Adeus Brasil
Fue en un pueblo con mar, una noche, después de un concierto...
De todas las estaciones del año la preferida de Luisa siempre fue el verano: esa época estival caliente, verbenera, irresponsable y perecedera que encajaba como anillo al dedo a su reciente inaugurada mayoría de edad. Desde hacía años, Luisa iba desgranando la cuenta atrás que le serviría para volver a visitar a su prima en las islas y frecuentar garitos y barras llenas de chicos, risas y alcohol, pero esta vez, con algo más, un valor añadido que impaciente, esperaba explorar, descubrir y disfrutar: el sexo. Su prima Juana, dos años mayor que ella, era la mentora oficial y oficiosa aparte de la anfitriona de fiestas rurales, multitudinarios botellones y grandes eventos en macrodiscotecas. Las hazañas de Juana eran descritas a modo de recibimiento cuando su prima menor llegaba a la isla. Y sus crónicas siempre iban en escalada en el tiempo, cada año se superaba, causando un solapado y no por eso menos activo regomeyo en Luisa. Tres años atrás, Juana se emborrachó, hace dos fumó hierba y el pasado se tomó una pastilla y estuvo “bailando casi tres días seguidos sin parar”. Ante este dato, Luisa quiso saber cómo reaccionaron sus padres al no saber de ella, si aguantó tanto tiempo sin comer y que lugares frecuentó en ese estado; Juana nunca entró en detalles. Por otro lado estaban las historias de chicos. La madre de Luisa, en conversaciones confidenciales con su hija, mantenía que su sobrina tenia “muchos pájaros en la cabeza” y “era un poco pendón”. Su hija la corroboraba en silencio pero internamente se moría de envidia: ella quería protagonizar las historias que su prima le contaba y superarla en experiencias y excesos. En los meses de la canícula, hordas de turistas extranjeros invadían la isla intentando dejar su huella y Juana aseguraba que ella reaccionaba como el cemento fresco. Un año se dedicó a alabar la labor de los mozos alemanes, aunque esta nacionalidad también englobaba holandeses, belgas y escandinavos, es decir todos los “chicos de piel blanca, ojos azules, altos y buenísimos”. Trescientos sesenta y cinco días después eran rechazados por ser “muy fríos y distantes” y sustituidos por un afroamericano “del barrio de Brooklyn, que es el que siempre sale en las películas que ruedan en Nueva York”, dueño de unos encantos espectaculares, “tenía una polla grandísima, como todos los negros”. Lo que Juana omitió fue la decepción que supuso descubrir que su fotógrafo de moda estadounidense era en realidad un mantero senegalés. Pero este año, la nacionalidad de moda y que ofrecía placeres sin parangón era la brasileña. El cantante de moda daba un concierto y Juana conocía a su representante, él cual les proporcionaría un pase VIP para ver en persona al cantante carioca en su camerino. Sería en las distancias cortas donde Juana tantearía a su presa para convertirla en otra historia que contar a su primita. Pero Luisa no estaba dispuesta a ser una mera espectadora y posterior oyente, ella quería algo más: su mayoría de edad le daba fuerzas transgresoras.
LA NOCHE SEGÚN JUANA
El concierto empezaba a las diez y eran las siete cuando ya nos estábamos acicalando. Me peiné con secador para la ocasión, me puse mi falda corta y ese top escotado que es el mejor anzuelo para los chicos. Sé que todos me miran, TODOS; algunos lo hacen de reojo o disimuladamente y otros de una forma más descarada, como a mí me gusta. Mi prima se decidió por unos pantalones ajustados (no sé si pretendía marcar la pezuña de camello pero no se dio el caso) y una blusa con escote palabra de honor que mostraba sus hombros desnudos donde se le notaba el blanco de los tirantes del bikini. Yo, en cambio, luzco un moreno integral, currado en la azotea de mi edificio cuando papa no estaba (pero los vecinos, sí). Nos vino a buscar Ramón, un camello muy zalamero que también ejerce de representante y organiza eventos y conciertos. A Ramón no me lo he follado porque no quiero, pero se dé las ganas que tiene de pasarme por la piedra, lo veo en sus ojos y gestos, pero es de aquí y los hombres autóctonos los tengo muy vistos y ya no me aportan nada. Prefiero los brasileños, como el cantante de esta noche. La primera vez que le vi en un canal de clips de la TDT supe que sería mío si se me ponía a tiro. Aquella noche se cruzaría en mi punto de mira y yo no erraría el tiro. Ya en el concierto, el ambiente rebosaba y el recinto estaba de bote en bote. Si la noche ya era de por si sofocante, allí dentro la temperatura conseguía escalar varios grados. Los chicos me sobaban, se rozaban conmigo y notaba la yema de sus dedos deteniéndose sobre mi culo, en un tránsito disimulado y sucinto para después desaparecer tras un nuevo relevo. Pensar en estar rodeada de chicos sudorosos que querían follar conmigo con aquel calor añadido, producía una excitación dentro de mí, anidada con las expectativas de la noche, aquella visión me ponía rematadamente cachonda y al amanecer tendría que haber aplacado aquel ardor. El cantante lo dio todo desde el escenario: bailaba, saltaba, interpelaba al público, aunque yo entendía que se dirigía exclusivamente a mí. Desde donde estábamos, se le veía pequeñito, pero yo tenía la certeza de que, adentrándonos en la madrugada, sería yo la que le tendría delante, en carne y hueso… sobretodo en carne. Una vez concluido el concierto al fin, nos dirigimos al camerino de la mano de Ramón. Durante el camino, enrosque mi brazo al suyo, contracorriente del resto de chicos y chicas que desalojaban el local conformándose con el espejismo fugaz de ver una silueta animada deambulando por el escenario. Ramón y el cantante se dieron un efusivo abrazo y nos presento a mi primita y a mí; también hizo los honores con su equipo de bailarines, tres chicos estilizados y fibrosos, aun así inferiores a la estrella absoluta a la que dan amparo con sus danzas. Al darme los dos besos en las mejillas, noté un embriagador y dulzón perfume que se mezclaba provocativo con su olor corporal: olor a hombre. De complexión musculosa, sus espaldas eran anchas, su piel morena, de tez compacta, en las distancias cortas los rasgos que conformaban su rostro eran toscos y primitivos, otorgándole un aura de masculinidad salvaje. Sus manos eran grandes, sus dedos parecían pollas con uñas; seguro que si se posaran en mi culo no pasaría desapercibido como los anteriores magreos anónimos. Ramón se difuminó en un discreto segundo plano y me quede charlando con él. Se mostraba simpático y abierto, incluso se intereso por nuestro parentesco, para darle cuartelillo a Luisa. No me quitaba los ojos encima, que resbalaron numerosas veces por el risco de mi escote, lo tenía prácticamente comiendo de mi mano, hasta que mi primita empezó a entrometerse. Empezó a camelárselo dorándole la píldora de una forma escandalosa y harto evidente. A la muy perra solo le falto entregarle las bragas en mano. Como todos los hombres son iguales, con su talante porcino, se dejó embaucar por la falsa mosquita muerta. En ese momento, tomé la decisión de descartar a semejante mentecato: me había decepcionado, no era suficiente hombre para mí. Su físico hinchado causaba un equívoco adiposo, su cara revelaba ancestros simiescos, el color de su dermis aparentaba suciedad y olía mal. Un tío que se deja embaucar por una niñita no es digno de mi confianza ni de mi elección y, estoy segura, de un montón de mujeres, a excepción de mi primita, que aun no lo es del todo a nivel de madurez. Viendo el plan, mi rechazo fue tajante y me presté a charlar con el bailarín más guapo, porque él se acercó a mí. Al final, cada una nos fuimos por separado, yo en una furgoneta acompañada de los tres bailarines. Iba en dirección al hotel, donde me esperaba una suite dueña de una mullida cama, imaginando lo que sería repartir placer a aquellos tres querubines al unísono, cuando me enteré que eran un fraude: a pesar de su apariencia, de su acento, de sus nombres (Mario, Xosé y Paulo), no eran brasileños, ¡eran portugueses! No me dejé engañar, por proximidad para mí un portugués es como un español y yo no me acuesto con cualquiera. Mi deseo para aquella noche era una sesión de lujuria brasileña y no una horas haciendo guarradas con gente ordinaria. Les pedí que me dejaran en casa, cosa que hicieron amablemente, ¡faltaría más! Cuando despuntaba la madrugada me fui a dormir solo porque yo soy una señorita, no como otras, que extrañamente son familia mía. Ya pasaríamos cuentas…
Una diana vespertina me despertó para reincorporarme al mundo real y atacar un desayuno-comida-merienda a las cinco de la tarde; en vacaciones los primeros que hacen las maletas son los horarios habituales. Cuando a mi bífidus le quedaban un par de cucharadas, mi primita dejo el lecho y se acercó a la mesa a abrir la boca para algo más que bostezar… vaya si tenía que abrir la boca, y darle a la sin hueso para contarme con todo detalle las horas de la pasada madrugada que aun no se podía considerar el día de ayer. Una vez comidas nos refugiamos en un banco del paseo marítimo, lejos de miradas y oídos de padres, familiares y otros confidentes puretas centinelas de los buenas valores y carceleros de la diversión y la irreverencia. Al cobijo de la brisa salobre y protegidas del implacable sol bajo la alborotada sombra de una palmera, mi primita Luisa comenzó a nárrame lo ocurrido cuando nos separemos horas antes.
Comenzó con detalles intrascendentes por superfluos y evidentes: “nos fuimos al hotel” y “desde la habitación se veía el mar” hasta que la apremié a que entrara en harina “nos duchemos juntos”. Ante la demanda de mas información que pedía mi mirada, Luisa continuó “las gotas de agua nos sorprendieron y refrescaron, proporcionando una tregua intima ante el sofoco imperante. Mientras nos mojábamos, nuestros cuerpos se rozaban, se agitaban, ante una prisa apremiante e irreflexiva. Las gotas de agua se mezclaban con las de nuestro sudor, pariendo una mezcolanza de lívido sazonado de feromonas que auguraban una placentera travesía hasta la saciedad. Después de cubrir esta húmeda experiencia, acabemos exhaustos, mirándonos el uno al otro, a sabiendas de que nuestras expectativas eran gemelas… como dos gotas de agua”. Al oír semejante perorata, incidí en temas más concretos, ¿cómo tenía el aparato? “Siempre he sido cauta cuando se me ha brindado a cometer un exceso. Pensé en comérmela sin mirarla, metérmela en la boca y sentir el placer prohibido, el regocijo del pecado consciente, pero ya que lo iba a hacer, decidí experimentar cada sensación segundo a segundo y entregarme al pecado sin remisión. La destapé y la observé detenidamente para poder retener aquella visión, aquel recuerdo que me reconfortaría cuando sacrificara mi desenfreno a favor de las buenas costumbres. Allí estaba, delante de mí, apenas a unos centímetros de mi nariz, inhalaba su aroma apetitoso e impúdico. La verdad, he de reconocer que se me hacía la boca agua. Me llamó la atención su enorme tamaño, era un generoso trozo de carne, moldeado con gracia, ancha, robusta. Era tal mi ansia que me la metí en la boca, chocando con mi paladar y resbalando hasta la campanilla, me atraganté interrumpiendo con toses mis insaciables maneras. Hasta él introdujo un comentario con su acento dulzón y cariñoso, recomendándome que fuera más despacio en estas lides, que las prisas solaparían mi gusto y satisfacción. El segundo intento fue más calmado y dio resultado. Noté como la carne cálida llenaba mi boca poco a poco. Su sabor impregno mi lengua que la colmaba a caricias”. ¿Y cómo fue en la cama? “Al principio utilizó ademanes suaves. La introdujo con delicadeza y casi con disimulo. En un abrir y cerrar de ojos ya estaba dentro. Con idéntica sutileza volvió a retrasarse y salir para volver a entrar, esta vez con un gesto más decidido y fuerte. Llegados a este punto, dio lugar un meneo en forma de bucle de entrada y salida, inicialmente sosegado pero firme hasta convertirse en un frenesí que aumentaba en velocidad y brusquedad, con vigorosos empellones tamizados de impaciencia y un punto de agresividad. Hasta que uno de esos viajes, llegando a lo más hondo, conquistando lo más profundo, le hizo detenerse en seco y dedicarme una sonrisa de satisfacción y complacencia. Su objetivo había sido ya cumplido”. Tras un instante de silencio, faltaba la interrogación final, ¿te lo tragaste? “tragué con avidez e inició el descenso por mi garganta dejando tras de sí un rastro cálido y placentero que calmó mi gula”. Acabó dándome la razón, en cuanto a los muchachos brasileños son los mejores amantes, llegando a esa cierta conclusión detrás mía, como es habitual. Cuando llegó mi turno de contar lo que había dado de sí la noche para mí, le solté que me lo monté con los tres bailarines a la vez y que estuvimos follando durante horas porque nos servimos de drogas muy caras que no permitían bajar ni un ápice nuestra lívido. Le di toda clase de detalles escandalosos y tabúes, eso sí, omití decirle que eran portugueses.
LA NOCHE SEGÚN LUISA
Por fin llegó agosto y, como cada año, nos desplazamos a la casa de mi tía, en las islas, a reencontrarme con mi prima Luisa. Hace un año que no nos vemos, hemos hablado por chat y videollamada, pero siempre espero el momento de reencontrarnos en persona y contarnos nuevas noticias, vivencias y secretos. Nunca se lo he dicho pero sé que Juana lo sabe, para mí es un referente, escucho con atención todas las experiencias que ha tenido a lo largo del año con una mezcla de admiración y envidia sana experimentando el suplicante anhelo de ser algún día yo la protagonista de sus historias. Fuimos a un concierto de Anibal Neves, cantante brasileño que siempre pega fuerte desde hace un par de veranos con sus hits. Me gustan mucho sus canciones, le canta al amor, a los sentimientos, alegrías y decepciones, siempre me he sentido muy identificada con sus letras. De ellas se desprende un amante cariñoso, enamorado, leal, fiel y respetuoso. Anibal me hizo compañía en momentos de soledad y aquel fin de semana tendría la oportunidad de conocerlo, gracias a un amigo de mi prima, Ramón, un chico muy simpático y algo ostentoso. No pare de gritar, bailar, saltar y cantar durante el concierto. No se dejó ninguno de sus éxitos: “bésame mujer”, “cómo te quiero, niña”, “enamorado de ti” y “perdóname amada mía”. Incluso cantó “la chica de Ipanema”, canción que mi padre insiste en recalcar que no es de su autoría y que yo siempre le rebato. Después de dos generosos bises y unos minutos de chillidos, llantos y aplausos, Ramón nos llevó al camerino. Estaba un poco nerviosa, porque iba a ver en persona a Anibal. Tendría la oportunidad de conversar con un hombre tan maduro y sensible. Mi inquietud iba añadida por las referencias que me había dado Juana con respecto a los chicos brasileños. Se ve que había tenido diversas experiencias con esta nacionalidad, todas satisfactorias. Recuerdo que pensé que, quizá traspasaba la frontera de las palabras a los hechos con Anibal, aunque deseché esa fantasía por demasiada ambiciosa y chiflada. Con Ramón como maestro de ceremonias, saludemos a Anibal y a sus bailarines. Se mostró cortes y simpático, con un acento embriagador y un aplomo encantador y carismático. Atendió amablemente a mi prima y contestó a todas mis preguntas sobre su obra: de dónde sacaba la inspiración, si sus letras eran autobiográficas… desembocando la conversación en temas más personales y, esta vez, respondiendo a cuestiones yo. Se estableció una atmósfera de intimidad, ayudada por la cobertura que me cedió Luisa, retirándose adecuadamente con los bailarines. Al cabo de un rato, se propuso ir al hotel. Mi prima se fue con los bailarines, yo me fui con Anibal en su coche. Mientras conducía, puso su CD y se oía por los altavoces sus armoniosa voz, entonando los suaves compases de “a sus pies, señora”. Se detuvo a recoger un tentempié, un par de hamburguesas para los dos, para así mitigar el hambre que, según él, le provocaba cada concierto. No conocía el establecimiento porque no pertenecía a ninguna franquicia conocida. Sostuve el paquete dubitativa, desconfiando si aquellos bocatas serían de mi gusto; soy muy delicada para las comidas. Además, no tenía que pasarme con alimentos clandestinas si quería lucir palmito en la playa. Al aparcar y de camino a la entrada del hotel, nos sorprendió una tormenta de verano. Tuvimos que darnos una breve carrera hasta allí. Las gotas de agua nos sorprendieron y refrescaron, proporcionando una tregua intima ante el sofoco imperante. Mientras nos mojábamos, nuestros cuerpos se rozaban, se agitaban, ante una prisa apremiante e irreflexiva. Las gotas de agua se mezclaban con las de nuestro sudor, pariendo una mezcolanza de lívido sazonado de feromonas que auguraban una placentera travesía hasta la saciedad. Después de cubrir esta húmeda experiencia, acabemos exhaustos, mirándonos el uno al otro, a sabiendas de que nuestras expectativas eran gemelas… como dos gotas de agua. Subimos a su habitación pero hubo un percance. La puerta no quería abrirse, aunque él insistiera en introducir la tarjeta por la ranura. Al principio utilizó ademanes suaves. La introdujo con delicadeza y casi con disimulo. En un abrir y cerrar de ojos ya estaba dentro. Con idéntica sutileza volvió a retrasarse y salir para volver a entrar, esta vez con un gesto más decidido y fuerte. Llegados a este punto, dio lugar un meneo en forma de bucle de entrada y salida, inicialmente sosegado pero firme hasta convertirse en un frenesí que aumentaba en velocidad y brusquedad, con vigorosos empellones tamizados de impaciencia y un punto de agresividad. Hasta que uno de esos viajes, llegando a lo más hondo, conquistando lo más profundo, le hizo detenerse en seco y dedicarme una sonrisa de satisfacción y complacencia. Su objetivo había sido ya cumplido. Un piloto rojo destelló y la puerta se abrió. La habitación era amplia y preciosa. Desde la ventana se veía el mar y ya se adivinaba el nacimiento diario del perezoso sol. La estampa parecía una de sus canciones. Destapando los envoltorios, llegó la hora de consumar aquel amago de desayuno. Antes de comernos las hamburguesas, les hizo una foto para colgarlo en su red social con el enunciado “desayuno energético después del concierto en Mallorca”. Siempre he sido cauta cuando se me ha brindado a cometer un exceso. Pensé en comérmela sin mirarla, metérmela en la boca y sentir el placer prohibido, el regocijo del pecado consciente, pero ya que lo iba a hacer, decidí experimentar cada sensación segundo a segundo y entregarme al pecado sin remisión. La destapé y la observé detenidamente para poder retener aquella visión, aquel recuerdo que me reconfortaría cuando sacrificara mi desenfreno a favor de las buenas costumbres. Allí estaba, delante de mí, apenas a unos centímetros de mi nariz, inhalaba su aroma apetitoso e impúdico. La verdad, he de reconocer que se me hacía la boca agua. Me llamó la atención su enorme tamaño, era un generoso trozo de carne, moldeado con gracia, ancha, robusta. Era tal mi ansia que me la metí en la boca, chocando con mi paladar y resbalando hasta la campanilla, me atraganté interrumpiendo con toses mis insaciables maneras. Hasta él introdujo un comentario con su acento dulzón y cariñoso, recomendándome que fuera más despacio en estas lides, que las prisas solaparían mi gusto y satisfacción. El segundo intento fue más clamado y dio resultado. Noté como la carne cálida llenaba mi boca poco a poco. Su sabor impregno mi lengua que la colmaba a caricias. La engullí en un par de bocados, tragué con avidez e inició el descenso por mi garganta dejando tras de sí un rastro cálido y placentero que calmó mi gula. Nos acomodemos en la cama. Me enseño todos los álbumes de fotos que la memoria de su Smartphone permitía almacenar. Me mostro todos los países que había visitado. Tenía una forma curiosa de posar: en lugar de buscar un monumento representativo para decorar el fondo de su retrato, elegía como marco las fachadas de las tiendas de marca; Anibal junto a la medusa, Anibal al lado de la manzana, Anibal acompañando al cocodrilo, Anibal saludando a los cuatro aros enlazados… así un buen rato. Cuando ya no quedaban más fotos que exhibir, me cogió de las manos y se acercó más a mí. Mi corazón comenzó a golpear mi pecho y noté una desazón que recorría todo mi cuerpo. Me dio un casto beso en la boca, apenas un piquito y me aseguró que nunca había conocido a una chica tan especial como yo. Si esto era así, ¿la inspiración de sus canciones era una fabulación? Adoptó una postura más cómoda, tumbándose. Posó sus manos en mis hombros y empecé a notar una presión que me conducía a su abdomen hasta que mi campo visual solo abarcaba su entrepierna. Primero me tomé mi tiempo para reflexionar sobre lo que tenía delante, oculto tras las prendas. A continuación, mis manos realizaron un breve recorrido por el interior de sus muslos hasta el botón del pantalón. Él reaccionó con un leve gemido. Me dedique a la labor de liberar la bragueta que también era de botones. La marca de los calzoncillos también había sido inmortalizada en uno de sus viajes. Ante mí, se asomaba un bulto desconocido pues nunca habíamos sido presentados. Acerqué mi mano y con el dedo índice extendido me dispuse a tocar aquella masa oculta pero, cuando estaba apenas a unos centímetros, algo me detuvo. Él volvió a gemir. Aunque más que un gemido, era un resoplo, al que siguió otro. Y otra respiración, más profunda. Alcé la vista: Anibal estaba dormido. El sol reinaba ya severo en el firmamento, borrando con sus rayos el antiguo ambiente nocturno, disipando su oscuridad, desenfreno y aspiraciones. Me incorporé y abandoné la habitación. Como penitencia, de camino a casa de Juana, me prohibí tararear ninguna canción de Anibal Neves. ¡Adeus Brasil!