A.C. (27: El Precio de la Traición)

La culpabilidad es algo predecible. Quien traicionó a Ajdet obtendrá su merecido.

El jinete se detuvo por unos instantes frente a las puertas de la ciudad. Donde debían estar los guardias, patrullando, no había nadie. La ciudad del Gran Río hubiera parecido desierta de no ser por el murmullo nervioso que procedía de su interior. Parecía que toda la ciudad, guerreros incluidos, se había reunido en la plaza central del poblado.

  • Mejor -pensó el jinete, recolocando sobre su montura al cadáver envuelto en la sábana y espoleando de nuevo al caballo para dirigirse al interior del pueblo.

Fue Pagul, uno de los guardias, el primero que escuchó el golpeteo de los cascos del caballo acercándose. Siempre había tenido muy buen oído y, aunque la gente, intranquila, no dejaba de parlotear y chillar en medio del pueblo, él ya había escuchado al jinete cuando el sonido del alazán no era más audible que, quizá, sus propios latidos.

  • ¡SILENCIO! -gritó el joven soldado, volviéndose hacia donde, un segundo después, apareció el jinete, cabalgando con velocidad, y obligando a apartarse a los ciudadanos para no ser arrollados por el pura sangre.

Lo que antes era griterío se convirtió en silencio, lo que era pelea se volvió calma, todos los presentes se quedaron callados, mirando al jinete con una mezcla de miedo y respeto. Y poco a poco, en un crescendo lento y casi armónico, los murmullos regresaron aunque, esta vez, el tono había cambiado.

Rayma, que estaba en su casa tratando de armar un petate con sus ropas para marcharse del poblado cuanto antes, se quedó extrañada al sentir aquel extraño y momentáneo instante de silencio silencio, pero no le dio más importancia hasta que, una vez regresaron los susurros y las voces, logró entender una palabra suelta. Sólo una palabra, pero la más importante, quizás...

Rayma salió a la carrera de la casa y se abrió paso a empujones entre la multitud. Lo primero que vio al llegar al círculo interior, donde la gente se mantenía aún a escasos metros del jinete con ese temor de los que no creen o no quieren creer lo que ven, fue el cadáver envuelto en la sábana blanca y las cintas negras.

Solo había prestado atención a una palabra, la misma que se escapó entre sus labios.

-Ajdet... -Entonces, alzó la vista y vio al jinete.

El corazón se le detuvo por un momento.


Había pasado solamente un día desde que Maske, junto con el resto del grupo enviado por el Jefe Raki, había entrado en el bosque, aunque para el guerrero de la Sierra Sudeste era impensable que tan solo hubiera pasado una mísera jornada. Pero era cierto, había pasado un único día desde que se internaron en la enorme arboleda, pensando que tendrían que forzar al máximo a sus caballos si querían atrapar al grupo de tartesos que ya les llevaban horas de ventaja.

Ahora, mientras Malda devoraba su verga con una dedicación absoluta, premiándolo por su éxito, Maske recordaba lo sucedido en aquel bosque.

Cuando encontraron el claro, cerca del arroyo donde habían tendido la emboscada, no fue difícil identificar los cadáveres de Sama y de dos tartesos, las primeras víctimas de la contienda. Aquello no cambiaba nada, Rayma ya les había avisado de que habían logrado acabar con dos pero eran ocho más.

Sin embargo, cuando encontraron un cuarto cadáver, con una profunda herida en el cuello y una armadura idéntica a las de los otros tartesos, Raki tuvo que detener al grupo y pensar durante unos segundos. Aquello sí que no entraba en la historia de la Reina. Sólo había hablado de dos tartesos muertos, si había un tercero quizá fuera porque había sido asesinado después de que Rayma se alejara. Eso sólo podía significar una cosa.

  • ¡Eh! ¡Aquí hay otro! -exclamó otro de los guerreros de la expedición.

  • ¡Rápido! ¡Separaos! ¡Rastread el Bosque! ¡Nuestro Rey ha logrado escapar! ¡Hemos de encontrarlo antes que ellos!- gritó Raki, y los exploradores tardaron menos que nada en distribuirse por el bosque. Irían solos, se separarían formando una estrella para cubrir más terreno, la única misión era no desorientarse. Maske lo tuvo fácil, tan sólo tenía que viajar hacia el oeste, siguiendo la noche que se retiraba lentamente, huyendo del dios sol.

Y fue este último, el sol, quien se alió inesperadamente con el explorador. Fue un simple brillo, el destello de algo metálico bajo el primer rayo del alba. Y entonces lo escuchó:

  • Como representante del Dorado Imperio de Tarsis la Bella, yo, Aurinio de Cija... -era un simple susurro, un murmullo lejano, pero Maske sabía lo que eso significaba, Al menos uno de los tartesos seguía vivo- te condeno a muerte, Ajdet, Rey del Imperio del Toro, Domador de Bestias y Brujo de la Naturaleza -Maske corrió. Corrió como si sus piernas hubieran esperado toda su vida para ese momento, y mientras corría, armó su arco y apunto allí donde había visto el reflejo, aun cuando el reflejo ya había desaparecido y no veía más que la vegetación más espesa, pero allí estaba su enemigo y no podía perder la dirección-, por las muertes de doce ciudadanos de Tarsis la Bella y por tus ataques contra el Reino de Argantonio -Maske por fin veía las figuras en aquel claro. Sin embargo, estaba todavía muy lejos para disparar, solamente pudo ver al tarteso elevando su espada y a su Rey, al Gran Rey Toro, vencido, ensangrentado e inconsciente frente a él.- Que el Gran Dios te juzgue con la misma misericordia con que lo hicieron los humanos.

La espada comenzó a bajar y Maske supo que era el momento.

  • ¡NOOOOOOOOOOOOO! -berreó el guerrero al tiempo que soltaba la flecha, haciendo que saliera disparada hacia el tarteso, que se giró al escuchar el grito, firmando así su propia sentencia de muerte.

Si no se hubiera vuelto, tal vez el tiro no habría sido mortal. Le habría arrancado de cuajo la nariz o le habría rozado la frente, pero al girarse la flecha entró unos centímetros por debajo del ojo izquierdo, quebró el hueso y se quedó alojada en el cerebro. Una muerte instantánea. La espada saltó de las manos de la víctima y cayó al suelo, inerme. Era el sexto cadáver que manchaba el claro en esa parte concreta del bosque, o al menos eso esperaba el explorador, deseando que su Rey no fuera quien hacía el número siete. Con el corazón aún desbocado, Maske se acercó a Ajdet, sin darse cuenta aún de la verdadera puntería que había tenido en su disparo.

  • ¡AQUÍ! ¡ES AJDET! ¡ESTÁ HERIDO PERO AÚN RESPIRA! -chilló Maske.

Raki se detuvo en seco al escuchar el lejano grito de su hombre y salió corriendo hacia él casi al instante. A medio camino se encontró con otro de sus guerreros, al que obligó a ir directamente al pueblo y dar el aviso de que hicieran venir a la bruja, pero sin dar más razones. Excepto ellos y el pueblo del Gran Río, nadie sabía de la desaparición del Rey y no quería meterse en un lío si llegaban demasiado tarde, ya fueran ellos mismos o la propia Malda, que no sólo se había sido adiestrada en las artes amatorias por Zuyda, sino que había recibido también una detallada instrucción sobre plantas y ungüentos curativos.

Raki llegó y vio a algunos de sus hombres tratando de taponar, sin demasiada fortuna, las sangrantes heridas de su Rey. Cuando lograron, más o menos, contener las hemorragias, colocaron a Ajdet sobre uno de los caballos, custodiado por otro de los hombres y salieron a galope.

  • ¿Te ha dicho algo el Rey antes de caer inconsciente, Maske? -preguntó Raki, cabalgando sin tregua de vuelta al poblado.

Maske dudó. De veras no sabía si Ajdet estaba consciente cuando aquel susurro había escapado de sus labios o si lo había entendido bien.

  • Sí... ha dicho “Guarda el secreto”.

  • ¿Guarda el secreto? En fin, está bien.


Después de todo un día de delicados cuidados, Ajdet había despertado. Malda había cosido sus heridas más profundas, había limpiado con cuidado su cuerpo y ahora el olor de sus ungüentos se colaba en la nariz del Gran Jefe mientras cabalgaba.

A pesar de los consejos de la belleza morena, que le aconsejaba varios días de reposo, Ajdet había cogido un caballo y había salido de nuevo en dirección sur, de vuelta al bosque donde casi había perdido la vida. Sólo llevaba una sábana y un par de cintas negras.


  • ¡AJDET!- Rayma no pudo evitar echarse a llorar en cuanto vio al jinete. Su cuerpo parecía un mapa de puñaladas y heridas, pero la reina no pudo contenerse. Se lanzó al cuello de su esposo y se abrazó a él sin dejar de llorar.

Ajdet soporto el dolor de sus heridas y devolvió el abrazo a su mujer, besando sus labios con pasión.

  • ¡Hermano! -Ayna también había llegado a la plaza, después de escuchar el jaleo, y se lanzó a abrazar a su hermano, ella por el costado.

El pueblo entonces estalló en vítores y, como si quisieran imitar a la familia de Ajdet, el círculo se cerró sobre él, hasta hacerlo desaparecer en la turba que estallaba de alegría.


Esa misma noche tendría lugar una fiesta de “reencuentro con la vida”, como habían querido llamarla los habitantes del Gran Río. Sin embargo, durante el día, nadie pudo encontrar al Gran Jefe. No apareció en su casa, tampoco estaba sobre el cerro en el que, a momentos, se exiliaba para darse tiempo a pensar, ni siquiera apareció por la casa de Zuyda para que esta prosiguiera con las curas que había empezado su pupila.

Por eso, cuando Nura entró en aquella otra casa, una de las más antiguas y alejadas del poblado, abandonada desde hacía tiempo, solamente lo hacía para despedirse por última vez de su prima, que yacía todavía envuelta en las sábanas de lino. Se sobresaltó al ver aquella silueta en el rincón más oscuro, pero al poco tiempo descubrió que era el Gran Jefe.

  • Ajdet...

  • Dime Nura.- La voz de Ajdet sonaba ronca y discordante, como la de quien ha estado mucho tiempo llorando o simplemente sin hablar. Parecía tener un componente oscuro que asustó ligeramente a la nínfula.

  • Gracias por traer a Sama.

  • Se lo merece. Murió como el más valiente de los guerreros.

Nura quiso responder algo, pero se lo pensó dos veces y prefirió callarse, levantarse y correr hacia el rincón de Ajdet, donde lo abrazó y lo besó mientras una lágrima bajaba por la carita infantil de la morenita.

  • Muchas gracias. De verdad. Muchas gracias.- musitó la nínfula, antes de soltar al Rey Toro y salir de la oscura casa donde Ajdet permaneció, velando el sueño eterno de aquella niña valiente.

Estaba cayendo ya la tarde cuando otra persona se deslizó hacia la casa abandonada donde se velaba a Sama. Nadie más que Nura y los niños rescatados conocían a Sama en todo el poblado por lo que, quitando de las primeras visitas de los niños, era normal que nadie fuera a visitarla.

La estancia estaba completamente a oscuras, no había ventana que diese al oeste y, por lo tanto, allí dentro era más noche que día.

A la joven se le heló la sangre al escuchar repentinamente aquella voz.

  • Por fin... te he estado esperando todo el día -sonriendo, aunque no había un ápice de alegría en su rostro oscurecido por las sombras, Ajdet se levantó y avanzó hacia la visitante.

  • A... Ajdet... Me has asustado... ¿Cómo sabías que iba a venir? -replicó la voz femenina.

  • Porque la culpabilidad es una enemiga predecible.

  • ¿Cómo? No sé a qué te refieres...

  • No seas cínica. Tú me has traicionado. Casi me matas.

  • ¿Q-qué? ¡¡NO!! ¿Cómo puedes pensar eso de mí?

  • Vamos... sincérate... Me has traicionado.

  • Yo... yo... -la voz se le empezaba a quebrar. Ajdet ya estaba muy cerca de ella y podía sentir hasta la rabia que destilaban sus poros.

  • Tú me has vendido. ¿Verdad... Ayna?

  • ¡NO!

  • ¡Admítelo!

  • Yo... yo...

  • ¡HAZLO!

  • Lo... lo siento... perdóname -imploró la joven hermana del Rey Toro. Las lágrimas subieron a su rostro y comenzaron a bajar desde sus ojos. Totalmente hundida, se lanzó a los pies de su hermano y, abrazándose a sus rodillas, suplicó su perdón.

El primer bofetón hubiera sido capaz de hacer tambalearse a un hombre adulto, pero Ayna lo encajó con estoicismo y sin soltar las piernas del Rey Toro.

Por desgracia para la pequeña, su hermano no se conformó con eso.


  • Rayma... ¿Has visto a Ayna?

Yasid, después de vagar durante algunas horas por el poblado buscando aquí y allá, algo desconcertado por el ajetreo en el que estaba sumido el pueblo, entró finalmente en la casa principal del pueblo y se encontró con la Reina.

Rayma miró al negro con un deje de preocupación en el rostro.

  • No, Yasid. Pero creo que será mejor que la esperes aquí. Supongo que volverá.

De pronto, un violento sonar de tambores comenzó a sonar por todo el poblado. Nadie sabía muy bien de quién había partido la orden, pero los guardias se encargaron de hacerla cumplir y que los músicos comprobaran el sonido de sus timbales en ese momento. Nada podía salir mal en la cena. Había que agradecer a los dioses que hubieran protegido a Ajdet y, al mismo tiempo, animar al Rey Toro. Todos los ciudadanos estaban de acuerdo en que, desde su llegada, el Gran Jefe había permanecido taciturno y triste, como si su encuentro con la muerte lo hubiera llegado a matar un poco por dentro.

  • ¿Tienen que hacer tanto ruido?

Yasid estaba molesto. No encontraba a Ayna, esa aguda voz en su interior le decía que algo malo estaba pasando y esos tambores parecían más ruidosos que de costumbre. Observó a Rayma que, extrañamente, parecía evitar mirarle, yendo de acá para allá sin hacer nada en concreto y sin prestarle atención.

  • Rayma... ¿Te encuentras bien?

  • ¿Qué? Oh, sí, claro... tan solo espera aquí, Ayna no tardará.

  • ¿Está con Ajdet?

  • ¿Cómo? ¡No! O sí... no... no sé... No sé dónde está Ajdet. Ni Ayna. Puede que estén juntos. Tú espera aquí...

Azorada, y con el corazón enloqueciendo en su pecho, Rayma salió de la casa del Rey y, de reojo, echó una mirada a aquella casa lejana, casi junto a la muralla, donde sabía que estaban los dos hermanos.


Otra patada. Otra bofetada. Ayna sintió en su boca el sabor metálico de la sangre.

  • ¡MÍRALA! ¡ESO ES LO QUE HAS LOGRADO! -Arrastrándola de los cabellos, Ajdet llevó a su malherida hermana junto al cadáver amortajado por las sábanas de lino.

  • Ajdet... po... por favor -suplicaba la adolescente entre lágrimas.

  • ¡MÍRALA BIEN! -Ajdet lanzó a Ayna sobre el fardo, rasgando el lino con sus propias manos para que la rubita pudiera observar cara a cara a la pequeña Sama.

Ayna no pudo evitar la muesca de asco cuando se encontró de frente con el pálido rostro infantil ensangrentado y sus fosas nasales se inundaron del agrio hedor de la putrefacción, que nada más había empezado su trabajo.

  • Tuve que arrancársela a un lince cuando volví a por ella -masculló el Rey Toro, empujando la cara de su hermana hasta que tocó la de Sama-. Pero se lo debía. Al fin y al cabo dio su vida por protegernos de esos tartesos. La próxima vez dile a Argantonio que no mande a unos novatos.

Ayna sólo lloraba. Cerraba los ojos, intentando evadirse, pero ese olor penetraba en ella y llenaba sus pulmones. No pudo evitar las náuseas. Ajdet, por su parte, sentía todo su cuerpo hervir de furia. Las heridas todavía le dolían, pero más le dolía la traición. Mantenía todavía a su hermana sobre el cuerpo de la niña muerta, empujándola con una sola mano por la nuca. El cuello de Ayna era frágil. Estaba seguro de que no le costaría mucho trabajo rompérselo aunque fuera con una mano. Pero observó el cuerpo que se debatía sin éxito bajo él, y su agresividad masculina tomó otros derroteros.

Con la mano que tenía libre retiró la túnica que cubría el cuerpo de su hermanita, y se deshizo con facilidad de los ropajes interiores de Ayna.

  • ¡Ajdet! ¡Po... por favor!

Las manchas rojizas en estas prendas no detuvieron al Rey Toro. No en vano sabía que ya era toda una mujer.

  • ¿Escuchas esos tambores, Ayna? ¿Los oyes? He dado la orden de que suenen sin pausa para que nadie pueda escuchar tus gritos. Da igual lo que chilles. Nadie vendrá a salvarte. Ni siquiera Yasid.

La mano izquierda de Ajdet rebuscó entre las piernas de la chiquilla. Le encantaba lo mojadas que estaban las jóvenes en su periodo, pero quería ver a su hermanita sufrir. Su mano subió y, bruscamente, uno de sus dedos se coló por el ano de Ayna, que se tensó completamente al sentir la súbita intrusión.

  • ¡¡AU!!

  • ¿Te duele? No creo que tanto como me dolieron las puñaladas de los tartesos -escupió Ajdet, manipulando con su dedo el oscuro agujerito de su hermana.

  • Por favor, Ajdet... perdóname...

  • ¿Que te perdone? -sin liberar a Ayna, el Rey Toro se colocó en posición, tras ella, y se deshizo de sus pantalones de tela. Su verga estaba erecta, hinchada y endurecida por la excitación del dominio completo sobre el cuerpecito de su hermana- ¿Por qué tendría que perdonarte?

Ajdet colocó la punta de su polla sobre el cerrado ano de la rubita. Empujó. La primera estocada les dolió a ambos y Ayna, en su terror, cerró más su cuerpo ante el duro invasor. La polla se desvió de su camino y se deslizó entre las nalgas prietas de la adolescente.

  • Más te vale que no te resistas, ¡Puta! -gritó el Rey Toro.

La segunda estocada fue más certera. Con dureza, el glande del Gran Jefe se introdujo varios centímetros en el esfínter de la niña que elevó un desgarrador grito de dolor.

Ajdet reculó la mitad del camino para volver a embestir con más fuerza, y el recto de la chiquilla se abrió con dificultad para dejar paso al poderoso ariete.

  • ¡AAAHHH! ¡No, por favor! ¡Me vas... me vas a partir! -Tal era la sensación de Ayna. Que la partían en dos, que la abrían como a una fruta, por la mitad.

La sangre empezaba a manar, haciendo que la polla se deslizara con mayor facilidad por el ultrajado ano de la adolescente. Cada embestida hacía que la cara de Ayna chocara con la del cadáver de Sama, consiguiendo que la humillación fuera doble. “Que las niñas no sufran daño alguno”, había pedido a Argantonio, en la carta que le hizo llegar. No le había sido difícil aprender el alfabeto de Yasid, pero no quiso pedirle que tradujese el mensaje, así que lo envió tal cual, con el alfabeto de las tierras de su esposo y en su propio idioma. Sabía que Argantonio lo podría descifrar. Lo que no sabía es que se tomaría su mensaje tan a la ligera. Por lo que sabía de Rayma, eran diez guerreros los que los habían emboscado, pero que Ajdet hubiera sobrevivido solo demostraba que no eran buenos guerreros.

La verga salió completamente y se volvió a alojar en sus entrañas, cubierta de su sangre y sus heces. Los testículos del Rey golpearon sobre la enrojecida rajita carnosa de la joven. Ayna sólo rogaba a los dioses que su suplicio no durase mucho, pero la rabia de Ajdet parecía retardarlo. No la sodomizaba por placer, le estaba reventando el culo para castigarla. Un castigo más que merecido, pero aún así cruel.

Las manos del Rey Toro se aferraban a los hombros de la adolescente, haciendo que las penetraciones fueran más potentes. Prácticamente estaba empalada en la tranca de Ajdet, que la penetraba una y otra vez sin pausa y sin dejar que su cuerpecito tocase el suelo más que con las rodillas. Y, a pesar de sus gritos, de sus berridos de dolor, aquellos malditos tambores seguían resonando, ocultándolos a oídos de todo el mundo.

  • ¿Quieres verlos? ¿Quieres ver cómo todo el mundo disfruta mientras tu estás aquí? -gruñó Ajdet, después de enterrar por enésima vez su falo en el culo de su hermanita.

Con agilidad, y sin sacar su miembro del ano de Ayna, se levantó, llevándose a la joven rubia empalada consigo, y se acercó a la ventana que daba al sur, de donde llegaba el inclemente sonido de tambores y de bronce golpeado.

Ayna agradeció el separarse del maloliente cadáver, y se resignó a mirar por el ventanuco mientras Ajdet volvía a embestir, resoplándole con fuerza en la oreja manchándola el cuerpo con su sudor sucio.

El culo le dolía, pero era ya un dolor sordo, como si finalmente su cuerpo se hubiera amoldado al agresivo falo que la atravesaba una y otra vez, una y otra vez...

Las arremetidas de su hermano ahora escocían más que dolían y, bajo ese poso de sufrimiento, Ayna se dio cuenta de algo. Estaba respondiendo ya a cada penetración con un gemido quedo, con poco más que un suspiro... La sodomización continuaba y Ayna sintió un pequeño placer. Una sensación lejana, que al principio era solo un leve morbo, el morbo de sentirse dominada por completo por su hermano, pero que luego se fue tornando una excitación creciente, una respuesta ya más física que mental a las hondas embestidas.

Y justo cuando pensaba que el dolor iba a desaparecer totalmente, que el placer iba a tomar las riendas de su cuerpo e iba a empezar a disfrutar aquello, la maldita verga agresora salió de su cuerpo y su hermano la lanzó al suelo con brusquedad.

Ayna observó a Ajdet. Resoplaba, completamente desnudo, sus músculos marcados bajo el vello corporal, con la verga erecta, sucia y ensangrentada apuntando al cielo, sobresaliendo del tupido bosque negro de su pubis, latiendo y pidiendo algo más.

  • Chúpala -ordenó Ajdet.

De buena tinta, en cualquier otra ocasión, hubiera lamido la verga de su hermano, durante horas si hiciera falta. Pero en ese momento la tiesa polla estaba manchada con su sangre y sus heces, hedía, y Ayna sabía que aquello era el clímax de su humillación, así que, con un último ramalazo de orgullo, la adolescente negó con la cabeza.

Un manotazo en la cara y una fuerte patada en su bajo vientre que la dejó sin aire hicieron cambiar de opinión a la chiquilla. Observó de reojo a Sama, que seguía en la misma postura, pálida como la luna y muerta como los que se habían enfrentado a su hermano por el momento y se acercó, de rodillas, hacia Ajdet.

Haciendo de tripas corazón, abrió la boca e introdujo en ella el erecto bálano del Rey Toro. Selló los labios sobre su contorno y comenzó su asquerosa mamada.

El sabor de la extraña mezcla se le pegaba a la lengua, la textura era lodosa, pero Ayna no quería pensar en ello. Solo quería hacerlo bien, sabiendo que la única opción que tenía de sobrevivir era hacer ver a su hermano lo verdaderamente arrepentida que estaba. Afortunadamente para la joven, el tratamiento que había hecho de su culito le había dejado la polla a punto de nieve. No habían pasado más que unos segundos de mamada cuando, con un gemido, Ajdet separó la cara de Ayna de su polla y eyaculó.

Los trallazos de semen impactaron de lleno en la carita de la adolescente, que cerró los ojos, todavía anegados por las lágrimas de dolor y humillación, para evitar que el semen le entrara por ellos. Uno tras otro, los disparos de la blanca sustancia acabaron decorando todo su rostro e incluso su pelo, haciendo que la pequeña esbozara una sonrisa de satisfacción, pensando que su calvario había terminado.

Una patada en sus pechos la devolvió de nuevo a la realidad.

  • ¿Sabes? Eres una buena puta -Ajdet la agarró nuevamente de los cabellos, tirando de ellos hasta que enfrentó su cara a la de su hermanita-. Tal vez debería dejarte en manos de Zuyda para que todos los hombres de este pueblucho te puedan follar.

El terror congeló de pronto la mente de Ayna. Siempre había pensado que la muerte era el peor castigo que le podría ocurrir, pero ahora se daba cuenta de que habían mil destinos peores y seguro que Ajdet habría pensado en todos y cada uno de ellos.

  • Por favor, Ajdet, no lo volveré a hacer... ¡Te lo juro!

  • Por supuesto que no lo volverás a hacer... de eso estoy seguro. De todas formas, no podría matarte. No dejas de ser mi hermana. Sangre de mi sangre -el tono en que Ajdet dijo esas palabras no tranquilizó nada a su joven hermana-. Además... ¿Cómo voy a castigarte por intentar hacerme lo mismo que yo le hice a nuestro padre?

Ayna se quedó paralizada al escuchar aquello. Ajdet siempre rehuía hablar de Agaúr y ahora entendía por qué.

  • Ves a casa. Y no salgas hasta nuevo aviso. Yo tengo que ir a disfrutar de mi fiesta -dijo el Rey Toro, esbozando una sonrisa triste, tras vestirse y mientras salía de la casa, dejando a Ayna a solas con el cadáver de Sama.

Continuará...

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