Adrián

Un relato perdido en el tiempo hoy cobra vida. Dos desconocidos se hacen amigos y se unen a través de la música... terminarán enamorándose, iniciando su romance con una noche apasionada.

Adrián

  • Uno -

No puedo recordar en qué momento me enamoré. Fue tan sutil y tan paulatino que, en un momento, ya no podía hacer otra cosa que sentirlo. Y digo que me enamoré, pero no a la ligera, porque realmente tenía todos los síntomas. Fue un padecimiento que no se anunció pero que me tenía enfermo de gravedad. Podría incluso jurar que no lo pretendía, pero creo que me estaría engañando a mí mismo. Porque la primera vez que lo vi, sentí algo, eso es claro. Pero primero, lo primero. Mi nombre es Jason y esta es mi historia con el primer gran amor de mi vida: Adrián.

Éramos compañeros de la escuela, estábamos en el mismo curso pero él era casi tres años menor que yo. El típico caso del genio al que hay que adelantar para que no cause problemas. De piel blanca, mentón cuadrado, cabello castaño y erizado y ojos oscuros, complexión media, risa estridente, anteojos gruesos y una muy peculiar nariz. Lo que más recuerdo era su intensidad en todo y cómo su rostro de blanca piel enrojecía tremendamente por cualquier motivo. Era en parte rebelde, en parte obediente, dependiendo de lo que conviniera. Todos se llevaban muy bien con él y lo que más lo distinguía era lo mucho que sabía de música. Siempre era una referencia, incluso para algunos profesores. Y cuando salía el tema, Adrián se podía permitir aprobar o reprobar un comentario y todos aceptábamos su verdad. Escuchaba de todo, pero las tristes baladas inglesas eran su predilección.

Qué curioso… igual que las mías.

Yo era de piel trigueña, cabello muy negro y complexión más bien robusta. Me ayudaba ser el más alto de todos, por lo que mi peso no se notaba tanto. Y de todos modos, eso era algo que en aquel tiempo no era tan importante. A la escuela íbamos del clásico uniforme, pantalón gris, camisa blanca y suéter azul marino. Yo procuraba ir limpio e impecable, pero Adrián tenía un modo natural de verse bien a pesar de ir desgarbado, con la camisa de fuera y de, en ocasiones, calzar tenis en lugar de zapatos. Jamás lo castigaron. Y a él no le habría importado. Era el alma rebelde y el espíritu de aventura que permite sosegar la rebeldía adolescente y los maestros lo permitían. Acabábamos de iniciar el segundo año del Bachillerato. Yo tenía casi dieciocho y Adrián acababa de cumplir los quince. Pero no se notaba y muchos no lo sabían. Era uno de los nuestros. Un líder natural, en realidad.

Las clases eran vespertinas y a las tres en punto todos estábamos ya a la espera de nuestra primera lección. Era una tarde soleada y calurosa. Los rayos del sol irradiaban el salón y se filtraban por las ventanas, acosándonos, obligándonos a permanecer solo en camisa, a falta de permiso de usar menos prendas. La escuela era exclusiva de varones y teníamos algunas profesoras que eran el objeto de deseo de muchos compañeros. Por supuesto que no del mío, pero participaba con entusiasmo del jolgorio para evitar sospechas. Y ese día había decidido, a escondidas, llevar mi nuevo reproductor de música. Sabía que sería el centro de atención y en el primer receso lo comprobé. Todos querían verlo y el primero en la fila fue Adrián.

Hasta ese momento no habíamos hablado mucho, más que lo indispensable como compañeros de curso. Sin embargo, ese brillo especial en sus ojos que tanto llegaría a encantarme salió al momento de ver mi preciado tesoro. Y puedo estar seguro de que hubo una mirada suya especialmente para mí, en un momento estremecedor. En cuanto el barullo inicial cesó y todos se dedicaron a sus propias cosas, Adrián y yo salimos al área de descanso, como si hubiésemos sido grandes amigos desde hacía mucho. Había una vibra muy especial en el ambiente, una electricidad única.

—Está increíble –dijo con su peculiar voz. —¿Dónde lo compraste?

—Me lo dio mi papá –le respondí. —Realmente fue una sorpresa, pero a él también le gusta mucho la música. Dice que podemos compartirlo.

—Grandioso… ¡y qué música traes! –dijo mientras con habilidad revisaba mi contenido de música. —¿Te gusta este grupo? ¡Yo pensé que nadie más los conocía!

—Un amigo de la capital me los presentó, él tenía el disco y sabe cómo hacer mp3

—¡De lujo! Tienes que prestármelos. –su emoción era contagiosa, sin duda.

—Sí, claro… si quieres te los quemo en un CD…

—¡Tienes quemadora! Creo que ya eres mi mejor amigo. –esto último me hizo sonrojar.

—Gracias… –alcancé a responder.

—Invítame a tu casa, Jason

Un escalofrío me recorrió la espalda mientras me perdía nuevamente en la profunda mirada de Adrián. Su petición fue sin ánimo de malicia, se veía auténticamente entusiasmado. Pero mi entrepierna, por un fugaz instante, pensó distinto. Sonreí con nerviosismo. Le dije que sí de inmediato, es claro que no podía darle otra respuesta. Además, papá estaría encantado de que al fin hiciera un amigo. Convenimos una tarde que nos quedara bien a los dos y volvimos a clases. Pero yo seguía perplejo. Una amistad inesperada, un momento fugaz que mi obsesión, la música, me había traído a mi vida.

Yo en general era yo un chico tranquilo, de promedio alto, pero solitario, el del nombre extranjero que no tenía pinta de serlo, pero que en realidad nunca me causó más allá de una broma ocasional de mis compañeros. No me gustaba el deporte y desde muy pequeño supe que lo mío eran los chicos, más que las chicas. Y aunque mi escuela era de varones, no había tenido ninguna clase de contacto con nadie ni nada por el estilo. A mi edad, casi 18, seguía siendo virgen. Sobra decir que me gustaba más de un compañero, pero procuraba discreción siempre. Así que cuando Adrián me miró y prácticamente me atravesó con sus oscuros ojos, yo estaba vulnerable. A su merced.

  • Dos -

La tarde del sábado el timbre sonó con absurda puntualidad, a las tres. Mi papá como de costumbre no estaba, pero me dejó dinero para que compráramos pizza, refrescos y rentáramos algo. Creo incluso que él estaba más entusiasmado que yo. Por supuesto que los días anteriores Adrián y yo habíamos afianzado nuestra nueva amistad, compartiendo muchas más cuestiones personales e intercambiado libros y música, a tal grado que la reunión para quemar el CD se había convertido en todo un acontecimiento: se quedaría a dormir en mi casa.

Los permisos de parte de mi papá y de los padres de Adrián no habían sido fáciles, pues de hecho en casa de mi nuevo amigo las reglas eran más estrictas. Pero viendo que ambos éramos un par de chicos bien portados y solitarios, todo se resolvió satisfactoriamente para nosotros. Y ahí estaba, corriendo a abrir el enorme portón que daba a la calle.

Debo confirmar que, a pesar de lo que pudiera parecer, no recuerdo haber tenido ningún plan o idea de “algo” entre nosotros previo a nuestra reunión. La simpatía de Adrián se había impuesto sobre el fugaz deseo del inicio, considerándolo a esas alturas como un verdadero amigo. Técnicamente el primero en mi vida. Pero todo cambió en el momento en que abrí y lo miré. ¡Qué distinto se veía sin sus lentes y sin el uniforme de la escuela! Ese día usaba una camiseta sin mangas de rayas horizontales blancas, negras y verdes, a juego con pantalones cortos negros y, para completar mi sorpresa, sandalias. En la espalda llevaba una mochila gris con sus cosas para nuestra reunión. Es evidente que el calor había dictado su atuendo de finales del verano, porque parecía listo para entrar en una alberca. Ignoro qué expresión habré mostrado porque enseguida llamó mi atención para sacarme de mi aturdimiento, con una enorme sonrisa.

—Bueno, ¿puedo pasar? –preguntó, sin dejar de mostrar sus blancos y un tanto irregulares dientes. —Parece que viste un fantasma.

—Eh… ah, sí, claro, pasa… eh… ¡qué puntual eres! –expresé, recuperando la conciencia.

—A mi mamá le gusta que sea yo así. Ella misma me trajo. Incluso esperamos unos minutos aquí afuera antes de que me dejara bajar del auto a tocar el timbre. Ya ves. ¿Y qué haces?

—Estaba en mi recámara ordenando algunas cosas. Vamos.

Entramos a la casa, la cual halagó y catalogó como enorme. Yo no lo había considerado así, pero acepté los cumplidos de todas formas. Nuestra charla era siempre alegre y todo seguía la normalidad que nuestra primera semana de amistad nos permitía. Subimos a mi recámara y al más puro estilo japonés, antes de entrar se descalzó, dejando sus sandalias en la entrada del cuarto. El piso era de una madera de tonos naranja y marrón y gracias a la señora que nos ayudaba con la limpieza, se mantenía siempre impecable. No era una costumbre de mi casa, pero lo imité, dejando los tenis en la entrada y caminando en mis calcetines grises de toda la vida. Pero, ¡oh, sorpresa! No había notado que mi pie izquierdo, en la punta, tenía un proverbial agujero adolescente. Enseguida traté de ocultarlo pero Adrián era de reflejos rápidos, me miró a los ojos, luego a los pies y no pudo evitar una sonrisa, pero no de burla, sino de complicidad.

—Yo no he visto nada –dijo aun sonriente. —Pero te iría mejor sin calcetines, ¿no crees?

—Eh… sí, eso iba a hacer –le respondí, sonrojándome y devolviéndole la sonrisa, al tiempo que, en efecto, me quitaba los calcetines. Mis pies estaban mucho más claros de color con respecto al resto de mi cuerpo. No así los de Adrián, que además de parecer de un comercial de televisión, estaban bien bronceados y en perfecta humectación. Seguro que se seguía notando lo absorto que estaba mirándolo, porque volvió a hablar para despertarme de mi ensueño diurno.

—Me gustan tus pies, pero se ve que no te asoleas –dijo acompañando de una de sus risas ligeras.

—Ah… no… no me gusta mucho salir…

—A mi tampoco, la verdad, pero mamá insiste en que tome miles de cursos después de la escuela. Justo ahora voy a natación, estudio inglés, piano y pintura… ¡ah! y algunos fines de semana le ayudo con los inventarios en su trabajo… ¡no sé cómo me da tiempo de además hacer la tarea!

—¡Qué bárbaro! –alcancé a exhalar, pues además, era un alumno de muy buenas calificaciones.

—¿Tienes PlayStation? ¡Súper! –dijo, sin hacer caso a mi expresión de sorpresa, comenzando a conectar los cables y a hurgar en la repisa para buscar un juego que le gustara.

Adrián era perfecto, de eso no me quedaba ninguna duda. Y ahí estábamos los dos, descalzos, lado a lado, jugando videojuegos. Pero en el transcurso de esa actividad, de pronto notaba algún roce extra, una mano en mi muslo, un pie demasiado entusiasta rozando el mío, y en un momento de euforia en una tarea en conjunto, un brazo sobre mi hombro.

—¡Eres buenísimo! –dijo

—Tú también. Supongo juegas en tu casa. –le respondí.

—Sí, claro, aunque no puedo jugar casi nada. No sé por qué mamá me lo compró si solo me lo deja de vez en cuando. Pero bueno… ¿no tienes hambre?

—Ah… sí, creo que sí… podemos pedir una pizza.

—¡La tarde perfecta! –exclamó, eufórico. —Gracias, Jason, en verdad eres mi mejor amigo. ¡Te quiero mucho!

Y entonces, me abrazó.

Pude notar una curiosa sensación en el pecho. Un escalofrío que me recorrió todo el sistema nervioso, una serie de agujas microscópicas que me hicieron temblar. Estoy seguro que Adrián lo sintió también, pero no dijo nada. Continuó sonriendo, expectante. Tuve que responder, aunque mi voz dudó.

—Yo… yo… también te quiero… Adrián… gracias…

—¡Vamos por esa pizza! Me encanta el queso.

Y a mi. Pero a estas alturas ya nada era una sorpresa. La pizza estuvo bastante aceptable y los dos estuvimos de acuerdo en que Pepsi era mejor que Coca-Cola, que la pequeña figura de plástico que le ponen a las pizzas para que la caja no se pegue era una genialidad y lo más importante: lo satisfechos que nos sentíamos después de sendos eructos y muchas, muchas risas. Adrián era, creo, más pulcro que yo, y cuando terminamos de comer la cocina estaba impecable y la sala sin ninguna evidencia de nuestro festín. De vuelta en mi recámara nos sentamos, rendidos, en la orilla de mi cama, e inevitablemente nos dejamos caer. Ya casi era de noche, afuera oscurecía y papá no llegaría sino hasta el mediodía del día siguiente. Seguro encontraríamos algo que hacer mientras tanto…

  • Tres -

Recostados, con las piernas sobresaliendo de la cama y los pies descalzos tocando con ligereza la madera del piso, inició un momento increíble. Mi brazo derecho y el brazo izquierdo de Adrián descansaban sobre la superficie de mi cobertor, lado a lado. Nuestra respiración era pausada pero audible. Yo solo miraba al techo e ignoro si él hacía lo mismo. Pero los brazos se rozaron. La electricidad volvía. El sutil toque me estremeció de nuevo. El dorso de mi mano y el de la suya. No quería decir nada, no podía romper el momento. No sabía qué iba a pasar pero no quería interrumpirlo ni arruinarlo de ninguna manera. Y lo que pensé que sería algo complejo me dio la vuelta sin pensarlo. Adrián, como si tal cosa, me tomó rápidamente de la mano. Mi corazón latía con muchísima fuerza. Apretó mi mano y yo le devolví el apretón. Pero no nos mirábamos. No sé si compartíamos también la sensación de irrealidad que no queríamos cortar. El tiempo estaba detenido, pero no podía ser así para siempre. Y sorpresivamente, yo hablé. Aunque me habría gustado decir algo mejor, más apropiado.

—Tu mano está muy suave –dije, queriendo adularle, pero en cuanto lo dije me sonó absurdo.

—Ah… gracias… –respondió él en la misma temática absurda. Ambos estábamos aturdidos. —Mi… mi mamá insiste en que use crema…

—Claro… se… se nota… –dije, mientras con el pulgar le acariciaba suavemente. Estaba en éxtasis, nunca había vivido nada igual. Mi corazón ya era un caballo desbocado, corriendo sin freno por una verde pradera.

—Jason…

—¿Si?

—A mi… me encanta tu nombre –los nervios iban difuminándose.

—¿En serio? –dije, con verdadera sorpresa

—Sí… suena en español, "Jasón", y en inglés, " Yeison " –lo pronunció increíblemente. Me fascinó.

—El tuyo también, ¿lo habías notado? –le dije. —" Eidrian" , o "Adrián".

Mientras tanto nuestros rostros se iban moviendo. La confianza aumentaba y estaba por verle a los ojos. Él también. Y en cuanto cruzamos miradas, todo estaba escrito. Sonreímos, ya sin presiones. Recuerdo haber parpadeado mucho. Retomé la conversación, con algunas de las pocas palabras que expresaríamos esa noche.

—En verdad te quiero, Adrián. Gracias.

—¿Por qué? –me cuestionó

—Por esto.

Y sin más, lo besé.

El primer beso fue suave. Me es imposible determinar si fue lento o rápido, pero puedo testificar la ternura, en cada libra de presión. Nos fuimos acomodando de tal modo que nuestros cuerpos estaban perfectamente acomodados en la cama. No soltamos nuestras manos y las piernas siguieron a este emotivo contacto, cruzándose. Los pies, descalzos, se acariciaban también con lentitud. Nunca pensé que me pudiese gustar tanto ese particular tacto. Dado que yo era más grande, al momento de colocar mi otro brazo en su espalda, él estaba perfectamente acurrucado en mí. Los movimientos seguían. Al primer beso le siguieron otros, muchos, ya no supe cuántos. Los cuerpos se expresaban sin necesidad de grandes aspavientos, de ninguna palabra. Ya lo dije, todo estaba escrito. De pronto, una suave mano se abría paso en mi abdomen por debajo de mi playera. Aunque no era yo muy velludo algo había de eso y el contacto era perfecto. Mi propia mano imitaba el movimiento pero en una espalda ajena, aprovechando el sisado de la playera de rayas.

El contacto era tan increíble que decidimos que la ropa era demasiado, de común acuerdo, suavemente. Primero él, con un torso delgado y suave. Luego yo, más moreno y con mucha más masa muscular, lo que no causó ningún comentario. Sin playeras, el abrazo fue aún más cálido, de una tibieza inusitada. Los movimientos aumentaban su velocidad y no pudimos evitar que las manos lo palparan todo. Debajo de sus shorts no había prenda alguna y una dureza maravillosa se anunciaba expandiendo la delgada tela. Yo usaba jeans y mi propia protuberancia luchaba encarnizadamente por ser liberada. Una última mirada lo desató todo.

Decir que el resto de nuestra poca ropa salió volando es afirmarlo literalmente. Una vez completamente desnudos, sin ataduras y con los prejuicios hechos a un lado, dimos rienda suelta a nuestro deseo. Los besos dejaron los labios para pasar a otros territorios e irlos conquistando. Su imberbe pecho era suave, olía delicioso y tenía un sabor ligeramente salado pero para nada desagradable. Lo fui recorriendo palmo a palmo con mi lengua, provocando una combinación de deseo y de cosquillas. Los gemidos de Adrián me guiaban hacia el camino que debía recorrer. Me detuve poco en su pequeño ombligo, pues una muy suave mata de vellos castaños me dio la bienvenida, al igual que una delicia que solo mi imaginación alentada por las horas de soledad en el internet había soñado.

La punta de mi lengua tocó ese universo, el centro de comando de mi joven amante, y el silencio se volvía a romper. Un ronco gemido desde el pecho de Adrián fue mi recompensa. Y a ese le siguieron otros, varios, muchos, mientras suavemente llenaba de espesa saliva su delicado miembro. Sus suaves manos acariciaban mi cabello mientras yo continuaba con cierta torpeza, cuidando de no lastimarle, al ritmo que él mismo me iba marcando. Cada vez un poco más rápido, hasta que su espalda se levantó y yo empecé a sentir una pulsación dentro de mi boca. La delicada y suave semilla llenó mi cavidad oral con fruición y no pude desperdiciar semejante platillo tal como se me ofrecía. Sus espasmos fueron intensos, complejos, llenos de una emoción que solo puede dar la inocencia. Enseguida me retiró con delicadeza, sensible como estaba, para tomarme con sus manos del rostro y volverme a perforar con sus oscuros ojos. Sin dejar de respirar agitadamente sonreía. Yo procuré acomodarme de tal modo que estaba encima suyo, frente a frente, él aun húmedo y satisfecho y yo rígido y a punto. Nos volvimos a besar, compartiendo por supuesto algo del preciado néctar obtenido. El abrazo seguía cargado de deseo, pues yo seguía endurecido, enloquecido y deseoso de continuar con nuestro improvisado juego.

—¿Qué sigue, Jason? Muero de ganas…

—Si me dejas, podemos… podemos hacerlo… si quieres…

—Sí, claro… ¿tienes con qué?

—Por supuesto…

En el cajón de mi buró había siempre un envase listo para ayudarme con mis fantasías nocturnas. Dado que estaba circunciso solo podía tocarme mediante el espeso y transparente líquido. Tenía un poco de miedo pero el deseo era total. Sin movernos mucho lo obtuve y procedí a aplicarlo en nuestros cuerpos con delicadeza, tal como lo había imaginado, pero la realidad estaba superando por mucho toda la ilusión. Cuando con mis dedos toqué ese rincón en Adrián, su expresión de excitación me animó a continuar. Me abrí paso con más de un dígito y de pronto, cambiadas las posiciones… de pronto éramos uno. Él cerró los ojos con mucha fuerza, apretó los labios. Era dolor y yo me maldije a mí mismo por no tomarlo con más calma, y así se lo hice saber.

—¿Estás bien? –dije, saliendo enseguida.

—Do… dolió un poco, pero… sigue…

—¿Eh… en verdad? –seguía dudando. No quería lastimarlo.

—Probamos de nuevo, pero si me sigue doliendo paramos, ¿si?

—Sí…

Pero no paramos. Mi segunda incursión a lo profundo de Adrián fue increíble para mí, pero aún más para él. En cuanto encontramos nuestro ritmo nos encontramos a nosotros mismos, tan extraviados, tan solitarios… deshaciéndonos de ese pasado. Mis embestidas fueron aumentando de velocidad conforme sentía que mi propio clímax se acercaba y de pronto, con un grito mudo y poniendo los ojos en blanco, terminé copiosamente, desbordando sus entrañas. Quizá el tiempo había sido corto, pero no lo podíamos saber. De pronto había soltado mi peso, dos cuerpos desnudos y dos almas que se tocaban.

En cuanto la euforia disminuyó y pudimos recostarnos, volvió el abrazo. Una humedad y calidez nos envolvía. Los movimientos eran más suaves, algunos fugaces besos. Esos ojos me tenían embriagado. Adrián tuvo que levantarse para ir al baño y ver su increíble cuerpo tenuemente iluminado por la luz que se colaba por la ventana me hizo sentir una combinación poderosa de deseo y ternura. Tomando unas toallas húmedas del buró me limpié un poco. Me sentía satisfecho, entusiasmado, pero de algo estaba seguro: me estaba enamorando.

Cuando Adrián volvió a recostarse conmigo volvimos al sutil diálogo. Seguíamos abrazados, bajo las cobijas, sonriendo tontamente. Había puesto un disco en el reproductor. Sonaba una canción que sabía que a él le gustaba.

—Me encanta esa canción. –dijo suavemente.

—Lo sé, a mi igual. Por eso la puse. ¿Estás bien? ¿No te duele? –le pregunté. Yo mismo había intentado tocarme alguna vez con mis propios dedos pero no me resultó muy agradable.

—Un poco, pero la verdad se siente increíble… gracias. –dijo, calmado.

—No, gracias a ti… no esperaba nada de esto, lo juro. –repuse. Quería que quedara claro.

—Supongo yo tampoco. Pero algo había en el aire. Por eso traje hoy mi ropa más ligera.

—Ah… conque querías seducirme… –comencé, con un toque de sarcasmo. —Pues lo lograste.

—Me gustas mucho, Jason…

—Y tú a mí, lindo…

Ambos estábamos exhaustos. Rendidos por la actividad y por todo lo vivido, sin darnos cuenta nos fuimos quedando dormidos. Dos corazones entrando a un mundo onírico, con mucha vida por delante que disfrutar, a partir del amanecer...