Acogiendo a Hasim. Punto ciego.
La situación de Sara se complica. Los días que va a pasar a solas con Hasim y Eva, su madre, serán una gran prueba para la joven en todos los sentidos.
ACOGIENDO A HASIM.
PUNTO CIEGO.
La comida fue un auténtico asco.
No era que no tuviera hambre, era tan sencillo como que su madre había aceptado como buena la idea de Hasim de que no quería lavarse la boca después de la intensa mamada que había tenido que hacerle mientras Eva hablaba por teléfono con su padre delante y junto a ella.
Aún podía recordar cómo las manos de Hasim y Eva, su propia madre, la habían forzado a completar la mamada hasta lograr que la polla del cerdo árabe reventase dentro de la pequeña boca de Sara.
Recordaba cómo la lefa había surgido a borbotones inundándola, llenando su boca de esa asquerosa sustancia, que había bajado en parte por su garganta sin querer y otra buena parte había entrado en su nariz hasta salir grumosa por sus fosas nasales.
Y, apenas un segundo después, la habían pasado el teléfono y había tenido que hablar con su padre con toda la boca y la nariz llenas de esa repugnante sustancia.
Aún tenía dolor en la boca.
Su mandíbula había tenido que abrirse al máximo y un poco más para poder dar cabida a la gorda y sucia polla del iraquí. Y aún la molestaba.
Encima su madre no la había dejado ni dar su versión cuando Hasim declaró, nada más colgar el teléfono, que Sara le había agarrado la polla y se la había metido ella misma en la boca cuando subió a despertarle y que él pensaba que debía de gustarle tanto el sabor que quizás sería buena idea que comiese así directamente para descubrir un nuevo mundo de sabores.
Por eso tuvo que comer con el regusto a lefa por toda la boca y su garganta… y, lo que era casi peor, un constante olor a esa desagradable mezcla de fluidos que emitió la polla de Hasim dentro de su boca por culpa de tener aún el sentido del olfato colapsado de esos efluvios.
Kafir. Recoger jardín –la ordenó Hasim al terminar la comida.
¿Qué? –preguntó, confusa, Sara.
Tu pa… Hasim –rectificó Eva, apoyando las instrucciones del inmigrante-, te ha dado una orden, cúmplela y recoge lo que has tirado al jardín.
Yo no…
Un bofetón la interrumpió.
Hasim dejó un rastro ardiente en su cara y… y Eva no la defendió.
Sara estaba completamente perdida.
No esperaba la torta que ese maldito la había propinado.
Bueno, quizás sí… pero no en ese momento. No con su madre delante.
Hasim ya la había abofeteado otras veces, pero siempre en una cierta intimidad o sin que su madre estuviera delante.
La falta de reacción de Eva era casi peor.
Hacía que la torta fuese aún más dolorosa.
La hacía sentir… mal.
No repliques. Tu padre y yo te hemos tolerado demasiado. Suerte que Hasim está ahora con nosotras –continuó su madre, sonriendo y poniendo una mano sobre el muslo del árabe-. Si hubiera estado antes a lo mejor no serías tan respondona y te comportarías mejor.
Pero yo… -intentó defenderse Sara, con las lágrimas asomando a sus ojos.
Recoger jardín, pequeña kafir –insistió Hasim, que movió la mano de una forma amenazadora.
Nos subimos un rato a la siesta, cariño –intentó suavizar la madre de Sara-, pero cuando nos levantemos espero que todo esté recogido.
Sí, mamá –se rindió Sara, pero sin mencionar a Hasim. No estaba dispuesta a darle esa satisfacción.
Hasim se marchó escaleras arriba y, unos escalones después, Eva lo siguió.
Pero al llegar arriba, Hasim no fue a su dormitorio.
Giró en el sentido contrario y entró directamente en el de los padres de Sara.
Sin decir nada, ni mirar abajo ni una vez tampoco, Eva le siguió y cerró la puerta.
Desde fuera aún se escuchaban los gemidos de su madre.
Habían dejado la ventana abierta.
Sara había salido al patio porque no soportaba el sonido.
Era una mezcla de asco y… y de deseo, de subir y espiar detrás de la puerta lo que sucedía en el cuarto de sus padres.
De plantar la oreja contra esa puerta, la del dormitorio de sus padres, donde ahora estaban su madre y Hasim… y donde no estaban durmiendo, precisamente.
Los sonidos de movimiento eran potentes.
Pero aún lo eran más los gemidos y gritos de Eva.
Y eso hacía que Sara se sintiera asqueada y excitada a partes iguales.
Cómo odiaba a Hasim.
Era un auténtico demonio.
Su llegada las había arruinado.
Había destrozado a su familia.
Había reducido a su madre a… a… bueno, ya no sabía qué.
A Sara la faltaban las palabras.
Era algo tan… tan… confuso… tan desesperante… tan… tan… excitante…
Había algo asqueroso, pero a la vez la hacía sentirse muy caliente, en el modo en que su madre se había vuelto tan vulgar y dependiente de ese ser que moraba con ellas.
Claro que ella no era quién para juzgarla.
También se había dejado usar.
Por la fuerza, sí.
Pero no había hecho nada por evitarlo.
Y aún era incapaz de saber la razón.
Se dio la vuelta y dejó de mirar hacia la ventana de sus padres.
Pero sus oídos seguían haciéndola tener sensaciones extrañas.
El sonido de las relaciones que estaban teniendo lugar en el dormitorio de sus padres la hacía sentir cosas. Cosas que nunca habría imaginado poder pensar.
Ni siquiera el saber que era Hasim el que estaba allí reducía el efecto. De hecho, lo incrementaba.
El imaginarse a ese marrano, ese odioso hombre, montando a su madre, poniendo los cuernos a su padre… eso… eso… no podía evitar que la hiciera sentir muy cerda también a ella misma.
Y así, Sara se encaminó al jardín delantero.
Vio lo que había que recoger a la vez que el repartidor.
Sara se sonrojó al máximo.
De repente, los sonidos del cuarto de sus padres dejaron paso a un atronador golpeteo en los tímpanos cuando la sangre se agolpó en su cara al darse cuenta de que sus bragas y su sujetador estaban allí tirados, rotos, en mitad del jardín donde los lanzó Hasim cuando se los arrancó, delante mismo del repartidor.
Y, encima, también se dio cuenta en ese mismo instante de algo aún más fuerte.
No llevaba nada debajo.
No se la había ocurrido ni siquiera el ponerse otras bragas y otro sujetador.
Sólo llevaba el uniforme del instituto, pero nada debajo.
Se empezó a sentir muy sucia.
El hombre se acercó a ella.
Era bajito, pero musculoso.
Ecuatoriano o peruano, pensó Sara automáticamente, sin poder evitarlo cuando se la acercó.
Se paró un instante delante de ella y Sara supo que lo sabía.
Tenía la certeza de que, como si tuviera rayos X, la mirada que la estaba lanzando era capaz de descubrir que debajo de esa camisa y de esa falda no había nada.
Nada que pudiera impedir que la poseyera allí mismo, ahora mismo, en ese momento.
Sara se sentía totalmente vulnerable.
Paquete para el señor Ortiz.
No soy yo –contestó con torpeza la chica-. Digo… digo que no es aquí.
Ya lo sé. No está. ¿Le importaría dárselo? –dijo mientras seguía aproximándose a la joven, que no pudo evitar darse cuenta de que algo se movía en el pantalón de ese hombre.
Sí, sí… -contestó Sara por la inercia de su educación.
Gracias, señorita…
Sara.
Si puede firmarme aquí –dijo, acercándose aún más y colocando su móvil encima del paquete que colocó sobre las manos de Sara a la vez que se pegaba a su costado.
Ya –respondió la chica, poniendo un garabato con su dedo en la pantalla de recogida de firmas, mientras notaba un duro bulto contra su pierna y sin atreverse apenas a respirar esperando qué sucedería a continuación.
Su teléfono… Sara –la pidió el repartidor, casi al oído, pese a ser más bajo que la adolescente.
Sin pensar, ella le dio el número y él se lo apuntó en el móvil.
- Te llamaré –dijo, guiñándola un ojo y apretándola el culo con la mano-, vaya si te llamaré mamasita…
Y se marchó, no sin antes dedicarla otro guiño acompañado de una sonrisa impúdica tras una nueva ojeada hacia su ropa interior esparcida por el jardín delantero de la casa.
Sólo entonces a Sara se la ocurrió que lo del teléfono no era lo normal para esas cosas.
Acababa de recoger los restos a que habían quedado reducidas sus bragas y sujetador al ser rotos y lanzados por la ventana por Hasim justo antes de obligarla a realizarle la mamada mientras su padre llamaba para hablar con su madre y con ella misma, cuando se fijó que las cortinas de la casa de enfrente se movían y se la ocurrió que el vecino ya debía de haber regresado y si le llevaba el paquete ahora se ahorraría preguntas incómodas cuando su madre y Hasim bajasen de la “siesta”.
No se escuchaba nada dentro de la casa cuando cruzó la calle.
A lo mejor se había equivocado.
¿Sería un reflejo?.
Llamó al timbre.
Seguía sin escucharse nada dentro de la casa del vecino.
A lo mejor había sido su imaginación.
Sí, debía de ser eso.
A esas horas lo normal es que estuviera en la consulta de su clínica dental.
Estaba bajando ya los escalones de la entrada cuando se abrió la puerta.
Ahhh… hola, yo, bueno, le han dejado un paquete en casa y…
¿Quieres pasar, Sara? –preguntó el Doctor Ortiz.
No, yo… ehhh... tendría que volver a casa –contestó la joven, nerviosa de pronto al ver que la casa estaba medio a oscuras detrás del vecino.
No tengas miedo –dijo él, pareciendo notar su temor-. Acabo de llegar y hace demasiado calor para tener descorridas las cortinas, ¿no te parece?.
Ya, sí, eso sí…
Venga, pasa, te invito a un helado por las molestias –dijo, sonriendo.
Sara entró y el vecino corrió el pasador de la entrada.
Fueron a la parte de atrás y allí sacó una tarrina de vainilla del congelador.
Espero que te guste la vainilla, es lo único que me queda –se justificó el dentista.
La vainilla está bien, gracias.
¿Quieres algo especial? –preguntó, como si se le acabase de ocurrir.
¿El qué?.
Bueno, a lo mejor aún eres muy joven…
No, bueno, si va a hacer algo para usted, no pasa nada, ¿no?.
No, ¿verdad? –siguió él, con un brillo en los ojos que la hizo tener un pequeño escalofrío.
Cogió la tarrina de vainilla y una botella de ron blanco y lo mezcló en el robot de cocina que tenía en la encimera y lo preparó en un par de copas con azúcar.
Le pasó una a Sara y la chocó con la suya.
Salud -dijo. Pero al ver que ella dudaba con la copa, añadió sonriendo-. Venga, de un trago, te gustará.
Sí –contestó ella, automáticamente y obedeció, bebiéndoselo de un trago.
El líquido la abrasaba la garganta y a la vez se la anestesiaba con el frío residual del helado de vainilla que llevaba.
La cabeza empezó a darla vueltas y apenas se dio cuenta de que el vecino sólo rozó con los labios su propia copa.
La sonreía.
¿Te sientes mareada?.
Yo… esto… sí…
Ven, siéntate –y la fue guiando hasta el salón, donde las cortinas corridas de las ventanas que miraba a su casa escondían una especie de telescopio sobre un trípode. Él se fijó en su mirada y la volvió a sonreír-. ¿Te gusta?. Desde arriba puedes ver cosas muy curiosas… -dijo mientras la acariciaba la pierna.
¿Qué? –intentó preguntar Sara, con la cabeza girándola por el alcohol.
Digo que haces cosas muy curiosas últimamente, Sara… Sarita… qué guarrilla te estás volviendo –la decía el dentista mientras subía su mano por la pierna alzando su falda hasta descubrir su coño desnudo, expuesto al mundo.
Yo… yo no… eeee… por favor… no… -intentaba pararle Sara, a la vez que intentaba levantar sus manos en la pesadez que la ocasionaba el alcohol.
Vamos, sé que te gusta… ahora no te hagas la estrecha… -decía el Doctor Ortiz mientras la acariciaba con los dedos el coño, que no tardó en responder a la estimulación hinchándose.
Noooo… por favor… -siguió gimoteando la adolescente y, sin querer, le arañó la oreja.
El vecino reaccionó de golpe.
Quitó su mano del coño de Sara y la abofeteó varias veces antes de tirarla al suelo agarrándola del pelo.
- ¿Esas tenemos, zorra?. Con ese tipo haces de todo pero a mí no te gusta, ¿verdad?. Pues ahora verás, ya verás que tienes que ser más agradecida con los vecinos.
Antes de darse cuenta, el dentista ya tenía los pantalones y los calzoncillos en los tobillos y su polla asomaba erecta y húmeda.
Agarró con fuerza a Sara de los cabellos y la metió la polla en la boca.
La chica ni siquiera intentó cerrar la boca, la borrachera se la estaba pasando de golpe pero aun así su mente seguía reaccionando por pura inercia y cuando quiso darse cuenta estaba lamiendo la polla del Doctor Ortiz.
Pese al alcohol pudo darse cuenta de que la entraba con más facilidad y que estaba bastante más limpia que la de Hasim, no tenía regusto a… a otras cosas.
De todas formas, la polla del vecino era también implacable y la trataba inhumanamente, golpeando el fondo de su boca sin piedad y sin dejarla casi respirar entre cada embestida.
Por un instante se la ocurrió pensar que todos los hombres son iguales.
Todos abusaban de su boca como si fuese un buzón de correos, sin piedad y sin dejarla llevar el ritmo, sólo buscando su propio placer sin importarles cómo la hacían sentir y sin respetar límites.
Apenas un instante fue.
Una revelación como un relámpago mientras el vecino seguía abusando sin parar de su boca y la metía su polla hasta el fondo de la garganta con embestidas furiosas mientras la sujetaba la cabeza con las manos para evitar que Sara pudiera escapar.
Pero esta vez no pasó lo de siempre.
No.
Esta vez fue Sara la que vomitó.
Literalmente.
Cuando el vecino empezaba a convulsionar dispuesto a lanzar sus chorros de lefa bien dentro de la boca de la jovencita Sara, ella tuvo una arcada imparable y el vómito ascendió por su garganta y salió mezclado con la nueva dosis de lefa, arrastrándola fuera a la vez que manchaba los pantalones del dentista, sus zapatos y el suelo.
- Pero… ¿serás marrana?... –gritó, sin poder contenerse el dentista, cubierto desde la polla hasta la punta de sus zapatos italianos de la mezcla del vómito de Sara y la lefa que aún salía goteando desde la punta de su pene.
Empujó a Sara contra el sofá.
- ¡Largo de aquí, so cerda!.
La chica se marchó como pudo, tambaleándose aún por los efectos finales de la copa de alcohol que había tomado.
Cuando regresó a casa, subió los escalones tropezándose y se tumbó encima de su cama, sin atreverse a nada más.
Se despertó con la cara de Hasim pegada a la suya propia.
- ¿Alcohol, pequeña kafir? –aseveró y condenó-. Venir. Tú aprender.
La arrastró por el cabello a través del pasillo mientras la joven Sara suplicaba.
La llevó hasta el lavabo.
La bañera estaba llena de agua caliente, de la que se elevaba vapor.
Hasim la desnudó rápidamente y la llevó hasta el borde del agua.
Tú aprender. Alcohol mal –anunció con un tono que no presagiaba nada bueno.
No, por favor, yo no he sido… el vecino… yo no… -gimoteaba Sara.
Mi kafir, no vecino.
Y la agarró por la cabeza hasta metérsela en el agua.
Poco a poco la hizo meter la cabeza, pese a que ella se resistía con las manos apoyadas en el borde.
Cuando creía que no podría más, la sacó la cabeza y empujó hasta hacerla caer casi por completo, sólo quedó su culo fuera del agua, con las piernas colgando a los lados de Hasim, que se colocó justo entre medias para evitar que las pudiera cerrar y hacer fuerza.
Con una mano la iba haciendo meter la cabeza bajo el agua cada poco.
Sara estaba aterrorizada.
Ni siquiera pudo reaccionar cuando notó la polla del Hasim entrando en su coño. Sólo pensaba en respirar.
Y, así, con el culo en pompa al borde de la bañera y las piernas colgando, el resto del cuerpo sumergido a ratos, fue como Hasim empezó a follarla violentamente.
No había piedad.
Ni amor.
Sólo la sensación animal de la polla entrando con fuerza a golpes dentro de su coño mientras su mente apenas era capaz de pensar en otra cosa que no fuese el mantener la cabeza fuera del agua.
Una y otra vez la clavaba la polla.
Su coño era perforado y roto una y otra vez, en un acto de posesión absolutamente animal, sin interés en la salud mental o física de la joven.
El tiempo se había parado.
El tiempo corría sin piedad.
El tiempo no existía.
El amor había muerto.
Sólo existía la polla de Hasim.
La polla que la quemaba, que hacía arder todo su interior mientras su nariz apenas lograba ir captando oxígeno para impedir que se desmallara entre medias de las profundas embestidas que el inmigrante cabronazo la propinaba en su destrozada vagina.
Una mano la alzó la cabeza lo justo para poder tirar de la cadena y que la bañera empezase a vaciarse.
Poco a poco pudo ir respirando con facilidad, pero su posición no cambió y la bestial penetración de Hasim tampoco cesó.
El iraquí continuó bombeando hasta que se corrió.
Sólo entonces, cuando la vagina de Sara quedó bien llena, inundada de la asquerosa lefa de Hasim, sólo entonces, el bárbaro refugiado sacó su polla y alzó las piernas de Sara para dejarlas caer dentro de la bañera y que todo el cuerpo de la chica descansase en el fondo.
- Suerte, kafir. Suerte ajaliba. No volver pasar o no salvar. Ahora tú mía, kafir. Para siempre –la amenazó Hasim, antes de irse y dejarla allí, tirada, sola y temblando desnuda dentro de la bañera ahora vacía en la que había estado a punto de ahogarse mientras el árabe abusaba de su coño hasta volver a llenar su vagina de un auténtico chorro de lefa que la quemaba por dentro.
Continuará…