Acogiendo a Hasim: los peldaños líquidos.
De Valencia a un prestamista francés, la degradación de la joven Sara es constante bajo el control del inmigrante que acogieron sus padres.
ACOGIENDO A HASIM.
LOS PELDAÑOS LIQUIDOS.
Bufff… ye ne yame rian gute duse du ma fiile tu es resalop… -dijo el hombre que tenía entre las piernas.
Besmua, ye suis un puit –respondió Sara, tal como la había enseñado Hasim.
El tipo sonrió y siguió comiéndola el coño.
Era asqueroso, gordo y peludo… pero la verdad es que la estaba haciendo excitarse un poco.
Sabía manejar la lengua y el cuerpo adolescente de Sara era incapaz de resistirse a las sensaciones que se despertaban entre sus piernas.
Debía de tener más de cincuenta años y estaba claro que el único ejercicio que hacía era el que llevaba su cuerpo obeso de un asiento a otro, pero manejaba la lengua en el coño de Sara como nunca antes lo había sentido y estaba empezando a disfrutar el tener que estar con él a cambio del fajo de billetes que le había entregado a Hasim y del cuarto donde estaba durmiendo mientras ella era la encargada de mostrarle la gratitud del iraquí.
Se veía a ratos reflejada en la reluciente superficie de la calva del prestamista francés, mientras él seguía jugueteando con sus dedos y, sobre todo, con su lengua, en la cada vez más hinchada y empapada concha de la jovencita española.
Hacía tanto que no disfrutaba de… de… bueno, la verdad es que empezaba a creer que ese cincuentón era el primer hombre que la había usado con algo parecido al respeto a la vez que procurándola un placer tan delicioso frente a las penetraciones forzosas y brutales a las que la estaba acostumbrando el refugiado que se había convertido en su dueño y señor.
- Ahhhh… jooodeeeeer… -chilló la adolescente, sin poder contenerse, cuando notó un calambrazo especialmente intenso cuando la lengua del francés alcanzó el punto exacto- ahhhh… jooo… besmua besmua besmua… ye sius… uffff… ye suis un puit… ufff…
La primera parada que hicieron fue en la tienda de Abdul.
Pero esta vez Sara no entró, se quedó en el coche con su madre mientras Hasim vendía todo lo que habían podido cargar en el camión de reparto de Dylan José cuando vaciaron la casa que había sido un hogar seguro para Sara toda su vida hasta la llegada del refugiado.
- Ahora recuerda –la dijo Eva, aún con un moratón en el lado izquierdo de la cara, consecuencia de la paliza que la propinó Hasim y por la que había sido encarcelado el padre de Sara-. Somos suyas. Y no hay otra cosa. Somos suyas y hay que obedecerle en todo porque es…
- Es un mierda –contestó la chica, sin poder contenerse-. Mira cómo te ha dejado y lo que le habéis hecho a papá…
- Le hemos –la interrumpió su madre, torciendo el gesto-. Recuérdalo siempre. Tú también lo has hecho, así que deja tu papel de moralista que no te pega. Eres tan suya como yo y punto. Incluso más y no sigas mintiéndome que Hasim me lo contó todo lo vuestro.
- ¿Qué “nuestro”?. Pero si es un puto viola… -intentó rechazar las acusaciones de su madre, que parecía tener la teoría de que todo había sido Sara quien había seducido a Hasim y provocado todo, pero su alegato fue interrumpido por el tortazo que la dio Eva con la rabia pintada en la cara.
- ¡No vuelvas a insultar a Hasim!. Le debes un respeto. Él nos ha salvado y debes obedecerle y respetarle. Ahora somos suyas, así que acostúmbrate y deja de ser una niña mimada.
Después de eso, no volvieron a hablar en todo el rato que tardó el inmigrante en vender las pertenencias de su familia a Abdul antes de partir hacia Valencia.
Sara tardó un rato en darse cuenta de que se había corrido.
Estaba sudando.
Notaba toda su piel húmeda… y no sólo su entrepierna.
Claro que lo de su coño era un río.
Y ese obeso francés, ese hombre que tenía el cuerpo cubierto de una espesa masa de pelos oscuros y retorcidos salvo en la lisa superficie de su calva, ese hombre seguía lamiéndola el coño y bebiéndose hasta la última gota del flujo que la adolescente emitía sin poder evitarlo.
A ratos la mordisqueaba el coño, pero a Sara no la importaba, incluso la hacía excitarse aún más.
Porque estaba excitada.
No lo podía evitar.
Cada día la resultaba más difícil no excitarse con el más mínimo roce.
Después de tantos días sin parar, sufriendo los abusos y toqueteos de Hasim y de tener que ofrecerse a cualquiera que le dijera el refugiado, su cuerpo reaccionaba con extrema rapidez.
Y, encima, ese viejo gordo sabía usar la lengua de una manera que la hacía estremecerse y que la agitaba mucho.
No sabía cuánto lograría aguantar antes de volver a correrse, porque las oleadas de placer no dejaban de llegar hasta cada extremo de su cuerpo sin parar con cada movimiento de la experta boca del francés.
- Así… mmm… así… mmmm… más… maaaaás –gemía Sara, agarrando la cabeza del prestamista sin poder evitarlo y, acordándose a ratos de la frase que Hasim la había enseñado-… beeeesmua… ye suis… mmmm… ye suis… ye suis un puit… mmmm…
Y, antes de poder evitarlo, la llegó un segundo orgasmo.
El cuerpo juvenil de la adolescente se arqueó con intensidad mientras la fuerza de este segundo orgasmo la hacía chillar con un placer culpable.
La escalera no llevaba a un minarete.
No había minarete en ese edificio que usaban de mezquita.
Sara y Eva iban subiendo por la escalera, entre medias de los hombres.
Los había de todas las edades.
Se había corrido la voz y había muchos esperándolas a ambos lados de la escalera, dejando un estrecho pasillo para las dos hembras españolas.
Porque iban desnudas.
Completamente desnudas.
A Sara la había costado subir, pero su madre la cogió de la mano y tiró de ella, arrastrándola detrás de sí para comenzar el ascenso por la escalera de ese falso minarete.
Algunos hombres iban vestidos, salvo por los zapatos.
Nadie llevaba zapatos.
Otros se habían bajado las cremalleras o subido las túnicas o chilabas y se estaban tocando las pollas según las veían.
Unos pocos estaban prácticamente desnudos, emitiendo chilliditos de emoción.
Y todos, todos ellos, sin importar su edad, físico ni apariencia, las iban toqueteando y diciendo obscenidades según pasaban entre ellos.
Algunos sólo las daban palmadas en el culo.
Otros las acariciaban las tetas.
Otros las pellizcaban por donde podían o las escupían mientras se reían de ellas y las insultaban.
Los más atrevidos las agarraban del cabello y las obligaban a besarlos, haciéndolas detenerse y que el resto de los que las rodeaban pudieran manosearlas con más intensidad, incluso metiéndolas los dedos dentro del coño.
Sara subía, agarrada a la mano de su madre con toda la fuerza que podía, el único punto fijo de ese loco mundo.
Estaba medio ida, medio alucinando, medio temblando de miedo y ansiedad mientras subía lentamente los escalones uno a uno, luchando por pasar entre los hombres que la usaban todo el tiempo que estaba a su alcance.
Según subían, cada vez había más pajeándose, con las pollas al aire apuntando hacia el centro del pasillo que formaban en la escalera y por el que a duras penas estaban logrando avanzar Sara y Eva.
A esas alturas ni escuchaba lo que la decían.
Era mejor así.
Sólo ir de la mano de su madre, mirando al suelo y subiendo uno tras otro los escalones, eso era lo único importante para Sara.
En el fondo sabía que era inevitable, pero su mente trataba de engañarse a si misma y de escapar de la maldita situación que tenían que pasar por culpa del maldito refugiado.
Porque todo era cosa de Hasim.
De Hasim y de Abdul.
Y las estaban filmando.
El propio Abdul las estaba filmando desde lo alto de la escalera, mientras ellas luchaban por subir peldaño a peldaño y hombres de todas las edades y formas físicas las sobaban y decían de todo.
Valencia.
Esa ciudad en la que se habían detenido se estaba convirtiendo en un nuevo escenario de las pesadillas de la tierna adolescente.
Y un mundo de pollas la rodeaba.
De pollas y hombres malhablados.
La mayoría usaban el árabe, otros las insultaban o decían obscenidades en español… pero Sara intentaba no escuchar, sólo avanzar paso a paso, subiendo por una escalera que se les estaba haciendo eterna.
Pero al final pasó.
Sus manos se separaron.
La desesperación cubrió a Sara, rodeándola.
Intentó dar un paso más.
No pudo.
Estaban separadas apenas por unos centímetros, pero igual hubiera dado si fuesen cien kilómetros.
Casi estaban en lo alto de la escalera.
Pero estaban rodeadas.
Y aquí iban todos ya desnudos.
Se cerraron sobre ellas como el mar sobre la cabeza de un náufrago en una tormenta.
Hombres jóvenes y hombres maduros, desnudos por igual, con sus pollas erectas y chorreantes, rodeándolas y acosándolas con sus manos, tocándolas por todas partes.
Pronto Sara ya no pudo seguir mirando hacia donde estaba su madre, apenas a un escalón o dos de distancia, no podía calcularlo.
Sólo intentaba sobrevivir.
Sobrevivir en un mar de pollas.
Sobrevivir mientras una multitud de manos la sobaba por todas partes.
La hicieron caer de rodillas.
Sus temblores no se debían al frío, no notaba ni frío ni calor en esos momentos.
Era angustia.
Angustia pura.
Los rudos hombres no paraban de palparla, alternándose por todo su cuerpo las caricias de algunos con los pellizcos de otros, los apretones sobre sus tetas con azotes en su culo, los tirones en su cabellera para obligarla a girar la cabeza y exponer su cara y cuello a sus bocas y lenguas con manos que la habrían el coño o el culo para meter dedos sucios.
Pero eso no fue lo peor.
Apenas un anticipo.
Porque al fin uno llevó su polla hasta su boca, chocando su glande contra los labios de la joven adolescente española.
Y Sara supo qué hacer.
Supo qué era lo único que podía hacer.
No habría alternativa ni escapatoria.
No allí.
No entonces.
Separó los labios.
Dejó entrar la polla dentro de su boca.
Y esa fue la señal.
La señal que hizo que un segundo después tuviera una polla no sólo dentro de su boca, chupándola y tragándosela como si fuese lo más dulce del mundo, no… porque casi al instante ya tenía en sus manos otras tantas pollas que tenía que ir acariciando mientras en su vulnerable posición de rodillas sobre las escaleras empezaban a meterse pollas dentro de su coño, llenándoselo sin piedad pero con mucha pasión.
Las pollas entraban sin parar dentro de su coño.
Las metían como si les fuese la vida en ello.
Clavaban sus penes de distintos tamaños de golpe, metiéndoselos hasta el fondo sin miramientos, llenándola con sus movimientos violentos y salvajes, unos profundos y pausados, otros rápidos y cortos…. pero todos se vaciaban por igual dentro de lo más profundo de su vagina.
Ninguno usó protección.
En esa escondida mezquita el preservativo era algo de otro mundo.
Y ese era el pequeño infierno que rodeaba a Sara cuando escuchó el grito de Eva.
Durante un breve instante, la marea de hombres sudorosos y bestiales que la rodeaban se abrió para permitirla ver cómo un enorme monstruo que debía pesar más de cien kilos metía su endurecido falo dentro del culo de su madre.
No dejaba de gritar.
La estaba destrozando.
O eso la pareció a la adolescente, que, por un instante, se olvidó de su propia situación para sentir lástima de su madre, cuyos gritos cesaron cuando otro árabe se sacó la polla y la metió en la ansiosa boca de Eva, que se la tragó con una lujuria pintada en la cara que Sara decidió que no era dolor lo que sentía su madre, sino otra cosa…
La visión terminó cuando otro hombre ocupó su campo de visión para exigir su turno de limpieza dentro de la boca de la adolescente.
Porque ahora era eso.
Según se vaciaban en el interior de la vagina de Sara, pasaban a llevar sus penes hasta la boca de la chica para que se las limpiase de la mezcla entre sus propias lechadas y las que había recibido antes.
Y el sabor era cada vez más asqueroso… e intenso… cada vez más intenso… y pronto descubrió que había otro sabor.
Otro sabor distinto al del semen.
Otro sabor que empezó a reconocer…
Otro sabor que la hacía sentirse doblemente humillada…
Otro sabor que era… era…
El dolor interrumpió la terrible idea.
Un dolor como si algo se hubiera roto.
Como si se hubiese partido algo dentro de ella.
En su culo.
Así fue como empezó el turno en el que las pollas empezaron a pasearse por su culo, abriéndose camino por su estrecho ano para penetrarla como los sucios animales que eran.
Dejaron de follarla el coño, lleno de lefa de tal forma que se la iba escurriendo y caía goteante sobre la escalera, y empezaron a joderla aún más fuerte por su estrecho ano.
La jodieron fuerte.
La llenaron por completo.
La follaron hasta romperla.
Y cuando la rompieron… siguieron follándola.
Sara no aguantó y se derrumbó sobre la escalera.
Eso no los detuvo.
Los hizo ser aún más brutales.
La agarraban por los tobillos para forzar la postura de su culo y estrecharlo.
Porque ya lo tenía tremendamente dilatado.
Pero lograron estrecharlo un buen rato más.
Suficiente para que otros llegaran y la clavasen sus endurecidas pollas por el ano, llenándola a golpes rectos y bestiales, dejándose caer con todo su peso para forzar una y otra vez los límites del culo de Sara.
Al final su culo también se llenó.
Y entonces la dieron la vuelta.
La dejaron mirando al techo.
Desnuda.
Y orinaron sobre ella.
Todos.
Según pasaban, soltaban chorros sobre su cara y su cuerpo, mojándola con sus meados.
Y sólo cuando terminaron todos, Sara pudo arrastrarse escalera arriba y ayudar a su madre a terminar la ascensión.
Se dio cuenta de que su madre estaba igual.
Eva tenía un hilo de semen que salía de su coño y otro mezclado con un líquido de un tono marrón oscuro brotando de su culo.
Sin verlo, la joven adolescente supo que ella también estaba así.
Pero ese hecho, conocer eso, no impidió que cuando llegaron arriba, donde las esperaban Hasim y Abdul, Sara pensase que…
- Fok ma file fok combian tu a ris –dijo el prestamista mientras apoyaba la punta de su pequeño miembro en la dilatada entrada al coño de Sara.
El obeso francés tenía una polla pequeña para a lo que estaba acostumbrada la adolescente, pero tan gorda que parecía más ancha que larga desde su posición.
Una parte de su cerebro pensaba lo asquerosa que era, pero, a la vez, otra parte más primitiva pedía a gritos dentro de su cabecita que se la metiese ya, que la presión que sentía dentro de su cuerpo necesitaba terminar de liberarse.
Había tenido dos orgasmos gracias a la lengua de ese hombre… y su cuerpo quería… no querer no, necesitar… ese era el verbo, necesitaba que la llenase para completar la tercera ola de placer que sabía que tenía a puntito porque la había dejado muy muy caliente cuando dejó de comerla el coño.
Y se detestaba por ello… en parte.
Se detestaba por necesitarlo.
Por necesitar que ese hombre la llenase.
Por desear que eyaculara profundamente dentro de ella.
Por querer que la usase y que se redujera todo a un instante de placer culpable, porque sabía que después se sentiría muy sucia y culpable por lo que estaba ocurriendo, incluso aunque fuese por mandato de Hasim.
Y, como la había enseñado el refugiado que era ahora dueño de su vida y de su cuerpo, Sara repitió:
- Besmuaaa, ye suis un puiiit.
Eso pareció encender aún más al calvo, que puso una sonrisa tonta pero que a él debía de parecerle traviesa y empezó a presionar para meter su gordísimo falo dentro del ardiente coño de la adolescente.
Porque la quemaba por dentro.
Sara estaba tan excitada después de los dos orgasmos anteriores gracias al descubrimiento de las capacidades de la lengua de ese hombre que sentía la necesidad imperiosa de culminar el tercero.
Porque sabía que habría un tercero.
Lo sabía.
Lo sentía muy dentro de ella.
Tu es un repute, ma petite puit –dijo, agarrándose a sus caderas para terminar de introducir su ancho pene dentro de la dilatada y húmeda cueva que tenía la joven española entre las piernas.
Besmua, ye suis un puit –repitió Sara, como un loro.
El hombre no se lo hizo repetir más veces, empezó a empujar con fuerza, clavando su polla todo lo que podía dentro de la tierna vagina de la chica.
Los dos orgasmos anteriores hacían que entrase con facilidad, lubricada como estaba Sara por dentro.
Pero aun así, empezó a gemir.
No la llenaba.
Para nada.
Apenas ocupaba la mitad de su húmeda y caliente vagina.
Pero era muy ancha.
La más gorda que había tenido entre las piernas.
O eso la parecía.
Porque estaba híper-excitada después de la sesión de sexo oral que la había regalado el francés obeso.
Él empujaba con fuerza, con ansiedad.
Clavaba su polla, su endurecida y gorda polla, su hinchada y caliente polla, todo lo que podía dentro del coño de la adolescente española y bombeaba.
Bombeaba rítmicamente, como si se tratase de una suma en una calculadora.
Pero la pasión que sentía Sara era tremenda.
Sentía que ardía por dentro.
Y sabía que era por la lengua del francés.
Había tenido orgasmos antes, pero nunca como esos.
Nunca habían nacido de esa forma.
Estaba entregada, su cuerpo convulsionaba y se retorcía para acomodarse mejor al miembro del prestamista.
Hasta que no pudo más.
Intentó resistirse.
Intentó para la ola.
Pero fue como intentar detener un maremoto a soplidos.
Lo intentó.
Intentó aguantar.
No correrse de nuevo antes que él.
Pero no pudo.
Estaba tan cachonda ya antes de que se la metiese que no lo logró.
Y una parte de ella sabía que no, que era el hombre el que primero debe correrse, que su misión era darle placer a él, no al revés.
Pero fue incapaz.
Chilló.
Se retorció como una gata entre las grandes manos del francés.
Su cuerpo se tensó y removió, curvándose hasta el extremo mientras la llegaba el tercer orgasmo.
Eso le enfadó.
Empezó a decir cosas en francés que ella apenas oía, agotada por el nuevo orgasmo.
Sólo era capaz de pensar en aguantar mientras el obeso prestamista la iba dando tortazos en la cara o las tetas mientras seguía bombeando dentro de su encharcado coño.
No tardó mucho.
Un par de minutos después se corrió, vaciando el contenido de sus huevos dentro del caliente y húmedo sexo de la adolescente.
- ¿Ver kafir? –sonó la voz de Hasim, que, de repente, como por arte de magia, estaba a su lado-. ¿Ver?. Ser puta. Siempre ser puta. Haber sido puta desde siempre. Pero yo educar, no preocupar. Tú ser mía. Ser mía para siempre.
Y Sara lo supo.
Como si fuese una bola de cristal, supo su futuro en el reflejo de los malignos ojos del refugiado unicejo.
Continuará…