A.C. (24: La misión de Nura)
Nura abandona el Pueblo del Gran Río y camina hacia el sur. Hay algo que debe cumplir.
Los pasos de la niña-mujer eran cortos, cansinos y tambaleantes, como deben serlo los de quienes llevan tres jornadas de camino, alimentándose únicamente de agua de rocío y de algunas plantas y presas pequeñas que no eran capaces de dar energía suficiente para tan largo y duro caminar. El incipiente sol de otoño empezaba a hacerle hervir la cabeza y el viento de tramontana que soplaba le erizaba el vello y la hacía estremecerse de frío. Sus labios estabas resecos y cuarteados, y los callos de sus pies hacía mucho tiempo que no dejaban de sangrar; las malditas piedrecitas del camino se le clavaban más a cada paso.
A sus oídos llegó el alegre sonido del agua correr, y tan solo deseó que esa vez no fueran alucinaciones como las cuatro veces anteriores. La senda a la que había llegado tenía huellas de cascos de caballos y de ruedas de carros, y la nínfula supo que quedaba muy poco para el final de su odisea.
Al sonido, leve y sosegado, del agua allá a lo lejos, se le sobrepuso un sonido más agudo, más rápido, más creciente. Era uno de esos muchos caballos que usaban los comerciantes y que, poco a poco, se iba a acercando a ella con su trote suave.
Aunque el sol le hacía daño en los ojos, se obligó a mirar en esa dirección. Seguramente el comerciante la vio antes que ella a él, pero la pequeña fue la primera en reconocerlo.
- Al fin –musitó la joven, y sus labios esbozaron una sonrisa dolorosa.
Sintiendo que el alivio llenaba su cuerpo, cerró los ojos, relajó su cuerpo y se dejó caer. No creyó que realmente estuviera tan próxima al desmayo, pero antes de tocar el suelo, Nura ya había perdido la consciencia.
Lo primero que notó, al ir despertándose lentamente, fue una sensación húmeda, tibia y agradable por sus piernas. Lo segundo, que estaba completamente desnuda. No quiso abrir los ojos, prefería que aquel hombre no supiera que ella era consciente de lo que hacía con su cuerpecito delgado.
El comerciante limpiaba a Nura con un paño mojado y, por la lentitud de sus movimientos y la absoluta dedicación en cada uno de ellos, la pequeña podía notar la admiración, y casi práctica veneración, con la que lo estaba haciendo.
Nura no pudo evitar que sus pequeños pezones oscuros se irguieran a causa del indecente sobeteo que recaía sobre sus pechos niños. Tuvo que contenerse cuando el paño húmedo descendió por su vientre y mojó la cara interna de sus muslos, pero nada pudo hacer cuando la mano del mercader volvió a subir y rozó su pequeño clítoris. Un escalofrío le recorrió el cuerpo y un suspiro, tenue y quedo, brotó de sus labios. Las caricias cesaron y, cuando Nura abrió los ojos, se encontró mirando fijamente a los ojos penetrantes del mercader.
Vaya… ¿Al fin te has despertado? –preguntó el hombre.
¿Qué… qué me ha pasado? –dijo Nura- ¿Cuánto tiempo he estado dormida?
La jovencita miró a su alrededor, tratando de acostumbrarse a la claridad del mediodía que se filtraba en la casa. Descubrió sus ropas junto a ella, en una mesa contigua a la cama.
No llevas más que una cuarta parte de día, pequeña. ¿Qué hacías caminando sola?
Yo… huí –Nura apartó la mirada, fingiendo una vergüenza que no sentía.
¿Huiste? ¿De dónde?
De la guerra. Al norte se está librando una guerra sangrienta y el pueblo en el que vivía fue atacado. –De momento, la pequeña mujercita no había dicho ninguna mentira.
Pobre niña -musitó el mercader, aunque Nura notaba, pues de eso sabía mucho, que la estaba mirando con un deseo imparable y creciente-… ¿Tienes hambre?
La morenita no se esperaba eso. Parecía como si aquel hombre se preocupara de verdad por ella. Su mirada de lujuria le hacía parecer un monstruo, pero sus modales eran exquisitos y no parecía capaz de dañar a una mosca.
¿Eh? S-sí… Llevo días sin comer.
Está bien. ¡Azmara! –gritó, volviéndose hacia atrás- ¡Trae algo de comida!
Casi al instante, una niña de unos seis o siete años, de piel morena y con una túnica sucia y raída, apareció portando unos pedazos de carne en una bandeja de plata. Parecían apetitosos, y Nura prácticamente se abalanzó sobre ellos cuando la muchacha depositó la bandeja en la cama, junto al mercader, que permanecía sentado junto a la nínfula.
Por un instante, Nura retrocedió varios meses atrás, cuando su padre sacaba la caza del día a medio asar y la lanzaba sobre el suelo de aquella cueva en las montañas, sin saber que acabaría muriendo a manos de unos hombres que se comportaban como animales comandados por Ajdet, el Rey Toro.
- Tranquila, pequeña, no hay prisa –dijo, divertido, el mercader al ver cómo la pequeña morena devoraba con saña los pedazos de carne de caballo.
Casi con ternura, el hombre acarició el negro cabello de Nura que, al ver la carne, había recordado lo hambrienta que estaba.
Agua… -farfulló la pequeña, con la boca llena de carne.
Claro, claro… Azmara, trae algo de beber a… -El hombre dudó- No sé cómo te llamas.
Nura –respondió la joven, sin dejar de masticar la comida.
Un nombre precioso… Trae algo de beber a Nura y luego retírate a las habitaciones.
La niña asintió e hizo lo que el hombre le había ordenado.
Una vez solos de nuevo, y después de darle un buen trago a la jarra de vino que Azmara había traído, Nura se atrevió a preguntar, a pesar de que conocía ya la respuesta.
¿Es tu hija?
No exactamente, Nura –respondió él, sin dejar en ningún momento de sonreír-. Azmara es una niña que no tenía familia ni hogar y yo le di ambas cosas. Igual que a ti.
Un pinchazo de angustia recorrió el vientre de Nura, que terminó de comer y se limpió los dedos sobre su torso desnudo y casi plano.
- Oh, vaya… Te has vuelto a ensuciar, pequeña –dijo el comerciante al ver los regueros de grasa y sangre bajo los pechos de Nura.
Era la hora. La nínfula recordó el paño mojado, que yacía ahora a los pies del lecho, y se excitó ligeramente.
- ¿Y no me podrías limpiar otra vez? Ya sabes… Como antes…
Nura bajó la cabeza y miró de reojo al hombre que no tardaría mucho en poseerla. Quería aparentar toda la inocencia del mundo, pero al mercader se le irguió la polla al escuchar esas palabras…
Kello… Miena no se encuentra bien –por la misma puerta por la que Azmara había desaparecido, se asomó otra niña, algo mayor que la primera y no mucho más joven que Nura.
Dile que espere, Sama. Luego iré.
Sama estaba a punto de cerrar la puerta cuando vio a Nura. Sus ojos se abrieron como platos y estuvo a punto de decir algo, pero la nínfula morena la hizo callar con un gesto. Sama asintió y cerró la puerta, aún asombrada de que su prima también hubiera acabado allí.
¿Otra de esas niñas sin familia? –inquirió Nura, toda vez que su prima hubo cerrado la puerta.
Así es. No sé si es que este mundo es muy violento o que tengo el corazón demasiado grande, pero tengo muchos niños y niñas sin familia viviendo aquí.
Por un momento Nura dudó. Kello no parecía tan malo, al fin y al cabo. Solo parecía ser un hombre bueno que se preocupaba por los más desfavorecidos, pensó, mientras Kello se acercaba para atrancar la puerta de la habitación de las niñas y que nadie más los molestara.
Sin embargo, cuando la hizo tumbarse de nuevo y vio cómo sus manos temblaban de excitación poco antes de posarse sobre sus muslos, Nura cambió de idea.
Las manchas rosadas de grasa y sangre sobre su torso hacían mucho que habían desaparecido, y el paño mojado con el que habían sido limpiadas ya no era más que un retal inútil que yacía en la cama.
Sin embargo, Kello seguía acariciando y masajeando el cuerpo infantil de Nura, con sus dos manos como único instrumento y con el sudor de ambos, cada vez más abundante, como único material.
Aaahhh –gemía sin control la nínfula morena, retorciéndose de placer cada vez que las manos de Kello acariciaban o simplemente bordeaban sus zonas más erógenas. Las manos de aquel hombre eran fuertes pero muy suaves, como todas las de aquellos que nunca han ejercido un trabajo físico, y resbalaban cada vez más rápido por su cuerpecito.
Ponte boca abajo –ordenó el mercader, y la niña estaba tan cachonda que no se lo pensó un segundo antes de obedecer. Se tumbó de cara al lecho y notó como, rápidamente, las manos de Kello sobaban sus pequeñas pero prietas nalgas sin miramientos. Abrió un poco más las piernas, deseando, suspirando, anhelando porque algo duro entrara ya en su cuerpo antes de estallar de placer. No obstante, el comerciante siguió masajeando su cuerpo, disfrutando de la calidez y la suavidad de la piel de la muchacha.
Nura seguía suspirando y gimiendo. Kello parecía acariciarla con mil manos diferentes mientras su boca se engolfaba en el delgado cuellecito de la morenita. Así, cuando finalmente las manos de Kello se sumergieron entre los muslos de la pequeña, tras descender por la quebrada de sus nalgas, y se encontraron con el chorreante coñito de la nínfula, bastaron unos pocos roces sobre su clítoris inflamado para que Nura explotase en un orgasmo brutal y completo, que la dejó sin aire y sin conciencia durante varios segundos.
Sus piernecitas delgadas no dejaban de temblar, y todo su cuerpo se había contraído como queriendo dejar dentro, encerrada, esa maravillosa sensación.
Aún jadeaba cuando Kello le dio la vuelta para poder besarla. Nura se olvidó de parecer inocente y respondió al beso con lujuria, enganchando su lengua a la del mercader, que se vio gratamente sorprendido por el arte de la pequeña.
No eres virgen ¿Verdad? –preguntó Kello.
No –Nura no se anduvo con remilgos-. Pero eso no tiene que importarte.
Y, con destreza, mientras lo volvía a besar, agarró con su pequeña manita la polla erectísima de Kello, bastante más pequeña que la del Rey Toro, pero igual de dura y caliente, o quizás incluso más.
A Kello no le importó que Nura no fuera virgen. No le importó porque aquella pequeña mano le comenzó a hacer una paja suave y experta. Y no le importó porque ya lo sabía, porque tras traerla a casa y dejarla en la cama, lo primero que había hecho había sido examinarla con minuciosidad, introduciendo un dedo en su chochito y defraudándose al no encontrar un himen que romper.
- Túmbate. Rápido –Las tornas habían cambiado. Ahora era Nura quien mandaba y Kello quien obedecía.
La verga del hombre apuntaba al techo, y la nínfula morena se colocó sobre ella. Abrió sus labios vaginales con una mano mientras con la otra dirigía el ariete a su empapado agujerito. Se empaló toda de una y Kello ahogó un gemido en el dorso de su mano. Nura sudaba, su corazón latía enloquecido, y aunque la polla de Kello no era tan grande como la de Ajdet, la sentía abrirse paso en sus entrañas, dentro y fuera de su hambriento chochito, haciéndola disfrutar de cada movimiento.
Las manos de Kello agarraron las caderas de la pequeña para imponer su ritmo, pero ésta las rechazó con sendos manotazos. Colocó sus manos sobre los hombros del mercader y empezó una endiablada cabalgata al tiempo que movía sus músculos vaginales para exprimirle el pene a su bienaventurado acompañante.
Con cada intrusión en su coñito, Nura regresaba a su formación con Ajdet. Las salvajes folladas de la mañana, los suaves coitos de la tarde, el furioso sexo de esas noches en las que él discutía con Rayma y pagaba su frustración con el pequeño cuerpo de su pequeña aprendiz de bruja.
Observó al mercader sobre el que cabalgaba y en sus ojos se veía el mismo deseo puramente sexual que en los de Ajdet cuando se la tiraba.
“Vas a ser una gran arma”, le había dicho Ajdet, recordó mientras sus manos abandonaban los hombros de Kello para vencerse sobre él y follárselo torso contra torso y vientre contra vientre, aprovechando para hundir su lengua en su boca.
“Estoy harta de esa niñata, harta de que te la folles más que a mí, harta de su arrogancia, ¡Harta de ella!”, era la voz de Rayma la que entraba ahora en sus recuerdos, y el acordarse de ella la llevó a la noche de su desfloración, en la que Rayma y la hermana del Rey, Ayna, la violaron con una polla de madera. Un gemido poderoso le barrenó la garganta al recordar esa noche y al sentir de nuevo la polla de Kello en lo más hondo de su cuevecita. Con disimulo, hurgó entre el montoncito de su ropa, sin dejar por ello de follarse a Kello.
“Es una guerrera, una guerrera especial, pero sólo eso”, gritaba Ajdet a su mujer en su mente. “Quiero que la mandes lejos de aquí. ¡Y que no vuelva! ¡Nadie en este poblado la quiere!”, replicaba Rayma.
Las manos de Nura encontraron entre sus ropas lo que buscaba, y cerró el puño sobre ello. Mientras, sentía como toda la sangre de su cuerpo comenzaba un viaje acelerado de su corazón a su coño y de su coño a su corazón, sin ir más allá porque su cuerpo no lo necesitaba.
“¡La quiero fuera!”
“Es una guerrera”
“¡FUERA!”
Nura se volvió a incorporar sobre el cuerpo de Kello, sintiendo que ambos estaban próximos al orgasmo. Él mantenía los ojos cerrados. Ella, los puños apretados sobre el objeto. Los dos cuerpos se seguían moviendo y los gemidos eran cada vez más audibles. En la habitación de las niñas, sólo una había propasado el miedo atenazador que las solía cubrir por las noches y se masturbaba torpemente escuchando a su prima gozar.
Mientras la mente de Nura se separaba del cuerpo, llegando a ese punto en que todo es luz y oscuridad al mismo tiempo, aún tuvo tiempo de recordar una frase de su amado Rey Toro.
“Tengo una misión importante para ti. Has de matar a alguien”
Mientras el orgasmo de Nura se iniciaba, sus gemidos convertidos ya en un grito imparable, hizo descender el objeto sobre el mercader.
De haber mantenido los ojos cerrados, Kello habría muerto sin saber cómo. Sin embargo, al abrirlos en el momento en que todo el semen se agolpaba en sus testículos, presto a inundar la estrecha cavidad de Nura con su blanca leche, lo último que vio fue una pequeña daga de bronce hundirse en su pecho, justo a la altura de su corazón, y reflejada en su pulida hoja, la cara de una niña que acababa de llegar al orgasmo mientras lo mataba.
Los últimos estertores de vida de Kello fueron los de su polla expulsando el semen acumulado, mientras Nura disfrutaba de su merecido clímax.
Tardó aún unos minutos en recuperarse de su orgasmo, pero una vez superado el temblor y los jadeos, la nínfula se desacopló del cuerpo del mercader y, aún desnuda, corrió a desbloquear la puerta de la habitación. La abrió, y once caritas infantiles se giraron al momento hacia ella.
- Vestíos. Ya no tenéis nada que temer. Sois libres –dijo con una sonrisa.
Pareces cansada, Sama… -dijo Nura, una vez vestida de nuevo, viendo cómo su prima se tomaba más tiempo para recomponer sus vestiduras y salir detrás de los demás niños y niñas, la última sin contar a Nura, como le correspondía por ser la mayor.
¿Has… disfrutado? –preguntó, avergonzada, la niña de las montañas.
Aún eres joven para pensar en eso, Sama. Ahora vámonos antes de que alguien se dé cuenta de lo que ha pasado.
Las dos jóvenes pasaron corriendo junto al cadáver de Kello, al que no le obsequiaron más que con una mirada de reojo antes de salir de esa casa a la que no pensaban volver ya nunca jamás.
¿No dices que nos recogerían aquí? –Una de las niñas mayores miraba con recelo a Nura. Vivir con Kello había supuesto un suplicio para todas, pero no pensaba volver a vivir en la naturaleza, supusiera lo que supusiera.
Sí, pero aún es pronto, el sol aún está cayendo.
¡Pero tú dijiste que estaría aquí a la caída del sol! ¡Mentirosa!
¡Azmara! –replicó Sama, saliendo en defensa de su prima- Estoy segura que Nura no nos ha engañado. ¿Para qué nos iba a salvar si no? Daría mi vida por ella.
Nura agradeció el gesto con una sonrisa, antes de volver a otear el horizonte, buscando su transporte.
- Perdóname, es que estoy muy preocupada. Miena está muy adolorida. Casi no puede caminar.
Primero llegó el sonido de los cascos de los caballos, luego, el brillo de su coraza reflejando el sol. El Rey Toro iba a su encuentro tal y como acordó.
¡Allí está! ¡Es Ajdet! ¡Ajdet! ¡Aquí! –chilló Nura, palmoteando y saltando.
¿Ajdet? ¿El que nos vendió?- preguntó Sama, estupefacta, creando un pequeño murmullo de disgusto entre las niñas.
Os ha rescatado… ¿No? –replicó Nura, viendo cómo el Rey Toro se acercaba en un carro tirado por dos caballos, y con alguien a su lado, que lo acompañaba.
No. Nos has rescatado tú.
Pues yo me voy con él. ¿Alguna se viene?
Todas las niñas, incluida Miena, y los dos niños, respondieron afirmativamente. Cuando el carro se detuvo, dando media vuelta para permitir a las niñas subir, todas acabaron montándose en él.
¿Estáis todos? –preguntó el Gran Jefe Ajdet.
Sí. Misión cumplida- respondió Nura, antes de mirar a quien acompañaba al Rey-. Buenas tardes, Reina Rayma –saludó cortésmente.
Cuando el carro no había avanzado más que unos quinientos metros por el camino, Nura ordenó parar.
- ¿Qué pasa ahora? –se quejó Rayma.
Sin responder, Nura saltó con agilidad del carro, avanzó hacia la orilla del camino y arrancó un par de hierbas que crecían allí. Cuando volvió a subirse, ya se había deshecho del tallo y sólo se había quedado con las hojas y la flor, que masticó durante unos segundos antes de escupirlas en las manos y gritar un:
- Ya puedes arrancar, Ajdet.
Mientras el carro reanudaba la marcha, la nínfula morena obligó a la enferma, Miena, a abrir las piernas para ver el origen de la infección.
- Esto te va a escocer un poco, pequeña –dijo Nura, antes de ir colando la pasta en la vaginita de la niña-. Ese desgraciado no te curó bien ¿Verdad?
Con lágrimas en los ojos, pero aguantando bien el dolor, Miena negó con la cabeza.
- Es sólo una pequeña infección, pero hay que curarla antes de que vaya a peor. Esto funcionará.
Rayma observó la escena y, con el rostro serio, se volvió hacia delante, mientras la chiquilla se seguía preocupando por los niños y niñas.
Nura –espetó la reina, sin dejar de mirar al frente.
¿Sí, Reina Rayma?
Buen trabajo.
Continuará…
Kalashnikov