Acto nocturno
En una noche cómplice, una joven guía sus pasos hacia la cama donde aguarda un hombre, con un apelativo prohibitivo para los actos que juntos pretenden desencadenar. ¿Fantasía o realidad? EL lector así lo decidirá.
El sonido de sus pies descalzos colman el silencio del cuarto, tenuemente iluminado por una pequeña lámpara de mesa, aproximándose sibilosamente hacia la cama. Su mano diestra, segura y firme, posada en el cinto que enfunda su cuerpo, la otra, taimada y cómplice, separa el cuello de la prenda, revelando el blanquecino rostro de una cadena, testigo mudo de alguna cruz que debía prender de su cuello. No me extrañaría que fuera cierto, una criatura dulce de Dios, insuflando esperanza y fe en el espíritu de los fieles congregados, destacando como miembro del coro, arrebatando el corazón de los mortales confiados con la belleza de su rostro y el tono angelical de su voz.
El cinto se desliga, se acaba rompiendo el broche, las ataduras resplandecientes y blancas descubren el tesoro vedado, y no queda otra que asentir y suspirar por lo bajo, ante la visión lozana de su cuerpo, capaz de insuflar y despertar sensaciones que se creían desterradas y ajenas.
Adelanta un pie, la prenda retrocede, descubriendo su muslo, con la actitud solemne de los antiguos dioses egipcios, y su divinidad carnal atrae sus ojos, atrapándolos en ese triángulo hipnótico que coronaba sus mulos, orgulloso y soberbio, cuyo escaso vello azabache pretende aún proteger-
Otro avance, y la prenda repta sumisa por su piel, aún pretendiendo indecentemente aferrarse a su calor, cayendo inerme y abandonada al suelo, y dejando que los bucles negros de su melena ondulada se adueñen de su espalda liberada.
Algunos mechones, atrevidos y rebeldes, pretenden alcanzar las cimas de sus pechos, redondeados y coronados por picos rosados, que asaetan las pupilas clementes del hombre que, obnubidado, contempla aún vestido a aquel ángel perdido.
-¿Me permites?-pregunta ella, cortés y generosa. Le dice algo más, tal vez un título, un apelativo, pero su significado se pierde con los gráciles movimientos y agitaciones de sus labios carnosos. Y ella continúa acercándose, confiada, como la libélula atraída por la llama, y con sus dedos, hábiles y confiados, le desabrocha el cinturón, y con una risueña sonrisa, le ayuda con la camisa, como si se tratara de un asustadizo crío. Ironías del destino, atina a pensar él, fascinado por la cercanía tentadora de sus pechos, estremeciéndose con sus pausados movimientos, y no puede resistir la necesidad de aproximar su nariz y atrapar el aroma que emana de su cuerpo, una fragancia que le hace recordar, tiempos pasados, años transcurridos.
Se observan, revelándose confidencias ocultadas, y ella asiente, confirmando sus sospechas. No dudan cuando sus bocas se acercan, y se conocen entre sí, vacilantes al principio, aún insumisas, como si quedaran resquemores y remanencias de inquietudes, pero se desvanecen a los pocos instantes.
Ella ríe jovial cuando sus manos abrazan su espalda, y la tumban sobre la cama, arrojando al abismo algún osito que aún permanecía como testigo sordo y cómplice de sus atrevimientos. Y sus risas mueren en suspiros cuando atrapa sus pezones rosados, puntiagudos y generosos, como si se dispusieran a proporcionarle alimento vital. Aún yermos, los riega con sus besos y saliva, los acaricia con la yema de sus dedos, dibuja los contornos de sus formas, y la chica los acompaña con el dulce sonido de sus gemidos.
Él la cree inexperta, ella le sorprende con su decisión de tantear su paquete, enfundado y endurecido, soldado ya no durmiente, dispuesto a batallar. Sus ojos crédulos de conocimientos observan fascinados las escasas pecas que adornan sus mejillas, y su nariz fina y delicada se arruga cuando los labios se contraen para pronunciar sílabas silenciadas pero aterradoras, que le estremecen de placer y deseo.
Su cintura se cimbea, en suaves círculos, y se retuerce como el cuerpo de una serpiente, instigándole. Los dedos secuestran su mano, y la conducen prisionera a la mazmorra de sus sueños prohibitivos, revelándose el deseo que asoma de la flor primaveral que permanecía latente y resguardada durante tanto tiempo.
El rostro de la chica se extasia cuando el dedo corazón, intruso aliado de sus debilidades, se camufla entre los pétalos de su flor, tentando sus ocultos secretos, húmedos y cálidos, rugosos y añorados. Busca la complicidad de sus labios, y acaricia las canas rebeldes de su cabello raro y liso, ahogando los gemiditos que escapan hambrientos de libertad, de clamar al mundo su mensaje triunfal, de reverberar entre las cuatro paredes de la habitación que se niega a rendirse a la oscuridad de la noche, pero cuyas persianas les resguardan.
Los brazos se enredan y se confunden, asfixiándose entre los anillos de la serpiente que los une, y cuando el cuerpo de la chica domeña el otro, las expertas manos conquistan confiadas las lomas de sus nalgas redondas y carnosas, admirando su tersitud.
El esmeralda de sus pupilas, inflamado por el bailoteo de las llamas de la pasión, le anuncian su intención, y él enmudece al observar el plástico envoltorio que asoma entre sus dedos, preguntándose extrañado en qué momento había atinado a encontrarlo en sus pantalones.
-Todos los chicos sois iguales-le comenta, justificándose, y sorprendiéndolo. ¿En qué momento?, ¿cuándo?, y ante todo, ¿con quién? Ella le acalla con una severa y juguetona mirada, mientras acaricia entre sus dedos la dureza aguerrida de su orgullo varonil.
-Lidia-atina a musitar, cuando sus labios aceptan la carnosidad de la virilidad, el mismo nombre que aparece estampado en la orla que domina la pared de su cuarto, rodeada de amigas y compañeros, con los que creció y maduró, tal vez experimentó, probando los senderos velados del sexo. ¿Un chico, una chica?
"Todos los chicos sois iguales".
No. Él no permanecería quieto, arrebolado por los encantadores movimientos de sus labios apoderándose de su polla. Si debían consumirse entre las llamas del infierno, lo harían juntos. Acarició su redondeado trasero, y sus ojos esmeraldas se sorprendieron, divirtiéndole, como si se sorprendieran de que aún tuviera autonomía. Comprendiendo su mensaje, la cama crujió con sus movimientos, y él aceptó hundirse entre sus muslos, captando el tierno manantial de su juventud.
Ella atinaba a darle suaves besitos en el tronco, pero sus acciones se entorpecieron y menguaron, cediendo a los gemidos, con los movimientos y quiebros de los dedos y la lengua del hombre.
-Ah, sí, sí, mmm-gemía, interrumpiendo el ritmo de sus suspiros y gemidos, retorciendo su cintura, separando más sus muslos, ofreciéndole a él nuevos rincones que aún podía horadar de la cueva de su tesoro.
Y cuando el asalto se intensificó, y ella arqueó su espalda, contrayéndose su boca en una mueca extasiada, no pudo comprender que aquel ofrecimiento, la degustación del néctar celestial de su cuerpo, habían despertado en él una pasión insaciable, que había permanecido sumida en un profundo letargo durante una larga sequía, y que ahora había reptado hacia el exterior, estremeciéndose y liberando un rugido triunfal.
Y él la apoyó, con sus manitas aferradas al pie de la cama, su trasero descaradamente revelado, y la embistió con su lanza enfundada, buscando satisfacer a la oscura criatura que había liberado la pasión esmeralda de sus pupilas.
El golpeteo de sus cinturas sacudía los cimientos del silencio, y sus gemidos descarados violentaban cualquier principio precavido. Para él, solo existía aquel coño, regado por la cachondez y ardoroso, para ella, aquel mástil que la catapultaba hasta horizontes insospechados de placer, desconnocidos hasta el momento. Intrusa en territorio ajeno, ese pensamiento se veía oscurecido y ocultado por la pasión y la sed de sexo, y cuando volvió a percibir la virulenta erupción que la dejaría inerme e indefensa, no pudo más que continuar pronunciando su nombre, repitiendo su prohibito apelativo, cuyo secreto, si algún oído lo percibiera, resultaría avergonzante.
Pero él no aterndía a aquellos avisos cilizadores, y fustigó conteniéndose un tanto aquellas delirantes nalgas, sorprendiéndose con el cambio experimentado con los años y, en el fondo, agradeciéndolo inmensamente.
En ese momento, la criatura separó sus fauces, arrojando e incendiando su rugiente horadura, y ella acabó consumiéndose entre sus llamaradas, y, como si fuera una criatura desválida, se acunó entre sus brazos, buscando su calor y refugio.
Sus miradas se encontraron, y se entendieron. Una sola palabra asomó en sus labios, cargada de afecto. Tito.
Y él inspiró, debatiéndose en silencio, entre la fantasía o la inclemencia de la realidad. Y supo, en sus fueros internos, que si había que someterse a la abrasión de las llamas por aquel desquiciante acto, por Dios, que así fuera.