Accidente en Nochebuena

Un relato sobre ese erotismo que surge a veces y no se puede explicar.

Accidente en Nochebuena

1 – El encuentro

Volvía andando de la cena de Nochebuena en casa de mis padres y miraba a mi alrededor disimuladamente, porque las calles aledañas a mi casa no eran muy seguras; fuese la noche que fuese. De pronto, vi venir a unos cincuenta metros a un chaval que parecía caminar algo embriagado, pero que llevaba un chaquetón oscuro – azul quizá – y unos zapatos muy buenos; tanto, que al dar los pasos lanzaban destellos por estar muy limpios o ser de charol. No me pareció el mejor sitio para que caminase solo y aminoré el paso antes de llegar a casa.

Lo intuía. En pocos segundos aparecieron hasta cuatro tíos con pasamontañas y comenzaron a golpearlo y a intentar quitarle todo lo que llevaba encima. Corrí hacia ellos gritando para que se apartaran, me miraron y desaparecieron por la esquina más próxima. Me acerqué al chico, que yacía en el suelo haciendo gestos de dolor y le miré a los ojos.

  • ¡Vamos, chico! – le dije -, este no es sitio para pasear solo a estas horas. Estás apaleado; te llevaré al hospital, no te preocupes.

  • ¡No, no! – gritó -, al hospital no, por favor.

  • ¿Y qué hago? – le grité también - ¿Crees que voy a dejarte aquí tirado? Te llevaré el hospital y pondremos una denuncia.

  • ¡No, no, no, no! – volvió a gritar - ¡Al hospital no!

  • Pues… - no sabía que hacer -, te levantaré con cuidado y te llevaré a casa. Luego, tú decides.

  • Sí, gracias – musitó -, ya se me pasará.

Lo levanté con cuidado. Al ver que no se quejaba demasiado, me pareció que no le habían roto nada, sino que estaba todo lleno de golpes. Eché su brazo sobre mis hombros y anduvimos despacio y en silencio hasta mi portal. Cuando vi su rostro golpeado me quedé inmóvil. Era un chaval joven y guapísimo. Sus ropas eran muy lujosas. Me agarró por la cintura.

  • ¡Vamos, tío! – le dije -, voy a curarte esos golpes, pero si no mejoras, siento mucho decirte que te llevaré al hospital.

No contestó. Subimos a casa y lo senté con cuidado en el sofá. Noté al instante que tiritaba y le preparé un consomé con algo de coñac.

  • No te molestes – me dijo -, me pondré bien enseguida.

  • ¡Estás helado! – le dije - ¿Cómo quieres que no me moleste? Cuando se enfríen esos golpes te van a doler. Te daré un gramo de paracetamol; eso te aliviará un poco.

  • ¡Gracias, gracias! – temblaba -, te estoy dando el coñazo en plena Nochebuena

  • Nada de coñazo – le dije agachándome -, déjame quitarte los zapatos y ponerte unas zapatillas calentitas y cómodas. Te cubriré con una manta.

  • Es igual – contestó -, déjalo. Ya se pasará.

Le quité los zapatos y lo cubrí con una manta (la calefacción estaba puesta). Le di el calmante y el caldo y se lo tomó todo en silencio. Me acerqué despacio a él y le besé la frente.

  • ¿Qué haces? – me miró asustado - ¡No me beses!

  • Lo siento, chaval – le contesté seguro -, la única forma de saber si tienes destemplanza es poner los labios en la frente. No te he besado.

No hubo contestación y me senté a su lado esperando a que mejorase, pero se quejaba.

  • Lo siento, chico – le dije -, pero voy a tomar un taxi y ya estamos en el hospital.

  • ¡No, por favor! – me rogó -, déjame aquí, en el sofá. Te prometo no darte la coña.

  • Tengo una cama bien ancha – le dije – y el sofá es muy incómodo. Descansarías mejor allí.

Me miró con sospechas y se echó un poco hacia atrás.

  • ¿No serás maricón, verdad?

Me puse en pie delante de él y le grité:

  • ¡Oye, imbécil! ¿Arriesgo mi pellejo por ti, me traigo a mi casa a un desconocido y lo auxilio y encima me pregunta que si soy maricón? Suelta esa manta inmediatamente, ponte los zapatos y ahí tienes la puerta ¡Vamos! ¡Cuánto antes!

  • ¡No me dejes solo! – sollozó -, espera a que se me pase.

  • ¡Nada de eso! – le grité - ¡Nadie va a venir a mi casa a llamarme maricón! ¿Te estás enterando o también eres sordo?

  • ¡Lo siento! – se echó a llorar -, soy un hijo de puta.

Volví a sentarme a su lado y le puse el brazo sobre los hombros.

  • No te preocupes – le dije -; yo dormiré en el sofá y descansa tú en la cama.

Me miró asombrado y se abrigó aún más.

  • ¡No! ¡No puedes hacer eso! – dijo -, yo descansaré aquí lo que pueda. Vete ya a dormir que es tarde.

  • Te traeré unas sábanas

  • ¿Qué dices? – me interrumpió -, no te preocupes más por mí. Estoy muy bien ahora gracias a ti. Apaga la luz y descansaré.

2 – La despedida

Apagué la luz del salón y me fui a la cama intranquilo. En realidad no sabía a quién había metido en mi casa. Tal vez, pensé, aquella agresión no era para robarle, sino un ajuste de cuentas. Me había molestado mucho que me llamase maricón, porque siempre me había considerado un joven de pensamientos muy parecidos a los de todos mis compañeros y, además, jamás se me hubiese ocurrido socorrer a un chico para llevármelo a mi casa con ciertas intenciones.

No podía dormirme a pesar de estar derrotado y mi mente daba vueltas y cualquier ruido, por pequeño que fuera, me ponía en alerta.

De pronto, me pareció que entraba en el dormitorio y me hice el dormido pero prevenido. Se acercó por detrás de mí a la cama y apoyó en ella sus rodillas. Encendí la luz por sorpresa y salté de la cama señalándolo con mi dedo.

  • Si te acercas un poco más – le grité severo -, van a volver a dolerte mucho las heridas, chaval. Y te dejaré como venías en el portal para que esperes a que alguien te ayude. No me subestimes.

  • ¡No, por Dios! – dijo asustado -, no temas nada. Sólo he pensado en que si podías dejarme un sitio en tu cama. El sofá es corto y se clavan los palos en la espalda.

No supe qué contestar. Me había pasado. Di la vuelta alrededor de la cama y destapé el otro lado.

  • ¡Vamos, tío! – le dije -, no es para tanto. Quítate la ropa y métete en la cama. Si quieres, ponemos una almohada entre los dos.

  • ¡No, no! – exclamó -; sólo necesito un pequeño espacio en este lado, si no te importa. Y ayúdame a desnudarme, por favor. Me duele todo.

Empezó a dejarme confuso. Primero me preguntó que si era maricón con cierto temor y ahora me pedía que lo desnudara. Me acerqué a él muy serio, como si estuviese enfadado y le desabroché el abrigo oscuro, me puse detrás de él y tiré con cuidado de las mangas hacia afuera. Se quejaba un poco, pero no dijo nada. Llevaba debajo un traje muy lujoso. Volví a dar la vuelta para desabrocharle la chaqueta y encontré debajo también el chalequillo, así que le desabroché todos aquellos botones y tiré con cuidado de los hombros hasta quitarle la chaqueta y la colgué en la silla. Luego le saqué despacio el chalequillo y lo puse con cuidado sobre la silla. El silencio comenzó a hacérsele más insoportable a él que a mí.

  • Gracias – me dijo -, no hubiera podido quitarme eso solo. Lo que más me duele es el pecho.

  • No te preocupes, chaval – contesté grave y seco -, tendré cuidado.

El cinturón era precioso pero me pareció que no iba a saber abrir la hebilla, así que le dije que si podía abrirla él y, en poco tiempo y con esfuerzo, tiró de un lado y abrió el cinturón; pero volvió a quedarse quieto. Le desabroché el botón de la cinturilla y levantó sus brazos un poco hacia los lados. Le bajé la cremallera y tiré del pantalón hasta dejarlo caer en el suelo. Lo tomé por los brazos sin apretar y le dije que se sentase en la cama. Se movió despacio y se sentó quejándose.

  • Tranquilo, tranquilo – le dije -, no hay prisas. Siéntate despacio.

Su respiración era agitada cuando me puse agachado para sacar los pantalones de sus piernas y fue entonces cuando me di cuenta de que tenía mucho vello rubio y sus muslos eran fuertes y acababan en unos slips grises bastante abultados. Me puse en pie y doblé los pantalones dejándolos también sobre la silla.

  • ¿Traes camiseta o algo debajo de la camisa? – le pregunté - ¿o prefieres que te la deje?

  • ¡No! Traigo camiseta – dijo en voz baja – y no puedo dormir con los botones de la camisa.

  • No importa, tío – dije decidido -, vamos a quitarla.

Le aflojé la corbata y la saqué con el nudo por su cabeza. Llevaba un pisa corbatas de oro que era una joya. Fue entonces cuando me miró asombrado inclinando un poco la cabeza. Me dio la sensación de que no se explicaba por qué hacía yo todo aquello con él. Comencé a desabrochar los botones desde el cuello y, efectivamente, llevaba puesta una camiseta. Cuando me acerqué a los botones más bajos, tiré disimuladamente de la camisa para no rozarle nada. Siguió mirándome asombrado. Su cuerpo se intuía fuerte bajo la camiseta y los slips grises se veían bastante abultados. Tuve que quitarle unos gemelos de oro a juego con el pisa corbata, pero los dejé enganchados en un lado de cada manga.

  • ¿Te quito los calcetines? – le pregunté entonces -; ya estás casi listo para dormir.

  • No, déjamelos puestos – dijo en otro tono de voz -, tengo los pies un poco fríos.

  • Estos calcetines son muy finos – le aclaré -; no te van a abrigar. Si quieres, puedo ponerte unos míos gruesos, de deporte, para que entren en calor tus pies.

  • Déjalos así – me dijo -, yo creo que se calentarán en la cama.

Abrí más la cobertura de su parte y seguía mis movimientos como si no creyese que todo aquello podía ser posible.

  • ¡Vamos! – le dije -, deja tú caer el cuerpo poco a poco y yo te levantaré las piernas hasta el colchón.

Respiraba entrecortadamente, casi llorando, y se quejaba un poco.

  • ¡Vaya, hombre! – le dije -, te han dado bien ¿eh? No te preocupes, pero si mañana sigues igual… yo iría al hospital.

  • Duele, me duele – dijo – y noto mal cuerpo. Parece que tengo fiebre.

  • ¿Fiebre? – exclamé -, pues eso sería más grave.

Me acerqué a él despacio y lo besé en la frente.

¡No! – suspiré -, no hay fiebre. Tienes que tener mal cuerpo; es lógico.

Tomé la cobertura y lo tapé bien.

  • ¿Estás cómodo? – acaricié sus cabellos - ¿Quieres dormir de lado?

  • No, déjalo – contestó sonriendo -, me quedaré así. Me duele el pecho.

  • ¿El pecho? – me extrañé - ¿Me dejas verlo?

  • ¡Sí, claro! – dijo - ¿Puedo tener algo roto?

  • No lo sé, tío, pero si tienes algo roto habrá que moverte con mucho cuidado.

Lo destapé un poco y levanté despacio su camiseta y él empujó su cuerpo hacia arriba quejándose.

  • ¡Joder! – se me escapó -. No parece que pase nada, pero estás todo amoratado. Si sigue así mañana puedo ponerte una crema

  • Gracias, gracias – me agarró la mano -; iré al hospital si tú me lo aconsejas.

  • Me parece lo mejor – comenté -, pero eso lo decides tú.

  • ¡No! – exclamó -; aconséjame.

Di la vuelta a la cama y me metí allí con él y me tapé. Me giré hacia él para mirarlo y no me pareció verle mala cara, sino más bien susto.

  • No soy médico – le dije -, pero sé que si tienes algún daño en las costillas puede ser peligroso. Descansa y mañana decidimos ¿Te parece bien?

Volvió su cuerpo con un poco de esfuerzo hacia mí y me sonrió.

  • Me parece bien.

  • Pues ¡venga! – le dije casi al oído -. Descansa.

Apagué la luz y le di la espalda bastante preocupado. No podía dormir así, pero quería esperar a que él mismo diese la solución. Miraba el despertador y me parecía que el tiempo no pasaba, cuando noté que la cobertura de la cama se movía. Iba a dar la vuelta para observarlo, pero sentí su mano sobre mi pecho desnudo. ¡Oh, no, Dios mío! ¿Qué pasa? ¿Por qué hace esto? Me quedé inmóvil como si durmiera, pero su mano comenzó a acariciarme. ¡Joder! ¿Qué estaba haciendo aquel tío? Esperé un poco hasta que su mano tiró de mi cuerpo hacia él. Asustadísimo, me volví en silencio y siguió acariciando mi pecho. No hice ningún movimiento, pero mi respiración se estaba acelerando.

En la penumbra, lo miré disimuladamente. Me estaba mirando y me pareció que sonreía. Lo dejé hacer lo que quisiera, pero su mano subió hasta mi cuello y luego hasta mis mejillas. Me acarició la cara delicadamente durante un rato y oí sus quejidos al incorporarse un poco, acercar su cara a la mía y besarme los labios ¿Qué es esto? ¿Qué hago ahora? Su mano siguió recorriendo mi cuerpo mientras me besaba el hombro y se paró justo cuando se acercaba a mis calzoncillos. Mi vientre se movía. Mi respiración se iba agitando. Su mano se resbaló con cuidado hasta el otro lado de mi cintura y tiró de ella. No quise resistirme y me volví. Lo encontré frente a frente, pero seguí sin hacer nada. Con algunos quejidos, levantó su cabeza y besó mi frente y, con mucho cuidado, fueron bajando sus labios por mi nariz hasta acercarse a mi boca. No quería moverme, pero tenía que hacer algo, así que, con voz dulce, le dije:

  • ¿Me tomas la fiebre o me besas?

  • ¡Te beso! – susurró -; déjame besarte, por favor.

  • ¡Sí, sí, no me importa!

Y sus labios bajaron hasta los míos y su mano se deslizó por mi pecho hasta irse introduciendo por los calzoncillos.

  • Puedes tocarme – musitó -; nadie ha hecho por mí lo que tú has hecho.

Aguantando el llanto que quería aflorar, eché mi brazo sobre él, lo agarró y lo llevó muy despacio hacia debajo de su cuerpo.

  • ¡Espera! – le dije -, no quiero lastimarte. Si te hago daño, dímelo.

  • ¡Abrázame, por favor! – dijo llorando -. Te necesito muy cerca.

Lo abracé con cuidado y moví mi cuerpo hacia el suyo hasta que estuvieron juntos y su mano, en un movimiento torpe, me estaba indicando que me quitara los calzoncillos. Respiré profundamente y tiré de ellos hacia abajo hasta quitarlos.

  • No puedo quitarme los míos – sollozaba -; tira tú de ellos.

Con mucho cuidado, me incorporé un poco y tiré de sus slips hasta sacarlos de sus piernas. Volví a acercarme a él y noté su deseo, su cuerpo tenso, sus caricias… Siguió besándome y comencé a acariciarle los cabellos y a apretar su boca con la mía.

Después de un rato de silencio, besos y caricias por todo el cuerpo, se separó de mí y dijo claramente:

  • Ponte sobre mí, pero no te dejes caer. Sube tu cuerpo hasta mi cara.

Me puse sobre él y me arrastré despacio hacia arriba. Entonces me la cogió con delicadeza y me di cuenta de lo que deseaba. Puse mi polla sobre su cara y comenzó a chuparla con ansiedad mientras me acariciaba las nalgas. Paró un momento y tragó saliva.

  • No pares – dijo – no te retengas. Córrete cuando quieras.

No podía salir de mi asombro y su boca hacía un placer maravilloso en mí. Aguanté lo que pude, pero esa mamada no era normal; era la que se le hace a alguien a quien amas con todo tu corazón. Me llegó el gusto en poco tiempo y precipitadamente, le avisé con gemidos y temblores y me corrí en su boca encogido hacia él pero sin tocarlo.

  • ¡Ah, ah! – exclamé -. ¡No me hagas esto!

Me eché a un lado y me puse a llorar. Sentí su mano acariciar mi espalda y sus labios comenzaron a besarme. Me volví hacia él y nos besamos desesperadamente. Entonces, fui bajando mi cabeza despacio, sin rozarlo, hasta su polla y lamí todo aquel líquido que la cubría. Sin más preliminares, me la metí en la boca y comencé a chupar como me pareció que podía darle más placer. Me asfixiaba y estaba un poco cansado, cuando comenzó a llorisquear y a quejarse de vez en cuando y, cuando pensaba parar, su cuerpo comenzó a moverse y él comenzó casi a gritar: «¡Ya me corro, ya me corro!».

Se llenó mi boca de su leche y la escupí al suelo, pero volví a lamérsela para limpiarla. Agarró mi cabeza con sus manos.

  • ¡Oh, Dios mío! – exclamó - ¡Nadie puede decirte lo que vas a hacer en tu vida!

  • ¡Vamos! – le dije al oído -, descansa ahora. Ya todo ha pasado. Mañana veremos lo que hacemos.

Nos quedamos dormidos abrazados y así nos despertamos. Cuando abrí los ojos me estaba mirando y me besó. Yo no quería decir nada. Lo vestí con mucho cuidado, y me acariciaba los cabellos o las manos. Cuando nos encontrábamos frente a frente, me besaba con delicadeza en los labios. No quiso desayunar y salió de casa después de un largo beso.

Cuando abrió el ascensor para bajar fui a preguntarle su nombre o algo para localizarlo, pero pareció leerme el pensamiento y dijo:

  • Me llamo Jesús. Soy seminarista. Búscame en la iglesia los domingos.