A.C. (19: La Subasta)

Los Hombres del Bosque han Caído, llevándose con ellos a los Hombres de las Montañas. Es hora de hacer algo con esas Mujeres salvajes viudas y huérfanas.

Una semana después de la llegada de las mujeres salvajes al Pueblo Azul, dando tiempo a que la noticia se extendiera y que los mercaderes llegasen para participar en ella, la subasta de las setenta y una mujeres y los diecinueve niños y niñas dio comienzo.

Ajdet había querido no sólo asistir a la subasta, sino dirigirla y hacer las veces de vendedor.

  • ¡Amigos! -gritaba el Gran Jefe en la plaza central del pueblo, rodeado de una multitud de mercaderes y curiosos- Sé para lo que estáis todos aquí, así que no os haré perder el tiempo. ¡Que pasen las mujeres!

Del antiguo templo de la villa, dirigidas cada una por un hombre del mismo pueblo o del Gran Río, comenzaron a desfilar las hembras, todas ellas desnudas y maniatadas, la mayoría llorando aterrorizadas.


En el pueblo del Gran Río, mientras sus antiguas compañeras eran vendidas como esclavas, las que habían corrido con la buena o mala suerte de ser escogidas por Ajdet recibían las primeras lecciones de Zuyda.

  • A partir de ahora, os vais a convertir en meros coños. MIS coños. Seréis obedientes, sensuales y siempre estaréis dispuestas. Cualquier hombre que os necesite os podrá follar por el agujero que él quiera... ¡Basta de lloros!

  • ¡AAAAHHH! -la varilla de madera, larga y flexible, que Zuyda llevaba en su mano impactó en la espalda de una de la siete mujeres, una salvaje de las montañas morena y de ojos verdes, abriendo su piel con un pequeño corte del que empezó a manar un fino reguero de sangre.

  • Basta de lloros -repitió la chamán-. Habéis tenido suerte acabando aquí. Vuestra diferencia con las infelices que están siendo vendidas es que aquí vais a ser vosotras quienes vais a dominar a los hombres mediante el sexo, sin que ellos lo sepan. Convertiréis en realidad sus fantasías... y también las vuestras.

Las mujeres fijaron su mirada en la rubia chamán. Ahora sí que había captado su atención y las mujeres atendían interesadas.


Ayna ronroneaba casi como un gatito, después de hacer el amor con Yasid. Su cuerpecito, húmedo de sudor, temblaba encogido junto al enorme cuerpo del negro, ambos desnudos.

  • Eres mujer hermosa, pequeña Ayna -decía el extranjero acariciando la mejilla de la adolescente con el dorso de su mano.

Ayna, con los ojitos entrecerrados, quizás rememorando el placer anterior, sonrió.

  • ¿Cuándo crees que podremos casarnos, Yasid? -preguntó la joven.

  • No sé. Ajdet dijo que antes de casarnos, yo superaré una prueba y entonces nos casaremos.

  • Espero que no sea una prueba demasiado difícil.

  • Cariño mío -susurró el gigante negro-, por ti sería capaz de vencer a todos los monstruos del mundo, de caminar encima de las aguas, de volar incluso.

Ayna rió y besó los gruesos labios del negro con dulzura. Cuando lo vio por primera vez jamás pensó que llegaría a enamorarse de él de la forma en que lo había hecho. Sin embargo, a pesar del color de su piel, la fuerza, inteligencia y cariño del negro la habían encandilado. Eso sin contar el tamaño de su polla.


La gente aplaudía y jaleaba cada vez que Ajdet se colocaba detrás de una de las mujeres para exponerla al público. Sopesaba los pechos, jugueteando lascivamente con los pezones hasta que, al tacto de los dedos hábiles, se endurecían y erguían.

  • ¡Mirad qué estupendas tetas tiene este ejemplar! -exclamó el Rey Toro, mientras la "presa" apartaba la vista, avergonzada. Un suspiro brotó de sus labios cuando la mano de Ajdet atravesó el enmarañado vello púbico y acarició con suavidad su sexo- ¡Es una mujer muy ardiente, como podéis observar!

Tras unos segundos más de sensual manipulación, Ajdet introdujo un par de dedos en el coño de la hembra y los extrajo, mojados con su flujo. Invitó a varios mercaderes a olerlos, y uno de ellos rápidamente pujó por ella.

  • ¡Ofrezco dos cestos de mi mejor carne de cerdo!

  • ¡Treinta monedas fenicias! -replicó otro.

  • ¡Cuarenta!

  • ¡Ofrezco un caballo de guerra y dos ovejas!

  • ¡Adjudicada! -gritó el Gran Jefe con una amplia sonrisa, señalando al último pujador- ¡Pasemos a la siguiente!

El Rey Toro había vendido ya a más de la mitad de las mujeres y a la decena de niños, que pronto se convertirían en fuertes esclavos capaces de hacer cualquier tipo de trabajo, por duro o asqueroso que éste fuera. Había empezado por las mujeres más mayores o menos atractivas, aun a riesgo de que, para cuando llegaran a las más valiosas, los mercaderes con menos recursos ya no tuvieran con qué pagarlas.

Aún así, los propios comerciantes sabían que las primeras ventas eran tan sólo un aperitivo de lo que se venía e intentaban contenerse.

Ajdet atrajo hacia sí a otra joven, que mostraba una fea cicatriz en su pecho izquierdo, lo que había bajado su precio y también su puesto en la subasta. Sin embargo, no dejaba de ser una de las más hermosas, también porque sus rasgos no eran tan simiescos como los de la mayoría de las hembras. La mujer mostraba un gesto de arrogancia, como queriendo mantener la poca dignidad que le quedaba.

La reconoció de haberla visto en el poblado, casi siempre acompañada del líder de los Hombres del Bosque. Posiblemente sería la hija de Ethú, o si acaso una de sus esposas más jóvenes.

Ajdet repitió sobre ella el mismo ritual que había seguido con las otras. Se puso tras ella, la obligó a dar una vuelta completa sobre sí misma para que los posibles compradores pudieran ver con claridad su redondo culo, y luego masajeó sus firmes pechos para comprobar cuánto tardaba la mujer en calentarse.

Fue tan fácil como tensar la cuerda de un arco con una flecha. Apenas su mano pasaba por encima de la cicatriz de su pecho, la joven suspiró y los pequeños pezones se levantaron con unas pocas caricias. Cuando sus dedos bajaron hasta el mullido monte de Venus, se encontró con que la raja estaba húmeda y caliente.

Hasta al propio Ajdet le sorprendió la facilidad para excitarse de la mujer.

  • ¿Cómo te llamas? -preguntó el Rey Toro. Ante el silencio de la joven, repitió la pregunta, pero esta vez pinchándola en la espalda con su daga.

  • Soine -musitó secamente la muchacha.

  • Bien, Soine... ¿Ethú era tu padre o tu esposo?

La mujer del bosque se tomó unos segundos para contestar.

  • Las dos cosas.

Ajdet sonrió. Tal vez Soine iba a salir mucho más cara de lo que pensó en un inicio.

  • ¡Observad esta muchacha! -gritó, retomando su descarado sobeteo sobre Soine- ¡Es un regalito para los más impacientes! ¿A quién no le gustaría poseer a la hija de todo un Rey de los salvajes?

Los comerciantes jalearon con ánimo a Ajdet.

El Rey Toro volvió a masturbar a la chica, abriendo con dos dedos su humedecida raja y frotando el clítoris con su dedo corazón. A pesar de que luchaba por mantenerse estoica ante las caricias, no pudo evitar que su respiración se agitara, que sus mejillas se encendieran y que de su garganta escapase un gemidito casi inaudible. Intentó proteger su sexo de las caricias, doblando su cuerpo y cerrando las piernas, lo que provocó una nueva ovación de jolgorio entre los mercaderes.

  • ¡Mirad! ¡Mirad cómo se retuerce de placer! ¡Esta muchachita está pidiendo a gritos una de vuestras pollas! ¿Quién se la llevará a casa?

  • ¡Cuarenta monedas fenicias!

  • ¡Cincuenta monedas!

  • ¡Dos vacas!

  • ¡Ofrezco ciento veinte monedas! -exclamó uno de los mercaderes, dando un paso al frente.

Todos contuvieron la respiración e incluso Ajdet detuvo sus caricias sobre el cuerpo encendido de Sonie. Aquel era un precio estratosférico por una sola mujer. Más aún considerando la tara que cruzaba su piel sobre el seno izquierdo.

  • Pero con una condición -explicó el comerciante.

  • ¿Qué condición, Praxicles? -inquirió Ajdet, reconociéndolo como uno de los comerciantes más ricos de una lejana tierra.

  • Quiero saber antes si la chupa bien.

  • Por supuesto, amigo. ¿Te importa probarlo aquí mismo?

  • ¡NO! -gritó la mujer, tratando de escaparse de su captor. Sin embargo, la daga de bronce del Rey Toro se posó sobre su cuello.

  • Hazlo. Y más te vale hacerlo bien o esa cicatriz de tu pecho no será la única que manche tu cuerpecito.

  • No tengo ningún problema en ello, Rey Toro -dijo Praxicles, bajándose la pequeña escarcela de tela y cuero y desnudando una verga larga aunque no demasiado gruesa.

Ajdet sonrió. Sabía que, cuanto más se excitaran los comerciantes, más difícil tendrían el pensar coherentemente y, por lo tanto, más ofrecerían por cualquier mujer. El aroma a sexo se había convertido en un perfume de la riqueza para el joven jefe.

Obligó a arrodillarse a Soine a punta de daga.

  • Abre la boca. Cuanto antes acabe esto, mejor para ti.

Soine obedeció. El Gran Jefe tenía razón, debía terminar cuanto antes. Con algo de suerte se podría escapar en el transporte, Praxicles tenía un acento extraño y difícil, que demostraba su procedencia de alguna tierra muy lejana. Eso le daría muchas más opciones de huir durante el viaje.

La mujer tomó entre sus manos aún atadas el miembro a medio crecer del mercader y le regaló varios lengüetazos largos y húmedos que sacaron el primer escalofrío de gusto de los músculos de Praxicles.

  • ¿Qué tal lo hace? ¿Bien? -preguntó Ajdet cuando Soine embutió entre sus labios la ya casi tiesa polla.

El mercader asintió a modo de respuesta, sin esbozar la más mínima sonrisa. Praxicles era conocido en los círculos de comerciantes por su rostro imperturbable y su mente fría y calculadora, dos cualidades perfectas para su oficio, donde no había ningún precio fijado y todo se negociaba.

Soine se esmeraba en su felación. Ethú la había instruido desde pequeña, desde muy pequeña, desde demasiado pequeña quizás, en ese arte oral. La lengua de la mujer alfombraba cada intrusión de la polla en su boca, presionando con habilidad sobre el sensible glande del comerciante.

Su cabeza se movía adelante y atrás, soniditos guturales surgían de su boca taponada por la verga y sus manos acariciaban los velludos testículos del hombre, mientras Ajdet lo observaba todo con una erección hinchándose bajo sus ropajes.

  • ¡Sanom! -gritó el Gran Jefe, dirigiéndose a su amigo y gobernante del Pueblo Azul- ¡Continúa con la venta!

Luego, buscó con la mirada a Rayma, le hizo un gesto que la joven entendió sin problemas y se introdujo en lo que antes fuera el templo.


  • ¡Aguantad! ¡Resistid! ¡Retrasad vuestro orgasmo!

Las mujeres botaban una y otra vez sobre los siete hombres elegidos para entrenar sus aptitudes. Tras una larga semana de duras torturas e intensos placeres físicos y mentales, la chamán había conseguido doblegarlas a su voluntad y convertirlas en unas aprendices aplicadas, resignadas a ser lo que ella quisiera que fueran. Ahora comenzaba su verdadera preparación para ser unas expertas fornicadoras como Zuyda, Malda y Veli.

La casa de Zuyda era un gallinero de gritos y gemidos que se podían escuchar por todo el pueblo, haciendo enardecer los instintos de todos los hombres y mujeres que las oían. El silbido de la vara y el consiguiente choque con la piel desnuda de la mujer de turno que Zuyda considerase demasiado próxima al clímax eran los únicos acompañantes de los sexuales sonidos.

  • Retrasad vuestro orgasmo todo lo posible y, así, cuando estalle, lo hará con mucha más fuerza.

Ni siquiera tres latigazos seguidos fueron suficientes para detener el clímax de una de las mujeres, una delgaducha rubia de pelo enmarañado que comenzó a chillar y temblar sobre el cuerpo de su follador, el joven guarda Pagul. Hasta el tono de voz y la forma de gritar su placer le resultaron conocidas a la chamán.

  • Veli, ¿Conoces a esta mujer?

  • Sí, maestra Zuyda -asintió la que había sido su segunda aprendiz, sonriente-. Es mi hermana mayor, Veka. ¿Lo hace bien?

  • Fa-bu-lo-so... -murmuró Zuyda, frotándose las manos, mientras Veka apagaba sus últimos estertores de placer sobre Pagul.


Rayma no tuvo tiempo siquiera de buscar a su esposo. En cuanto entró al templo sintió unas fuertes manos que la agarraban, la empujaban contra la pared y la desnudaban con rudeza en pocos segundos.

  • ¿Preparada? -le gruñó al oído el Rey Toro.

  • Hazlo. No te detengas.

Ajdet levantó una de las piernas de Rayma y, de una estocada, le clavó la polla hasta lo más hondo. Un grito a medio camino del dolor y del placer, con mucho de lo segundo y muy poco de lo primero, escapó de los labios de la morena, que no podía negar que también se había excitado con todo el espectáculo que había montado antes su esposo.

El joven jefe se corrió en muy poco tiempo, mientras Rayma lamía con un vicio desaforado los dedos con los que él había masturbado a más de una treintena de mujeres.

Cuando las andanadas de esperma cesaron de brotar de su polla, el Rey Toro la sustituyó por los dedos mojados de saliva y masturbó furiosamente a su esposa hasta que también Rayma llegó al orgasmo con grititos apagados, obligándole a agarrarla para que el temblor de piernas no la lanzase al suelo.


Soine había acelerado los movimientos de su boca sobre la dura verga del impasible Praxicles, que había comenzado a resoplar, moviendo sus caderas para profundizar sus penetraciones.

- ¡Oh, sí! Eres una estupenda felatriz -balbució el mercader en su lengua natal, disfrutando de las caricias de la hija del desaparecido líder de los Hombres del Bosque.

Finalmente, con un gemido quebrado, y agarrando a la mujer de la nuca para que no pudiera escaparse de ninguna forma, Praxicles se corrió, disparando su blanquecina carga directamente a la garganta de la mujer, que tosió expulsando algo de semen por las comisuras de los labios, pero que se vio obligada a tragar la pastosa sustancia para no ahogarse. Por fortuna, pudo controlar su primera reacción, que fue la de cerrar la boca sobre aquel caliente ariete que la profanaba y la mantuvo abierta hasta que el propio mercader la extrajo, húmeda de saliva y semen. Semen que Soine fue forzada a lamer hasta dejar bien limpio el agradecido bálano.

  • Vale lo que doy por ella. Incluso más -admitió Praxicles haciendo un gesto a su empleado para que dejara en las manos de Sanom un pequeño paquete de piel relleno de monedas.

Sanom entregó, en un gesto más protocolario que realmente útil, el cabo de la cuerda que todavía ataba las manos de la mujer.

Praxicles lo tomó y, estirando de él, llevó a Soine hacia su barco con celeridad. Era su tercera compra del día pero no sería la última. Tenía que volver antes de perderse alguna otra mujer interesante.


Cuando Ajdet regresó a la subasta, satisfecho en todos los sentidos, Sanom había vendido a otras veinticuatro mujeres, consiguiendo un buen precio por todas ellas. Praxicles se había llevado a otras cuatro antes de darse por servido. Quedaban ya solamente diez por subastar, pero el Jefe del Pueblo Azul sabía que al Gran Jefe le gustaría ser él quien las vendiese y estaba haciendo tiempo dando salida a las nueve niñas, las únicas que habían mantenido la ropa.

  • ¡Ofrezco un caballo de guerra por cada una de ellas! -gritó un mercader del sur, de uno de los pueblos que bordeaban ese río que Ajdet y Argantonio habían admitido como futura frontera.

Sanom estaba a punto de admitir la puja cuando el Rey Toro lo impidió.

  • Las niñas no se venden juntas. Puja por ellas por separado.

Ajdet no tenía pensada esa norma desde un inicio, pero el rostro del hombre no le daba ninguna confianza. Por otra parte, el querer tal cantidad de niñas, en la mente de Ajdet sólo tenía una razón de ser. El comerciante quería su propio harén de cuerpecitos infantiles. Recordó, además, que el mismo hombre se había llevado con anterioridad a dos niños varones, de seis y siete años, y la idea le revolvió el estómago.

  • ¡Dos caballos de guerra por cada una! ¿Alguien va a ofrecer más de dos caballos?

La sorpresa recorrió a los comerciantes que aún quedaban, y el propio Ajdet dudó. Dos caballos era mucho incluso para una mujer joven y adulta. Pero la edad de las pequeñas iba de los cinco a los once años, todas ellas sin duda demasiado jóvenes para el sexo, que estaba seguro que era el destino que les esperaba con ese hombre. El Gran Jefe se percató de que el comerciante tenía una erección bajo sus ropajes.

  • ¡Añado tres caballos de exploración y es mi última oferta!

Veintiún caballos en total. Ajdet podría formar todo un ejército de jinetes con ellos.

  • Sanom -dijo finalmente-, prepara a las niñas. Se las llevará en cuanto comprobemos la calidad de los caballos.

El nuevo Jefe del Pueblo Azul asintió y al comerciante se le iluminó el rostro. Mientras Sanom agrupaba a las pequeñas, el pedófilo ordenó a su criado que cabalgase con rapidez al pueblo y trajese todos los equinos prometidos.

  • ¡Que pase la siguiente mujer! -ordenó Ajdet, mientras las niñas eran acompañadas fuera de la plaza.

El Rey Toro quería olvidarse del destino de las infantes, y la primera de las últimas diez mujeres lo pudo comprobar en sus carnes. Ajdet no se había retenido en ningún momento y la hermosa joven había acabado corriéndose en las manos del joven con una sarta de gemiditos cortos y agudos, cayendo luego de rodillas al suelo, con la respiración agitada y temblando todavía.

  • ¡Siguiente! -exclamó secamente tras adjudicar la mujer a un comerciante que había ofrecido setenta y cinco monedas por ella.

Ni una sola de las otras salvajes se libró de los ágiles dedos del Rey Toro. Una de las pocas que no había llegado al orgasmo en sus manos, en cuanto se vio en brazos de su nuevo dueño le rogó un "Fóllame" que el comerciante tardó poco en cumplir en cuanto llegó al barco, tal era el estado de cachondez en que el poderoso gobernante la había dejado.

  • Ya sólo queda la última -informó Rayma, al oído de su esposo-. Pero relájate, ya sabes que es la cima de nuestra particular montaña.

Ajdet asintió y ordenó que la trajeran. La erección le dolía en los pantalones, las mujeres no habían dejado de restregarse contra él cuando la excitación acababa por superar a su vergüenza y su polla clamaba por algo que le diera calor y cobijo nuevamente.

Colocaron a la muchacha frente a Ajdet, y ésta tembló de las mismas sensaciones que habían embargado a sus compañeras. Sin embargo, ella se sabía especial, no en vano era la única a la que no habían maniatado, y entendía perfectamente por qué.

  • ¡Y como podréis suponer, la última de las hembras es también la más especial!

Los comerciantes se miraron entre sí y luego volvieron a observar a la muchacha. Pechos incipientes con areolas pequeñas e igualmente pequeños pezones, ambos de un color más rosado que pardo, caderas estrechas con curvas suaves, largo cabello rubio que enmarcaba un rostro de hermosura frágil y aniñada, sexo casi sin vello pero con dos labios cerraditos, carnosos e hinchados entre los que asomaba un diminuto botoncito rosa... No parecía mucho mayor que la más mayor de las niñas que se había llevado Kello, pero en sus ojos había un brillo extraño, especial como había dicho el Gran Jefe, tal vez porque estaba en esa época en que su cuerpo sufría sus mayores cambios, o tal vez porque la niña mujer ya se sentía más mujer que niña. Por lo que fuera, tenía una belleza añadida que atrajo a todos los hombres.

  • Quien quiera gozar de esta muchachita ha tenido suerte -comenzó Ajdet, mientras distribuía sus manos sobre los pechos y el sexo suave de la chiquilla, que en ningún momento hizo ademán de evitar las caricias, al contrario, las aceptó con pequeños suspiros y algún que otro jadeo-. Nura no sólo es una niña viciosa capaz de las guarrerías más salvajes... Sino que además... -Ajdet dejó unos segundos de suspense- Acercaos, acercaos.

Los comerciantes no se lo pensaron. Se abalanzaron hacia delante, hasta quedarse a menos de medio cuerpo de distancia de la chiquilla. El Rey Toro elevó a Nura agarrándola de las corvas, exponiendo aún más su rajita adolescente a la vista de los mercaderes.

  • Ábrete el coñito, niñita.

Nura lo hizo con una sonrisa. Realmente disfrutaba con todo aquello. Sin lugar a dudas, esa pequeña era lo que Ajdet necesitaba para hacer las paces consigo mismo y calmar sus malos pensamientos para con las chiquillas de los salvajes.

  • Es... ¡Es virgen! -exclamó uno de los comerciantes, al ver lo cerradita que tenía la vagina y cómo al final se podía vislumbrar una pared de carne.

  • Cuando la capturamos, la jovencita acababa de terminar con su primera regla, así que sí. Tiene un coñito completamente virgen... -explicó Ajdet- pero la vuestra no será la primera polla que recibe en su interior.

El Rey Toro bajó a la muchacha suavemente al suelo y la hizo colocarse a cuatro patas, de espaldas a los comerciantes.

  • Enséñales a estos hombres por dónde te gusta que te la metan.

Un escalofrío de excitación recorrió a la pequeña. Su sexo virgen estaba perlado de flujo, un flujo con un olor agridulce que enervaba las pollas que la rodeaban. Nura obedeció. Apoyando la cabeza en la tierra, separó sus nalgas con ambas manos e, incluso, se introdujo un dedito en su palpitante ano. El dedo entró sin dificultad, dejando bien a las claras que otros apéndices más gruesos ya habían profanado el oscuro santuario.

  • P... por aquí -suspiró la nínfula, apagando un gemido.

Ajdet recordó las palabras que su esposa le había dedicado en el templo del Pueblo Azul mientras Soine se la mamaba al mercader Praxicles.

  • No tengas pena por mí -le había dicho Rayma-. Si yo hubiera estado en tu lugar, me habría follado a la mitad de esas guarras.

Ajdet buscó a su mujer con la mirada, esperando un gesto que confirmara lo que había escuchado, y cuando éste se produjo en forma de sonrisa y asentimiento, se quitó la túnica mostrando una notable erección.

  • ¡Mirad también cómo la chupa! -Nada más tener la polla de Ajdet a su alcance, Nura se la embutió de una vez en la boca. En una semana le había dado tiempo a aprender distintos trucos- ¿He oído a alguien decir cien monedas fenicias?

Los mercaderes abandonaron su ensimismamiento para comenzar la puja.

  • ¡Cien monedas!

  • ¡Ciento diez! - gritaban los hombres mientras la verga del Rey Toro aparecía y desaparecía en la boca de la chiquilla.

  • ¡Ciento quince!

Ajdet resoplaba y suspiraba algo más de lo normal. No sólo Nura había aprendido cómo tratar una polla, también tenía que hacer ver que aquélla era la mejor mamada que nunca jamás le habían hecho.

  • Gran Jefe Ajdet -musitó Nura con una vocecilla aguda y sensual, sacándose de la boca la tranca empapada de saliva y mirando a los ojos al Rey Toro-. ¿Crees que me la podrías meter por el culo?

Los mercaderes enloquecieron. En un momento pasaron de las doscientas monedas a incluir en el precio todo tipo de objetos y animales.

  • ¡Y dos vacas lecheras!

  • ¡Y seis barras de oro!

  • ¡Y tres yeguas!

La verga de Ajdet se deslizó por el apretado ano de Nura, que gimió la penetración suavemente. Las ofertas de los comerciantes se iban inflando a cada rato, mientras la pequeña prácticamente ronroneaba con la polla alojada en su recto y ella misma se movía para empalarse con la tiesa tranca.

Ajdet sudaba de un calor que no venía de fuera, sino de dentro. De dentro de su polla, que había encontrado en el estrecho culo un acogedor refugio. El calor se iba extendiendo. Incendiaba su verga enguantada por el recto de la chiquilla, caracoleaba en sus cojones, subía a su vientre extendiéndose al mismo tiempo por sus piernas y se abría paso por su pecho en donde retumbaba un corazón acelerado por el placer y el sexo. Nura seguía gozando y gimiendo cada intrusión, presa de continuos temblores que la estremecían de arriba a abajo.

Ajdet no precisó más que unas pocas caricias al delicado clítoris de la muchacha para que ésta terminara en un orgasmo febril, que le hizo contraer tanto los músculos de su recto que acabó ordeñando la verga que la empalaba, haciendo que ingentes chorros de esperma inundaran el angosto conducto.

Nura quedó jadeando, de bruces contra el suelo, con los ojitos cerrados y gozando las últimas estocadas de ese placer total e insano que tanto le gustaba. La nínfula, cuando Ajdet sacó su polla de ella, acabó metiendo un dedito en su ano, el mismo ano que había disfrutado o sufrido desde días antes un concienzudo trabajo de limpieza, y lo extrajo cubierto del semen del Gran Jefe. A los mercaderes casi les reventó la polla de excitación al ver cómo la aparentemente inocente chiquilla lo introducía en su boca para degustar la esencia de Ajdet.


El Rey Toro y su esposa regresaron con una impresionante caravana de animales, objetos y alimentos a su pueblo. Algunos de los pagos no habían llegado todavía, pero no tardarían en engrosar la riqueza del Reino del Toro, como los caballos que Kello había prometido. Finalmente, Nura había valido doscientas cincuenta monedas, un par de cerdos y cinco yeguas alazanas, jóvenes y fértiles, entre las cuales incluso había una que estaba preñada. Nadie, ni siquiera alguno de los mercaderes que habían llegado de tierras más lejanas, recordaba haber visto pagar un precio igual por una sola chica.

No obstante, cuando Ajdet entró en su casa y vio a Ayna abrazada al enorme Yasid, a su mente regresó la diferencia de tamaño y edad de las niñas que había vendido a Kello, comparadas con el mercader, y se enfureció sin saber muy bien si consigo mismo o con el negro.

  • ¡Yasid! -espetó el Gran Jefe- Agarra tu espada y sígueme.

El extranjero, aunque inicialmente aturdido, obedeció en cuanto el hermano de su amada Ayna salió por la puerta, y corrió para alcanzarlo una vez que hubo cogido su espada.

Lo encontró en la plaza central del poblado, con otra espada en las manos.

  • Es hora de que superes la prueba si de verdad quieres casarte con mi hermana -escupió Ajdet-. Si de verdad la amas... ¡Vénceme!

El Rey Toro enarboló su espada y se colocó en posición de batalla.

Continuará...

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