Adicta a las pajas (7)

Ese gran descubrimiento. Así fue.

En vista de los avances que me está suponiendo este tema de escribir lo que siento cuando me apetece masturbarme (la frecuencia y cantidad de pajas se ha reducido drásticamente), mi psicólogo me ha aconsejado que intente hacer memoria para ver de dónde me viene la obsesión, para intentar combatirla de raíz. De joven, yo era una aficionada a los libros y las películas de aventuras y misterio. La primera vez que vi La historia interminable simplemente me encantó la película, hasta tal punto que no podía parar de verla, una y otra vez. Me resultaba especialmente encantador el dragón alado, Fúyur. Si un genio se hubiese cruzado en mi camino y me hubiera concedido un deseo, ese hubiera sido sin duda el tener mi propio dragón. Cada vez que aparecía en pantalla, me volvía loca. Me subía en el reposabrazos del sillón y hacía como si fuese yo quien iba a lomos del dragón blanco. Cierto día, me emocioné demasiado y cabalgué más de la cuenta el brazo del sillón. Al terminar la película, me noté extraña, más eufórica que de costumbre, con la respiración agitada y con un inusual cosquilleo en mi zona íntima. Ni qué decir tiene que la película la había visto tantas veces que me la sabía de memoria, pero yo seguía disfrutándola tanto que la veía por lo menos una vez cada quince días. Ahora que lo pienso, también por aquella época me dio por tener siempre un chupachups en la boca, y cuando empezaron a hacerme tilín los chicos de mi escuela, también tuve una época durante la cual tenía casi siempre cosas en la boca. Supongo que simplemente soy una presa fácil de las adicciones y el consumo incontrolado. Pero desde aquel día, el ritual de ver la película había cambiado. Anhelaba las escenas en las que salía mi dragoncito, y las esperaba completamente fuera de mí. Cuando por fin aparecía, me lanzaba sobre el sillón y me ponía a cabalgar como una loca, terminando exhausta, sudorosa y con ese picorcillo que empezaba a gustarme tanto. La película quedó relegada a un segundo plano, pasó a ser una mera excusa para refrotarme contra el sillón. Hasta que un día, sufrí un amago de orgasmo. Sin darme cuenta, las piernas empezaron a temblarme y una embriagante sensación de bienestar se extendió por todo mi cuerpo. El shock inicial me asustó (pensé que era un ataque epiléptico o algo parecido), y probablemente por ello no lo disfruté a tope. Estuve varios días sin repetirlo, aunque finalmente reincidí, naturalmente, solo que intentando no llegar a esos extremos. Volví a llegar, incluso más rápidamente. De alguna forma, mi propio cuerpo se aleccionaba a sí mismo. Con una pierna a cada lado del reposabrazos, apretadas por las rodillas contra el mismo para no perder el equilibrio, y la entrepierna arrimada al sillón, en contacto directo salvo por las braguitas y los pantalones del pijama. A partir de ahí, simplemente era cuestión de echarle imaginación y cabalgar refrotándome a un lado y a otro, desde atrás hacia adelante, de derecha a izquierda, en círculos, incluso dando botecitos como si fuera al trote (sí, ya sé que los dragones no trotan como los caballos, pero entonces no lo sabía, y qué demonios, el trote también daba mucho gustirrinín). Aprendí a derretirme y a dejarme llevar por aquellas explosiones de placer. Con el tiempo, terminé llevando a cabo mi afición refregándome contra otros objeos similares, como cojines y almohadas, y más adelante, pasando mis manos y ejerciendo presión por encima de la ropa. Recuerdo cierta mañana que me desperté más exaltada de lo normal. No recordaba en qué había estado soñando, aunque aún estaba lo suficientemente reciente como para estar completamente sudorosa y con la respiración agitada. Un inmenso calor se difundía desde mis intimidades. Me apreté fuertemente con una mano y casi podría decir que sentí cómo me palpitaba el conejito. Ejerciendo una fuerte presión, comencé a frotarme por encima de la ropa, aumentando progresivamente el ritmo. El problema es que con aquellas sensaciones que percibía pasaba lo mismo que cuando te pica la piel y empiezas a rascarte. El picor va a más, y más, y más. Me bajé el pijama por las rodillas y empecé a apretar mi rinconcito por encima de las bragas. La sensación era mucho más viva con menos ropa de por medio. Percibía el calor más intensamente y oleadas de placer me embriagaban sin final a la vista. Una humedad creciente, que en su momento atribuí simplemente a un exceso de sudoración, inundaba mi ropita interior según mis refregones aumentaban veían aumentado su ritmo y su fuerza. Justo cuando empezaba a barajar la posibilidad de quitarme las braguitas y disfrutar aún más, me sacudió un violento orgasmo que me dejó completamente derrotada. El sueño me embargó de nuevo y, horas más tarde, dudé sobre si aquello había sucedido realmente o no. Solo con echarle un vistazo a la ropa interior era obvio que sí había ocurrido, pero aún así decidí volver a experimentarlo. Desde aquel entonces, mis prácticas se aceleraron rápidamente. Durante unos días, me limité a masturbarme con las bragas puestas, bien con los pantalones bajados o bien introduciendo las manos por dentro de los mismos. Mi excitación era aún mayor y el éxtasis final era simplemente indescriptible. Fue por aquel entonces cuando empecé a darle importancia a no ser descubierta en mis quehaceres, cuando una tarde mis padres llegaron antes de lo esperado y yo estaba cabalgando en el sillón en bragas y camiseta. Me dio tiempo a recuperar los pantalones, pero mi humedad se había filtrado sobre el tejido del sillón. Me libré por poco, poniendo un cojín encima. Finalmente, mis manos sobrepasaron la última barrera de algodón, entrando en contacto directo con mi sonrojada intimidad. El tacto baboso de mis secreciones no me echó para atrás, sino que incrementó mis ganas de frotarme y frotarme. Aquella vez no pude reprimir un gritito mientras el placer invadía mi cuerpo al completo. Unos meses más tarde, las amigas comenzaron a comentar algunas cosas muy parecidas. Tomé muy buena nota de muchas de las experiencias compartidas. La alcachofa de la ducha, el osito de peluche, ese misterioso botoncito con capuchón a la entrada del chochete... Con el tiempo, empezamos a llamar a las cosas por su nombre: masturbarse, correrse, hacerse un dedo, pajearse, coño, clítoris, ... y yo más contenta que unas pascuas, sabiendo que aquello no era malo (aunque algo intuía), que era normal y tenía nombre. Pero no pude controlarme, de alguna forma, se me fue de las manos, y la afición se convirtió en adicción.