Adela: Historia de una bruja

A veces la realización de un sueño significa el comienzo de una pesadilla.

ADELA: HISTORIA DE UNA BRUJA

A veces la realización de un sueño significa el comienzo de una pesadilla.

Amigos de infancia… Un escollo para la evolución de deseos sexuales. Parece que la obsesión por Adela, mi pariente lejana y la mujer más enigmática de mi entorno, estaba inscrita en mi memoria genética como si la hubiera visto en sueños prenatales. Yacimos en la misma cuna durante la primera semana de nuestras vidas. Hicimos juntos los primeros pinitos. Inventamos los primeros juegos en los que ella salía ganadora. Suspendimos nuestros primeros exámenes. Pero su primer beso y su primera vez… ni idea con quién. Mis ansias, mis deseos, mis frustaciones giraban en torno de Adela mientras ella disfrutaba de sus secretos, libre como una ola perdida en un océano desconocido. El cariño con que me trataba era muy distinto de la lombriz oscura de mi atracción que corroía las tripas y cavaba laberintos dentro de mí transformándose en un tumor maligno, siempre hambriento.

“Esa niña tiene cara de bruja” – solían decir nuestros familiares. Efectivamente, algunos rasgos correspondían al tópico aunque carecía del sexto dedo o de una cola de sirena. Por ejemplo, los ojos verde esmeralda, ojos de un esfinge y de una víbora, almendrados, un poquito bizcos, de mirada inquietante que rasgaba el alma y provocaba escalofríos. El contraste con la melena negra, la piel de porcelana y la boca llameante hacían más intenso el efecto. De ahí el poder de sugestión que emanaba de ella. Recuerdo un episodio curioso relacionado con la bestia de su padrastro. Adela, una niña de 6 años, se cansó de escuchar sus estupideces y le ordenó “Basta” con una voz tan imperiosa y extrañamente madura que todo se sumió en un estupor blanco, una taza cayó al suelo pese a su posición estable. Por cierto, el tipo falleció en un accidente terrible: una sierra eléctrica le partió en dos cual un saco de mierda.

Mi verdadero tormento empezó con la llegada de pubertad y la ebullición hormonal. Estar a su lado disimulando normalidad, sin pensar más que en sus pechos que se le crecían a velocidad de luz, en sus curvas que se iban acentuando, en su sexo oculto debajo de la ropa cuyos contornos se adivinaban cuando llevaba pantalones ajustados. Con el tiempo las pajas nocturnas se sustituyeron por múltiples contactos sexuales de carácter esporádico. Me gustaba presumir de un macho promiscuo, indiferente a los compromisos emocionales. Resultó sencillo. Ya estaba más que comprometido, atado a la imagen escurridiza de mi Adela que olía a vainilla, almizcle y almendra. A mi gran alegría ella no salía con nadie públicamente (lo que no significa que no se divertía a escondidas). La falta de novios oficiales me regalaba la esperanza de llamarla mi mujer algún día. Su decisión de casarse con José, el más tímido de la universidad, me pilló por sorpresa virtiendo un cubo de agua fría sobre mis planes. “¿Por qué? ¡Sois opuestos! Tú, tan brillante, y él, un don nadie”. Obtuve la única respuesta: “Es bueno. Alma pura”.

No cuesta nada imaginar mi rabia durante la boda. Un esperpento gafudo, vestido de frac, iba a poseer a la mujer más hermosa de la ciudad. ¡Y con su consentimiento! A mi parecer, este maniquí rígido con una sonrisa aritificial encarnaba lo peor de burocracia. Sabía encender los cerillos, sí. En cuanto a las novias… supongo que sólo sabía congelarlas. No me cabía ninguna duda de que Adelita contraía matrimonio por algunas razones misteriosas, distantes del amor. Noté un destello en su mirada, dirigido a un músico extravagante. Oí decir a su hermano:

  • Hermanita, quiero que conozcas a mi grupo favorito. Éste es Luis, el líder de la banda y el pirata más descarado de la Tierra.

El “pirata” apretó la mano tendida y estampó dos besos fuertes peligrosamente cerca de su boca. Los ojos ambarinos le bebían todo el cuerpo.

  • Felicidades, preciosa. Me gustaría presentarte a otro miembro de mi banda, pero de momento es imposible.

La voz ronca y pausada ejercía el mismo magnetismo animal que su físico. Todos los detalles revelaban una personalidad indomable: una melena dorada de león, un torso musculoso lleno de tatuajes, una sonrisa desafiante… Una prominencia en sus vaqueros desgastados no dejaba ilusiones acerca del sentido de su alusión inequívoca. Adela apenas prestó atención a otros hombres del grupo. De pronto pidió disculpas, echó a correr y se encerró en el cuarto de baño. Más tarde me deslicé allí y en seguida capté el olor inconfundible de una hembra en celo. En la cesta de basura descubrí unos trozos de lencería rosada. Así que nuestra recién casada se puso tan cachonda que se vio obligada a cambiarse. Los restos de sus braguitas de encaje se encontraban en un estado lamentable, totalmente empapadas, desprendiendo aromas agridulces. Las guardé en el bolsillo y subí a la sala. El banquete festivo transcurría con normalidad, sólo faltaba ella, la figura clave de la boda. “¿Y Adela?” “Tiene un ataque de jaqueca. Serán los nervios”. ¡Ataque! Claro. La imaginé jadeante, con el rostro transfigurado por la lujuria y el pelo desparramado por los hombros mientras el músico, agachado entre sus muslos de nácar, le machacaba el clítoris con su lengua insaciable. Al cabo de una hora apareció entre los invitados derrochando disculpas y sonrisas formales. Movimientos felinos, contoneo de caderas, carita satisfecha después de la cabalgata de lujo que acababa de montar a lomos de Luis. Y el marido, cornudo antes de tocarla. Alma pura. No pude soportar la farsa y el escozor en los ojos. Salí al patio para hacer una promesa solemne bajo el hielo de las estrellas: “Pasas de mí, Adela. Vas a follar con todos menos conmigo, ¿verdad? No me conformo con eso, mi amor. Juro que te poseeré. No sé dónde y cúando, pero te haré mía”.

*

7 años después. Adela cumple 30. Una diosa espléndida, en pleno apogeo de femenidad. Soy el amigo más íntimo de su familia. Me he acostumbrado a José con quien suelo pescar y jugar al ajédrez todos los domingos. No albergo odio por él. Tampoco tiene acceso a los escarceos secretos de nuestra bruja. Su hijo Tobi destaca por una melena de león y el matiz ambarino de los ojos. Qué risa. El niño me cae realmente mal. Su mirada siembra la misma inquietud que la de su madre, pero aún más concentrada y aguda. Mañana se marchan de la ciudad rumbo a la finca rural, propiedad de los padres de José. Adela se queda solita. He declarado que me voy de vacaciones al extranjero. Mentira, por supuesto. Me propongo un típico plan malvado que desembocará en una violación, una recompensa de tantos años de espera y deseos reprimidos. En eso pienso brindando por su salud y felicidad conyugal.

Al día siguiente me apodero del botín. Me lanzo sobre mi presa sin ambages previos. Está tan asombrada que ni siquiera se resiste mientras le ato las manos a la cabecera de la cama. “No creía que te atrevieras, Miguel”. Ah, sí, mis sufrimientos representan un libro abierto para ella. ¡Desde tiempos inmemoriales! No contesto, me limito a desgarrarle la bata de un tirón y le magreo las tetas con devoción maniática. La lluvia de botones se precipita al suelo. Y sus hermosos globos tiemblan y botan en mis garras. Dos bollos de crema coronados por guindas diminutas. Todo un poema de carne. Me inclino para probar esos pezones, duros y tiesos debido al aire acondicionado. Los succiono y muerdo hasta enloquecerme de ganas. Mis manos recorren su cuello, espalda, vientre, palpan la tersura de sus nalgas, dejan moretones en el interior de sus muslos blanquísimos, intentan explorar el nido de mis fantasías por encima de las braguitas. De repente un aro de dolor oprime mis sienes, siento martillazos y cosquilleos irritantes como si mil demonios bailaran rumba en mi cerebro. Suena una orden “¡Déjame! ¡Fuera!” a pesar de que la víctima está callada. Siento un hueco en el estómago y punzadas en el pene. La erección pétrea desaparece, mi fiel amigo se encoge de susto. Adela se retuerce al estilo de una lagartija triunfante. Unos signos raros parecidos a jeroglíficos se vislumbran debajo de su piel. No, imposible, un engaño óptico. Me desmayo. ¡Menudo violador!

Una risa maliciosa me saca del letargo. Recobro la compostura e intento continuar el asalto. Por fin le arranco las bragas descubriendo un pubis maravilloso, completamente depilado, que hace resaltar unos labios carnosos y bien delineados. ¿Cúantos hombres han recorrido esta senda angosta? Voy a inscribirme en la lista. Ninguna circunstancia cambiará el hecho de posesión aunque sea fugaz y robada. Mi verga vuelve a parar, movida por el resorte de admiración. Eso me gusta. Enhiesta, orgullosa, guerrera. Una flauta mágica donde las venas son teclas. Quiero transmitir mi fiebre a Adela para que se ponga al rojo vivo y me acoja gustosa, como una anémona mojada que rezuma ternura por los poros. Al fin y al cabo se trata de una mujer apasionada, lasciva, sensible a las caricias expertas. ¿Por qué no? Ensancho los pliegues delicados, paso la lengua por las zonas más recónditas e inicio un juego lento con el botoncito de su clítoris, una frambuesa de lo más apetecible. Me encantaría montar un grandioso 69, pero la agresividad de mi amiga me desvía de la idea. Más tarde, quizá. Disfruto a tope a lo largo del proceso y ella… no se excita en absoluto contra mis expectativas. Mi saliva sirve de lubricante natural y ya está. Nada de sus propios jugos cuya fragancia me dejó k.o. aquel día nefasto de la boda. Me desespero y sigo dándole lengüetazos revelando todo el potencial de mi maestría. En vano. Una mueca despectiva resbala por su boca. La voluntad de Adela domina su coño, controla el placer, desafía a mis artes de mujeriego. Me dedico a frotarle la vulva con la cabeza de mi miembro, un truco que quita el pudor a muchas chicas reservadas. Movimientos circulares, un vaivén sensual, un ritmo calculado. Con el mismo efecto nulo. “¡Puta! ¡Así te dolerá más!” – grito enfurecido, humillado hasta el límite. Un silencio burlón. Me dispongo a ensartarla con la crueldad de un torpedo. Ni siquiera la punta se introduce. Sufro otro apagón de erección, tan brusco que los calambres me hacen brincar hacia el techo. ¡Increíble! ¡Con las ganas tremendas que me arrasan! Me doy cuenta de que el poder de su mirada provoca el fracaso. Golpeo el rostro impasible con el dorso de la mano, asesto un codazo en el abdomen y le vendo los ojos con la manga de mi camisa. No hay otra opción si no le apetece saisfacerme por las buenas.

Me dedico a despertar a la bestia por tercera vez. Una masturbación de campeonato cumple la función de panacea. Estoy empalmado y caliente. Al aprovechar este estado le clavo la estaca a la bruja, sin preludios ni miramientos. Le atravieso las entrañas y así me desquito. Un momento de verdad por el que iría al infierno. La escasa lubricación y la brutalidad de mi arremetida no consiguen sacar ni un gemido. Lástima. Un concierto de gritos e insultos daría un toque picante a la situación. Dentro de ella me siento un alquimista todopoderoso que acaba de hallar la llave al enigma del Universo. Sus músculos vaginales se tensan, engullen mi falo y lo encierran en su trampa. Le susurro al oído: “Gracias, mi amor. Me honra ahogarme en tu manantial reseco. Soy cazador furtivo que va a explorar un coto vedado. O un abejorro ansioso por libar la flor hasta deshojarla. O un péndulo que siempre va a oscilar en el centro de tu cuerpo expuesto. Toma mi frenesí acumulado desde la infancia. La comida te parece vomitiva, lo siento. Sin embargo, tu útero va a tragar la oferta. Engendraremos un hijo al igual que lo hiciste con Luis, el músico”. La mención de Luis desencadena un orgasmo escandaloso, una explosión deslumbrante que me estremece hasta los cimientos. Mi arma dispara sin cesar vengándose de todo: su vida llena de pasadizos oscuros, su encanto contagioso, su amistad hipócrita, su desprecio por mi virilidad… Exhausto, me tumbo sobre ella mientras escupo las últimas gotas de semen y baño su frente con regueros de mi sudor, arrastrado por la marea de sentimientos contradictorios.

Una barra de chocolate me inyecta buena porción de energía. Le doy la vuelta a Adela, una muñeca muda, una masa de arcilla obediente. Separo sus nalgas firmes en forma de corazón y preparo para la invasión su agujero posterior a base de muchas caricias y lamidas. Su reacción me trae sin cuidado sea placer o rechazo. Qué mujer tan perfecta, no encuentro ningún defecto en ella, sólo satén y fragancias embriagadoras. La coloco en la posición adecuada y voy ejerciendo presión hasta que me cede el paso. Agrada pisar esta tierra aunque no es virgen. Aprieta y resiste igualmente. No olvido aferrarme a sus pechos y tirar de su cabellera suelta, la crin de mi yegua favorita. Las embestidas se tiñen de saña, mucho mayor que en el coito vaginal. No me llamo Miguel, me reduzco a mero instrumento, un híbrido de bisturí y bomba de incendios. ¿Qué importa si todos lo viven igual, incluso los más miserables? Lo que importa es un viaje en un túnel caliente. ¡Ardor! ¡Descarga! ¡Autoafirmación! El plan realizado. Bravo. Un aplauso para el jinete. Pero… ¿qué ocurre? Otra vez sobreviene una oleada de debilidad. La cabeza se me revienta, las punzadas en el pene parecen zumbidos de moscas. ¡Joder! La venda se ha desplazado librando de la cárcel las pupilas de bruja. Se las arregla a volver en la postura anterior y me mira de hito en hito. Vientos de odio soplan por la habitación. Me acuerdo de un cuento popular. Una madrastra mala envía a una niña buena a pedir fuego en la casa de una hechicera. La niña ingeniosa supera todos los obstáculos impuestos. Se lleva de premio una calavera que tiene dos carbones encendidos en sus cuencas vacías. Es un castigo para la madrastra y sus hijas. No pueden encontrar un escondrijo. La mirada de la calavera les persigue por todas partes, taladra las almas indefensas y los cuerpos se reducen a cenizas al despuntar el alba. Me pasa algo semejante. Los ojos de Adela, un grabado incandescente, penetran en los recovecos de mi ser y me abrasan entero. Malditos ojos de fiera que devoran las neuronas y deshacen las fibras. ¿Un castigo por haber forzado la entrada de su cueva prohibida? No aguanto más. Y entonces le rompo el cuello con un crujido seco que estalla en mí más fuerte que un cañoneo.


Estoy en París, alojado en un hotel céntrico. La espeluznante realidad de lo ocurrido ha prensado mi alma sin dejar más que un orujo. No sabría contestar a la pregunta tradicional: ¿te arrepientes? Por una parte sí, he querido muchísimo a esta hembra especial. Por otra, no tanto. Un dejo de repugnancia se mezcla a mi amor desde que he descubierto que Adela pertenecía a la raza de brujas auténticas. Lo mismo con la violación: un goce inseparable del asco. ¡Qué tortura! No puedo distraerme en ningún café bohemio, no puedo compartir la euforia de enamorados, no puedo admirar las curiosidades. Una visión no se aparta de mí: un pantano en cuyas aguas pestilentes tuve que arrojar el cadáver. Da la sensación de que mi soledad es ficticia. Cada noche adivino una sombra lívida, una amenaza tenue que se esfuma cuando intento hacerle frente. Siento ecos de una carcajada sofocada. La presencia recuerda a Moby Dick, una ballena invisible emparentada con la Muerte que despierta las ganas de perseguirla y huir de ella al mismo tiempo. ¿Locura? ¿Y de dónde ha surgido un puñado de fango sobre mi cama?

Adela aparece en mis pesadillas casi de inmediato. El punto de partida – un sueño sobre la primera comunión. Mi amiga, una niña inocente, ataviada de blanco, me tiende las manos y murmura: “Te amo”. Me acerco para abrazarla y de un golpe ella se quita la piel del rostro como el fantasma de ópera. El vestido se convierte en jirones, las rosas se marchitan, el vino huele a veneno. Caracoles, gusanos y hormigas pululan sobre sus costillas. Ya no es Adela, sino un fósil prehistórico. Su lengua se alarga y me lame la cara esparciendo quemaduras. Por la mañana me llaman y cuentan que Tobi ha indicado el lugar donde yacen los restos de su madre. Sin explicar cómo. Lo señala y punto. La policía ha de reconocer oficialmente sus poderes telepáticos. Dicen que la han sacado con ganchos que arañaban el cráneo de una belleza en estado de descomposición. José no para de llorar. Regreso a casa y me encargo de todo. Sé guardar la calma aunque la mirada del niño me eriza los vellos. El pequeño monstruo está al tanto de la identidad del asesino, pero por una extraña razón no me delata. Durante el funeral se me antoja que las mandíbulas de la difunta se mueven debajo de la tapa cerrada soltando palabras confusas, de significado aterrador, que se adhieren a mi cuerpo como una escama de mercurio.

Aquella noche he perdido la capacidad de deslindar lo onírico y lo tangible. Me veo en un mercado nocturno, rodeado de siluetas siniestras. La luna riela en un río turbio que lleva basura, periódicos de ayer, despojos de perros abandonados. Dos cuervos picotean la carroña de un cordero. Un grupo de mendigos me tumba boca abajo y me arranca el traje de luto. Una corona de espinas se clava en mi frente, unas tijeras se hunden en mi espalda, un alambre de acero fundido atraviesa mi ano. En medio de un dolor visceral me doy cuenta de que las heridas se han cicatrizado. Me dirijo a la orilla donde me espera Luis – un ideal masoquista con su látigo, abrigo de pieles, torso desnudo, melena ondulada. Se pone a azotarme con deleite. Después corta unas tiras de piel de mis piernas y mi trasero virtiendo un ácido sobre la carne viva y huesos desnudos. Me deja medio desollado y medio calcinado. Una brea densa circula por mis venas. Se oyen unas campanadas cadenciosas que destrozan los tímpanos. Entretanto, los ojos de Luis, ojos de tigre, se extienden por todo el cielo. Y yo estoy dentro de una gota transparente, asfixiado por las trenzas de Adela. La gota se estrella contra una piedra y se hace añicos. Mi cabeza se llena de chillidos del despertador.

Las preguntas se multiplican. ¿Quién es Luis? ¿Humano o no? ¿Qué quería decir Adela con “alma pura” refiriéndose a José? ¿La nutría de algún modo con su bondad? ¿Por qué me necesitaba? ¿Qué pretendía en general? ¿Por qué le costaba tanto entregarse si sentía afecto por mí? Tal vez las brujas detestan violaciones porque creen que sólo ellas tienen derecho a violar a los demás, tanto el cuerpo como la voluntad. Ahora entiendo quién organizó el “accidente” con el padrastro. ¿Y cómo acabará conmigo? ¿Con una sierra eléctrica también? ¿O con una herramienta más sofisticada?

Al final las cosas se aclaran. Mi plan de acciones queda bien definido. Adela y Luis me enseñan mi futura prisión donde voy a cumplir la condena – cadena perpetua. Se muestran cariñosos. La celda es bastante cómoda. Me quedaría allí si no tuviera un asunto pendiente – escribir un testamento a favor de Tobi. Cuando termine los trámites me mudaré y entonces descansaré solo, libre de brujería.

*

Estimado doctor, le ruego que no divulgue el contenido del diario de mi hermano. La policía no debe saber nada. Además, no tenemos pruebas definitivas de que precisamente él era autor del delito. Hay dos variantes: 1) Sí, Miguel violó y mató a Adela. La culpa le hizo inventar una teoría sobre facultades sobrenaturales de su víctima y le llevó a la tumba; 2) No, Miguel es inocente. El amor obsesivo le incitó a identificarse con el asesino para realizar el deseo latente de poseerla. Falleció porque no sabía vivir sin ella. Bueno, no me incumbe profundizar, no soy tan experta como usted. Espero que esos apuntes le sirvan para sus estudios psiquiátricos.

No suelo creer en supersticiones, pero hay un “algo” en la historia de Miguel que representa un signo de interrogación y puntos suspensivos. Cuando le encontré muerto había una trenza negra en su mano crispada. Y el espejo estaba roto, surcado por una grieta. A través de la rendija se colaba un frío invernal que conducía a un país borrado del mapa, cuyo rumor nos llega en sueños olvidados al despertar.