A.C. (25: Emboscada)

El carro del Rey Toro es emboscado de vuelta a su reino. Mientras tanto, Ayna y Yasid disfrutan de una noche de placer.

La noche se iba cerrando sobre el carromato, sumiendo en la más absoluta oscuridad los caminos, veredas, y andurriales llenos de matojos y espinos por los que los caballos trotaban temerosamente. El Rey Toro conocía el camino, pero debía andar con cuidado si no quería que la oscuridad le hiciera una mala jugada. A su lado, Rayma dormía, recostada sobre su hombro, dulce y pacífica como sólo lo era mientras permanecía dormida. Tras él, en el cajón del carro, diez niñas y dos niños, o mejor dicho, nueve niñas, dos niños y una guerrera soportaban el traqueteo del carro, la gran mayoría tratando de dormir un poco.

De reojo pudo ver cómo Nura se mantenía en vela, tapando con cuidado a cualquiera de los infantes si el trasegar del carro acababa por descubrirlos de su manta.

  • Intenta dormir, Nura. Te lo mereces más que nadie –susurró el Rey Toro, mientras el horizonte marino se empezaba a abrir ante ellos. De noche, los bosques eran territorio de los lobos y otras alimañas para quienes la carne de dos caballos y trece humanos sería un manjar muy apetitoso, así que Ajdet se decidió finalmente por conducir la biga costa arriba, donde la vegetación era más escasa y era más difícil encontrarse con fieras nocturnas.

  • Dormiré cuando lleguemos al poblado, igual que tú. Hasta entonces cuidaré de ellas y me mantendré despierta como tú –replicó la jovencita morena, aunque el cansancio era total y cada vez que pestañeaba le costaba un esfuerzo tremendo volver a abrir los ojos.

  • Nura, duerme. El descanso es esencial para un guerrero. Te despertaré si alguien te necesita.

La nínfula observó a las criaturitas que dormitaban a su alrededor. Todos parecían tranquilos y a salvo, incluso Miena parecía descansar sin impedimentos, a pesar de su infección.

  • ¿Es una orden? –Nura pretendía aparentar más fortaleza de la que ya de por sí tenía pese a su corta edad, pero ambos sabían lo que esa pregunta significaba realmente: “No quiero dormir para no parecer débil aunque sé que lo necesito. Ordénamelo y no tendré excusa ninguna”.

  • Lo es.

  • Entendido, Rey Toro.


Ayna estaba expectante. Su hermano hacía casi media jornada que se había marchado, y tan sólo deseaba que Yasid acabara pronto el entrenamiento a los soldados para poder pasar un tiempo con él a solas. Sentada en la cama, aguardaba a su esposo con la excitación creciendo dentro de su cuerpo adolescente, cada vez más de mujer y menos de niña.

Finalmente, el negro entró a la habitación con su cuerpo enorme cubierto de sudor. La pequeña rubia sonrió nada más verlo entrar. Yasid, que conocía a la perfección lo que significaba esa sonrisa en la cara de su esposa, resopló divertido y trató de negarse.

  • Hoy no, pequeña dulzura, estoy muy cansado para hacer amor contigo.

  • Tú tranquilo, esta noche todo corre por mi cuenta… -dijo Ayna, levantándose completamente desnuda y caminando hacia su marido.

La pequeña Ayna extendió una mano hacia el negro y éste, finalmente resignado, la acabó tomando y permitiendo que su joven esposa le condujera hasta el lecho marital.

La pequeña rubia le obligó a tumbarse y comenzó a despojarlo de sus vestimentas de guerra, sin perder la ocasión de besar la oscura piel de Yasid.

  • Tú solamente relájate y disfruta –dijo la rubita.

El carro se había detenido a pocos metros del arroyo. Ajdet liberó los caballos para que pudieran beber algo de agua y descansar de su largo viaje mientras él estiraba las piernas. Estaban ya muy cerca de sus dominios, y el sueño le empezaba a pesar a él también. El viaje estaba siendo lento y aburrido, con la oscuridad por los cuatro costados y simplemente la ayuda de las estrellas y del leve fulgor del agua marina para orientarse. Allá, a lo lejos, si se esforzaba, podía divisar una luz lejana, que tal vez fueran las hogueras que el pueblo de la Sierra Sudeste mantenía encendidas toda la noche, custodiadas por los varios soldados que se turnaban para hacer guardia en la parte sur de la empalizada a toda hora.

Se había tenido que alejar un poco del mar para que sus caballos tuvieran agua dulce que beber, y por eso se mantenía, a pesar de todo, alerta. Los lobos atacaban en manada y él tan solo había cogido las armas que llevaría cualquiera de sus soldados. Una espada, dos dagas y una lanza, el equipo básico para un guerrero del Reino del Toro.

Miró hacia el carro, apoyado en dos grandes rocas, y vio cómo Rayma dormía plácidamente. Ella había intentado disuadirle de llevar a cabo esa misión, pero no sabía que cada noche, en sus sueños, los lloros de esos niños y niñas le impedían descansar. Les debía el rescate, a pesar del alto precio al que habían sido vendidas las pequeñas. Ahora, con Kello muerto, nadie le podría pedir la devolución del pago a menos que sus sirvientes se enterasen de quién había ordenado su muerte.

Otra estrategia casi perfecta del Rey Toro.

A las espaldas de Ajdet, un susurro casi inaudible se coló entre los arbustos, y el Gran Jefe cerró rápidamente su mano sobre la empuñadura de su espada. Giró sobre sí mismo, intentando escudriñar algo en la oscuridad, deseando que lo que había escuchado sólo fuera una mala pasada de su mente.

El bosque se mantenía en silencio, los caballos descansaban junto al carro, y todo el cuerpo de Ajdet se mantenía alerta. El corazón le latía desbocado en el pecho, estaba demasiado lejos de sus tierras para pedir ayuda y tenía en sus manos demasiadas vidas inocentes.

Cuando los vio aparecer, solamente pudo susurrar: “Mierda…”


El cuerpo desnudo de Yasid parecía una prolongación más de la noche en la habitación de Ayna mientras la boca de la pequeña se engolfaba en el poderoso cuello del negro.

Yasid resoplaba, el cuerpecito diminuto de su esposa le elevaba la temperatura mientras esa lengua abandonaba su cuello para comenzar a descender por su torso. Los labios de Ayna succionaron en las oscurísimas areolas y mordisquearon con picardía los gruesos pezones del negro. Sus manitas, mientras tanto, acariciaban suavemente los muslos y testículos de su esposo, haciendo que mil calambres de placer recorrieran el enorme cuerpo.

  • Ayna… me matas de gusto –susurró Yasid con su extraño acento.

  • Tú me matas de amor –respondió la hermana pequeña de Ajdet, antes de escurrirse lentamente hacia atrás, depositando una infinidad de besos sobre el vientre durísimo y oscuro.

A pesar de que todavía sentía cierta atracción malsana por su hermano, la negrura enorme que era Yasid le causaba una excitación brutal. Su fuerza, su exotismo, su suavidad…. Ayna lamió y bebió el sudor amargo de su esposo como si fuera un brebaje divino, y sintió encharcarse aún más si cabe su joven coñito.

  • Mmmmnn –un gemido brotó de la boca de la rubita cuando sus dedos, lejos ya de la ya erecta verga negra, comenzaron a acariciar su clítoris.

Los siguientes gemidos murieron nada más escapar de su garganta. El pollón de Yasid los apagó en cuanto entró en la boquita de Ayna.


  • ¡NURA! ¡RAYMA! ¡DESPERTAD! –gritó Ajdet.

Una decena de hombres, armados cada uno con una gran espada, salieron de la espesura rodeando el carro, a sus ocupantes y a su dueño.

  • Aquí acaba tu suerte, Rey Toro –espetó uno de ellos, abalanzándose hacia Ajdet, mientras Rayma y las niñas se despertaban violentamente.

Nura fue la más rápida. Con una velocidad explosiva, agarró la daga del fondo del carro, la misma daga con la que había dado muerte a Kello, y seccionó la garganta del primero de los hombres que se acercaron a ellas.

Ajdet enarboló su espada en la diestra y agarró una de sus dos dagas con su mano izquierda, presto a acabar con la vida del primero que osara atacarle.

Rayma alcanzó la lanza y dibujó con su afilada punta de bronce un arco para mantener a distancia a otros dos hombres mientras Nura agarraba la espada del caído para, al igual que el Rey Toro, defenderse con dos armas.

Los primeros golpes de los atacantes tan sólo sirvieron para comprobar la capacidad de defensa de Ajdet, que los repelió fácilmente. Sin embargo, los nueve guerreros que seguían vivos se sabían superiores en fuerza y número y, tras los primeros ataques de prueba, se conformaron con esperar.

El grupo de Ajdet estaba completamente rodeado, y los guerreros sólo tenían que aguardar a que alguien cometiera un error para abrir una brecha en cualquiera de los dos bandos.

Por desgracia, fue Nura quien lo cometió.


La boca de Ayna jugaba con el enhiesto bálano de Yasid. Aunque su boca podía abarcar poco más que la punta de tan gigantesca polla, la habilidad de su lengua y sus labios compensaban esa falta de capacidad.

Las manos de Yasid se cerraron sobre la sábana. Ayna se había convertido en una mamadora excepcional. Si bien su pequeña mano podía abarcar con dificultad la descomunal polla del negro, lo que le bastaba para masturbarlo suavemente, su lengua subía y bajaba por el tronco con gran habilidad, contagiando esa calidez húmeda y placentera a cada punto de la oscura piel.

El negro solamente podía cerrar los ojos y suspirar de placer. Su miembro se iba cubriendo lentamente de una fina película de saliva al tiempo que la habitación se iba cargando del agrio aroma del sudor.

La mano izquierda de Ayna jugó con la bolsa escrotal de su marido, el filo de sus uñas repasó la delgada línea divisoria entre un testículo y otro, mientras que, con la mano derecha, no dejaba de acariciar el erguido ariete, que latía y se estremecía a cada contacto, ya fuera de los dedos o de la lengua de la rubita.

- Oh… dios santo… -musitó Yasid en su idioma natal. A Ayna, sin saber exactamente por qué, le excitaba cuando su esposo hablaba en esa lengua extraña y gutural. Lo interpretaba como un halago a sus habilidades amatorias. Si conseguía con sus roces y lengüetazos que el negro se olvidara hasta del idioma en que hablaba con ella, sería porque era una buena amante.

La hermanita del Rey Toro continuaba con su delicada tarea, y el cuerpo de Yasid se iba deshaciendo lentamente de toda la tensión y el esfuerzo acumulados durante la intensa jornada de entrenamiento. A pesar de que, en ausencia de Ajdet, el gobierno del Pueblo del Gran Río recaía sobre él, en la práctica era Ayna quien gobernaba mientras él continuaba con la instrucción de los soldados.

  • Mnnngggg –Yasid solamente podía gemir. Demasiado cansado para mover siquiera los brazos y dirigir con sus fuertes manos la mamada, simplemente se dejaba hacer ante la pericia de Ayna, que estaba a punto de conseguir que se derramase- ¡AAAYYY!

Viendo cercana la eyaculación de su esposo, la rubita clavó con fuerza sus uñas en el escroto de su marido, haciendo así que el dolor cortara de cuajo la pronta corrida.

  • Todavía no, querido… Queda mucha noche para que acabes ya… -musitó, con la lascivia propia de quien ha soportado durante mucho tiempo la excitación, Ayna.

Con rapidez, se colocó a horcajadas sobre Yasid, agarró sus manos y las ató con la cuerda que había dejado preparada, y que sobresalía por el cabecero del lecho.

  • ¿Ayna? ¿Qué…?

  • Relájate. Te dije que esta noche todo corría por mi cuenta.


  • ¡NURA! ¡¡NO!! –gritó Ajdet, al ver que su guerrera más letal había mordido el anzuelo y se abalanzaba hacia uno de los atacantes, espada en mano.

El soldado se cubrió con su espada, desviando el ataque de la nínfula sin muchos problemas, y dando un paso atrás que la morenita tomó como el signo de una debilidad que podía atacar. Nada más lejos de la realidad, el guerrero estaba entrenado y el paso atrás solamente sirvió para que Nura se alejase un poco más del círculo de protección que formaba su grupo y acabara por ofrecer un flanco desprotegido a otro de los guerreros, que alzó su arma para asestar un golpe letal. La nínfula lo observó a tiempo y trató de esquivar el espadazo, haciendo que la espada solamente le abriese un largo corte sobre su brazo.

  • ¡Nura, cuidado! –gritó Sama, lanzándose hacia el guerrero.

La pequeña prima de Nura se agarró del cuello de su sorprendida víctima y comenzó a arañarle y morderle en la cara. El grito de dolor del guerrero rompió la quietud del bosque cuando Sama cerró sus dientes sobre la desprotegida oreja y la sangre empezó a manar.

  • ¡AHHHH! ¡PUTA CRÍA! –chilló el guerrero, sacándose de encima a Sama de un manotazo.

La niña cayó de espaldas al suelo, con un ruido sordo y pesado, ofreciendo todo su cuerpo sin protección a la furiosa estocada del guerrero.

  • ¡¡¡NOOOOOOO!!!- berreó Nura al ver cómo la estocada que estaba destinada a ella cambiaba de objetivo y atravesaba de parte a parte el infantil cuerpo de su prima, que lo recibió con un gemido agónico.

Por un momento, Sama se sintió de nuevo como cuando Kello la desvirgó. La primera de todas. No quiso perder tiempo y Sama, por ser la mayor, fue también la primera en ser obligada a ofrecer su cuerpo al mercader. Y, en ese momento, con la espada del guerrero atravesándole el cuerpecito frágil, la pequeña sintió el mismo dolor, la misma falta de aire, el mismo manar de sangre, la misma sensación de derrota e incapacidad…

Nura apretó los puños y los dientes y la rabia la dominó. Otro error más.

La pequeña guerrera del Rey Toro cambió de objetivo y se lanzó sobre el asesino de Sama. Hundió su espada en el costado del guerrero, donde la armadura de cuero no lo protegía. Herido de muerte, pero aún vivo, el guerrero se revolvió y la empuñadura de la espada se le escapó de las manos a la pequeña. Atravesado por el filo del arma, el guerrero sólo tuvo tiempo de volverse hacia Nura y ver cómo saltaba sobre él con la daga como única arma.

La nínfula morena literalmente cosió a puñaladas al atacante. Cuando los compañeros de la víctima reaccionaron, Nura ya había caído sobre él, tirándolo al suelo, y le asestaba puñalada tras puñalada sin freno, perdido absolutamente todo su control.

Torso, brazos, vientre, cara y casi todo el resto de la parte delantera del cuerpecito núbil de la nínfula acabaron cubiertos de sangre antes de que los atacantes reaccionaran y se abalanzaran sobre ella. Necesitaron tres hombres para reducirla, y dos fuertes golpes en cabeza y vientre para calmarla, pero una vez conseguido, y tomando poco a poco conciencia de la culpa que tenía ella en todo aquello, Nura se derrumbó y empezó a llorar como hacía tiempo que no lo hacía.

  • Ya está, Rey Toro –dijo el que parecía el líder de los guerreros-. Puedes luchar hasta la muerte y caer con tu esposa y todas estas niñas que te miran aterrorizadas o rendirte y acompañarnos a Tarsis la Bella, donde te podemos ofrecer un juicio justo.

  • En el que me condenaréis a muerte –gruñó, contrariado, el Gran Jefe.

  • Por supuesto. Pero puedes pagar tú por tus crímenes o hacer pagar a tu mujer y a estas niñas inocentes el precio de tu desmedida ambición. Tú decides.

Ajdet no lo pensó durante mucho tiempo. Aunque de haberlo hecho, seguramente habría terminado por escoger la misma opción.

Tratando de aguantar las lágrimas, el Rey Toro dejó caer sus armas al suelo y se rindió.


Ayna tomó aire. Una de sus manos dirigía la punta del enorme capullo a su coñito mientras la otra trataba de abrir al máximo sus labios vaginales. Aun a pesar de haber hecho tantas veces el amor con él, a la rubita aún le asombraba que tamaña herramienta pudiese entrar en su cuerpecito.

Cerrando los ojos, se dejó caer sobre la gruesa polla, que ya estaba empapada en los flujos de Ayna tras varios minutos de juegos previos, en los que el glande había repasado una vez tras otra la tierna rajita de la adolescente.

Seguramente, ninguno de los dos lo esperaba.

El primer orgasmo de Ayna fue tan rápido como explosivo. Nada más sentir el inmenso badajo del negro en su interior, sintió que perdía el control de sus extremidades mientras el grito de placer se convertía en una ristra de gemidos y jadeos. Ayna clavó las uñas sobre los hombros de su esposo, mientras los ojos de éste brillaban de cachondez, contrastando demasiado su blancura con la negrura de la noche y de su piel.

Sin dejar pasar los últimos calambres de su clímax, la rubita empezó a cabalgar sobre el cuerpo de su marido, sintiendo cómo su coñito casi reventaba de placer en cada penetración a causa de esa polla que la llenaba por completo.

Yasid trató de agarrar de las caderas a la rubita, sin recordar que aún mantenía las manos atadas tras su cabeza. Ayna interpretó los movimientos de su marido como que se estaba retorciendo de gusto, siendo verdad solamente en parte.

El negro disfrutaba, y la deliciosa presión del coñito de Ayna le estaba llevando al cielo, allá arriba, donde vivían sus dioses, tan parecidos y distintos a los de Ajdet y su gente, pero al mismo tiempo, lamentaba no poder moverse para agarrar a su esposa y destrozarla a pollazos como su pequeño ser adolescente estaba pidiendo a cada movimiento.

Ayna saltaba y botaba sobre Yasid. Únicamente la mitad de la verga entraba y salía del joven chochito, pero era suficiente para que tanto uno como otra se vieran envueltos en un placer intenso, salvaje, que aumentaba a medida que las caderas de Ayna aceleraban, superando el cansancio de sus piernas, buscando a la desesperada un nuevo orgasmo que se abría paso por sus venas a golpes, coincidiendo con los golpes de la negra e inmensa verga en el fondo de su útero.

Yasid, que sólo podía mover sus piernas y caderas, trataba de acompasar el movimiento de su cintura con los de la de Ayna, intentando que las penetraciones fuesen aún más profundas aunque sin conseguirlo.

La velocidad de ambos comenzaba a ser endiablada. Ayna se había inclinado sobre su esposo y permitía que fuera el movimiento de caderas de éste el que llevara la cadencia y la profundidad de cada penetración.

La rubita era todo un mar de gemidos que se estrellaban con el pecho del extranjero. La fuerza de Yasid acabó por hacer que sus ligaduras se desataran y, una vez sus manos libres, las llevó a las prietas nalgas de su mujer. Ahora era él quien llevaba el ritmo por completo y Ayna una simple marioneta que gemía y jadeaba, con los ojos en blanco y las palabras de amor y vicio escapándose de su boca.

  • Oh, dioses… te amo… te amo… te amo… te…

Yasid sintió que todo su semen se apelotonaba en sus testículos, a punto ya de desbordarse, y eligió la tensión del momento para darle la mayor profundidad posible a su dedo corazón, que se introdujo de una estocada en el ano de su mujer.

El grito de placer de Ayna quedaría grabado por siempre en la mente de Yasid. Fue como si algo muy grande, demasiado grande para su cuerpecito pequeñito, le saliese en un momento por todos los poros de su piel.

Mientras el semen de Yasid desbordaba su estrecha cavidad, Ayna era víctima de un orgasmo atroz y compartido.

Le costó volver en sí. Cuando lo hizo, un pequeño revuelo en el pueblo la obligó a vestirse rápidamente y a salir a ver qué pasaba a esas horas de la noche.


Ajdet se había negado a dejarse llevar hasta que el carro, conducido por su esposa y con Nura y los diez niños en el cajón, se pusiera en marcha.

Con lágrimas en los ojos, Rayma arreó las riendas de los caballos y el carromato continuó su triste camino al norte.

Ajdet no quiso ver cómo el carro se alejaba. Cerró los ojos y esperó a que los guerreros le maniatasen y tirasen de él para llevarlo de camino a Tarsis.

Tal vez su ambición había tocado techo. Quizás había intentado abarcar más de lo que podía controlar realmente. Mientras lo llevaban a rastras por el bosque, en dirección hacia donde suponía que aquellos ocho hombres supervivientes tenían sus caballos, Ajdet pensó que le hubiera gustado hacer muchas más cosas antes de morir.

Recapacitó para encontrar la lista de errores que le habían llevado a ese punto. No sabía cómo los hombres de Tarsis habían averiguado dónde estaría esa noche ni que estaría prácticamente indefenso. Sonrió cínicamente al entender que la única posibilidad era haber sido traicionado. Los secretos volaban más rápido que el sol, y estaba claro que alguien de los que tenían conocimiento de esa misión se había ido de la lengua. ¿Rayma? ¿Yasid? ¿Su hermana? ¿Lesc? ¿Nura? ¿Zuyda? ¿Rocnar? ¿Su madre?... su error había estado en contarlo a demasiadas personas. Una lástima que no fuera a tener tiempo de recapacitar y aprender de ese error.

Igual que aquellos guerreros no iban a tener tiempo de aprender del error garrafal que habían cometido.

Mientras sus escoltas ensillaban los caballos, Ajdet deslizó sus dedos tras su cinto y extrajo la daga que no había usado todavía. Una daga que los guerreros hubieran encontrado fácilmente de haber tomado la precaución de registrarlo tras apresarlo. Un error de principiantes.

Argantonio acabaría aprendiendo que era una estupidez y una falta de respeto mandarlo ser capturado por un grupo de novatos gobernados por un cabecilla prepotente.

Mientras los hombres volvían hacia él para montarlo en el alazán, Ajdet tomó aire y escondió la daga tras su espalda, sin cortar aún las cuerdas de esparto con las que lo habían atado.

Pensó detenidamente todos sus movimientos y todas las posibilidades que cada uno podría acarrear antes de llevar a cabo el primero de ellos. Los dos hombres casi habían llegado a él cuando cortó de un solo tajo y con un simple giro de muñeca la cuerda.

El siguiente movimiento fue hundir la daga en el cuello del guerrero de la izquierda. Después, de una rápida patada, envió al suelo al otro y por último, salió corriendo por el bosque.

  • ¡MIERDA! ¡ATRAPADLO! –gritó el cabecilla, viendo cómo su valiosa presa se escurría por la negrura del bosque.

Rayma llegaba al pueblo del Gran Río llorando a moco tendido. En el pueblo de la Sierra Sudeste le habían dado otro caballo y habían cambiado a los dos del carro que ahora manejaba Nura para que pudieran llegar cuanto antes a la capital del Reino a dar la mala noticia. Además, el Jefe del Pueblo se había comprometido a organizar un pequeño batallón de exploradores y guerreros para salir tras los hombres de Tarsis.

  • ¡RAYMA! –Ayna, feliz tras su noche de sexo salvaje con Yasid, había salido a recibirla con una sonrisa en la boca.

Supo que algo iba mal en cuanto vio entrar a su cuñada a caballo, llorando.

  • ¿D-Dónde está mi hermano?

Sobre la gruesa rama de un árbol, tratando de controlar su agitada respiración y limpiándose de la cara las manchas de sangre del tarteso que acababa de degollar, Ajdet podía escuchar la voz de los guerreros.

  • ¡Ha caído Nasindo! ¡Está muerto! ¡Ese bárbaro lo ha degollado!

  • No os separéis unos de otros. ¡Buscadlo, pero en parejas! ¡Id siempre acompañados! ¡Ese bastardo es muy peligroso!

El Rey Toro miró hacia arriba y un rayo de luna se coló entre el ramaje del árbol.

  • Dioses… Dadme fuerzas –rogó.

Ya tan solo le quedaban seis.

Continuará...

Kalashnikov