A.C. (28: El Pueblo Maldito)

Hay un Pueblo al este sobre el que se escuchan historias tétricas y extrañas. Nadie sabe por qué Ajde3t ha fijado sus ojos en él.

El toro camina despacio, no le gusta caminar cuando ya ha caído la noche, pero cuando la sed obliga, hay que beber. Se acerca al río sin dejar de mirar alrededor suyo; decididamente, hay algo en la noche que no le gusta nada, así que se mantiene alerta a pesar de que tan solo el silencio le rodea. Tal vez eso sea lo que le intranquiliza, no solo hay silencio. Hay demasiado silencio.

Observa con recelo la higuera huérfana de hojas cuya silueta se recorta en medio de la oscuridad. Un solitario cuervo, tan negro como él, le mira con dos ojos macabros e inexpresivos.

El morlaco aún mira de reojo a la pequeña ave cuando baja su cabeza hacia el agua y le da el primer sorbo a la gélida corriente. Cuando nota la frescura del líquido que atraviesa su garganta, sin embargo, se olvida de su miedo y se centra en el gozo de calmar su sed.

No se acuerda del cuervo hasta que sacia completamente su sed. Cuando vuelve su testa hacia la higuera, al cuervo de antes se le han sumado dos más, y otro que llega volando y se posa junto a sus compañeros.

El toro, el enorme animal al que temen los hombres, se siente intimidado al ver las ocho esferillas negras brillando en la noche y fijas en él. Pero ya no son ocho ojos. Ahora son diez. Y luego catorce. Y veintidós. Las ramas desnudas de la higuera pronto se visten de cuervos mientras el número de pajarracos no deja de crecer. De todas partes del horizonte acuden cuervos a observar impertérritos al poderoso toro desde la higuera.

El toro rasca con la pezuña en la hierba junto al río y mira con temor a los incontables pájaros. Escucha el crujir de las ramas del árbol bajo el peso de los que ya deben ser más de doscientos cuervos que lo observan en silencio.

Cuando el atemorizado animal decide que lo más prudente es retirarse a la carrera, uno de los cuervos, que tal vez era el primer ocupante de las ramas ahora abarrotadas de pájaros negros o tal vez no, como si hubiera leído su pensamiento, suelta un horripilante graznido, abre las alas y alza el vuelo hacia él.

Tras el primero, perfectamente coordinados, el resto de la monstruosa bandada repite el gesto y se abalanza sobre el imponente astado.

El toro muge, se agita y embiste, pero no logra deshacerse de su enemigo. Es como embestir la niebla. Pronto, está atrapado en una nube negra de plumas y picos que le hieren. La sangre empieza a manar de su hocico, de su lomo, de sus patas, de sus ojos... De todos los lugares donde los pequeños animalejos dejan su hiriente beso.

En pocos segundos el toro cae al suelo. Los cuervos le picotean el vientre mientras otro de ellos introduce su cabeza entera en la cuenca vacía y sangrante de lo que antes fuera su ojo derecho.

Pocos, muy pocos minutos después, los cuervos se separan de su objetivo. Casi nada queda ya del toro. En la mayor parte del cuerpo, los afilados picos han llegado hasta el hueso después de devorar la carne. Bajo los escasos jirones de piel que le quedan al ya cadáver del toro, los cuervos más afortunados se siguen dando un festín con sus entrañas.

Junto al río quedan el cadáver del toro y unos pocos cuervos con el pico ensangrentado. La sangre del toro, lentamente, avanza hacia el río.


Ajdet se incorporó con un grito. Otra vez el mismo sueño.

  • Ajdet... ¿Te encuentras bien? -Alterada por el grito de su esposo, Rayma se inclinó sobre él y lo abrazó. Llevaba varias noches seguidas, más o menos desde su castigo a Ayna, sufriendo horrorosas pesadillas que terminaban haciéndolo despertarse en ese estado, sudando de terror y visiblemente turbado. Ajdet no había querido contarle sus sueños, por lo que la reina pensaba que tan solo era una especie de remordimientos por la soberana paliza que infligió a su cuñada. La pequeña Ayna llevaba varias noches recuperándose de sus heridas al mismo tiempo que era usada como juguete sexual por el rey y su esposa. Así, Ajdet dejaba fluir con su hermanita todo el sadismo que no se permitía usar con Rayma.

El Rey Toro sacudió la cabeza, tratando de sacarse de dentro las horribles imágenes de su sueño y se volvió hacia su mujer.

  • Es el Pueblo Negro. Debe ser mi próximo objetivo.

La declaración de su esposo dejó sin aire a Rayma.

  • ¿El Pueblo Negro? ¿Quieres conquistar el Pueblo Negro? ¿Por qué? No son una amenaza. Y están demasiado lejos para que frenen nuestra expansión, al menos de momento. ¿Por qué quieres conquistarlos? Ya sabes lo que se dice de ellos.

  • No he dicho que quiera conquistarlos. Pero debo de hacer algo con ellos antes que sea demasiado tarde. Lo sé.


La noche era cerrada cuando un caballo abandonó el pueblo del Gran Río. Sobre él, dos cuerpos se adivinaban en la noche, y el único sonido que se escuchaba sobre el golpeteo de los cascos del caballo en la tierra era un triste sollozo femenino. El alazán avanzó, dando un pequeño rodeo para no acercarse al Pueblo del Llano, que no era una aldea belicosa pero que contaba con guerreros veteranos y capaces.

El caballo, con uno solo de sus jinetes, regresó poco antes del amanecer.

A las afueras del Pueblo Negro, a medida que el sol se alzaba sobre las montañas, un bulto se iba definiendo bajo las primeras luces del día.

Los vigías del pueblo tardaron unos minutos en avisar a sus jefes. No se lo podían creer. Seguro que aquello era un regalo de los dioses por sus constantes sacrificios.

Finalmente, el líder dio la orden. Una orden que en ese pueblo llevaba tres estaciones sin escucharse.

  • ¡Abrid las puertas!

En la explanada junto a las murallas del poblado, atada a un pequeño árbol, les aguardaba una joven desnuda.

De haberse relacionado con algún otro pueblo durante las últimas lunas, alguno de los habitantes del Pueblo Negro tal vez habría tenido noticia de la expansión del pequeño pueblo del Gran Río, y de las imposibles victorias cosechadas por su joven Jefe, Ajdet. Y quizás, solo quizás, alguno de todos ellos habría reconocido en aquella mujercita a la hermana pequeña del Rey Toro.

Mientras veía acercarse a aquellos hombres con el cuerpo cubierto de la cabeza a los pies de extrañas pinturas, Ayna tembló de terror mientras seguía sollozando.


  • No me parece bien, Ajdet. Ayna no merecía esa cosa tan mala -Yasid no podía estarse quieto. Le revolvía el estómago pensar que su amada esposa se estaría convirtiendo en ese momento en un mero trozo de carne para la gente de ese pueblo.

  • ¿No se merecía eso? -Ajdet parecía sosegado. Su voz tenía una inflexión tranquila, como de quien no le pesa la conciencia- ¿Acaso olvidas que intentó matarme y que casi lo consigue? ¡Tiene suerte de que no la matara con mis propias manos!

  • ¡Ese destino es peor que la muerte! ¡Mil veces peor! -chilló el imponente negro.

El extranjero estaba al borde del sollozo. Si solamente la mitad de la mitad de las cosas que se oían sobre ese pueblo fuera cierto, estaba seguro de que no volvería a ver jamás a su esposa.

  • No te preocupes, Yasid. Encontrarás otra mujer.

El negro desvió su mirada hacia la ventana. No quería otra mujer. No otra más.


Ayna cerró los ojos. Tenía miedo, aunque nunca había tenido tanto.

Las caras teñidas de azul de los habitantes de ese pueblo intimidaban a la joven niña-mujer. Se había creado un pequeño círculo de respeto alrededor de Ayna, los hombres aguardaban, mirándola con un deseo creciente, y nadie parecía tener el rango suficiente como para tocarla.

Uno de los hombres dijo algo que Ayna no entendió. El Pueblo Negro llevaba siglos sin relacionarse con las otras aldeas, y había acabado por desarrollar un idioma propio, muy alejado del lenguaje que se usaba en toda la zona, bastante parecido desde la costa sur hasta las montañas de las nieves del norte.

Finalmente, el que parecía de mayor rango, por los abalorios de hueso y cerámica que llevaba al cuello, avanzó hacia la chiquilla y la arrastró agarrándola del pelo hasta su chabola de barro y paja.

Ayna se encontró en medio de una estancia polvorienta. Cerca de su mano izquierda, vio los restos de lo que parecía una copiosa comida. Chilló de terror al darse cuenta de que aquel fémur no había pertenecido a ningún animal.

Así que era cierto, el Pueblo Negro practicaba el canibalismo.

Afortunadamente para la pequeña Ayna, el Jefe no pensaba en ella para llenar su estómago. Más bien, era él quien quería rellenar algo.

La notoria erección del jefe levantaba el escueto taparrabos que era el único ropaje que usaban en el pueblo.

El jefe gruñó algo y dio un paso hacia Ayna. La chiquilla, aterrada, se levantó y buscó un sitio por donde escapar, pero el jefe tapaba la única salida de la casucha con su cuerpo, y no había un solo mueble tras el que ocultarse.

El hombre avanzó hacia Ayna, que se intentaba alejar lo máximo posible de él, pegándose a la pared circular de la casa. El jefe la atrapó enseguida y Ayna trató de golpearle, pero fue como golpear un muro de piedra, porque el jefe ni siquiera acusó el golpe en el costado y la volteó para que la adolescente le diera la espalda.

  • ¡No! -chilló la pequeña cuando notó la fuerza sobrehumana de aquel hombre azul obligándola a ponerse a cuatro patas. Ayna trataba de resistirse, pero la fuerza del jefe la superaba por mucho.

La punta de la polla del jefe se colocó entre los labios vaginales de la pequeña rubia.

  • ¡No! -volvió a chillar la hermana del Rey Toro.

La penetración fue honda y dura. A Ayna el grito se le quebró en la garganta, la polla se coló hasta lo más profundo de su coñito. Extrañamente, la intrusión no fue tan dolorosa como cabría esperar. Por más que a la propia rubita le costara entederlo, se había ido excitando poco a poco, y su sexo estaba ligeramente húmedo.

El jefe se aferró de los hombros de Ayna para hacer más profundas y potentes las penetraciones. Embestida tras embestida, aquella verga asalvajada iba haciendo más estragos en el chochito cada vez más mojado de la rubita, arrancándole más gemidos de la garganta y más estremecimientos de placer de sus piernas.

  • ¡Aahhh! ¡Nahh! -gemía sin control la joven Ayna.

El hombre resoplaba y murmuraba extrañas palabras en su raro lenguaje. Se agarraba ahora de las crecientes caderas de la niña-mujer y embestía con fuerza.

Ayna sentía que se estaba olvidando de donde estaba y quien la follaba. Poco a poco, su mente regresaba al claro del bosque donde se folló por primera vez a su marido, el negro Yasid.

El pecho empezaba a arderle, el placer empezaba a obligarla a cerrar los ojos y se sentía a cada penetración más próxima al orgasmo.

Sin embargo, cuando empezaba a sentir ese volcán desbordándose en su interior, la verga salió de su interior arrancando con ella un gemido amargo, y el jefe volvió a obligarla a darse la vuelta. Embutió su polla en la boca de Ayna y, nada más sentir el contacto forzado de la cálida lengua, se derramó en su interior.

Ayna casi se asfixia con las ingentes cantidades de semen de aquel hombre. Se vio obligada a tragarse la pastosa sustancia si quería volver a respirar y, aunque una arcada cruzó la garganta, pudo evitarla hasta que la polla salió de su boca.

Rendida, Ayna cayó al suelo, tosiendo, pero aún con la cachondez enquistada en su cuerpo. Vio que la verga que acababa de vaciarse en su boca comenzaba a menguar y supo que no le valdría, así que llevó sus manos a su coñito joven y latente y comenzó a masturbarse, metiéndose dos dedos en su mojado agujero mientras con la otra mano se frotaba el clítoris hasta que acabó en un orgasmo que trató de contener pero que le escapó por todos los poros, haciéndola convulsionarse en silencio.

Viendo disfrutar a la joven de su orgasmo, el jefe del Pueblo Negro rió y volvió a agarrarla de los cabellos y a arrastrarla por el suelo, esta vez en dirección hacia fuera de la casa mientras gritaba algo en su idioma.

Fuera de la chabola esperaban el resto de hombres del poblado.

Ayna fue arrojada con violencia al suelo, frente a los hombres, que la miraron durante unos pocos segundos en silencio hasta que uno se lanzó hacia ella y, tras él, los demás lo imitaron.

Los hombres se abalanzaron sobre la chiquilla de la misma forma que unos lobos sobre el cadáver de un cordero.

Prácalticamente igual que una bandada de cuervos sobre un toro atemorizado.


  • ¡Preparaos! ¡Saldremos ahora! -Yasid espoleaba a sus hombres mientras montaba en su caballo.

  • Pero, General Yasid... Ajdet ha dicho que...

  • ¡No me importa! ¡Soy yo quien comanda esta compañía de jinetes y quien decide a qué misiones se enfrentan y cuándo lo hacen! ¡Así que montad en vuestros caballos y seguidme!

Yasid comenzó a cabalgar pero se detuvo antes de salir del pueblo, en el mismo momento en que vio un hombre plantado ante las puertas abiertas del Gran Río.

  • ¿Dónde vas, Yasid? -preguntó el Rey Toro con una sonrisa.

  • ¡Apártate del camino, Ajdet!

  • Sabes que no lo haré. Si quieres salir del poblado, hazlo por encima de mí.

Yasid no se lo pensó. Espoleó a su montura y cabalgó hacia el Gran Jefe.

Ajdet seguía sonriendo aún cuando Yasid desenfundó su espada y la alzó al cielo lanzando el grito de guerra de su pueblo natal, mientras la distancia entre los dos se reducía.


Ayna se sentía un mero pedazo de carne. Un pedazo de carne que gozaba. Una polla le atravesaba el coño, otra le perforaba el culo y una tercera acallaba sus gemidos entrándole por la boca.

Durante horas, había sido follada por todos sus agujeros por todos y cada uno de los hombres del poblado.

El placer que había desembocado en múltiples orgasmos durante la larga sesión de sexo se había convertido en una sensación sorda, como si su cuerpo, lentamente, se hubiera ido acostumbrando al goce lúbrico y sexual de tanta polla atravesándolo.

Las refriegas por formar parte de la orgía eran constantes. Junto a Ayna, un hombre joven cayó muerto. Sólo los adolescentes esperaban pacientes su turno, sabiendo que no podían enfrentarse a sus mayores, pero igualmente deseosos de profanar aquel cuerpo joven y perfecto.

A pesar de que todos sus agujeros le escocían, y que estaba tan agotada que había perdido un par de veces el conocimiento, aquellos hombres pintados de azul no tenían pinta de dejar a Ayna en paz. Agarró otras dos vergas con las manos, tratando de acompasar las embestidas de los sementales a la torpe paja y se concentró en dar el mayor placer a todos los hombres posibles.

Una polla más se corrió en su boca, pero ya no le quedaban fuerzas para tragar y el semen se derramó por su barbilla. Mientras otro hombre ocupaba el puesto dejado ante su cara, aquel que la sodomizaba extrajo su verga del ano enrojecido y se corrió sobre su espalda.

Otro hombre, otra polla, otra penetración. Ayna no podía más. Sintió que, entre el dolor y el placer, volvía a perder el conocimiento. Se desmayó mientras un adolescente se corría débilmente en su mejilla.


  • No sale. Tampoco se escuchan ruidos desde dentro.

  • Tranquilo, Yasid. Saldrá. -Ajdet trató de serenar a su cuñado.

A pesar de que al enorme extranjero aún le dolía el cuerpo por la violenta caída del caballo, Yasid no mostraba un solo síntoma de dolor. No se esperaba que Ajdet tuviera tan amaestrados a los caballos. A una simple orden del Rey Toro, el alazán se había encabritado y Yasid se había encontrado, de pronto, cayéndose de su montura.

  • ¿Por qué no atacamos ya? -inquirió el negro.

Las murallas del Pueblo Negro eran imponentes. La leyenda decía que no había sido construida por sus moradores, sino por los pueblos vecinos, para mantener a los habitantes del Pueblo Negro lejos de sus ciudades. Durante siglos, la fama de aquellos era de una tribu maldita, capaz de cualquier aberración posible, una tribu de brujas, demonios y caníbales.

  • Paciencia, Yasid. El arte de la guerra es la paciencia...

Cuando Ayna despertó, la noche empezaba a caer. Sus agujeros estaban ensangrentados y adoloridos, y el paisaje a su alrededor era desolador. No podía distinguir a los hombres dormidos de los asesinados por sus compañeros.

Se levantó tambaleándose y caminó hacia las puertas de la ciudad. Agarró una gran piedra del suelo y la ocultó tras su espalda mientras se acercaba al guardia de la puerta, que dormitaba apoyado en la madera. Entreabrió los ojos, vio acercarse a la niña-mujer y sonrió recordando las diversas formas en que se la había follado. La sonrisa se le quebró en el momento en que vio la piedra y el gesto de furia de la joven. No tuvo tiempo siquiera de gritar, la piedra impactó en la sien del guardia con un ruido seco. Se escuchó el hueso crujir bajo el golpe y al guarda se le quedaron los ojos en blanco y cayó como un plomo.

Ayna no se conformó con eso. Dejó caer una y otra vez la piedra sobre la cabeza del hombre, haciendo que trozos de hueso, carne y, sobre todo, sangre, usando para cada golpe todo el dolor, la humillación y el odio acumulado durante tantas horas. Se le escapó una sonrisa cuando por su mente cruzó el pensamiento de que el hombre que moría en sus manos era su hermano. Cuando se cansó, y la cara del guardia quedó completamente deformada, se levantó y retiró la traviesa que mantenía las puertas cerradas. Tuvo que estirar con toda la fuerza que le restaba para abrir una sola de las dos hojas del gran portón.

  • ¡Ahí está! ¡Al ataque! -gritó Yasid, adelantándose a las órdenes de Ajdet.

No fue hasta que los guerreros vieron cabalgar al Rey Toro cuando espolearon a sus monturas o, simplemente, salieron corriendo hacia el pueblo maldito.

Los soldados pasaron junto al cuerpo desnudo de Ayna, obsequiándola con miradas de desprecio al hacerlo. Entraron en tropel al poblado y acabaron con facilidad con todos los cuerpos pintados de azul que salían a su encuentro.

Cansados para luchar al cien por cien, desentrenados tras tantos años de paz causada por el temor que causaban, y algunos de ellos heridos por las peleas ocasionadas en la orgía, no fueron rival ninguno para los hábiles guerreros del Pueblo del Gran Río.

En pocos minutos, los habitantes del Pueblo Negro habían caído en su práctica totalidad.

  • Ajdet... Tienen a todas sus mujeres recluidas en aquella gran casa. Son muy machistas, no las permiten salir más que a follar con su marido... -dijo Ayna.

  • Matadlas -ordenó Ajdet, causando una gran sorpresa en sus hombres.

  • ¿Cómo? ¡Son solo mujeres y niños! -se escandalizó Yasid- ¡No son una amenaza!

  • ¿Acaso no me habeis escuchado? ¡No quiero que ninguno de estos malditos sobreviva! ¡Matadlos a todos e incendiad el poblado! ¡Quiero que este pueblo desaparezca por completo!

El tono del Rey Toro no dejaba opción a réplica. Uno de sus hombres cogió una antorcha y prendió un fuego donde encenderla.


El Pueblo Negro quedó convertido en una gran tea ardiendo que brillaba en la noche mientras el ejército de Ajdet se alejaba de allí. El silencio en sus tropas era sepulcral durante todo el camino de vuelta. Nadie comprendía el porqué de la repentina sanguinareidad de su Rey, pero mucho menos nadie se atrevía a preguntárselo.

Nunca se había visto a las tropas de Ajdet con tan baja moral.

Continuará...

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