Acogiendo a Hasim. El tripartito de Zaragoza.

La fuga de Hasim con Sara hace que la joven española se vea sumergida en nuevas experiencias, desde Zaragoza hasta Reims. Las aventuras y desventuras siguen para la chica en su descenso en espiral hacia...

ACOGIENDO A HASIM.

EL TRIPARTITO DE ZARAGOZA.

Llegamos a Reims a mediodía.

  • Kafir, yo comer con amigo. Tú quedar y obedecer Pierre y Adrien –ordenó Hasim, señalando a los dos fumadores que esperaban junto a la puerta del viejo almacén de las afueras.

  • Ok, de acu… -empezó a responder Sara, que apenas tuvo tiempo de darse cuenta de su error antes de que el inmigrante la cruzara la cara de un tortazo, con la rabia encendiendo sus ojos bajo su única ceja-. Lo… lo siento… yo…

  • Callar kafir, no empeorar todo. Tú aprender a servir. Aprender educación. Yo enseñar porque tú no ser educada bien. Ahora escuchar bien –la decía, escupiéndola a la cara con cada palabra, mientras la sostenía la barbilla con la mano para obligarla a mirarle a los ojos esa vez, porque Sara ya había llegado a aprender que hacerlo era suficiente para ser castigada porque aún era indigna-. Tú servir a Pierre y Adrien en todo. Ser amigos. Obedecer como si yo decir. ¿Entender, kafir?.

  • Sí… sí… sí, señor… mi… mi señor… -articuló, son lágrimas en los ojos por la tensión de mantener su vista en sus terribles ojos.

Esta vez no hubo castigo.

O eso la pareció en ese instante.

Sara bajó de la furgoneta hippie y se acercó a los dos franceses, que seguían fumando y murmurando entre ellos mientras ella se aproximaba, con una tira rosa de grosgrain rodeándola la cintura a modo de falso cinturón, simulando el lazo de un regalo.

Un regalo humano.

Sara.

Con el vestido de flores llegó hasta ellos caminando despacio.

No por exhibirse.

Aunque es lo que pasó, por el modo en que la miraron.

Era por los tacones.

No estaba acostumbrada a esos tacones finos, de aguja, y tenía que ir despacio hasta donde la esperaban los dos hombres.

  • Salu –dijo el más alto de los dos.

  • Bienvenu –añadió el otro.

  • Ye suis la put –respondió la adolescente, usando la frase que el refugiado la había hecho aprender instantes antes-. Silbuple, utilised mua por vot plasir sons acune limit ni pitie.

Pierre y Adrien se miraron y exhibieron una mueca que debía pasar por sonrisa.

  • Bientot berra–dijo el menos alto de los dos, acercándose a Sara y agarrándola por la barbilla para obligarla a levantar la cabeza-. Ub ta buche.

La adolescente no entendía sus palabras, pero imaginó que la iba a besar, así que separó los labios mientras se imaginaba que a lo mejor eran como el prestamista de Nimes y la tratarían de una forma menos brusca y brutal a como la tenía acostumbrada Hasim.

El hombre dio otra calada al cigarro y soltó el humo contra su cara.

La adolescente no pudo evitar cerrar los ojos y toser un par de veces.

Se rieron de ella.

Y, entonces, la escupió.

No la besó.

Mientras ella volvía a abrir los ojos, vio como a cámara lenta, el hombre se inclinaba sobre ella y dejaba caer una bola gruesa y espesa desde su boca hasta la suya, pasando entre los labios entreabiertos de la adolescente española.

Sintió asco, no pudo remediarlo, mientras él la cerraba la boca para que tragase el esputo que había hecho caer dentro de la boca de Sara.

Tragó.

No tenía otra alternativa.

Lo sabía.

Lo veía en sus ojos.

Eran unos ojos tan crueles como los de Hasim o Abdul y supo que, después de todo, se lo merecía.

Se merecía el daño al que la iban a someter.

Porque ella misma se había entregado.

Se había rendido.

Porque había traicionado a su padre.

Porque ya no era Sara, era la kafir del maldito refugiado al que un desgraciado día acogiera su familia por bondad en su propia casa.

Era la kafir del inmigrante iraquí que la había violado, sometido y entregado a otros para que abusasen de ella sin que Sara pudiera haber hecho nada.

Ni siquiera supo aprovechar esa última posibilidad que tuvo en Zaragoza.

Estaba perdida.

Perdida en un mundo de lobos.

Y ella no era Caperucita, ella era… era…


Zaragoza, ciudad de antiguos héroes.

Zaragoza, la antigua joya del Ebro.

Zaragoza, la antigua virtuosa.

Ninguna de ellas era ahora Zaragoza.

Y Sara lo descubrió en esa casa junto al río.

El Ebro, cuyos sonidos al pasar ahogaban la suciedad y hacían olvidar.

El Ebro, alimentando la huerta.

En Zaragoza volvieron a parar tras comenzar la fuga.

La fuga por capítulos de Hasim.

Con Sara.

Porque Eva había sido puesta a cargo de Abdul en Valencia para que siguiera otro camino antes de que volvieran a reunirse madre e hija.

Y ahora estaba sola.

Sola de verdad.

Sola con Hasim, con el refugiado que torturaba sus días y llenaba sus noches y pensamientos.

El inmigrante que fue acogido por sus padres y que ahora dominaba cada aspecto de su vida… o casi, porque nunca estaba contento.

La adolescente española nunca cumplía con todo lo que él pedía.

O eso pensaba ella.

De lo contrario, todo lo que hacía, todo lo que pasaba, todo lo que sufría, todo… todo era entonces… pero prefería no pensarlo.

No podía ser.

No quería que fuera.

Pero…

Pero muchas veces…

Y, en el fondo, no importaba.

Hasim la llevó hasta Zaragoza para completar un nuevo negocio.

Y la adolescente fue entregada a los cocineros.

Los tres hermanos Torres.

Gemelos.

Iguales de cuerpo.

Aunque no iguales en perversión.

O casi…

El mayor era Carlos. Bueno, no es que fuera el mayor, los tres habían nacido el mismo día y eran físicamente idénticos, como es norma entre los trillizos gemelares. Pero era el que imponía su voluntad a los demás.

Después estaba Rubén. No era el más listo, pero sí el más fuerte y el que menos control mostraba.

Quedaba Alfonso. El que había creado la fórmula en su cocina y, a pesar de ello, el más suave y educado.

Lo único que los diferenciaba por fuera físicamente eran el cabello y los tatuajes.

Eran pelirrojos, pero mientras Carlos y Alfonso lo llevaban corto, Rubén lo había dejado crecer hasta los hombros.

Carlos y Rubén llevaban tatuajes, pero mientras el que llevaba la voz cantante de los trillizos sólo tenía uno, el más salvaje de los tres tenía medio cuerpo lleno de tattos.

- Desnúdate. Es hora de comer –la ordenó Rubén, al poco de ser abandonada allí por Hasim, en la casa de los tres gemelos, mientras empezaba a despojarse de la ropa.

- Cállate y no te quites los pantalones. No quiero que ensucies las sillas –le cortó Carlos y el otro hermano obedeció, dejándose los pantalones pero exhibiendo su pecho tatuado-. Y ayuda a Alfonso a traer la comida para… nuestra… invitada –terminó, con un guiño de complicidad con su hermano que no gustó a la adolescente.

Sin decir más, el que llevaba la voz cantante de los hermanos, la cogió de la mano y la llevó a la habitación que iban a usar de comedor.

Tenía una ventana que iba del suelo al techo y ocupaba todo un extremo del cuarto, con una puerta corredera de acceso a la terraza sobre el Ebro.

Cuatro sillas se repartían alrededor de una mesa de madera de gruesas patas, con la superficie llena de marcas, y una televisión gigantesca, la más grande que había visto jamás Sara, mostraba un partido de fútbol colgada de una pared.

Carlos apartó una de las sillas, dejando sólo tres alrededor de la mesa.

- Eres una buena pieza –la valoró, mirándola como si estuvieran en una feria de ganado y ella fuese un animal en venta-. Estás mucho mejor en persona que en los vídeos –añadió, relamiéndose.

- Gra…gracias –respondió Sara, sin saber muy bien cómo comportarse e imaginándose la grabación en las escaleras de la mezquita de Valencia.

- Bueno, venga ya… no te sonrojes, que ni que fueses una virgen y desnúdate –la instruyó Carlos.

- Menudo culito –se escuchó decir a sus espaldas.

Según pasaba a su lado, Rubén palmeó el trasero de la adolescente.

- Vamos, dejadla en paz –intervino el tercer gemelo, Alfonso, que entraba con una bandeja de canapés.

- Anda ya, no me jodas –le respondió Rubén-. Que es una furcia, una puta barata.

- ¿Os queréis callar los dos? –Carlos cortó la discusión que empezaba a formarse, demostrando su control-. Esta cría es parte de un pago, Alfonso, así que la vamos a usar y la vamos a disfrutar como es debido… pero tampoco hay que ser maleducados –añadió, señalando a Rubén.

- ¡Vale, vale, tío! –contestó el hermano tatuado, levantando los brazos-. Que sólo era un comentario, no hay que ponerse así.

- Ya lo sé, pero es tan… y parece tan dulce… -insistió el tercer gemelo.

- Déjate de tonterías, que te enamoras hasta de un flan –se rio de él Carlos y, volviéndose a Sara, la ordenó-. ¿Y tú qué miras, niñata?. Desnúdate y túmbate sobre la mesa o dejaré que Rubén te ayude, ¿entiendes?.

La joven adolescente no se lo hizo repetir dos veces.

Reconocía el peligro de no obedecer y sabía que debía obedecer.

- Así no, niña estúpida –volvió a interrumpirla Rubén apenas un instante después.

- Esta vez mi hermanito tiene razón, demuestra que vales lo que nos has costado –y, añadió, mirando al tercer hermano-. Pon algo de música para acompañar mientras.

Los tres hermanos se sentaron, mientras Sara se desnudaba para ellos.

Sabía que tenía que hacer.

Sabía cómo hacerlo.

Algo en la música la impulsaba.

Algo dentro de ella la guiaba.

Y los bultos en las entrepiernas de los trillizos la mostraban que sus esfuerzos iban bien encaminados.

Sara bailaba para ellos.

Sara se desnudaba lentamente para ellos.

Sara se sometía a la lujuria de la música.

Sara estaba alegre bailando.

Había algo de dulce y primitivo, una extraña sensación de libertad y pérdida del miedo en la magia que desprendía la melodía que acompañaba los movimientos de su cuerpo y que la hacían casi has divertirse mientras se desnudaba en un arrebato de energía sensual para los trillizos.

No pudo evitar darse cuenta de cómo la miraban.

Cómo la deseaban.

Cada uno a su manera.

Carlos, calculador, midiéndola con la mirada y buscando las partes más tiernas de su anatomía para buscarlas y usarlas.

Rubén, animal violento, intentando atraparla para poseerla allí mismo como si de la época de las cavernas se tratase y lanzando sus manos para pellizcarla donde podía cuando se acercaba demasiado a él.

Y Alfonso… ese la miraba de otra manera. Había algo que la atraía en esos ojos y… y que la daba un miedo horrible a la vez, pero no podía dejar de mirarle ni siquiera cuando esquivaba al más baboso de los tres hermanos.

Y cuando estuvo completamente desnuda, completamente expuesta, completamente a merced de sus manos y sus ojos… cuando estuvo así, Sara siguió bailando, disfrutando de una danza que la hacía sentir por momentos libre.

Libre de lo que pasaba.

Libre de lo que pasaría.

Libre de los trillizos.

Libre de sus culpas.

Libre de Hasim.

Libre… por un instante… en el ondulante flujo de la música que penetraba en ella de una forma que no sabía explicar y que la hacía moverse y girar de una forma que enloquecía a los tres hermanos gemelos.

Pero… al final… la música paró… y llegó la hora de volver a la realidad de sus cadenas.

Llegó la hora…


Pese a la desagradable bienvenida, Sara no rechazó el contacto con el otro hombre cuando se aproximó a ella y la rodeó por la cintura para atraerla hacia si.

Notaba el bulto en sus pantalones cuando apretó su cuerpo al suyo.

Y lo notó crecer aún más cuando desplazó su mano lentamente hasta levantar su vestido por delante y comprobar que no llevaba bragas, que llevaba al aire y completamente expuesto el sexo.

  • Tre tanda –anunció al otro hombre, allí, en la calle, mientras acariciaba la vulva de la adolescente-. Sa va tremison, Adrian… e rapid dumid… -añadió, mientras uno de sus dedos resbalaba al interior de la vagina de Sara.

  • Nus alons lui don afor alors, on vuaqil en a busua –respondió el más alto de los dos, mirándola con lascivia.

  • Ye suis la put. Silbuple, utilised mua por vot plasir sons… sons limit ni pitié -la chica respondió, automáticamente, tal como la había instruido Hasim, mientras para sus adentros suplicaba que el resto del tiempo que la tuvieran esos dos fuese menos asqueroso que hasta ahora, teniendo que tragarse el escupitajo de uno y los sobeteos del otro en plena calle.

Debería haber sabido que no podría ser.

Pierre y Adrien no la iban a tratar como los hermanos Torres, de eso estaba segura.


Sara estaba tumbada sobre la mesa.

Desnuda.

Bueno… casi.

Unas hojas cubrían partes de su cuerpo, con los canapés encima.

Y los hermanos Torres se movían a su alrededor.

Iban comiendo de ella.

Cogiendo los canapés… y deshojándola poco a poco.

Sara debería haber sentido frío.

Carlos había dejado abierto el acceso a la terraza y entraba una suave corriente desde las orillas del Ebro.

Pero no tenía frío.

Tenía calor.

Mucho calor.

Era como una especie de fiebre.

Bailar y desnudarse para esos tres hombres había sido la razón. Ella lo sabía. Los había excitado… pero también ella se había excitado y aún tenía un horno ardiendo en su interior que la calentaba como no se la habría pasado nunca por la cabeza.

Y no lo entendía.

No sabía por qué.

Pero mientras cada uno de los hermanos iba comiendo de su cuerpo con las manos… o con la boca… ella estaba en un estado permanente de excitación.

Sentía su vulva hinchada y húmeda.

Sentía que sus pezones estaban más duros que cuando Hasim se los retorcía antes de mordérselos.

Sentía ganas de besar.

Y no lo entendía.

Porque sabía que no debería sentirse así.

Y no lo entendía.

Estaba allí, tendida sobre una mesa, desnuda y a merced de unos trillizos que eran realmente unos desconocidos y que debían de tener como el triple de su edad… y, aun así, algo había que la hacía sentirse excitada.

Por un lado estaba Carlos, que era claramente el que dirigía a los otros dos, calculador y que buscaba no los bocados más sabrosos, sino ser el último en coger los canapés de las zonas que quería descubrir para sobarla o estrujarla.

Por otro estaba Rubén, brusco e impaciente, que no se subía allí mismo para follarla porque Carlos se lo había prohibido, pero que en cuanto no miraba, la metía los dedos en el coño para mojárselos y luego guiarlos hasta la entradita de su ano o bien la forzaba a besarle con lengua cada vez que pasaba cerca de su cabeza.

Y al final estaba Alfonso, que intentaba camuflar el deseo de sus ojos con modales tranquilos, acariciándola lenta y dulcemente hasta lograr que la piel de la adolescente se le pusiera de punta.

Así continuaron, con su propio baile alrededor de la mesa, comiendo, acariciando, pellizcando, soplando, rozando, mordiendo… de todo mientras la jovencita apenas lograba mantener el control y recordar que debía quedarse absolutamente quieta y ceder a la voluntad de los hermanos que la habían recibido de manos del inmigrante iraquí que se había convertido en su dueño y señor, o al menos así era como la presentó el refugiado nada más llegar a Zaragoza para hacer negocios con los tres gemelos.

Pero cuando ya no quedaron canapés…

Ni hojas cubriendo su cuerpo desnudo…

Entonces la sensación de indefensión creció de golpe en Sara.

Sin saber cómo, el haber estado sirviendo de plato de comida para los hermanos la había proporcionado una falsa sensación de seguridad.

Ya no existía.

Ya sólo quedaba ella.

Sobre la mesa.

Con gotas y chorros de las salsas y aceites que se habían derramado de algunos canapés como únicas evidencias del uso que le habían dado a su cuerpo.

Y ahora…

- Es la hora –anunció Carlos.

- Por fin –dijo Rubén-. Ya iba siendo hora de probar de verdad a esta cría.

- ¿Y si…? –intentó hablar Alfonso.

- Cierra el pico, que seguro que te has enamorado de esta furcia como de las otras. Eres tonto, hermanito –le reprochó Rubén, sin dejar de mirar con ansiedad el cuerpo de la adolescente.

- Sois tontos. Los dos –interrumpió el comienzo de la discusión el líder de los hermanos-. Por eso yo la usaré el primero.

- Pienso romperla el culo –advirtió Rubén, mirando no a Sara, sino a Alfonso-. El culo de esta puta es mío.

- Déjala en paz. No es una pu… -se quejó el hermano, sonrojándose.

- Dejad de hablar, que parecéis unas cotorras –dijo Carlos, a la vez que se bajaba los pantalones y mostraba una monstruosa erección-. Y tú, putilla, ábrete de piernas que es hora de cobrar.

El jefe de los hermanos se subió a la mesa, con su gruesa e hinchada polla palpitando a la vista de la infeliz adolescente.

Sara no pudo evitar seguirla con la mirada.

Había algo hipnótico en su miembro y, por un instante absurdo, se preguntó si los otros dos trillizos tendrían también el mismo monstruo entre las piernas… y ese pensamiento volvió a excitarla.

Carlos se situó sobre ella, apuntando su gruesa polla a la apertura del coño de la chica, y empezó a apretar.

Entró sin dificultad.

Aunque lo hubiera querido evitar, la jovencita española estaba demasiado húmeda.

Su vagina tenía lubricada toda la zona.

El grueso pene de Carlos entró con tanta facilidad que casi se la clavó entera con el primer empujón.

Después empezó un lento mete saca mientras extendía sus manos hacia las tetas de la adolescente y se las apretaba a la vez que mordía con fiereza los pezones de Sara, haciéndola gritar al principio y llorar después del intenso dolor que brotaba de sus maltratados senos.

La risa de Rubén se mezcló con sus gritos, el sonido del Ebro y el golpeteo de los huevos de Carlos al impactar contra el coño de Sara en cada embestida.


La hicieron pasar al interior del local.

Era un sitio de forma alargada, apenas tendría quince metros de ancho, pero con mucho fondo.

Y estaba lleno de cubículos, como celdillas de una colmena.

En cada uno había una mujer con unos auriculares, teniendo conversaciones en una mezcla de idiomas que se entremezclaban en el ambiente.

No sabía qué decían la mayoría… no hasta que llegó a la mitad y se encontró con algunas que usaban el español, pero por el tono la adolescente dedujo el tipo de conversaciones y no pudo evitar ruborizarse y sentirse casi tan violenta como si estuviera espiando algo demasiado íntimo.

Fueron hasta el final del local y allí Adrien, el más bajo de los dos, que aun así casi la sacaba una cabeza, abrió una trampilla en el suelo y la ayudaron a bajar por una escalera hasta un pasillo estrecho y bajo, bastante más antiguo que el edificio que había sobre él.

Pierre y Adrien la condujeron a través de un laberinto subterráneo, apenas iluminado por unas bombillas espaciadas en los laterales, hasta llegar a una puerta de metal con una mirilla alargada que, en esos momentos, estaba cerrada.

La adolescente española no pudo evitar temblar en los brazos de Pierre, que la iba abrazando por detrás desde que bajaron, mientras Adrien usaba unas llaves para abrir esa puerta que la recordó una celda de las que aparecían en algunas películas.

Cuando cruzaron el umbral, se hizo la luz.

Y Sara volvió a temblar.

Temblaba de miedo.

El lugar era grande, escavado en la tierra, y tenía unas tinajas de barro enormes a los lados, del antiguo uso de bodega que debió de tener el lugar.

Olía a tierra húmeda, vino y… y a otras cosas.

Pero lo que la había hecho temblar eran las cosas que había allí.

Objetos más modernos, pero a la vez algunos de un aspecto muy viejo, y que hablaban sin necesidad de traducción de que estaba en una especie de cámara de… de… no quería ni pensarlo…

Pero no podía evitarlo.

Y temblaba.

Su cuerpo traicionaba su intento de resistirse.

Sus sentimientos estallaban por dentro y empezó a llorar.

Estuvo a punto de caer de rodillas, pero los brazos de Pierre la sostuvieron, mientras los dos franceses se reían de su fragilidad.

  • Ne tan quiepa, petit uaso, quesque tu reme –la empezó a hablar Adrien, con una voz que resonaba cruel entre las risas-. Tu vega. Vus ale profite. Tu va crie. Tu va…

  • Sela va tretre vol –añadió Pierre al oído de la pobre chiquilla.

  • E tu va currir comen puit –terminó el otro francés, mientras se giraba para alejarse y preparar la primera fase del nuevo infierno de la desdichada adolescente.


Carlos la maltrató lo justo.

Se corrió dentro de su coño, inundándola la vagina antes de obligarla a tragarse su polla y limpiársela sin poder levantarse de la mesa, manteniendo la posición horizontal todo el rato.

Cuando terminó con ella, la lefa brotaba del interior de su coño, un río espeso de un blanco que destacaba contra el tono oscurecido de la madera de la mesa.

La dejó las tetas arrasadas.

Doloridas y con marcas de sus dientes alrededor de los pezones.

Y, sin embargo, no fue tan brutal como Rubén.

El hermano tatuado también estaba dotado, como había imaginado Sara.

Pero la rabia fluía como una condena de cada uno de sus poros.

Como había prometido, la hizo darse la vuelta y la atacó el culo.

La sodomizó también a pelo, bestialmente, sin esperar a tenerla lubricada.

El dolor fue tan intenso que la joven adolescente pensó que la había roto el culo, y no sólo por el grueso calibre de su miembro.

Mientras la violaba el culo, la agarró del cabello y tironeó con energía hasta arrancarla unos cuantos cabellos.

No contento con eso, la golpeó la cara contra la mesa cada vez que decidía en su mente enferma que estaba siendo demasiado flojo reventándola el culo.

Se hizo eterna la sesión de sexo con Rubén.

Pero al final terminó.

Y su culo terminó igualmente inundado.

Y soltando un río de leche blanca que brotaba de su interior y se esparcía por su entrepierna, muslos y la propia mesa.

Cuando por fin le tocó el turno a Alfonso, la hizo bajar y limpiarse por fuera, porque los otros dos hermanos no la permitieron lavarse por dentro, sino que exigieron que mantuviera su semen dentro de ella todo el tiempo que fuese posible.

El tercero de los hermanos la condujo a un cuarto cercano.

Allí la tumbó sobre una cama y la demostró que estaba igualmente armado, con la misma y característica gruesa polla venosa.

- Cuando estés lista, me dejarás entrar.

- Ya –respondió Sara, separando las piernas para terminar cuanto antes, pero él la obligó a juntarlas de nuevo.

- No, así no. Lo quiero de la otra forma… ya sabes… -dijo, casi tímidamente.

Se tumbó junto a ella y empezó a pasear sus dedos por su anatomía, recorriéndola con lentitud y suavidad, y dibujando un rastro de delicados besos por todo el cuerpo de la adolescente.

Al final fue su lengua la que la venció.

Después del maltrato sufrido en sus tetas, las caricias y lengüetazos de Alfonso hicieron que revivieran sus pezones y que, poco a poco, la concha que formaba la entrada a la mina que era la vagina de Sara, se fuese calentando y abriendo para recibirle.

Y así pasó.

Al final la tomó, suave y profundamente.

Y la llenó por tercera vez ese día.

Y Sara se alegró.

Se alegró de recibir su semilla.

Se sintió llena y feliz cuando Alfonso extrajo su pene del interior de su coño y lo apoyó contra su ombligo, inundándolo con los restos del semen que aún brotaban de la punta de su miembro.

Pero no era nada comparado con el río de espesa lefa que salía de lo más profundo del coño de Sara.

Y, por un instante, la adolescente fue feliz.

- ¿Quieres quedarte conmigo? –la preguntó después de un rato.

- ¿Yo? –contestó Sara, sin creerse la proposición.

- Sí, tú. Te quiero. Te deseo conmigo. Deja a Hasim. Sé mía.

- Yo… yo…

- Piénsatelo. Hay tiempo –la dijo, antes de empezar a besarla y volver a follarla.

Se despertó de noche.

Seguía en la cama, pero no estaba sola.

Al principio pensó que era Alfonso.

Hasta que el hombre la obligó a darse la vuelta con brusquedad.

Apenas tuvo tiempo de morder la almohada para no chillar cuando Rubén volvió a meterla su gorda polla dentro de su culo, penetrándola con fuerza a golpes secos y brutales.

- ¿Qué, zorra, mi hermanito te ha pedido que te quedes con él? –la susurraba al oído-. Venga, di que sí, nos divertiremos mucho juntitos. El muy imbécil está encaprichado contigo y quiere comprarte a Hasim, pero yo sé lo que eres. Eres una puta y siempre lo serás… y cuando Alfon no esté, serás mía… y qué rica estás zorrita… mmm… muy rica… toda una putilla…

Cuando Alfonso regresó horas más tarde, el culo de Sara aún seguía dolorido por la brutal sodomización y una costra seca de lefa recubría todo su ano.

Y, después de que él se tumbase y volviese a hacerle su oferta, la adolescente se acercó a su miembro y se lo llevó a la boca.

No dijo nada entonces.

Sólo se lo chupó.

Lo repasó con su lengua de arriba abajo.

Lo hizo crecer con sus manos, su lengua y su boca.

Y, al final, después de un rato, aceptó la corriente de dulce y caliente esperma que brotó de su polla para llenarla la boca.

Sólo entonces habló:

- No puedo quedarme. Soy de Hasim.

Y lloró.

Contra el hombro de Alfonso lloró hasta quedarse dormida.

Al día siguiente, el refugiado iraquí fue a recogerla, pero antes, Alfonso la dio un regalo.

Un vestido de flores.

- Para que me recuerdes  y por si…

- ¿Recuerdas? –le cortó Sara, besándole en la boca-. Soy de Hasim.


Llevaban azotándola lo que parecía una eternidad.

La azotaban en sus hipersensibilizadas tetas, especialmente después de haberla hecho ponerse durante quince minutos una especie de pinzas metálicas cargadas con unas pequeñas bolas de metal, que estiraron hasta el límite sus delicados pezones.

Eso había sido antes de empezar con la tanda de azotes.

Antes de atarla a esa especie de cruz torcida de madera con unas abrazaderas de metal con una especie de acolchado interior.

Antes de inmovilizarla de pies y manos y romper su vestido, rasgándolo desde arriba hasta abajo y dejándolo colgar a sus costados, para exponer su cuerpo al castigo.

Y antes de que empezasen a grabar la escena, en una toma en la que la propia Sara se ponía junto a Pierre con una sonrisa en la cara y le repetía la frase en francés que Hasim, el maldito refugiado que ahora guiaba sus pasos, la hizo aprenderse de memoria.

Sólo entonces el francés la había colocado contra el aparato, mirando hacia la cámara que manejaba Adrien, y la había inmovilizado por separado sus brazos.

Después había sido el turno de sus piernas, que ató por los tobillos y a mitad de los muslos, subiendo con delicadeza la parte inferior del vestido que pronto destruiría, y mostrando a la cámara, y la audiencia del otro lado, el tanga que la hicieron ponerse antes.

Un tanga muy especial.

De cuero.

Y con un pequeño cilindro de plástico que encajaron dentro de su coño, sin más explicaciones.

Tampoco supo hasta después porqué la hicieron desnudarse y ponerse las pinzas especiales antes de empezar la escenita y mientras preparaban la cámara y el enlace con internet.

También la hicieron comerse medio sándwich y beberse una botella de dos litros de agua, aunque Sara no tenía ninguna sed, pero imaginó que era una forma de hacer que se tranquilizase frente a la gran cantidad de objetos que parecían darle a la antigua bodega el aspecto de una cámara de torturas medieval.

Sólo entonces la permitieron volver a ponerse el vestido, aunque entonces no sabía lo poco que le iba a durar.

Una vez estuvo completamente inmovilizada en la cruz, Pierre la hizo abrir la boca al máximo para introducirla un aro metálico en la boca que impedía que la cerrase y que fijó con una correa a su nuca.

Inmediatamente la adolescente notó como babeaba y su saliva empezaba a escurrir desde su boca.

  • Ontrene la putaa espagñol –anunció a la cámara, con sorna, Pierre.

  • Premier fas –añadió Adrien.

Sólo entonces empezó el asedio de los látigos.

Una vez puesta en marcha la escena, los dos hombres se situaron junto al desnudo cuerpo de la jovencita española, cubierta apenas por los restos de su vestido y el tanga especial que la habían puesto, y comenzaron a azotarla con unos látigos que terminaban en una serie de tiras planas de goma que chocaban una y otra vez contra su piel.

Primero concentraron sus esfuerzos en sus tetas, pero después fueron subiendo y bajando por el resto de su cuerpo, lanzando inclementes sus látigos contra la pálida piel de la adolescente, que no podía hacer otra cosa que emitir chillidos desde su boca imposibilitada para cerrarse.

Las babas no dejaban de caer desde el interior de su boca, deslizándose por su cuello hasta que algún golpe de los látigos atrapaba esa saliva o se secaba en su recorrido hacia abajo.

La única parte de su cuerpo que no tocaban era su cara, ni siquiera cuando Sara no logró contenerse y comenzó a llorar.

Ni entonces se apiadaron de ella.

Continuó la lluvia de latigazos hasta que la mitad de su cuerpo estaba tan enrojecida como el tono del vino que habían consumido los dos franceses instantes antes de empezar todo.

Sólo entonces pararon.

La ardía todo el cuerpo y apenas notaba sus brazos por la postura.

Era una sensación como cuando se la quedaba dormida una mano por una mala postura durante la noche.

Fue entonces cuando la desataron y, sin poderlo evitar, Sara se derrumbó hacia delante, incapaz de equilibrarse.

Si la hubieran soltado en esos momentos las piernas, habría caído al suelo como un juguete roto.

No lo hicieron.

Era su trabajo.

Y lo conocían muy bien.

  • La puta a besuan de recuperer le eneryi –dijo uno de ellos, no sabía cual.

  • E nus alons lede –terminó la frase el otro.

No sabía qué habían dicho, pero cuando uno de ellos la pellizcó el brazo que la sujetaba, supo que era el momento de repetir su frase estrella.

Alzó la vista hacia la cámara y gimoteó, pero cuando el pellizco se intensificó, tuvo que levantar la voz.

  • Ye… ye… ye… suis la put… -empezó, tartamudeando con la garganta seca de llevar la boca abierta.

  • Plu fort putain –la susurró Adrien al oído.

  • Ye suis la put –pronunció Sara, temerosa de lo que pudieran pasar si no la decía bien, porque aunque no sabía francés, intuía el significado de las amenazantes palabras del francés-. Sil… silbuple… utilised… utilised mua por… por vot plasir sons… sons limit ni… ni pitié…

En ese momento, Pierre arrancó de un tirón el tanga que cubría la entrepierna de Sara y retiraron las últimas sujeciones, dejando que la chica cayera a cuatro patas delante de la cámara.

  • Ale ale… -dijo Pierre- ¡lesez tuot mon levua!.

-¡La tre put e gran duvert! –gritó para la cámara Adrien, después de hacerla girar a cuatro patas para que su culo quedase expuesto frente a la cámara y haciéndola inclinarse para que se pudiera ver el resultado de haber llevado el tanga especial, que había mantenido su coño abierto, dando una engañosa imagen del sexo de la adolescente.

  • ¡La put vut de la vit!.

  • ¡La put busuan dun bit!.

Y así escuchó su condena.

En un idioma desconocido.

A manos de dos brutales secuaces del mandamiento de Hasim, el inmigrante que había cambiado para siempre la vida de la joven española.

La hicieron ponerse de perfil ante la cámara, haciéndola moverse a cuatro patas, para dejar completamente a la vista de todo aquel que se conectase a su web lo que iban a hacerla.

Adrien se colocó delante de Sara.

Pierre detrás.

La adolescente volvió a llorar, sabedora de lo que venía a continuación y de que nada se lo iba a impedir.

Nada ni nadie.

Y menos ella.

Al primero que notó fue a Pierre cuando apuntó su polla a la entrada del coño de la joven.

Después fue el pene de Adrien el que surgió de sus pantalones y se colocó en el centro del aro de metal que la impedía cerrar la boca y la hacía soltar chorros de saliva sin cesar.

Los dos entraron a la vez.

Dos pollas en directo para el mundo.

Dos pollas entrando en Sara.

Llenándola la boca y la vagina.

  • Por lan, le due ele… trua –entonó Adrien.

Cuando terminó su frase, los dos franceses empezaron a bombear, moviendo sus endurecidos miembros dentro de Sara brutalmente, golpeándola en el culo con la mano o llegando al fondo de su garganta y medio asfixiándola con cada empujón.

Los gordos miembros de los dos hombres la estuvieron llenando sin piedad un buen rato, con movimientos bruscos y sin el menor atisbo de concederla un descanso.

Así siguieron, rompiéndola el coño por un lado y bombeando hasta llenarla toda la boca por el otro lado, todo frente a la cámara y en directo para todo el mundo.

Una humillación mundial.

No era la primera que sufría Sara… pero hubo algo en ese lugar, en ese momento, que la hizo darse cuenta. Cuenta de que ya no habría ningún lugar seguro para ella en el mundo. Su humillación era pública y total.

Era y sería por siempre la kafir de Hasim.

Ya no había vuelta atrás… o… o, tal vez…

Pero el “tal vez” fue cortado por una inundación.

La de la lefa que salió a chorros para inundarla la boca y bajar por su garganta en una masa espesa y gomosa mientras Pierre seguía follándola el coño con fuerza sin parar.

No contento con ello, Adrien la sujetó con ambas manos y presionó aún más su polla dentro de la cabeza de la adolescente, provocándole una mezcla de arcadas y ahogo a la vez que las corrientes que nacían se lo más hondo de su abdomen la iban recorriendo e inundando de otras sensaciones.

Al final todo explotó.

Pierre explotó.

Su polla empezó a soltar chorros de semen dentro de lo más profundo del coño de la joven.

Una descarga de energía la recorrió desde su interior y asaltó cada una de sus terminaciones.

Su esófago lanzó la lefa de Adrien de retorno hasta su boca, que por tener aún una polla llenándola no la admitió y la empezó a salir por la nariz.

Y los dos litros de agua.

Salieron.

No pudo contenerse.

No quiso contenerse.

Sara empezó a mearse delante de la cámara mientras los dos franceses sacaban sus pollas y mostraban al mundo sus descargas dentro de la dulce presa que tenían en su red.

La red de Hasim.

Continuará…