaba de pie, se toquetaba el pene viendo una Playboy, usaba un pecho plano para golpear balones, y respondía al nombre de Christopher.
Una mañana, apresurado por tener la comida a tiempo, salí del departamento con más descuido que nunca. Me había puesto un pantalón de mezclilla strecht D&G, unas sandalias y una sudadera de la universidad donde Ted enseñaba; y recogido el pelo en una sencilla coleta. Fuera del supermercado, un tipo me dio un volante: la convocatoria para una noche de aficionadas en un lapdancing club. El premio de 300 dólares del Amateur Striptease Contest no me pareció tan atractivo, como la oportunidad de sentirme el centro de atracción sexual de decenas de hombres. Se lo dije a Ted.
"Eres una descarada Lolita", me respondió. "¿Lo sabes?".
"Vamos, papá. Quiero probarme como mujer".
Sabía que Ted siempre apoyaría aquello que favoreciera sus planes o su visión del mundo. Así que no me extrañó, el viernes por la noche, ir en nuestro nuevo auto, con él, rumbo al lapdancing club. Él, con ropa de Valentino Couture; yo con unos sencillos pants entallados de Abercrombie & Fitch y unos tenis Nike.
El lugar estaba repleto. Sobre todo, de estudiantes.
"Espero no encontrarme a alguien conocido", dijo Ted.
Ted se buscó un lugar, cerca de la barra, y me dio un beso en la mejilla. Un par de chicas guapas, muy muy guapas, bailaban en la barra (con un tubo en medio) ; otras, interactuaban con los clientes, o daban show en las mesas. Yo le solicité informes a una mesera en topless, que me indicó una puerta. Entre por ella y encontré a un tipo simpático, más bien regordete, de permanente sonrisa; lucía barba y bigote y se movía con la desfachatez de un niño travieso.
"¿El concurso?", averigüé.
"Yo estoy inscribiendo a las participantes", respondió. "Son diez dólares, pero necesito ver tu credencial".
Me frustré: no podía demostrar los 18 años; tampoco, decirle que mi padre estaba fuera, y que él respondería por mí.
"La olvidé", mentí.
"¿La olvidaste? Lo siento, entonces, nena. Hasta la próxima".
"Por favor, es que...", dije.
"Por favor", repitió una voz a mis espaldas.
Giré los ojos: era un tipo guapísimo. Tenía 25 años, por lo menos, y vestía pantalón y chamarra de cuero, al estilo motociclista. Las prendas, entalladísimas, le dibujaban un cuerpo perturbadoramente masculino, de hombre recio (no fresco y juvenil como el de Andy).
"Hola", me dijo.
Yo no supe qué responder. Se me acercó. Era altísimo: yo le llegaba al pecho. Aspiré el acre olor del cuero mezclado con las inconfundibles notas de un Kenzo Air.
"Conozco a esta chica, Bobbie", aseguró. "Que no te engañe con su carita de bebé".
"¿La conoces?".
"Sip", respondió. "Se llama Nicole. O, bueno, ese es el nombre con el que desea que la presentes. Vive con un amigo. Si te dice que se le olvidó la credencial, es que se le olvidó".
Sonreí como idiota. Bobbie bufó un poco, pero rió pronto. Saqué de mi mochila un billete de diez dólares, y se lo di; él anotó "Nicole" en una hoja, y me entregó un boletito verde.
"Pasa a los vestidores", me ordenó. "Entrégale tu música a Bender. Y tú, Michael, acompáñala al menos".
Michael me mostró la entrada con la derecha, y yo pasé. Él me siguió. Una vez lejos de Bobbie, le susurré:
"Gracias, Michael. Gusto en conocerte".
"Igualmente, Nicole", me contestó.
"Me llamó Adrianne".
"De acuerdo, Nicole".
"¿Qué es eso de la música y quién es Bender?".
Michael rió.
"¿No traes música?".
"No".
"¿Y qué vas a bailar, entonces?".
Me alarmé. Michael me vio con algo de ternura.
"No te preocupes, Nicole. Acompáñame a mi camerino, y te prestaré un disco".
"¿Trabajas aquí?".
"Sí. Soy stripper".
"¿Puedo preguntarte por qué mentiste por mí?".
"Me gustaste. Así de fácil. Y me pareció una buena manera de tratarte. Además, conozco a muchas como tú: tu carita dice adolescente, pero tu manera de caminar y de mover el culo dice puta".
Michael no resultaba ofensivo. Decía las cosas de una manera que resultaba hasta divertida. Le cerré un ojo, formé una pistola con mis dedos e hice el ademán de dispararle.
"Me descubriste, rey".
Michael agitó la cabeza, como diciendo "lo sé todo", y me condujo a su camerino. Ahí, revolvió entre un montón de compactos.
"Pienso quedarme en topless y tanga", consulté, mientras. "¿Hay problema con eso?".
"No; muchas aficionadas lo hacen así...".
Michael encontró el compacto.
"Éste es de Eric Prydz", me indicó. "Pídele a Bender que ponga la de Call on me. Es techno y muy sexy".
"Gracias. ¿Quién es Bender?".
"Uno de los ayudantes de Bobbie. Busca a alguien que se parezca al robot de Futurama. Los vestidores están al fondo, hacia la izquierda".
Le di un beso en la mejilla a Michael, y corrí en la dirección indicada. Me detuve de golpe y reí: efectivamente, frente a mí estaba un joven idéntico a la caricatura.
"¿Bender?", pregunté.
"Correcto".
"Soy Nicole. Mi tema es Call on me".
"Okey, nena. Te avisaré cuál será tu turno en un par de minutos. Ve a los vestidores rápido".
Me topé con un montón de chicas guapísimas, desnudas algunas, otras a medio vestir. Busqué un baño, me metí a uno de los excusados y cerré. Ahí, aunque incómodo, me quité el pants y los tenis, y comencé una operación, que había estado planeando: esconder el pene y los testiculos en la zona del abdomen bajo. Me coloqué, hasta media pierna, unas pantimedias sin costura alguna (tipo leotardo, que había visto usar en mis clases de ballet) y, luego, un hermoso short-tanga de encaje elástico negro. Tomé la bolsa escrotal con la mano por detrás y la dejé tensa, con lo que mi pene quedó recto apuntando hacia abajo. Con la otra mano, coloqué un pulgar sobre la cabeza del pene, y el resto de los dedos alrededor de su tronco. Con cuidado y paciencia fui metiendo el pulgar aplastándolo hacia dentro y haciendo que la masa del pene se hundiera en la piel del mismo, primero, y luego en mi abdomen. Me molesté un poco. Sentí cómo se abrían mis tejidos, en sensaciones ardorosas. Fui despacio. Quería lograr mi cometido. Una vez oculta la masa del pene, tomé con cuidado lo restante, sin dejar que volviera a su sitio. Después, seguí hundiendo y hundiendo, hasta comenzar a recoger la masa testicular. Mi piel estaba tirante. Sólo me restaba apretar más. Subí, entonces, las pantimedias y el short-tanga. Teniendo el pene y los testículos disimulados dentro de mi cuerpo, con la ropa seleccionada, me veía prácticamente desnudo y lucía como una mujer completa. Saqué el perfume y me lo coloqué en busto, cuello, muñecas y abdomen.
Me dejé el pelo suelto y me puse una camisa Tommy Hilfiger de Ted (blanca); completé con una corbata Scappino (en cuadros blanco y negro), un sombrero borsalino (negro), una coqueta liga de encaje a medio muslo izquierdo (blanca), unas zapatillas descubiertas (negras) y unos aretes de oro blanco, con circonias en forma de flor.
Salí del baño. La actividad en el vestidor era casi frenética.
"Nicole", me gritó Bender. "¿Dónde estabas? ¡No te has maquillado y eres la tercera!".
Recordé mi nulo uso de maquillaje. Otra concursante, una beldad increíble (de piel negra brillante, con facciones de rusa y ojos azules transparentes), se sonrió. Me ofreció su labial y un rimmel.
"Date un retoque, amor; no necesitas más".
"Gracias".
"Soy Asha-Rose, amor. Puedes quedarte con el labial y con el rimmel".
"Encantada de conocerte. Soy Nicole".
Estaba listo.
Pronto, Bender me indicó:
"Prepárate".
Camine hacia el acceso a la barra. Michael estaba ahí.
"Suerte, nena", me dijo.
Por los altavoces, oí la voz de Bobbie, anunciándome. La música comenzó a sonar. Di un paso al frente.
La cortina me arrojó a un mar oscuro. Poco a poco, sin embargo, el juego de luces sobre la gente me permitió distinguir la concurrencia: estudiantes universitarios guapísimos, con pinta de atletas; ejecutivos, de traje y corbata; hombres mayores; tipos con cara de nerd; varones que asemejaban osos (obesos y peludos); rudísimos obreros. Y al frente de la barra, justo, Ted.
La música elegida por Michael me hizo reaccionar de inmediato. Sintiendo la vibración en mi pecho y una energía naciente en mi vientre, comencé a moverme no con la lenta sensualidad que preveía, sino con un ritmo casi orgásmico. "Call on me, call on me. Call on me, call on me".
Recordé haber visto el video de la canción en MTV: un grupito de chicas normalitas en una clase de aerobics como otra cualquiera, en las que el único varón parecía integrarse sin ningún problema. Trama simple, sí, pero los cuerpos esculturales de esas chicas y sus movimientos, lo hacían muy llamativo.
Cerré los ojos, pues, y gocé la sensación: ser el centro de atención y de atracción de todos los hombres presentes. La atmósfera sexual del lugar se me untó en la piel, como una enorme lengua, y me recorrió en un latigazo de electricidad pura.
"Call on me, call on me. Call on me, call on me. Call on me. I am the same boy I used to be".
Seguí bailando. Supe, de golpe, que debía enfatizar el acto de desnudarme junto con movimientos sexuales sugerentes, no la desnudez en sí. Así que retrasé el retiro de la corbata, aunque sin perder el dinamismo que la música me imponía. Recorría toda la barra, me deslizaba, serpenteaba en ella.
Pronto mi di cuenta: estaba yo excitado. Los gritos, los silbidos y el frenesí general de los presentes eran como una droga, como un potente afrodisíaco.
"Me desean", pensé. "Soy una mujer suculenta. Soy una mujer seductora. Soy una mujer sexy".
Terminé de quitarme la corbata, la sostuve en la mano izquierda, giré el rostro y di un caderazo a la derecha, dejándola caer. Comencé, entonces, a desabotonarme la camisa, con una sutileza naturalmente femenina que me brotó del alma; todos comenzaran a intuir mis senos, y aceleraron sus reacciones. Yo no paraba de manejar mi pelvis con movimientos hacia delante y hacia atrás, circulares, laterales y haciendo ochos.
"Call on me, call on me. Call on me, call on me".
"Nena".
"Eres caliente, bombón".
"Te quiero coger".
Ese último grito ("I want to fuck you") me retumbó en los oídos. Lo había lanzada un universitario, en la barra. Giré hacia él, lo vi, contraje el estómago (para dar estabilidad a mi espalda y lucir más sutil), proyecté mis caderas al frente y me abrí la camisa por completo. Mis senos quedaron descubiertos; tenía yo los pezones erectos de una manera casi dolorosa.
"Estoy muy caliente", oí mi voz interna, cada vez más femenina. "Necesito que un macho me acaricie las tetas".
Bajé los brazos y dejé que la camisa cayera con gracia, como una pluma etérea. Mantuve los hombros hacia abajo, relajados y ligeramente hacia atrás, el cuello estirado, y la barbilla paralela al piso. Avancé, hacia el universitario, una pierna detrás de la otra, balanceando las caderas, en perfecta sincronía con la música. Me le incliné y le ofrecí mis tetas; él me las atrapó, luego me guiñó un ojo y me dio un lengüetazo en el pezón. Fue riquísimo. Un delicioso escalofrío me recorrió completo, más cuando noté sus dedos invadiendo mi short-tanga, para colocarme un billete de diez dólares: ¡me sentí tan puta! Otros varones sacaron billetes, y comenzaron a llamarme, agitándolos al aire. "Seré su sueño inalcanzable", pensé.
Sin perder el ritmo felino, me incorporé, miré a todos con altivez, fui al centro de la barra, me toqué los senos en un movimiento circular, y en menos de dos segundos cambié mis manos al tubo de metal. Lo tomé con fuerza a la altura del pubis, y comencé a descender poco a poco, contoneando las caderas hasta quedar en cuclillas; abrí las piernas y volví a subir empujando suavemente las nalgas hacia delante y hacia atrás.
"Call on me, call on me. Call on me, call on me".
Recordé a Ted. Lo vi. Estaba fascinado. Dejé el tubo, me coloqué a gatas y, de esa manera, caminé hacia él. Disfruté el momento: cuidaba que mi torso estuviera recto y que mis nalgas, bien paradas, se movieran al ritmo de la canción; aún mis tetas, firmísimas, se agitaban ligeramente. Llegué hasta Ted, le di un ligero beso en los labios, me quité el sombrero y se lo coloqué. Justo en ese momento, la canción terminó y se apagaron las luces de escena. El local se llenó de aplausos y silbidos. Me levanté para correr a los vestidores, pero Ted alcanzó a detenerme y a susurrarme en el oído.
"¿Te das cuenta la locura que ha despertado un niño de 12 años, Nicole?".
Una vez fuera de la barra, rumié las palabras de Ted. Sin duda, sabía cómo despertarme sensaciones. El niño de 12 años era, ahora, toda una mujer que podía actuar en un lapdancing club.
Debo reconocer que no obtuve el premio. Me ganó Asha-Rose. Según Ted, yo era favorito. Pero cuando ella estuvo ante la concurrencia, se comportó de manera salvaje... y se desnudó por completo.
Comenzaba a prepararme para irme. Algunas chicas se ponían de acuerdo para ir a tomar un trago.
"Eres muy buena, Nicole", oí la voz de Michael. "Sin embargo, tuviste un error: la ganadora bailó para la audiencia; tú, bailaste para ti; ignoraste, incluso, a quienes te llamaban. Te complacías a ti misma".
Reí.
"Gracias, Michael".
Me encaminé al baño para cambiarme, pero Michael me detuvo.
"¿No quieres ver mi número? Actúo en una hora".
"¿Qué haces? ¿No es extraño un stripper masculino en un lapdancing club?", pregunté.
"No, si ves la perspectiva de mi espectáculo: una chica y yo fingimos coger en escena".
"¡Vaya!".
"¿Es tu novio el hombre a quien besaste?", disparó.
"¿Por?".
"Simple pregunta. Te comportaste con él con confianza de conocidos, y no sé si vengas con él. Pero en verdad me gustaría que vieras el show".
"Es mi amante ocasional", mentí. "Y es muy celoso. Será en otra ocasión".
Ted y yo salimos felices del club. Hasta bromeé con invitarle una hamburguesa con el dinero obtenido en mi debut como stripper. Llegamos al departamento, y nos dispusimos a descansar. Una llamada, sin embargo, nos devolvió a la cotidianeidad del mundo. Era la abuela de Adrianne.
"Tu madre se suicidó", me dijo por teléfono. "Su última petición fue que no vengas al funeral; quiere que la recuerdas viva".
Ted se puso incontrolable. Recuerdo, aún, cómo se derrumbó en el sofá, llorando como niño.
"Podemos ir a Francia, si quieres, papá", le dije.
"Respetaremos la voluntad de tu madre", me contestó, entre hipos. "Además, Arul puede hablarnos en cualquier momento".
Lo abracé, haciéndolo recargar su cabeza en mis senos. Luego de un rato, comenzó a reclamar:
"¿Por qué? ¿Por qué?".
Sentí mucha ternura por Ted.
"Estoy contigo, papi".
"¿Pero hasta cuándo?", gimió.
"¿Hasta cuándo?".
Entonces Ted me dejó ver un corazón lastimado:
"Todo lo que he amado, lo he perdido. Dos veces a tu madre: una, cuando nos divorciamos; y otra, hoy, cuando ha muerto. A mis padres, cuando me desheredaron. A Leticia y a Chris, con el accidente. Amores. Amigos. Pacientes. Me dejan. Se van o me los quitan. Eres lo único mío, Adrianne. Lo único".
Entendí muchas cosas. Aún la urgencia que él tenía de convertirme en su hija.
Lo abracé con mucha fuerza, y comencé a llorar también.
"Somos el uno del otro, papá. Soy tu hija y siempre lo seré".
Nos quedamos dormidos en el sofá. Me despertó la claridad de la mañana. Ted estaba más tranquilo, pero silencioso. Con mucho amor, le preparé café y un buen desayuno: huevos poché en salsa de queso, y un muffin caliente sobre una lasca de tocino. Comió sin decir palabra, me besó casi angustiosamente en la mejilla, y salió rumbo a la universidad (daba un seminario de doctorado los sábados a mediodía).
Una vez solo, revolví los documentos de Ted, hasta encontrar una vieja agenda. No me fue difícil encontrar su antigua dirección. Park Avenue.
"Ya te devolví a tu hija", pensé. "Haré lo mismo con tus padres".
Me bañé y me arreglé sobriamente.
Me puse un elegante brassier strapless con varilla, en copa de espuma prehormada confeccionado en lycra mate (tenía una banda de silicón, lo que le permitía adherirse a mi piel, y un detalle de listón en copa y laterales); y un cómodo bikini confeccionado en microfibra, con adorno satinado en contorno de pierna y puente de algodón.
Después, opté por un conjunto muy femenino de Armani con detalles blanco y negro, y reminiscencias vintage a lo cincuentas: una chaqueta abotonada al estilo victoriano con una falda en print bicolor con complementos elegantemente sobrios. Completé con unas zapatillas Prada nuevecitas, unos aretes Gucci de plata, y me recogí el pelo.
Saqué de mi mochila el maquillaje que Asha-Rose me había obsequiado, y me di un ligero retoque. Me perfumé con cuidado. Y me vi al espejo. "Anoche, stripper y puta", pensé. "Hoy, elegantísima y virginal dama". Polaridades de mujer. ¿Por qué no abarcarlas todas? "Vamos, pues".
Sin planear algo específico, abordé un taxi.
"A Park Avenue", pedí.
La antigua casa de Ted resultó una mansión. Con cierta ansiedad, toqué el timbre.
"Diga", me respondieron por el altavoz.
"¿Los señores Dickenson?", pregunté.
"No se encuentran. Disculpe usted".
Un chasquido me indicó el término de la conversación. Volví a llamar.
"Diga".
"Por favor, cuando vuelvan los señores Dickenson, dígales que vine a entregar algo que se les perdió".
"¿Qué es, señorita?".
"Una nieta".
Nuevo chasquido. No supe qué hacer, y titubeé un poco. Decidí regresar al departamento. Comenzaba a caminar, cuando la puerta se abrió. Un mayordomo me invitó a pasar. Ciertamente la mansión era deslumbrante.
Me vi conducido por unos pasillos laberínticos, hasta una sala monumental. Una mujer de pelo blanco, con un costosísimo, austero y exclusivo traje de Chanel me esperaba. Su único adorno era un collar de perlas.
"Soy Adrianne Dickenson", me indicó. "¿Quién eres tú?".
"Soy Adrianne Dickenson", repetí, encontrando nuevas resonancias en el comportamiento de Ted.
Adrianne-la-otra me examinó como si fuera yo un bicho peligroso.
"¿Y qué esperas que haga?", arrojó, con desprecio.
Me reí. El hecho de que emocionalmente no estuviera involucrado, me permitió una jugada interesante.
"Respecto a mí nada, señora. Respecto a su hijo, que lo recupere".
La mujer hizo un mohín.
"Entonces, nada más tenemos que decirnos".
Salí, furioso. Si esa bruja y su esposo habían desheredado a Ted, al final (me pareció) le habían hecho un bien.
"Sólo algo mas, señora", me detuve. "Cuando use un traje tan caro, compleméntelo con perlas legítimas".
Estaba a punto de dar un portazo, cuando oí una voz emocionado:
"Adrianne, espera".
Adrianne-la-otra me alcanzó.
"Buen ojo, chica".
Sonreí con desprecio.
"He tenido un buen padre".
"¿Sabes que este collar barato, de fantasía, me lo regaló él, justamente, cuando era niño?", deslizó. "Para mí, vale más que todo el oro del mundo".
Luego agregó:
"Me encantó tu ropa. ¿Es Armani, no? Sólo las mujeres Dickenson tenemos un gusto tan refinado... y una elegancia natural".
"Señora", aproveché. "Mi padre no sabe que estoy aquí; mi madre acaba de morir, él está devastado y los necesita".
"¡Esa francesa!", dijo en tono neutro. "En fin. ¿Quiere efectivo o qué?".
Me indigné:
"Tenemos una buena posición económica, señora. No es dinero lo que usted o su esposo pueden darle, sino amor".
Adrianne suspiró.
"Me has encontrado por casualidad. Acabo de despechar un asunto de nuestra Fundación; este frío lugar es ahora, más bien, una central de operaciones. Acompáñame a nuestra casa de los Hamptons, y hablaremos ahí. ¿Te parece, linda?.
Asentí.
Abordamos una limusina y enfilamos hacia al este de Long Island. Llegamos a un bellísimo lugar, salpicado con impresionantes mansiones que daban a la playa. La de los Dickenson era brutal.
Roman, gritó Adrianne, tan pronto traspasó la puerta. Nuestra nieta nos visita: es una señorita hermosa.
"Vaya", pensé. "¿Y ahora qué?".