Adrianne (1)

Vámonos, Adrianne, me dijo Ted. Oficialmente, yo estaba muerto.

Ciertamente, la pérdida de mi padre nos había unido más a mi madre y a mí. A veces, sobre todo en las tardes, la nostalgia nos tomaba por asalto y llorábamos un poco; pero siempre terminábamos dormitando, en el sofá de la sala –yo recargado en ella, ella abrazándome con ternura–, mientras el sol poniente nos acariciaba comprensivo, a través del enorme ventanal.

Amaba nuestra casa. Mi padre la había construido dos años antes de morir, recién cuando volvíamos de Houston; entonces, yo tenía siete años y la vida por delante.

"Eres un chico guapo", me decía siempre él. "Mi orgullo".

Yo sonreía, y me lanzaba feliz a la conquista de mi pequeño y seguro mundo. Por lo menos dos veces a la semana, bajaba hasta la playa, y nadaba en el cálido mar caribe. Mi madre había seguido ejerciendo la Medicina, pero algunas veces se daba tiempo para acompañarme.

"Tienes unas piernas hermosas, Christopher", me decía. "Me da pena bajar contigo, porque en traje de baño luces mejor que yo".

Sonreíamos, entonces, los dos, y subíamos a la cocina para comer helado.

Fue, justamente, ese amor de mi madre lo que nos permitió salir a flote luego del accidente de mi padre. Y fue, justamente, ese amor el que se vio cimbrado dos semanas después de mi décimo cumpleaños (aún recuerdo la fecha).

"Chris, quiero que conozcas a alguien", me gritó mi madre desde la puerta. Yo avancé entusiasmado, pero me ganó la sorpresa: un desconocido abrazaba a mi madre… Y me sonreía.

"Hola, Chris. Mucho gusto", me dijo en inglés el desconocido. Ciertamente tenía una personalidad fuerte: evidentemente norteamericano, le llevaba uno o dos años a mi madre; tenía el cuerpo extremadamente marcado, y unos ojos azules profundísimos.

"Hola", le respondí en español.

"Él es el doctor Dickenson. Trabaja en la clínica conmigo; lo invité a cenar, para que ustedes pudieran charlar".

Falso: el resto de la velada lo pasé en silencio; pero Ted Dickenson (que así se llamaba) y mi madre parecían ignorarme. Yo sentía como si un muro comenzara a levantarse entre los tres. Al menor pretexto, me fui a mi habitación, y lloré hasta dormirme.

Al día siguiente, mi madre confirmó mis temores: tenía varios meses saliendo con Dickenson, y estaban pensando en vivir juntos.

"Chris, tú eres lo más importante. Y quiero que sepas que tu opinión es muy valiosa para mí", me lanzó en el desayuno.

"¿Amas a ese hombre?", le pregunté.

"Chris. Yo sigo amando a tu padre, pero…".

"¿Amas a ese hombre?", repetí.

"Creo que sí…", confesó mi madre.

"Quiero que seas feliz", dije. Intenté sonreír, pero la tristeza de mis labios fue evidente.

"Las cosas cambiarán para bien, Chris".

"¿Nos iremos de Cancún?".

"No. Ted está a gusto aquí. Tiene una hija de tu edad, Adrianne, que es un encanto. "Sé que te llevarás bien con ella".

No hubo boda. Simplemente, nos mudamos a casa de Ted y Adrianne. Dejé la casa de mi padre, entre lágrimas, mientras veía a la agente inmobiliaria colocar en el patio un absurdo letrero bilingüe: "Se vende. For sale". Ya no sólo mi padre estaba sepultado en Campo del Recuerdo: conforme la suburban de Ted avanzaba, sentía que ellos estaban poniendo una loza sobre mis recuerdos.

Adrianne resultó una sorpresa y me hizo la vida agradable. Medía lo mismo que yo y, de hecho, teníamos una complexión parecida. Al principio, me quedó la satisfacción de tener mejores piernas que ella, pero poco a poco comprendí que ambos éramos víctimas de las circunstancias.

Peor en el caso de ella: la madre de Adrianne vivía aún, en París, pero la distancia con Ted era insalvable: la mujer no podía ver al norteamericano, y él la odiaba de una manera contenida pero brutal. Varias tardes, Adrianne me confió sus cuitas: extrañaba a su madre y le resultaba terrible no poder visitarla. Me habló de acuerdos legales, y de la amarga simplicidad de una llamada telefónica cada dos meses. Pero era una niña fuerte, sin lugar a dudas.

"Chris, lo que no nos destruye, nos hace más fuertes", me dijo con una madurez que me apabulló. "Mi abuela decía que si la vida te da limones, prepares limonada".

Pronto terminamos por llevarnos bien. Y yo decidí que podía poner el azúcar en su limonada. Le hacía bromas pesadas, y ella me respondía con algo similar o peor. Le enseñé los lugares de la playa donde estaban los mejores caracoles, y ella me divertía iniciándome en el trenzado de pulseras. Sonreíamos. Vivíamos. Y tratábamos de alcanzar el horizonte montados en nuestras bicicletas.

Paradójicamente, Ted y mi madre comenzaron a distanciarse. Él, pese a su profesión médica (era Psiquiatra), tenía baches emocionales muy fuertes. Recuerdo en especial cuando, tras un terrible fracaso (uno de sus pacientes se había suicidado), pasó dos semanas encerrado sin querer ver a nadie: mi madre le dejaba la comida tras la puerta.

En abril, el dueño de la clínica invitó a Ted y a mi madre a pasar unos días en una finca más o menos lejana de Cancún. Dado que yo tenía clase de karate el viernes por la tarde, y que Ted vería algunos pacientes, acordamos viajar por separado. Adrianne y mi madre se adelantaron.

"Las alcanzaremos el sábado", dijo Ted.

Adrianne me ató una nueva pulsera, me dio un beso en la mejilla y me guiñó el ojo.

Nunca la volví a ver.

La noche del viernes, una llamada nos avisó del accidente.

Ted y yo viajamos hasta un pequeño pueblito. Los cuerpos de mi madre y de Adrianne habían sido depositados en la sucia y pequeña oficina del Ministerio Público. Ahí los identificó Ted, mientras yo, en shock completo, me mordía los puños, sentado en una banca del parquecito. ¡Todo me parecía tan absurdo!

Al fin, Ted salió a la calle. Lloró, aulló. Luego, tomó un respiro y se dirigió a la oficina del Agente encargado. Yo lo seguí.

"Doctor Dickenson", le preguntó el Agente. "¿Identifica usted positivamente a su pareja y a su hija".

Ted permaneció callado, viendo a la nada. Yo me acerqué y, por primera vez, le tomé la mano.

"Doctor Dickenson", repitió el Agente. "¿Identifica usted positivamente a su pareja y a su hija".

"Hay un error, oficial", dijo al fin. "Son los cuerpos de mi pareja y de Christopher, su hijo".

"¿Perdón?", preguntó el Agente.

"Ya lo oyó".

"Disculpe, no entiendo… la autopsia".

Con la mano, Ted le indicó al Agente que se detuviera. Luego giró la cabeza hacia mí y me dijo:

"Adrianne, sal un momento".

Yo palidecí.

"Ted… pero".

"Adrianne, sal…".

"Escucha, Ted. Yo no…".

"Adrianne, sal", gritó.

Yo, asustadísimo, corrí de nuevo hacia el parquecito.

No sé qué tanto habló Ted con el Agente. Pronto, llamaron al médico del pueblo, que había certificado la muerte de mi madre y de Adrianne. Supongo que hubo sobornos, porque Ted firmó varios cheques, de manera acelerada. Simplemente, Ted me alcanzó en el parquecito, me ordenó que fuera a la suburban, que me quitara la ropa y se la diera. Yo permanecí ahí tembloroso, llorando, desnudo. Sin saber qué ocurría.

Varias horas después, no sé cuántas, llegó una carroza con dos ataúdes.

Al fin, Ted subió a la camioneta con varios documentos. Alcancé a verlos: certificaban la muerte de mi madre… y de Christopher Azuara, varón de 10 años.

"Vámonos, Adrianne", me dijo Ted.

Oficialmente, yo estaba muerto.