Adicta a las pajas (6)
Ir de compras no sirve para curarlo todo.
Con las piernas temblando, y una notoria humedad en la bisagra donde se juntan, salí de aquella tienda con las mejillas más coloradas de lo normal, o al menos esa era mi impresión, pues sentía como si me ardieran a causa del rubor. Aunque lo más seguro es que pasase desapercibida para la inmensa mayoría de las personas presentes en el centro comercial, lo cierto es que en aquellos instantes de excitación palpable, era como si fuera el centro de atención, como si fuera un libro abierto y toda la gente se diera cuenta de mi situación. Entre en la primera tienda posible, con el único fin de evitar estar rodeada de gente. Cogí un par de prendas de forma distraída, completamente al azar, y me dirigí a los probadores apresuradamente. Tan solo quería estar unos minutos a solas para recuperar el aliento, pensar detenidamente en la situación y calmarme. El cubículo era de tamaño reducido, como prácticamente cualquier probador de la historia de la humanidad. Un banquito impracticable, que no sé por qué siempre hay uno, si es casi imposible sentarse, y un enorme espejo de cuerpo entero, que me sirvió para darme cuenta de lo patética que resultaba en esos momentos, pues ninguna señal exterior indicaba mi estado de excitación. Aquello me calmó ligeramente. Respiré profundamente varias veces seguidas. Eché un ojo a la ropa que había seleccionado inconscientemente. Una falda demasiado atrevida para mis gustos, un par de camisetas que no eran de mi talla, unos pantalones de color caqui y un vestido floreado de vivos colores veraniegos. Tras comprobar la talla, decidí probarme los pantalones, aunque solo fuera por hacer. Me desabroché los que llevaba puestos y comencé a quitármelos. Me puse de perfil y me miré en el espejo. Estaba echando un poco de culo, probablemente culpa del sustitutivo número uno del sexo: el chocolate, que había empezado a devorar en cantidades ingentes. Aun así, las nalgas aún resistían la fuerza de la gravedad, y se mantenían firmes. Me levanté la camiseta para comprobar si en mi vientre también se estaba desarrollando barriga o no. Sentir mis manos desplazarse por mi piel hizo de todo menos alejar la excitación. Mis dedos cubrieron cada centímetro de mi cuerpo, buscando bultos o granitos. Subconscientemente, estaba regresando a aquellos días en los que ponía delante de un espejo y descubría mi cuerpo, que naturalmente terminaban sin excepción en una deliciosa paja mientras me veía reflejada retorciéndome de gusto. Advertí curiosa que una pequeña mancha de humedad se dibujaba en la parte delantera del tanguita que llevaba puesto. La boca se me hizo agua con tan solo pensar en masturbarme allí mismo. Introduje mi mano izquierda por la parte superior, para comprobar sin sorpresa que mi conejo estaba ya en su salsa. Un dedo intrépido se metió sin dificultad ninguna en el interior de mi vagina. Resoplé extasiada y entrecerré los ojos. Por un lado, necesitaba reencontrarme interiormente, por el otro quería verme en aquel espejo. La excitación se había apoderado de mí. Mis pechos se elevaban cada ver que inspiraba aire pesadamente, si bien mi respiración iba acelerándose progresivamente. Aparté el tanga con cuidado y vi resplandecer el brillo baboso de mi coño. Subí un pie en el banco y mi flor se deshojó sensualmente bajo mi atenta mirada. Los pétalos se desplegaron y pude contemplar en todo su esplendor aquel órgano del placer. Las yemas de los dedos repasaron los labios de arriba abajo, extendiéndome mis jugos por doquier. Recordé aquellas exploraciones ante el espejo y aquellos tibios orgasmos que me proporcionaba en cuanto me quedaba sola en casa. Me metía en el cuarto de mis padres y allí, con el gran espejo de mi madre, me corría brutalmente una y otra vez. Pequeñas contracciones me sacudieron cada vez que mis extremidades rozaban el clítoris sonrojado y excitado, lo cual se hizo inevitable cuando me dispuse a penetrarme con el dedo corazón, el más largo de todos. La palma de mi mano quedó solapada en constante contacto con mi perlita electrizante, ejerciendo una satisfactoria presión sobre la misma. Entre tanto, el dedo se perdía en mi interior, acariciando ese punto especial del que muchas mujeres disfrutamos. La excitación subió de golpe otro nivel, catapultándome al paraíso onanista. Vibraciones próximas al más intenso estallido de placer se expandían por mi cuerpo, haciéndome tambalear sin equilibrio. Golpeé la pared con la espalda y ahogué un grito mientras me paraba en seco, retrasando lo inevitable y disfrutando de la sensación de controlar un caballo desbocado. Moví el banco de tal forma que pudiera sentarme con las piernas a los lados y situar mi espalda sobre el mismo. Lo reducido del lugar me obligó a apoyar una pierna en alto, contra la pared. Tumbada sobre el banco, aún podía girar la cabeza y disfrutar de mi cuerpo reflejado en el espejo. Retomé la paja, incorporándose un segundo dedo en el proceso de autofollado. La otra mano quiso unirse a la fiesta, y no encontró mejor forma de hacerlo que, previo refregón en el mar de fluidos que mi cuerpo destilaba, indagar en mi puerta trasera. Mi mente intentó poner un poco de cordura, y la idea de ser descubierta en plena faena asomó en mi cabeza. Sin embargo, aquello no me detuvo, e incluso podría decir que el riesgo de ser pillada le imprimió una inusitada carga de morbo a la situación, aunque no hace falta decir que me hubiera muerto de vergüenza. - ¿Señorita? ¿Se encuentra bien? ¿Necesita algo? La voz de la dependienta retumbó en mis oídos. Perdí la concentración y el equilibrio, resbalé y caí del banco al suelo provocando un estruendo. La altura no era exagerada, y el golpe fue más moral que físico, sobre todo cuando la mujer no se cortó un pelo en esperar a que le dijera que todo marchaba bien, corrió la cortina y vio cómo una clienta estaba tirada en el suelo en posición inverosímil, con el culo en pompa y con los dedos metidos en el coño, corriéndose como una loca, víctima de un auténtico colapso de sensaciones. Sacudida por un orgasmo súbito inesperado, me sentí sin fuerzas para levantarme, taparme o, al menos, indignarme ante su repentina irrupción. Solo pude quedarme allí tirada en el suelo, degustando la sensación agridulce de aquella corrida, y viendo la cara de la mirona reflejada en el espejo. Esta, supongo que en estado de shock, tampoco fue capaz de reaccionar durante un buen rato, hasta que finalmente se disculpó con un hilillo de voz y volvió a cerrar la cortina, devolviéndome a la intimidad original. Violentadas por lo que acababa de suceder, ninguna de las dos nos dirigimos palabra, y al menos por mi parte, ni siquiera fui capaz de levantar la mirada del suelo mientras salía a paso acelerado tras disculparme vergonzosamente. Estaba claro que el día de compras había terminado por hoy. En lo más recóndito de mi mente, se grabó la experiencia, no completamente desconocida, pero con un puntito diferente que merecía la pena recordar, y tal y como lo pensé más tarde en casa, mientras liberaba tensiones bajo la ducha, quizás repetir. No, imposible, jamás. ¿Pero qué me pasa? ¿Estoy perdiendo el juicio?