Acosado

Cuando el ser Adonis te juega una buena o mala pasada.

Es cierto que por aquella época veía un maniquí y se le paraba la verga, ni qué decir si se trataba de un remedo de mujer con lencería de ocasión, tangas, vuelos, telas transparentes y --siempre imaginadas-- suaves al tacto.

No se trataba de alguna inclinación sexual en particular por los varones, sino que las líneas de los maniquíes no diferencian las armónicas curvas femeninas de las rectilíneas partituras masculinas.

Desde atrás, lo que en definitiva interesa, la visión es atraída por la tentadora forma culífera del muñeco en un unisexismo que trasciende las naturales disposiciones interiores que se ganan en los baños.

Si la muñeca de vidriera le producía esa natural erección, ni qué decir de los efectos desbastadores de las fotos de revistas eróticas, los videos llenos de vitalidad sexual, las aventuras siempre contadas y nunca —o muy pocas veces— vividas por los sementales que llamaba amigos y con los que compartía abundantes horas muertas.

Los efectos comprometedores de su sexualidad insatisfecha eran aún mayores, a nivel catástrofe, si debía viajar en ómnibus o metro en las horas pico. Sin ningún éxito pensaba en la virgen maría y en cuanto santo se le pasaba por la memoria para disminuir la erección ante el culo incitador que se le servía en bandeja.

Los apretujes, las orteadas y las arrimadas de otras vergas que sufría su trasero, no eran suficiente para disimular la incómoda lanza que le crecía entre las piernas.

Con todo, pasando revista a aquellos tiempos, no registraba en su memoria más que una o dos situaciones menores de retos y amenazas que recibiera por andar apoyando culos ajenos en los buses.

Sería contradictorio imaginar que nuestro héroe, al que alguien luego llamaría Adonis y a quien su anatomía se empañaba en confundirlo entre la necesidad sexual y la necesaria ética urbana, podía haber evitado conocer las prolíficas tierras de Onán y recurrir a ellas en cada ocasión propicia; recorrer sus playas y praderas con el único límite horario de la premura de su semen.

Ya caminaba los suelos universitarios cuando empezó a recibir mensajes en su celular: “Te necesito, llámame” y un número de móvil no apto para tartamudos.

Desde luego que no tenía la menor idea de quien era el celular que emitía tales mensajes y, lo que se presentó a su vista y a su entre pierna como una anécdota transitoria, fue transformándose en fuente para una novela erótica seminal.

La reiteración de los mensajes le permitió comprender que se trataba de una pareja que llamaba a su despechada/o media naranja, diciéndole todo tipo de calenturas. Desde luego que no se tomó el trabajo de contestar ningún llamado y, menos aún, aclarar que ese móvil y número no correspondía a la persona que buscaba la desconocida.

Supo, por ejemplo, que aquella persona —imaginaba una mujer— buscaba al macho que se le había perdido; por algún mensaje supo que la remitente se llamaba Mariana, que vivía en la parte alta de la ciudad porque en un llamado le recordó su dirección; que el varón en cuestión era una bala perdida; que les gustaba participar en fiestas que él imaginaba subidas de tono y otras cosas.

Una vez que tomó valor, apretó el timbre del departamento dos.

La espera no fue muy larga porque apareció el portero. Tras preguntarle donde quería ir y escuchar su respuesta, lo relojeó de arriba a abajo con mirada de indefinible desprecio, y le dijo “subí por la escalera que no funciona el ascensor, a la derecha”.

El, tal vez por aquello que siempre hay que terminar lo que se empieza, aceptó el convite y atacó las los estrechos peldaños. Momento trágico, por cierto, porque el movimiento de las piernas, más la ardiente imaginación que había desarrollado, despertó a Goliat.

Ya era tarde y al pararse frente a la puerta del departamento, comprobó que su Goliat —sin ser un filisteo— le hacía una carpa campamento bajo el cinto; vanos fueron sus intentos de disimularlo con su mano en el bolsillo y otros ardides.

Una mujer que no llegaba a los treinta, que rajaba la tierra envuelta en su salida de baño, más alta que él y con un hálito a su alrededor que, sin quererlo, excitaba feromonas, abrió la puerta.

Ella lo radiografió de una sola mirada avasallándolo al punto que él bajó la mirada cubierto de vergüenza y su lanza, imposible de controlar, ya le quemaba la mano.

“¿Qué deseas?” preguntó la mujer, “¿Te manda alguien?”

“No. Lo que pasa es difícil de explicar”, fue todo lo que le salió.

“Bueno, no debe ser para tanto, dijo ella, pasemos y hablemos más tranquilos. Eso sí, tendrás que esperar” y le indicó el comedor, “ya vengo”.

Mariana se tomó su tiempo.

Como el paisaje ya lo aburría, él comenzó a inspeccionar el comedor y encontró un cesto con revistas que, desde luego, debía haber sido un imperdonable descuido de la mujer, ya que estaba repleto de revistas pornográficas para todos los tamaños y modales.

No pudo evitar ser secuestrado por esas imágenes de cosas nuevas que le provocaban vivos efectos en su carne.

Fue tanta su abstracción en querer conocer todo lo que allí había que no sintió los pasos de la mujer que se acercaba.

La mano grácil de la doña se posó cual paloma en el hombro adolescente. El contacto lo sobresaltó tanto como la romántica voz que le preguntó “¿te gusta?”.

El rojo en su cara fue la primer y más elemental respuesta, su lenguaje gestual lo delató y desnudó ante la desconocida.

Quiso decir un “trágame tierra”, pero calló y la mujer le afirmó “todavía no has visto todo”.

Le quitó de las manos la revista y buscó en unas páginas más adelante una lámina que le ofreció al joven. “Toma”, dijo devolviéndole de nuevo el fascículo, dime si te gusta esa y las siguientes.

Un cómodo sillón acogió el mullido asentadero de la fulana que se ubicó frente al lector oteando sus reacciones.

Él se detuvo un rato en la primera foto. “Está bonita”, dijo. Dio vuelta la hoja donde le esperaban varias ilustraciones a todo color. Sus ojos se abrieron más que nunca. “Estas están mejor”, aseguró. “Pero ¡¡¡es usted!!!”, exclamó.

—“Y aquí me tienes, de carne y hueso frente a ti, y en la imagen para que me conozcas mejor”, invitó ella.

El excitante aroma femenino impresionaba las fosas de Adonis.

El joven no quitaba los ojos de la galería de imágenes en la que se la veía haciendo sexo con hombres y mujeres.

“¿Ves que no me pone colorada que me veas en esas fotos? Con esto quiero decirte que no debes sentir vergüenza por las cosas que haces. Lo que haces está hecho y ya no puedes cambiarlo, así que resulta tonto sonrojarte. Las revistas estaban ahí para que las personas que deseen, las vean. Te ha gustado lo que has visto, y está bien. No hay de qué avergonzarte”, dijo y agregó: “Bueno, basta de perorata. Ahora dime ¿qué te trae por aquí?”

“No sé”.

Esta vez fue la mujer la que se sorprendió con la respuesta del muchacho.

“Cómo que no sé, preguntó, me has visto a la salida del baño, has mirado las revistas, te he mostrado mis imágenes estando desnuda y haciendo cosas con hombres y mujeres, te he visto excitado cuando has llegado y cuando veías las revistas; tócate tu cosa y dime si estás excitado todavía. Vamos, hazlo”.

“Sí, todavía estoy (¿cómo dijo?)”

“Vamos, dilo con tus palabras”

“Está parada”.

“¿Ves que es fácil? Ven, acércate. Ahora yo te toco. Qué linda que la tienes, qué dura y qué caliente. ¿Te gustó que te acaricie?

“Sí, mucho”

“Ahora te toca a ti. Vamos, tócame, no temas. Dame tu mano, la tomó y la puso sobre su pecho, vamos tócame, desnudó su teta y llevó la mano del joven a la mama desnuda, toca”. Él lo hizo.

“Bien, pero hazlo con más ganas, piensa que te gustan mis pechos, piensa que los quieres tener, que son tuyos, que me gustará si me los tocas con ganas”

Ella se acercó más a él, tomándolo de la nuca (“Hazlo, acaríciame como quieras, hazme todo lo que se te ocurra para calentarme, que me guste”) y le guió sutilmente la cabeza a sus chichis; el joven saltó al vacío prendiéndose del busto que se le entregaba; desencajó el otro del corpiño, besándolo; se animó a morderlas suavemente y, por último, se enfocó en lamer y morder los pezones de la mujer que acompañaba sus caricias con leves gemidos guturales.

“Ven, sígueme, vamos a ponernos más cómodos”. El joven, hipnotizado por el bamboleo del trasero que se marcaba vital y travieso a cada tranco, siguió a la mujer por un enjambre de pasillos flanqueados por puertas cerradas hasta que llegaron al final.

Una puerta diferente a las demás se encontraba abierta. Desembocaba en una habitación decorada en distintas gamas de rojo. Vuelos y espejos estratégicamente ubicados, realzaban el espacio para completarse con baño privado, un pequeño estar y un televisor gigante.

En todo el trayecto el joven no hizo más que seguir el culo que caminaba adelante; un pan dulce exaltado por el ajuste en la cintura de la falda, que se meneaba en cada paso como una coctelera. Sus trancos eran largos y elegantes y sus nalgas subían y bajaban conforme el movimiento de las piernas. Cuando la derecha iba hacia adelante, se bajaba la cadera de ese lado y se subía el lado izquierdo que se quedaba quieto. Consecuentemente el vestido se bamboleaba de un lado al otro al compás de una melodía imaginaria, o tal vez era el vaivén el que arrancaba arpegios en las mentes de quienes seguían el fluir del péndulo.

Cuando llegó a la habitación él estaba hipnotizado por la danza del trasero de la mujer.

La mujer lo hizo pasar, cerró la puerta, “¿te gusta mi aposento?”. El joven miró a su alrededor, “sí” dijo a pesar de sentirse apocado. Ella le tomó dulcemente la mano; se sentaron ambos, uno a la par del otro, en la cama.

—“No seas tímido conmigo, le dijo con voz grave susurrando en su oído, yo quiero conocerte; por eso te envié los watsapp”. “Te ví hace un mes y me flechaste. Estabas en Keops. Bailabas y mirabas las desnudistas y las parejas de sexo abierto. Quise hablarte, pero estabas tan en otra que no me hubieras caído en cuenta. Pero dejemos eso para otra ocasión. Ahora, a lo nuestro, estoy contenta de que hayas venido, yo me llamo Marina, soy modelo, has visto mis fotos, me gustas, por eso te invité. ¿ya has hecho el amor con alguien? Bien, eres virgen; me gustan tiernos. ¿Sabes besar? ¿chupar, tal vez? ¿Te han besado una vez, te la mamaron? ¿Cómo? ¿Así? Y Mariana secuestró la boca del joven con un ósculo de maravilla que lo dejó en la estratósfera.

“Es la primera vez que me besan así”, dijo él cuando se recuperó.

Mariana profundizó su ataque, sus dedos liberaron los ojales y la camisa voló quien sabe dónde; “eres un hermoso chico, tienes un rostro encantador, una cabeza bien formada, tórax bien proporcionado, buenos pectorales, tu piel es suave”, decía y cada frase era acompañada por una caricia erótica.

Con igual rapidez cayeron las prendas que quedaban. La mujer se detuvo para contemplar la desnudez de su conquista. “Eres un Adonis, ¿te puedo llamar Adonis? Adonis era el hombre más hermoso de la antigua Grecia, amante de la diosa más bella”.

—¿tanto, te parezco?

—“Hasta ahora eres el hombre más hermoso con el que he estado. Quédate quieto que te perfumaré entero.” Volcó un poco del elixir en su mano y, colocándola bajo la nariz del joven, hizo que el aroma le impregne las fosas nasales. La substancia se expandió por sus narices otorgándole una placentera sensación de frescura, mientras su verga se paró como nunca antes. “¿Te gusta?” “Sí”.

Ella se dio a bañarlo con la boquilla atomizadora desde la cabeza hasta los pies, acompañando de suaves masajes por todo el cuerpo para que la substancia penetre sus poros.

Esa mise en escene era acompañada por las palabras de ella, murmuradas al oído de Adonis, en las que decía “serás más hermoso aún”, “este aroma te hará más seductor”, “nadie podrá resistirse a tu mirada”, “serás el ídolo de todas”. “Debes prometerme que primero serás mío; me harás gozar como el primer hombre; tus carnes son firmes y tu piel suave y agradable; “me gustas y me gustarás más todavía; me encanta acariciarte mientras te coloco la ambrosía, pruébala, veras que es rica”. Un dedo embebido en el líquido se incrustó en la boca de Adonis, quien no pudo más que chuparlo a instancias de Mariana.

Ella siguió con su tarea en el bajo vientre y rápidamente sus manejos calentaron el pubis y el culo, llenaron de jugo la raja, el perineo y, con una fina jeringa, colocó su miel en el recto del joven, diciéndole “esto se pone en todo el cuerpo para que sea más efectivo, ahora todo lo que salga de acá tendrá buena fragancia” y siguió embadurnándolo hasta los pies. Después de masajearlos para que la substancia penetre en la piel, Mariana besó uno por uno los dedos y fue subiendo con suaves roces de labios por ambas piernas.

Adonis no podía más. Nunca había sentido tanto placer. Su verga le dolía de la excitación, parecía que quería reventar. “Ya basta”, imploraba. “Un segundo más y gozarás mejor. A mí me gusta que me den por el culo, míralo, ¿te gusta?, será tuyo cuando estés a punto”.

Marina le decía esas palabras excitantes a medida que comenzaba a acariciar con sus labios entre las piernas, lamía el perineo, y avanzaba sobre el escroto comiendo cada uno de sus huevos para iniciar un trabajo sutil de lengua desde la base del ariete hasta el glande, engulléndolo al llegar a la punta. Para Adonis el placer ya le era inaguantable y doloroso. El momento apoteótico fue cuando la sensible piel del glande, al contacto con la cálida saliva en la humedad de la boca, estalló como un volcán colmando de lava seminal el tragadero de Mariana, acompañada de temblores y contracciones que hicieron que el joven alcance la mejor, potente y más larga eyaculación de su vida, sin ser tocado por mano alguna.

Algo pasó en esa sucesión de contracciones orgásmicas que Adonis sujetó con fuerza la cabeza Mariana y hundió su estaca hasta la garganta de la mujer inundándola de lefa. La mujer aguantó pero no evitó el sacudón que le produjo semejante embestida, se arrancó la tranca para evitar la asfixia, y aunque conjuró el vómito no pudo evitar el toser y el tomar aire para reponerse. “Bruto”, dijo con esa sonrisa respingona de perdonar, que le salía tan bien.

Su Adonis, casi deshecho, aun entre nubes, buscaba un cable a tierra para retornar a su plena conciencia, ventana que fue aprovechada por Mariana para liberar su lengua y embelesar al joven con juegos en su perineo, sus nalgas y su ano.

La boa de la mujer no tardó en gobernar a un Adonis, aún entre almohadones, colocarlo en la pose adecuada para dar rienda suelta a su propia libido y desatar las emociones desconocidas e indomables que nacerán en su trasero.

A los sutiles roces en la frontera de la argolla, Adonis respondía abriendo y cerrando el agujero.

Luego de anegar el hoyo con abundante saliva, la punta de su pedúnculo emprendió la tarea de abrirle camino en el joven y cachondo conducto al que, como experta que era, fue cavando de a poco, lengüetazo va, lengüetazo viene, mojando y entrando en el esfínter, haciéndole desear lo que vendría.

Cuando Adonis volvió de su eyaculación, lo hizo a su propio cuerpo modificado por el gozo, que se le ocurrió sublime, que le provocaba el beso negro de que era objeto.

Desarmado en la cama, boca abajo y con el culo ofrecido, se acomodó para dar cabida al cojín que levantaba sus glúteos abiertos al trabajo de Marina. ¿Ves que es rico?, preguntó ella, “no pares” respondió.

La mujer asumió el compromiso acelerando el anilingus.

Cuando su dedo tanteó el marrón, estaba tan dilatado que lo absorbió hasta el puño de una sola vez.

El joven no tenía —ni quería tener— fuerzas para oponerse. Un débil “¿qué haces?” seguidos de unos cada vez más apagados “no” fue la excusa para que un segundo pedúnculo se abriera paso entre las carnes flamígeras; y luego fue el tercero que, en conjunto, hacían exquisitos estragos en el interior del Adonis que, ahora, ya movía sus asentaderas en señal de aceptación.

Sin llegar a su máxima expresión, la macana de ella se asentó en el dilatado orificio y, sin dificultad ni fuerza anormal, se deslizó hacia adentro por el conducto del joven.

Las tetas de la mujer se apoyaron en la espalda del Adonis y la boca de él se abrió al beso francés que le sacaba Mariana, hundiendo y danzando su lengua por todos los pliegues del interior del hombre ya rendido.

En esos adentros del recto domado, la estaca de ella comenzó a endurecerse y agrandarse, “es hermoso tu culo, sos mi hombre, decía la mujer, siente cómo me haces crecer la verga, me calientas tanto que me vas a hacer llegar rápido”,

Cuando su palo adquirió la prestancia necesaria, ella comenzó a bombearlo lentamente, retiraba su verga hasta el límite, sin sacarla, y la hundía hasta el fondo, una y otra vez, reiterándose; Adonis sentía el poder del instrumento que le acariciaba la abierta virilidad por dentro arrancándole gimoteos de toda laya, abriéndolo de una vez y para siempre.

En algún momento las manos de él presionaron las de ella para sellar su ano emporongado, y en otro pedía “más despacio, no tan fuerte, así”.

La manguera de Mariana crecía en largo y volumen y más abría la cueva anal, rozándole incesantemente la próstata, hasta que los temblores desencadenaron el sismo en Adonis y estalló escupiendo gotas seminales de su verga aún fláccida, pero que repercutieron en su esfínter amasando la verga que lo sujetaba, y se extendieron como energía liberada desde el ano a todas las células de su cuerpo. “Ay, ay, ay, qué fuerte, herrrmoso, ¿qué me has hecho?”.

“Te di un orgasmo anal”, dijo, le selló la boca con un beso y aceleró su pistoneo hasta que ella también tuvo sus contracciones y el semen descargado inundó el camino recién abierto.

—Me ha encantado, dijo ella. Voy a sacarte orgasmos cada vez más intensos. Puedo quedarme así, me gusta que me tengas en tu culo.

Adonis, sin saber qué hacer o decir, reclamó “me has prometido el culo, ¿me lo darás?”

—Amor, yo siempre cumplo mis promesas, pero déjame que quede en tu culo hasta que se salga.

El no respondió, pero no se movió y puso atención al perno de Mariana acunado en su recto y, a veces contraría su ano para evitar que se saliera.