Accidente a plena luz

No todo tiene por qué ir mal, en ocasiones los contratiempos pueden convertirse en tu mejor aliado para vivir una experiencia única. Una carretera aislada, un accidente, dos desconocidos... ¿se necesita más? (Este relato se presentó al XXIV ejercicio de TR)

Accidente a plena luz

Jueves 21 de mayo del 2014.

Prometía ser un día tranquilo y normal, como cualquier otro, y emprendí la marcha al trabajo dejando a mi vehículo desprovisto de la seguridad del parking.

Como siempre, disponía de veinte minutos de recorrido, a los que debía sumar los semáforos en rojo, las aglomeraciones, cruces de peatones y otro tipo de imprevistos, es decir, soportar  todos aquellos agentes que forman parte de una gran ciudad en movimiento y que a su vez, generan una gran ansiedad, aportando su granito de arena a mi dosis diaria de estrés; aunque aquella mañana, saliéndome de lo establecido, opté por alejarme del núcleo urbano y aventurarme por las afueras pensando que así ganaría tiempo, pero no había contado con el deterioro de las calles secundarias, los tramos estrechos de doble sentido y ese enorme camión de la basura que se detenía cada pocos metros y al que no podía adelantar, ya que carecía de la visibilidad suficiente.

Me revolvía desesperada en mi asiento, cuando el camión se detuvo una vez más y empezó a volcar en su interior la carga de un nuevo contenedor. Pensé hacer señales con las luces, presionar el claxon de forma colérica hasta desgastarme la palma de la mano, o incluso llegó a pasarme por la cabeza bajar del automóvil e ir a hablar con el conductor para que hiciese el favor de apartarse un poco permitiéndome el paso; sin embargo no hice nada de eso, mis pies, más rápidos que mi mente, presionaron el pedal del acelerador y giré bruscamente el volante para dejarlo atrás.

No llegué a recorrer dos metros cuando tras una curva pronunciada, encontré a otro vehículo que se dirigía hacia mí a gran velocidad. Sin posibilidad de frenar a tiempo, giré bruscamente hacia la derecha, estampándome contra las cepas de los viñedos colindantes.

Tuve suerte, y al no ir a demasiada velocidad, pude reponerme rápidamente del golpe, no obstante, al bajarme del coche, me alarmé tras ver la abolladura que había quedado en la chapa, incluyendo en el inventario de destrozos, uno de los faros delanteros.

Con los brazos en jarras, bufé con rabia antes de girarme y mirar al coche que había quedado de cualquier manera sobre el arcén al otro lado.

– ¿Se puede saber qué cojones hacías? –dijo el chico trajeado que iba en su interior. Seguramente, al igual que yo, pensó que yendo por aquel camino llegaría antes a la oficina.

– ¡No era yo la que iba a más de cien por hora cuando el límite está en cuarenta!

– ¡Pero ibas por mí carril! –intentó justificarse.

– ¿Y? Si hubieses ido más despacio, habríamos frenado a tiempo.

– ¡No, si encima querrás llevar razón!

Me encogí de hombros mostrando total indiferencia.

– Tú también tienes parte de culpa.

– Acabemos con esto -respondió tajante-, hagamos parte y que se encargue el seguro.

Miré pensativa al suelo, mordiéndome el labio inferior, consciente de que no era el mejor momento para hacer cuentas; sin embargo no pude evitar pensar que en los últimos meses, había tenido más accidentes tontos que en toda mi vida de conductora, y con un solo parte más, debería empezar con el arduo proceso de renovar en otra compañía.

– ¿Qué pasa? –preguntó advirtiendo mi reticencia a colaborar– ¡No me irás a decir que no tienes seguro! –exclamó alarmado.

– ¡Por supuesto que tengo! –me afané en contestar– Es solo… –me acerqué a su vehículo y miré los daños; apenas un pequeño rasguño imperceptible en el lateral y una rueda pinchada– ...es una lástima llegar a eso por una rueda pinchada.

El chico se volvió hacia mí alzando las cejas con gesto de incredulidad.

Tenía unas cejas bonitas, un tanto espesas pero muy expresivas, enmarcando unos preciosos ojos color miel.

– Pues ya me dirás tú qué hacemos –miró el reloj de su muñeca–, ya llego tarde al trabajo y así, no puedo conducir.

– ¿No tienes rueda de repuesto y gato?

Me dedicó una sonrisa perversa mientras se dirigía al maletero.  Tras rebuscar un rato en su interior, sacó la rueda de repuesto y una caja de herramientas. Con total parsimonia se acercó a mí, depositó la rueda junto al coche y la caja de herramientas en mis manos.

– Ya puedes empezar –ordenó como si yo supiera qué hacer con eso.

Decidí tragarme mi orgullo y no contestar. Abrí la caja de herramientas y en ella había una llave de cruceta. Supuse que lo primero que debía hacer era desatornillar la llanta para posteriormente, extraer la rueda. Empecé a hacerlo, la cabeza del tornillo encajó a la perfección en la ranura de la llave, pero la dificultad se hizo evidente cuando intenté hacer fuerza para aflojarlo. Estaba demasiado duro y cada pequeño giro que daba, me suponía un gran esfuerzo. Sin darme cuenta, retiré mi chaqueta hacia atrás con las manos, dejando unas viscosas manchas de grasa. Procuré no darles demasiada importancia y seguir adelante con el cometido.

Estuve más tiempo de lo habitual trasteando con la llanta hasta que el chico, cansado de mi desatino con la herramienta, me interrumpió haciéndome a un lado sin demasiada elegancia.

– ¡Anda, trae!

Gustosa le cedí el puesto, dedicándome a observar cómo se quitaba la americana, dejándola sobre el capó, y se colocaba de cuclillas frente a la rueda. Verle así, con su impoluta camisa blanca, corbata de rayas azules y sus pantalones negros, me hizo sonreír para mis adentros; me estaba resultando una escena de lo más sexy.

No tardó mucho en aflojar los tornillos, luego utilizó el gato para elevar el coche y extraer la rueda con cuidado, seguidamente colocó la nueva en su lugar y acabó con el ritual de montaje, dejando su vehículo como nuevo.

– ¿Ves? ¿A qué no ha sido tan difícil? –dije sin ocultar la risa que incrementó al encontrarme con su rostro crispado. Ese ceño fruncido también activó un cosquilleo en mi estómago, el cual tardé unos segundos en poder controlar.

Sacó su teléfono móvil del bolsillo y empezó a deslizar el pulgar sobre la pantalla bajo mi atenta mirada.

– Para colmo, aquí no hay cobertura. No puedo avisar de que llegaré tarde.

– ¿Dónde trabaja­­s? –pregunté de repente.

Me evaluó seriamente con la mirada.

– ¿Acaso importa?

Volví a reír.

– Lo cierto es que no, pero si piensas ir al trabajo así... –hice una mueca de disgusto– Tienes la corbata manchada.

Me centré en sus ojos confusos, que me contemplaban como si estuviera loca, pero no me dejé intimidar y perseguí mi objetivo, llevando mis manos al nudo de su corbata para aflojarlo y posteriormente, retirársela con cuidado.

– Tú tampoco te quedas atrás –dijo reprimiendo una sonrisa.

Entonces fueron sus dedos los que rozaron mi nuca antes de alcanzar el cuello de mi chaqueta, retirándomela con excesiva lentitud, como si estuviera desenvolviendo un delicado regalo.

En cuanto nuestros rostros volvieron a encontrarse, continué con el juego que, de forma sutil, habíamos iniciado.

– Y esa camisa... –murmuré haciendo un mohín.

Fui desabrochando los botones, empezando por arriba para ir bajando hasta dejar su torso al descubierto. Me llamó la atención su cuerpo, bien proporcionado, sin vello,  bronceado y con ese brillo saludable propio de la hidratación a base de cremas. Sin duda era uno de esos hombres a los que les gustaba cuidarse.

– Tú también te has ensuciado la camiseta.

Miré hacia abajo y no vi absolutamente nada. A excepción de la chaqueta, mi ropa estaba intacta.

– ¿Dónde? –quise asegurarme.

– Aquí –contestó aplastando el pulgar sobre la tela, cerca del ombligo. Tras retirarlo, pude comprobar como su huella dactilar había quedado impresa.

Sonreí con complicidad y me quité la camiseta, sucia a propósito, exhibiendo frente a él mi sujetador beige.

– Ahora creo que deberías quitarte eso –dije señalando su pantalón oscuro.

Puso las manos tras la espalda concediéndome el privilegio de hacerlo por él. Decidida, le desabroché el cinturón. Luego hice lo mismo con los pantalones y seguidamente los deslicé por sus piernas hasta retirárselos por completo. Tras hacerlo, miró el cristal de la ventanilla para contemplar su reflejo: Había quedado completamente desnudo en mitad de la calle, tan solo cubierto por los calzoncillos negros que contrastaban con su piel bronceada. Sonrió frente el espejo antes de devolverme su mirada vidriosa.

– ¿Y ahora qué? –pregunté reprimiendo una sonrisa– Mi falda parece ser lo único que se ha salvado de las manchas.

Me miró con el ceño fruncido y me tendió la mano con el propósito de hacerme girar sobre mi propio eje para poder estudiarme desde todos los ángulos.

– Tienes razón, no se ha manchado; sin embargo, creo que ahora no combina con lo demás.

– ¿Tú crees? –pregunté escéptica.

Asintió convencido.

– Definitivamente queda fatal –remarcó sin mostrar atisbo de duda.

No lo pensé más y desabroché la cremallera de mi falda, dejándola resbalar por mis largas piernas desnudas hasta detenerse en los tobillos, salí de ella y me acerqué un poco más a ese hombre joven, guapo y sexy que seguía observándome con detenimiento.

Transcurridos unos segundos, a nuestras miradas les siguió un más que significativo silencio en el que los dos respirábamos con irregularidad.

Su cuerpo, cansado de esperar a que yo me decidiera a dar el último paso, colisionó contra el mío pillándome desprevenida. Sus manos no perdieron tiempo en rodear mi cintura mientras sentía la presión de su entrepierna clavándose en mi ingle. Fue entonces cuando me dejé llevar, devolviendo cada uno de sus besos con desesperación. Mis manos hicieron un barrido por su cuerpo sintiendo como la piel ardía bajo las yemas de mis dedos.

Arrastré mis labios por su pómulo hasta llevarlos al lóbulo de su oreja, lo presioné levemente con los dientes mientras él encajaba su rostro en mi cuello, succionando en un pellizco infinito.

Estaba a plena luz del día, en mitad de una carretera poco transitada y con un completo desconocido del cual ignoraba su nombre, pero no sabría explicar el placer que sentí mientras sus manos acariciaban mis muslos, desplazándose centímetro a centímetro hasta alcanzar ambas nalgas y arramblarme súbitamente contra él.

Gemí en su oreja al sentir su cuerpo completamente enganchado al mío. Mi necesidad fue la que tomó las riendas en ese momento. Acaricié el bulto de su entrepierna sintiendo su dureza aún creciendo en la palma de mi mano.

Mi caricia le gustó. Su cuerpo reaccionó en el acto reteniéndome entre la fría chapa de su automóvil y su imponente cuerpo, que parecía estar ardiendo en llamas. Ese contraste de temperaturas agitó las mariposas de mi estómago, llevando pequeñas descargas eléctricas por todo mi ser.

Únicamente se separó lo justo de mí para susurrarme con voz entrecortada:

– ¿Te excita la idea de que puedan vernos?

Sonreí y regresé a sus cálidos labios, fundiéndome de nuevo en ellos, saboreando con mi lengua el interior de su boca mientras mis uñas se clavaban de forma superficial en su espalda y descendían lentamente siguiendo el recorrido que marcaba la columna.

– No tanto como a ti –susurré en la comisura de sus labios.

Un jadeo ahogado brotó de su garganta en ese instante y sus manos ascendieron hasta arrancarme el sujetador de un brusco estirón. Su fuerza hizo reaccionar a mi hasta entonces cuerpo dormido. Rodeé su nuca con mis manos para seguir besándole con voracidad desmedida, mientras el roce de sus manos contra mis pechos estimulaban los pezones, dejándolos duros como piedras.

Solo nos detuvimos al escuchar el inconfundible ruido de un motor acercándose por la carretera, y la reacción instintiva, fue la de esconder nuestros rostros del desconocido observador, que se limitó a ralentizar la marcha presionando el claxon para desviar nuestra atención.

Reí en su cuello en cuanto el coche nos dejó atrás, inclinándome un poco más sobre la chapa hasta casi sentarme en el capó. Mientras, mis afanadas manos bajaban impacientes sus calzoncillos, no sabía de cuánto tiempo disponíamos antes de que otro vehículo volviera a interrumpirnos.

Bajé su bóxer hasta medio muslo. Sin darme tiempo a deleitarme con su perfección, una de sus manos hizo a un lado mi tanga rozando ligeramente la vulva, percibiendo su humedad.

Luego utilizó la segunda mano para separar mi pierna derecha, quedando mi sexo abierto a su entera disposición. El placer me sacudió desde dentro cuando por sorpresa, rozó con la punta rosácea de su miembro sobre las puertas de mi vagina, presionándola para entrar. Jadeé al sentirla dura y resbaladiza mientras empujaba, dilatándome poco a poco, adaptándome a su grosor. Agarré con fuerza sus hombros y moví las caderas ansiosa, acomodándome a su deliciosa intrusión, como si quisiera atraparle para siempre en mi interior.

Sin embargo, esta vez no cedió a la demanda de mi cuerpo y detuvo la penetración para desviar la urgencia del momento.

– No pares... –susurré jadeante, aún con el pulso acelerado.

– ¿Qué quieres exactamente? –preguntó mordisqueando cuidadosamente mi barbilla con los dientes.

– Ya lo sabes... –conseguí articular con dificultad.

– Quiero oírlo...

Su morbosa insistencia consiguió excitarme todavía más. Eché la espalda hacia atrás hasta percibir la superficie dura del capó contra mi piel y alcé las piernas, apoyando los pies sobre el parachoques delantero.

– Métemela...

Su cuerpo se inclinó sobre el mío, sus dientes presionaron el hueso de mi clavícula y las manos se aferraron a mis brazos, separándolos en cruz, cuando de un fuerte empellón, su pene invadió mi vagina alcanzando más profundidad de la que había imaginado.

– ¿Así te gusta? –susurró con la voz entrecortada, moviéndose con rapidez de dentro a fuera.

– Sí...

Su miembro patinaba sin dificultad, llenándome por dentro mientas escuchaba el sonido seco de sus testículos al chocar contra mi piel. Me dejé llevar por su constante balanceo, rítmico, fuerte, dominante... Sentí como con cada empujón, mi cuerpo se acoplaba al suyo sin dejar el mínimo hueco entre nosotros. En ese momento le necesitaba, anhelaba su ferocidad más que cualquier otra cosa.

Noté sus manos acompañando los movimientos de sus embestidas, clavándose en mis brazos cada vez con más fuerza mientras su cuerpo, como plomo sobre el mío, me apretaba haciéndome sentir su desmedido calor.

Un nuevo sonido gutural, proveniente de él, consiguió aturdirme; ese sonido, maravilloso y excitante, provocó que los músculos de mi cuerpo se tensaran entorno a él mientras se precipitaba la urgencia en mi bajo vientre, desatando un incontrolable cosquilleo que me llevó al orgasmo entre desmedidos jadeos.

Sus manos abandonaron los brazos para ceñirse a mi cintura, y así, moverse con insistencia, perforándome hasta liberar su densa carga en mi interior.

La prueba de lo que había sido un orgasmo descomunal, resbalaba cálida entre mis muslos, mientras nuestros cuerpos, sudados y agitados, permanecieron literalmente soldados, esperando a que los pulmones acabaran de tomar aire para volver a la normalidad.

Cuando al fin conseguimos despegarnos, ambos rebuscamos en el suelo las prendas de ropa que nos habíamos quitado.

– Ha sido increíble –reconoció mientras se remetía los faldones de la camisa por dentro del pantalón.

Asentí convencida, no podía estar más de acuerdo.

Al terminar de vestirnos y recoger todo lo que había quedado esparcido, regresamos a nuestros respectivos vehículos. Los pusimos en marcha, cada uno en su carril, y bajamos simultáneamente el cristal de la ventanilla.

– Ha sido un placer chocar contigo –dije mordiéndome fuertemente el labio inferior recordando lo ocurrido.

– Lo mismo digo –contestó a la par que se colocaba las gafas de sol con una mano.

Sin decir más, retomamos nuestros caminos momentáneamente interrumpidos. Eché fugaces miradas al espejo retrovisor, incrédula por lo que acababa de hacer, pero inmensamente feliz por haberlo hecho.