Adicta a las pajas
Soy adicta, lo reconozco. No hay razón para seguir engañándome a mí misma. Soy una adicta a la masturbación.
Adicta a las pajas Hola, me llamo Susana, y soy adicta. Sí, lo reconozco. No hay razón para seguir engañándome a mí misma. Soy adicta a las pajas. Me encanta masturbarme. Me he pasado noches en vela con el dedillo metido. He cancelado citas y he mentido descaradamente para no ir al trabajo y quedarme metida en la cama, sudando mares, pero no por la fiebre precisamente. Me he metido las cosas más inverosímiles, y me he frotado contra muebles, personas y objetos. Escribo esto con la esperanza de que me sirva de terapia, así me lo ha aconsejado el psicólogo. Cada vez que sienta el irrefrenable deseo de tocarme, debo escribir mis sensaciones, mis experiencias y mis deseos, de tal forma que la redacción calme mis ánimos y consiga entrar en los estándares masturbatorios sociales. Una cosa tengo clara, y es que no soy adicta al sexo. Lo he probado en muy variopintas formas, y no me ha satisfecho nunca, excepto una buena sesión de masturbación. Me han follado y he follado, me han humillado y he humillado, me han chupado y he chupado, pero nada rivaliza con mi conocimiento interior y mi lujuria personal e intransferible. No es una cuestión de tamaños, pues incluso he llegado a pagar para conseguir tamaños bestiales (y cuando digo bestiales, son bestiales), y aparte de escozor vaginal al día siguiente después de una noche con una bombona de butano metida entre mis piernas, no he conseguido la misma satisfacción. Tampoco es cosa de género, pues llegué a pensar que una mujer entendería mejor mi cuerpo y me daría un placer parecido al que yo misma me otorgo. En vano, aunque la sensación de frotar mi coño contra otro debo admitir que fue bastante gratificante. Esta misma mañana he sentido uno de esos irrefrenables deseos. Los rayos de sol se han colado por mi ventana y me han despertado de forma perezosa, acunándome en sus brazos. Era pronto, demasiado como para salir de la cama, pero por mucho que lo he intentado no he podido volver a conciliar el sueño. Así que ahí estaba yo, metida en la cama, sin nada que hacer hasta media hora más tarde. Y me ha empezado a picar el coño. Mi respiración se iba agitando por momentos. Se suponía que hoy empezaba la "terapia" de escribir, pero a las siete de la mañana no iba a levantarme para ponerme a escribir en el ordenador. Internamente, mi mente libraba una cruenta batalla: masturbarme o no, he ahí la cuestión. Por un lado, me sentía mal, por el otro, la excitación iba a más según pasaba el tiempo. Mi cabeza me mandaba imágenes contradictorias, y al tiempo mi respiración se agitaba y mis pezones se erizaban. Sabía que aquello estaba mal, pero eso era sólo un aliciente más. Y mientras mi mente se debatía entre una elección y otra, mi cuerpo ya había tomado la delantera. Mis piernas se juntaron y mis muslos chocaron entre sí, empezando a frotarse el uno contra el otro. Lejos de ahuyentar la excitación, la incrementaban bajo las sábanas. El cosquilleo en mi interior reverberaba impaciente, incitándome a dar rienda suelta a mis necesidades, porque así he llegado a interpretar mis deseos de masturbación, como una necesidad fisiológica más, como respirar, comer o hacer pis. Claro que no hay necesidad de mezclar las necesidades fisiológicas, aunque a veces puede resultar muy excitante y divertido... Pero volviendo a las siete de esta mañana, mis manos se aferraron a las sábanas, intentando evitar que se acercaran lo más mínimo a mi región más íntima. Sin embargo, en el fondo sabía que iba a ser inútil. Me conozco mejor que nadie, y en esos instantes ya sabía que aquello no podría pararlo ni con agua fría (sí, lo he intentado, y el resultado es acabar masturbándome como loca con la alcachofa de la ducha). Pero en cierto modo quería seguir engañándome a mí misma. Sabía que aquello estaba mal, y eso le añadía morbo al asunto. Por otra parte, el arte de frotar los muslos para lograr excitarme lo domino desde hace años. Aquellas aburridas clases de historia en el colegio no habrían sido lo mismo sin aquellos refroteos, sin esa sutil presión sobre mi vulva, que hace crecer la intensidad de una forma tan progresiva que ni te das cuenta de lo cachonda que puedes llegar a ponerte. Un pequeño empujoncito de los músculos pélvicos y ¡bam! Orgasmo a la vista. En la cama esta forma de masturbación cobra otra dimensión. Puedo entrecruzar las piernas y ladearme a un lado y a otro, puedo gemir sin temor a que nadie me mire raro, y puedo ayudarme de las manos para aumentar la presión en el área del clítoris... si quiero usar las manos, claro. Pero esta mañana estaba prohibido. La fina tela de mis braguitas, desubicadas desde hacía rato, colaboraban al incremento de sensaciones con el roce de las costuras. Empecé a sentir humedad por la zona. La mañana era fresca, así que no era sudor, o no solo sudor, al menos. El placer seguía aumentando, empezaba a ser insoportable. Mi espalda se arqueaba, mis uñas se clavaban en el colchón, mi cuerpo se meneaba de acá para allá, en una danza erótica simpar. A través de los ojos entreabiertos y legañosos, vislumbré mis pechos bajo el top del pijama. El pezón izquierda levantaba un bultito en la tela, el derecho se había escapado picaronamente, y mis piernas seguían enredadas entre sí, frotándose y transmitiéndome hachazos de placer a intervalos irregulares, cada uno más imprevisto que el anterior, y de mayor intensidad. Sin poder aguantar más, mientras me mordía el labio, mi diestra soltó el burruño de sábanas que apretaba con tesón y se apoderó de mi pecho derecho. Tenía la mano fría, y mi delicada piel lo sintió con pavor. Un profundo gemido escapó de entre mis labios. En mi bajo vientre comenzaba a gestarse la preciada explosión de placer. Mi mano abarcaba el pecho con avaricia, estrujándolo sin piedad, solo soltándolo cuando mis dedos decidían someter al pezón a una intensa y erótica tortura, estirándolo y retorciéndolo. Ladeé la cabeza, intentando de forma torpe e inútil acallar mis gemidos con la almohada, tan solo logrando babear sobre la misma. Cerré los ojos con fuerza y lo sentí venir. Me corrí con fuerza. El orgasmo sacudió mi cuerpo al completo, con intensas descargas de placer generadas desde mi conejito juguetón. Paladeé hasta la última gota de placer, sabedora de que en cuanto pasase, volvería a sentirme sucia por lo que acababa de hacer (y no solo por tener las bragas empapadas), sino por el sentimiento de culpa. Me sentía soñolienta, pero era ya la hora de levantarme de la cama y tomar una buena ducha. Tal vez eso me ayudase a superar la recaída, otra más entre cientos. Día 1 de terapia: no he salido de la cama y ya me he masturbado. Esto va a ser muy duro.