Adicta a las pajas (3)
Me encanta la azotea de mi edificio. Está alta, tiene cuerdas para tender la ropa y a veces le da sol.
Tras lo sucedido la tarde del día anterior, con el impulso que sentí en el mercado, decidí quedarme en casa. Sabía que las posibilidades de caer en la desidia y empezar a masturbarme como una loca eran mayores en la intimidad del hogar, pero tal vez si conseguía mantenerme ocupada tuviera alguna opción, y por lo menos no iría dejándome las bragas tiradas en cualquier antro de mala muerte. La idea inicialmente transcurrió a la perfección. Me dediqué a ponerme al día en la limpieza del hogar, y eso me llevó un par de horas. Una vez hube terminado, pensé en hacer la colada. Inconsciente de mí, seguí ordenando cosas por los alrededores, sin prestarle demasiada atención a la lavadora, hasta que la lavadora entró en el ciclo de centrifugado. El ruido de la misma me trajo unos agradables y placenteros recuerdos. La lavadora fue la culpable de que adquiriese mi primer vibrador. Ese movimiento salvaje de la máquina al centrifugar me descubrió un mundo nuevo en su día. Recuerdo aquel primer día que, inconsciente de mí, decidí ponerme a leer un libro sentada encima de la lavadora mientras esperaba a que se hiciera la colada. El trantrán inicial, que se extendía durante casi todo el proceso, era ligeramente hipnotizante. Me mecía como si estuviera en una cuna, sumiéndome en la relajación y dejándome indefensa para la montaña rusa que venía a continuación. La impresión de susto inicial ante la pérdida de equilibrio se vio rápidamente sustituida por unas vibraciones profundas y duraderas que se transmitían a mi cuerpo en todo su esplendor, chocando contra mi bajo vientre como las olas rompen en la costa. No hubo tiempo para la reacción, mi mente se nubló y me sumergí en un constante ir y venir de oleadas de placer. Aquella primera vez me mojé y terminé en el cuarto de baño aliviando el calor contenido en mi rajita masturbándome durante no menos de quince minutos. La segunda me masturbé allí mismo. La quinta vez, aquello adquirió la categoría de ritual, y las ropas ultrafinas eran el atuendo del mismo, sin siquiera ropa interior, pues cuanta menos tela hubiera entre medias, más nítidas y fuertes se transmitían las vibraciones a mi cuerpo. Por supuesto, terminé lavando la ropa más veces de lo habitual, y el proceso se convirtió en largas sesiones de masturbación desnuda sobre la lavadora. Como un semáforo indicando vía libre, mis pezones se endurecieron bajo la fina camiseta que llevaba. Mi cuerpo se sensibilizó al instante, atrapando cualquier roce al tacto. Intenté hacer caso omiso a las señales que mi cuerpo me enviaba, sacudí la cabeza para sacarme aquellos recuerdos de la misma, y logré reprimir las ganas de masturbarme que me iban apareciendo poco a poco. Afortunadamente, la lavadora comenzó a avisar del final del lavado. Procedí a mover la ropa húmeda desde la lavadora a una cesta, y me dirigí a la azotea a tender. Al parecer, alguna vecina ya había subido aquel mismo día a tender las sábanas, aunque aún quedaba espacio de sobra. El sol brillaba en la cúpula celeste, bañando con sus rayos todo lo que mi vista alcanzaba. Ni una sola nube se divisaba en el horizonte. El ruido del tráfico llegaba amortiguado hasta allí debido a la altura, lo cual impregnaba la situación de cierto surrealismo. Una brisa suave y fresca soplaba hacia el sur. Salir al aire libre y disfrutar de aquel sol radiante y el calorcito que otorgaba me puso de un extraordinario buen humor. Comencé a tender la ropa mientras destrozaba alguna canción pop entre silbidos y estrofas ocasionales, meneándome al son de una música que solo existía en mi cabeza. Estaba de tan buen humor y tan a gusto a la luz del sol que decidí quedarme allí un rato, disfrutando de un día tan espléndido en una de las tumbonas que algún vecino había dejado allí olvidadas. En aquellos instantes, nada ajeno a la realidad de la azotea existía. Ni siquiera la terapia. Lo que empezó siendo un pequeño descanso bajo el astro rey, derivó en una pequeña sesión de bronceado con unos pantalones cortos remangados reducidos a su mínima expresión y en topless. El calor comenzó a afectarme sin remedio. Empezaron a entrarme sudores, y mientras con una mano me mesaba los cabellos, con la otra empecé a acariciarme los pechos, calentados bajo la luz solar. Me deleitaba una y otra vez mojando la punta de mis dedos en saliva, para a continuación restregarlos tímidamente contra mis pezones. En cuestión de segundos se secaban y volvía a repetir la operación, enardeciéndome más aún cada vez que lo hacía, sensibilizando mi cuerpo al máximo. Mi sistema nervioso estaba saturado por completo, y podía sentir las cosquillas de los rayos de sol en cada centímetro de mi cuerpo. Continué con la ardua tarea de humedecer mis pezones con mis dedos juguetones, al tiempo que la otra mano se decidía a explorar las latitudes más australes de mi anatomía. Con paso lento pero seguro, las uñas de mi mano derecho descendieron rozando mi piel erizada durante todo el trayecto. El corazón comenzó a latir con fuerza inusitada cuando mi mano se entretuvo en el ombligo, recorriendo el borde con el dedo índice y vadeando el piercing que allí se aloja, pero fue un minuto más tarde, cuando superó el borde de los pequeños pantaloncitos de algodón cuando se desbocó por completo. Y entre tanto, uno de mis pezones jugueteaba alegre con los dedos índice y pulgar. Mi diestra se introdujo furtivamente bajo los pantalones y el tanga, todo de una. Sentí mis dedos entrelazándose con el vello púbico cultivado durante el último mes, la fecha de mi cita más reciente, la última vez que me rasuré en previsión de una noche de sexo desenfrenado en compañía de alguien. Los pequeños pelitos cosquilleaban traviesos en la palma de mi mano, y las yemas de mis dedos alcanzaron los pétalos de mi flor ya humedecida. Esparcí toda aquella humedad por los alrededores de mis labios, impregnando mis dedos profusamente en mis secreciones, y cuando estaban ya bien recubiertos, comenzaron a explorar más a fondo mis intimidades. Bien sabían los muy pillos dónde mirar y dónde encontrar. Con el anular y el índice separé los labios más externos, quedando expuesto e indefenso ante el dedo corazón mi guisantito querido, mi clítoris amado que tantos orgasmos me ha regalado. Unos suaves golpecitos con la yema del dedo le hicieron despertar de su letargo y pronto empezó a provocarme más placer aún. Seguí masturbándome sin descanso. Estaba en el séptimo cielo, en ese momento tan cercano al orgasmo que quieres extender por siempre, esa sensación de estar andando al filo del abismo que te hace tener los sentidos completamente alerta, y por ende, percibir cada mínima caricia como la mejor del mundo. De pronto, pisas en falso y te precipitas al abismo. El orgasmo me sacudió violentamente. Me retorcí allí tumbada con una mano dentro de los pantalones y otra apretándome una teta. Una gota de sudor puñetera superó la ceja y cayó en mi ojo izquierdo, aprovechando entre convulsión y convulsión, e intentando sin éxito fastidiarme el orgasmo. Me quedé rendida durante los siguientes minutos. Tras mojar mis bragas con mis flujos, ahora mojaba la tumbona con el sudor provocado por mi actividad "extra-deportiva". La brisa me refrescaba agradablemente mientras mi respiración regresaba a su ritmo acompasado habitual. Me hubiera quedado allí un par de horas más, pero recordé que estaba en topless, con las tetas cubiertas de saliva y una mano metida en mis "asuntos propios", todo ello en una zona común de la comunidad, abierta a todos los vecinos. Tanteé el suelo en busca del top, el cual acabó hecho un asco tras secarme las manos y los pechos, y me lo puse. Con puntualidad casi milimetrada, la vecina del 5º derecha abría la puerta para recoger las sábanas tendidas. La extraña sensación de que había estado esperando a que me adecentase hizo que un acentuado rubor sonrojara mis mejillas. Ni siquiera fui capaz de mirarla a los ojos, la saludé con la vista clavada en el suelo y regresé a mi casa, decidida a pensar una forma de superar mis impulsos.