Acheron

Caronte cierra los ojos y se deja caer al fondo del abismo de un momento desesperado donde todo parece confuso... irreal.

Se subió a la balaustrada que lo separaba de siete pisos de caída directa; El frío correr del viento le arrancó un escalofrío y tembló por un momento sobre el abismo.

Un par de lágrimas, una por mejilla, rodaron cara abajo y se encontraron sobre la barbilla, después de atravesar milagrosamente la espesa barba de tres días que lucía. Inspiró y echó una leve mirada hacia atrás, donde la terraza le ofrecía una última oportunidad, un último grito desesperado a la vida. Vida que ya no quería.

Sin mirar hacia abajo, cerró los ojos y dio un paso adelante. Todo pasó en un suspiro. La velocidad, la lágrima que se perdió mientras caía, la angustiosa sensación de vacío. La ciudad, fría, gris, desalmada, le abrió sus brazos de asfalto y lo devoró en los 3’88 segundos que duró su caída. Después del estruendo de su cuerpo estrellándose contra la acera… sólo hubo silencio.


Cuando abrió los ojos, no hubo luz, no hubo ángeles, no hubo cielo ni dioses en tanga abriéndole de par en par las puertas del paraíso; tampoco hubo infierno. Solamente oscuridad, una nueva oscuridad, suave y cálida, que le hacía olvidar poco a poco las penas por las que había llegado hasta allí.

Lentamente se fue acostumbrando a la nueva negrura. Empezó a descubrir siluetas, cayó en la cuenta de la textura del suelo que tocaban sus manos, escuchó el susurro de las olas y se imbuyó del aroma a salitre del mar.

Estaba en una playa.

Miró a su alrededor y no vio nada ni a nadie. Atrás, un inmenso desierto de arena que llegaba hasta allí donde le alcanzaba la vista. Delante, un inmenso desierto de mar de aproximadamente las mismas infinitas magnitudes. ¿Eso era el más allá? Decididamente, estaba cruelmente decepcionado.

Un nuevo sonido que no eran las olas derramándose ni su propia respiración, los únicos que hasta entonces había escuchado en ese páramo yermo, llegó a sus oídos. Siguió con la vista la dirección que le marcaba el sonido y vio una negra figura acercándose a él sobre las procelosas y oscuras aguas. Alguien llegaba en una barca.

  • Tu nombre.- inquirió la azabache silueta varando la barca sobre la arena con una suavidad y un silencio impropios de la ciencia que él conocía.

  • ¿Qué es este sitio, qué hago yo aquí?

  • Contesta primero a mi pregunta, y entonces yo responderé a la tuya.- El anciano, envuelto en una capa negra como la misma noche que los rodeaba, bajó de la barca y se acercó al hombre.

  • Julián… Julián Sánchez. ¿Qué diablos es todo esto?

  • ¿tienes la moneda?

  • ¿Moneda? ¿De qué mierdas hablas? ¿Estoy muerto?

  • Debes estarlo, Julián

  • Sí, me lancé desde un séptimo piso, debo estarlo.- interrumpió el hombre, desmoronándose sobre la arena.

El anciano pareció alucinado por esa confesión.

  • ¿Recuerdas lo que te ha pasado?

  • ¿Eh? Sí… o no… no muy bien creo… Mi chica me dejó, me echaron del trabajo, me vi muy jodido y me suicidé… Visto así, parece una estupidez. Sinceramente, hay que vivirlo para entenderlo.

  • ¿Un séptimo piso, dices?- El decrépito anciano parecía más interesado por las circunstancias de su muerte que por las de su vida, empero.

  • Sí. Justo el día en que me echaban del piso… Todo me había ido tan rematadamente mal que incluso pensé que siete pisos no eran suficientes.

  • Tal vez no lo hayan sido.

  • ¿Qué?

  • Sigue contándome. Esto es extraño. Normalmente, la gente, aquí, no recuerda absolutamente nada más que su nombre. Si recuerdas, es que ha debido pasar algo raro. Me niego a llevarte al otro lado hasta que olvides o reciba instrucciones más precisas.

  • ¿Cómo? ¿El otro lado? ¿Significa que estoy muerto de verdad? ¿Algo raro? No lo entiendo.

  • No tienes que entenderlo. Sólo has de olvidarlo. Cuéntame qué te ha llevado hasta acá.

  • Pero

  • ¿Acaso tienes otra cosa que hacer?- el anciano parecía irritarse por momentos.- Cuéntamelo.

  • En fin… lo mismo me da, estoy muerto.


Mi historia, al menos la de estos últimos meses, la última parte de mi vida, la de mi muerte, tiene un nombre, Susana. Ella era… ¿Cómo decírtelo? Especial. Asombrosa. La conocí en una fiesta en la que un amigo celebraba su cumpleaños. Ella era su prima y yo el futuro padrino de su boda, en cuanto encontrara una mujer que cumpliera con sus expectativas y que lo aguantara durante más de dos meses, por supuesto...

Era, y es todavía, supongo, una preciosidad. Tal vez eso fuera mi perdición. Me enceguecí con su belleza. Suena bonito ¿Eh? Pero es una mierda. Cuando no ves más allá de tus narices, te empiezas a imaginar el mundo fuera de allí a tu antojo. Normalmente, es un mundo incluso peor que el verdadero.

El caso es que, en la fiesta, otro de mis amigos, bastante tocado por el alcohol, le tiró la caña y a mí me tocó alejarlo de ella dado que la muchacha no parecía muy contenta de haberse cruzado al borrachuzo del Chema. Me disculpé en su nombre y comenzamos a charlar.

Nos caímos en gracia desde el primer momento. Yo nunca fui un tipo con suerte, tenía un trabajo de mierda en donde los ascensos pasaban delante de mí y nunca me tocaban. Es jodido ser el subordinado de alguien a quien tú le enseñaste el negocio. Tampoco había tenido mucho éxito con las mujeres. Mis novias anteriores, he de reconocerlo, eran bastante feas. Pero Susana fue la excepción. Un "pibonazo". Mis colegas no se lo creyeron cuando les dije que salía con ella. Cuando les dije que simplemente la había conquistado a base de labia, me llamaron fantasma.

Recuerdo la primera noche en que quedamos después de la fiesta. La llevé a cenar a un restaurante elegante, con vistas a la playa, y después de la cena hicimos nuestro el paseo marítimo con nuestros pasos. No me podía creer que una mujer así estuviera a mi lado, y yo sólo hacía que hablar y hablar, buscando una de esas sonrisas suyas tan radiantes. Hasta que, en un momento dado mientras paseábamos, levantó la vista, me miró a los ojos y me soltó directamente.

  • ¿Por qué no me besas de una vez?

Claro que lo había pensado, pero… tenía miedo. Miedo de atreverme. Esa era la frase que resumía mi vida antes de conocer a Susana.

Me lancé hacia sus labios sin pensarlo. Llevaba años sin hacer nada que no hubiera meditado antes pacientemente… lo que iba a comer, la ropa que me iba a poner, dónde iría ese domingo e incluso cuántos cafés me tomaría al día.

Susana abrió la boca a mi envite mientras colocaba sus manos sobre mi culo. Yo la tenía agarrada de la cintura, y mientras nuestras lenguas danzaban en esa lucha sin espadas, me atreví a empezar a manosearla, liberando por una vez mis instintos, superando el miedo a que me rechazara, se separase de mí y me diera una buena hostia por atrevido.

El plan, o precisamente la ausencia total de él, dio resultado. El beso fue subiendo de intensidad y para cuando se separó de mí, yo ya estaba más duro que una piedra y por la cara de Susana, hubiera jurado que en sus braguitas se podría bucear con botella de oxígeno. Con una sonrisa cargadita de lascivia, Susana cogió mi mano y me llevó a la playa.

No quisiera decirte lo poco que nos duró la ropa puesta, ni lo caliente que estaba el agua (¿O tal vez éramos nosotros?), sólo decirte que esa noche, el Mediterráneo fue una sábana bajo la cual aprendí lo que era un polvo acuático. ¿Qué dices? ¿Quieres detalles? Sí, claro… supongo que ésta es la mejor parte de la historia.

Entramos a la arena, que luego, al contacto con mis pies desnudos, encontré fría. Pero también encontré algo caliente al contacto de mis manos desnudas. Era la piel de Susana. Se desvistió en un santiamén, lo que le costó deshacerse del vestido y de la ropa interior. Quizá, en otra ocasión, me habría horrorizado que un vestido tan caro y precioso se manchase de arena, pero en ese instante sólo pensaba en ese cuerpo grácil que corría hacia el agua.

"¿Dónde vas? ¿No estará muy fría?"- Es lo que habría dicho en cualquier otro momento. Pero para entonces, embriagado de Susana y del recuerdo de su piel en mis manos, ya no pensaba. La parte racional de mi cerebro, después de demasiados años de control absoluto, se había ido a pique en un océano agitado. Océano en el que, como una anti-Afrodita salida de las aguas, una contra-Venus más hermosa que la propia divinidad romana que se reunía de nuevo con las aguas y la espuma que le dieron forma, se hundía Susana a grandes zancadas.

Sólo me llegaba a los oídos el dulce aleteo de su risa y el constante reflujo de las olas. Luego, sólo cuando noté mi propia respiración acelerada y mis pies sumidos en un frío atenazador, me di cuenta de que la había seguido sin pensarlo un momento.

La alcancé cuando el nivel del mar ya subía de nuestras cinturas. Salté sobre ella y nos vimos los dos, frente a frente, agua sal y arena por medio, bajo las olas del océano, completamente mojados, fríos por el agua y calientes por el cuerpo que nos tocaba.

Volvimos a emerger del agua, y ella ya no reía. Me miraba a los ojos con el gesto serio y los labios impacientes. Fui más rápido que ella y me lancé a besarla. Si el frío había conseguido apaciguar en algún momento mi polla, besándome con Susana volvió a asomar, tremenda y orgullosa, caliente y erecta.

Su mano me la acarició y un escalofrío recorrió mi cuerpo. No tuve ni que pensar para devolverle el gesto y acercar mis dedos a su sexo por debajo del agua.

Se le escapó un gemido entre mis labios cuando empecé el trabajo. Se unió más a mí y sus pezones, duros y fríos como el Ártico, se clavaron en mi torso. Yo ya no pensaba. Mi cerebro, todo mi intelecto, toda la ciencia antigua, se habían rendido a una verdad mayor. El increíble cuerpo moreno de Susana.

La agarré con ambas manos de su exuberante culo y la alcé en vilo. Poco tiempo antes, estoy seguro, ese movimiento me habría costado un dolor de espalda. Allí, en ese instante, no. La fui bajando poco a poco. Ella coló una mano entre ambos para agarrar mi sexo y dirigirlo al suyo.

Me hundí en ella mientras una ola devoraba cinco metros de arena en la playa. Su cuerpo, mecido por un principio de Arquímedes lascivo y cabrón era el superlativo de liviano. No sentía su peso colgado de mí, aunque comenzara a moverse, delante y atrás, serpenteando sobre mí y haciendo que nuestros sexos se unieran y separaran al ritmo que ella imponía.

No sé cuánto tiempo estuvimos así. Ella culeando sobre la línea del mar y yo empotrándole mi verga en sus entrañas. El tiempo se eternizó, como pasa siempre que no hay nadie para contarlo. Y entre medias, ni un susurro, ni un suspiro, ni una palabra. El mar y nuestros cuerpos chapoteando ponían todos los sonidos que nos hacían falta.

Volvimos a la arena, yo aún erecto y ella aún candente. Susana se tumbó y abrió las piernas. Yo, en una postura que nunca había probado pero que en algún sitio había visto con anterioridad, las junté de nuevo, las coloqué sobre mi hombro y, tras doblar un poco su cuerpo, hundí mi polla en el apretado agujero de Susana de un solo empujón.

Su gemido de placer fue la respuesta perfecta a la pregunta que jamás le iba a formular.

Comencé a follármela con una pasión impropia de un romántico como yo. Romántico… más bien algo cursi y repelente, así era mi "yo" anterior. Pero ese "yo" anterior había muerto sepultado en un momento por una fugaz sonrisa de Susana mientras corría al mar. Y tal vez fue rematado por la sonrisa perdida de Susana mientras se corría.

Su cuerpo comenzó a temblar, el débil equilibrio de la postura se rompió entre estertores y dejé caer sus piernas sobre la arena.

Seguía erecto, seguía hambriento, seguía cachondo. Pero ella cogió el mando. Siempre supo cómo hacerlo. Se levantó, entre cansada y lasciva, y me empujó con un solo dedo. Era una orden, debía tumbarme en la arena. Lo hice y ella me montó.

Jamás. Jamás había tenido un polvo como aquél, con tanta variedad de movimientos, de caricias, de ritmos. Susana tenía una virtud esencial: Sabe lo que hace. Y en eso, es la mejor.

Me cabalgó como una experta amazona. Movió sus caderas, con mi polla dentro, como una batidora, volviéndome loco. Fue lento, rápido, otra vez lento, más lento aún, más rápido, se detuvo, continuó… cuando creía que estaba punto de correrme, comenzó un lento masaje con los músculos de su sexo, alargándolo, prolongando esa sutil, placentera agonía, hasta que no pude más. Entonces, galopó como una yegua alazana y me corrí.

El orgasmo fue brutal. Júpiter estalló en mil pedazos dentro de mi cabeza y en el coño de Susana hubo un estallido semejante. Cuando se separó de mí, destilaba semen muslo abajo.

Se limpió en el mar. Se vistió y se vino a mi casa a dormir.

Allí se quedó a vivir.

Desde ese día, mi vida comenzó a mejorar. Los polvos cada noche eran colosales, y gracias a algún que otro consejo suyo, comencé a cerrar ventas que días antes me resultaban imposibles. Me reciclé. Un vendedor clásico se convirtió en un tiburón de las ventas, que terminaba los encargos que los inútiles de mis compañeros no eran capaces de cerrar. Había nacido el nuevo Julián Sánchez.

El repentino estallido no pasó desapercibido para mis jefes. En pocos meses recibí el ascenso que tanto había anhelado durante años. Recibí más dinero, más contactos, más estilo, pero también más responsabilidades. Con Susana a mi lado, no me amilané y el nuevo tiburón entró en la gran pecera dispuesto a devorar a las grandes orcas. Lo conseguí. A los dos años jubilé a uno de los jefazos y adquirí su puesto. Treinta meses antes, Camacho aún me quitaba las ventas de Stand mientras yo le aplaudía como un gilipollas.

Lo primero que hice fue despedir a Camacho y salir a celebrarlo con los jefes, con sus mujeres y con mi Susana. Le compré un vestido exuberante para la ocasión. Estaba que rompía moldes. Nuestra entrada causó sensación en la reunión. La Gran y Joven Promesa de la Directiva de la Empresa y su encantadora novia.

En ese instante toqué el cielo. Una vez hecho eso, ¿Sabes lo único que queda, no? Sí, comenzar el declive.

Ya la noche acabó mal. Mis compañeros me tuvieron que separar de un subordinado que había mirado más de lo que yo consideraba necesario a mi Susana. Ella, que tan feliz parecía con mi franca ascensión, intentó calmarme, confusa, y también pagué mi ira con ella.

Entiéndelo. Me había convertido en un Dios y había un mortal que no asimilaba la cualidad de Sagrado que tenían mis posesiones. Solo la diplomacia de Susana consiguió salvar la noche disculpándose, con ese estilo que sólo ella tenía, ante todos y pidiendo un taxi para los dos.

En el viaje, pese a haber un solo asiento entre medias de ambos, nos separaban centenares de kilómetros. Yo estaba lejos, ajeno, hundido en mi rabia, y ella a un desierto de distancia, mascullando decepción.

  • ¿¡Y qué coño querías que hiciera!? ¿¿EH?? ¡Dímelo!

Su respuesta me dejó helado, tal vez era la única pregunta para la que Julián Sánchez, Tiburón de los Negocios, no estaba preparado.

  • ¿Quién te crees que eres?

No pude responder. Obviamente, esa noche dormí en el sofá, y no hallaba respuesta para esa pregunta.

Cuando te has habituado a desbordar seguridad, cuando has montado lo que parecía un búnker en poco tiempo, cualquier grieta, cualquier resquicio puede mandarlo a la mierda porque no está apuntalado. Mi seguridad se vino abajo. Es lo peor que le puede pasar a un vendedor. Mis ventas del mes siguiente descendieron en picado y se acercaban peligrosamente a las de un año antes, cuando era una mierda más perdida en el inmenso organigrama de la Empresa.

Tuve que pedir un mes de vacaciones. Al mismo tiempo, intenté arreglar lo de Susana, pero no pude. Ya te dije, estaba ciego. Vi fantasmas donde sólo había sombras y sombras donde no había absolutamente nada. Contraté un detective para seguirla porque creí que se veía con otro hombre. Me volví duro y arisco con ella. Ella se volvió distante y esquiva conmigo.

El sexo se volvió un acto diario en el que ninguno de los dos disfrutaba plenamente. Ella se dejaba hacer, yo acababa en su interior, y sin una palabra más hacíamos como que nos dormíamos mientras llorábamos sin llorar, nos maldecíamos sin una sola palabra, y añorábamos el feliz pasado de soledad.

Un día, volví del trabajo, un interminable día de miles de llamadas, de quejas, de estupideces, de putas mierdas, y Susana no estaba en casa.

"Lo siento, esto no puede seguir así. Adiós."

Ocho palabras. Casi cuatro años juntos, los mejores años de mi juventud gastados con ella y sólo merecía ocho palabras. Me llené de rabia. Quise romper todo lo que en casa le perteneciera a ella pero no había dejado nada. Y me sentí solo. Y tuve miedo. Después de la rabia, sólo quedó la Oscuridad.

Me hundí en una depresión, agravada cuando me despidieron del trabajo.

Cuatro días después, me subía a la cornisa de un edificio.

Tres coma ochenta y ocho segundos después, el Gran Tiburón Julián Sánchez moría estampándose contra la acera después de veinte metros de caída libre.


  • En fin, esa es mi historia… de cómo viví y de cómo me maté.- Dijo Julián, mientras Caronte, que había asentido en silencio durante toda la historia, simplemente esbozaba una sonrisa cínica en sus labios viejos y cansados.

De pronto, tal que si el sol amaneciera desde el desierto de arena, una luz primero anaranjada, luego amarillenta, finalmente de un blanco cegador, se abrió paso por el cielo.

  • ¿Qué pasa?- preguntó Julián.

  • No te mataste. Te llaman de vuelta.

  • ¿Qué?

  • Tienes una segunda oportunidad.- dijo Caronte mientras la luz comenzaba a tirar del cuerpo de Julián, alzándolo en el aire.

  • ¿Segunda oportunidad? ¡No quiero una segunda oportunidad!- bramó, pero su grito se ahogó en medio de la luz, dejando a Caronte de nuevo con la única compañía de las olas del Aqueronte.


Julián abrió los ojos y el estallido de luz volvió a abrazarlo. Poco a poco, sus ojos se fueron acostumbrando. Las paredes danzaban entre el blanco y un azul celeste bastante desgastado por el tiempo y por la ventana se colaba un reguero de sol que bañaba toda la habitación.

  • ¡Julián! ¡Julián! ¿Estás bien?

Aquella voz

Trató de decir algo, pero sentía su boca tan sumamente seca que malamente pudo barbotear un par de sonidos guturales. Unas manos frías acercaron un vaso de agua a sus labios y bebió hasta que un acceso de tos le llevó a derramar una buena cascada de agua sobre su blanca bata.

  • ¿Susana?- pudo enhebrar al fin.

  • Sí, soy yo… No sabes lo mal que lo he pasado… ¿por qué hiciste eso? Oh, joder… te quiero, te quiero… perdóname

Las últimas palabras llegaron a los oídos de Julián como agua de mayo. Respondió al afectuoso abrazo de Susana y lloró junto a ella. Era un final feliz.


Los días que precedieron al alta de Julián se sucedieron con rapidez. Susana lo visitaba durante horas todos los días, renovando su amor con él, hasta que el joven pudo salir del hospital.

  • Bienvenido de nuevo a casa…- decía Susana, feliz, abriéndole la puerta del apartamento que habían compartido durante tanto tiempo.

Julián sonreía, abrumado. Nada parecía haber cambiado desde que eran tan felices, como si su intento de suicidio, esa conversación con Caronte y toda la pena en que se veía sumergido semanas atrás hubieran sido sólo un mal sueño. Susana volvía a estar a su lado y eso lo llenaba de una felicidad absoluta.

Al joven se le iluminó la sonrisa con un destello fugaz y macabro. Se detuvo mientras Susana daba un paso hacia delante antes de darse cuenta. Cuando la joven lo hizo, él ya la había agarrado y levantado con ambos brazos.

De una patada, Julián alejó de su camino la bolsa de deporte con la ropa que la mujer le había llevado al hospital. Enfiló el pasillo y abrió, de otra patada, la puerta entreabierta de la habitación.

Lanzó a Susana sobre la cama y lo que tardó en quitarle zapatillas, vaqueros y tanga fue un suspiro. La chica, abrumada, no supo responder, pero un brillo de malicia le cruzó la mirada. Ése era el Julián que conocía.

No tardó el hombre en igualarse con Susana y desvestirse de cintura para abajo. Le importaba más bien poco su camiseta.

Una enorme erección se hundió rápidamente en el coñito de la joven, que ahogó un gritito de dolor por lo inesperado, brusco y seco de la intrusión. Pero su sexo no tardó en empezar a lubricar, adaptándose de nuevo a esa hosca brutalidad sexual.

El golpe de caderas era enérgico; los movimientos, rápidos y largos; las caricias, inexistentes. Sólo sexo deshumanizado, animal, envuelto en gruñidos de Julián y cada vez más, y cada vez más altos, y cada vez más seguidos, gemidos de Susana.

No tardó el hombre en correrse. Susana había comenzado a frotarse furibundamente el clítoris y lo siguió poco después, cuando él ya había extraído su polla de su sexo inundado.

Quedaron los dos, semidesnudos y exhaustos, sobre la cama, hasta que Susana se atrevió a hablar viendo que Julián se había sumido en un oscuro silencio.

  • Voy a bajar a comprar un par de cosas para prepararte la cena. Me alegro de que volvamos a estar juntos.

  • Y yo, y yo

Tras darle un amoroso beso en los labios, Susana salió por la puerta, dejando a Julián a solas con sus pensamientos.

Cuando la joven regresó, la casa estaba macabramente silenciosa y una angustiosa opresión se cerró en torno a su pecho. Sobre la mesa de roble del salón había una nota.

"No es justo, Susana, no es nada justo. Yo quería perder la vida, intenté matarme porque te había perdido y solamente al no conseguirlo te recuperé. Pero quería suicidarme. Mi vida era una mierda y quería acabar con ella. No es justo que fracasar en el morir me dé una vida mejor que la que tenía antes. No hay éxito posible en el fracaso. Lo siento mucho.

Te quiero.

Julián."

  • ¡Julián!- El gritó se pegó a la garganta de Susana nada más terminar de leer la carta. Acto seguido, desde el dormitorio llegó un sonido que bien podría ser el berrido de un ángel, o el sonido que hacen las vidas al acabarse. Un disparo de pistola que rompió la noche y pareció sumir, durante unos segundos, al mundo entero en silencio.

  • ¿Otra vez tú por aquí?- Dijo el anciano Caronte al ver sobre la playa a Julián.

  • Esta vez, puedo pagarte el viaje.- respondió el joven, dándole vueltas a una moneda de oro entre sus dedos. Aún sentía un ardiente escozor de su paladar hasta su coronilla, en lo que era el trayecto de la bala, pero estaba seguro que pronto se calmaría.

  • Sube.