A.C. (17: Los Hombres de Tarsis)

Tres emisarios del Rey del Sur acuden a negociar con Ajdet, sin saber que el Rey Toro es el negociador más duro al que se han enfrentado.

Las historias de Yasid eran asombrosas. Ajdet disfrutaba con la información que el negro le transmitía, prestando una atención especial cuando le hablaba de ese reino del sur en donde Yasid había pasado poco más de media luna.

El gigante extranjero dibujaba en la tierra un pequeño mapa de cómo estaba distribuida la capital y alguna de las ciudades circundantes.

  • ¿Qué son esos extraños símbolos que dibujas ahí? -preguntó el Gran Jefe, señalando unos raros garabatos que había junto algunos de los cuadrados que indicaban distintos edificios.

  • ¿Esto? Son letras... Se me olvidaba que en estas zonas no conocéis la escritura.

  • ¿Escritura? -Ajdet pronunció con dificultad la extraña palabra.

  • Cada uno de estos símbolos significa un sonido. Éste es la "e", éste, "rre", éste, "ri" y el último, la "a".

  • e-rre-ri-a... ¡Herrería! La herrería de la ciudad... ¿Y puedes

escribir

cualquier sonido de cualquier idioma?

  • Sí, aunque algunos son más difíciles, como vuestro sonido "P", que es muy parecido al de "B", pero siempre se pueden poner dos símbolos para disipar dudas.

  • ¿Y sería complicado aprender a

escribir

?

  • ¿Com-plicado? ¿Te refieres a si sería difícil? -Ante la respuesta afirmativa de Ajdet, Yasid continuó- No, no creo. ¿Deseas aprender?

  • Me encantaría, pero, si no te importa, prefiero que empecemos mañana. Hoy tengo que visitar el Pueblo del Monte Negro. Y si queda tiempo, bajaré hasta las villas de la Sierra.

  • De acuerdo, Rey Toro. Yo he de despedirme de Samir, ya está recuperado y ha decidido volver a casa.

  • Entiendo... -Ajdet se quedó pensativo- Oye, Yasid... ¿Cuándo regresarás tú a tu casa?

  • No tengo a nadie que me espere. Partí antes de casarme.

El Gran Jefe quiso ver más allá de sus palabras, y no le gustó lo que cruzó por su mente.

  • Yasid.

  • Dime, Rey Toro.

  • No te enamores de mi hermana -dijo, antes de despedirse del negro.


La negociación con los hombres del Monte Negro no había sido demasiado dura. Durante mucho tiempo, habían tenido problemas con los Hombres de las Montañas, otra tribu salvaje que vivía en las cuevas del norte del poblado. La villa, pese a su tamaño, no se atrevía a introducirse en la naturaleza más salvaje para acabar con ellos, sabiendo que aquel era el territorio de los Hombres de las Montañas que, allí, tendrían ventaja sobre los pueblerinos.

  • Acaba con nuestros enemigos y nos uniremos a ti sin condiciones, Rey Toro. Sólo tu poderoso ejército puede entrar ahí y salir victorioso.

Ajdet había aceptado el trato después de indagar un poco más sobre la fuerza de esos salvajes y, de vuelta al Gran Río con su pequeña guardia de cinco hombres, pensaba en que los dioses le amaban demasiado. Podría arreglar varios problemas a la vez si el plan que empezaba a tramar se sucedía sin contratiempos.


  • Di a Zuyda que quiero verla -ordenó Ajdet nada más regresar a su ciudad.

  • Gran Jefe, han venido tres hombres -explicó el joven a quien se había dirigido.

  • ¿Tres hombres?

  • Sí. Dicen que vienen de parte del Rey Argantonio, de Tarsis.

Ajdet quedó paralizado al escuchar ese nombre, sin duda se refería al mismo Rey Agantón del que Yasid, con su difícil acento, le había hablado.

  • ¿Dónde están?

  • En tu casa, esperándote.

El Gran Jefe salió corriendo hacia allí, gritando un "Llama a Zuyda" que se perdió en el viento de la tarde que recién comenzaba.


Tres caballos paseaban junto a la casa del Rey Toro, que supuso que pertenecerían a los recién llegados. Con premura, se introdujo en la casa para encontrarse con ellos.

  • Bienhallado, Gran Jefe Ajdet -le dijo el más viejo de los tres, que parecía ser el superior de los otros-. Nuestros nombres son Kefa, Pardín y Leyo.

Los tres hombres se hallaban sentados en el suelo, alrededor de una mesa baja, de madera de roble, que Ajdet había hecho construir a semejanza de una que Yasid había visto en un palacio de sus tierras natales, y estaba primorosamente tallada con hermosos dibujos y motivos. Leyo, el más veterano de los tres embajadores, tenía el pelo ya completamente blanco, y una barba fina y cuidada del mismo color. Sin embargo, su rostro y sus ojos emanaban una fuerza que le restaba años a marchas forzadas. Quizás tan sólo tendría unos pocos inviernos más que Rocnar. A su izquierda, Kefa daba la impresión de ser un vigoroso guerrero, ancho de espaldas y de brazos, aun cuando la negra túnica que portaba disimulaba un poco su gran tamaño. El último de ellos parecía un simple aprendiz, no era más que un muchacho de aspecto frágil y de rostro pálido que miraba todo a su alrededor con grandes ojos.

Ajdet tampoco había entrado a solas en la sala. Le acompañaban Lesc, que se sentó a su izquierda, y Yasid, que se quedó de pie, a su derecha.

  • Bienvenidos ¿Y bien? ¿Qué quiere el Gran Rey Argantonio de un Jefe de provincias como yo?

Los hombres de Tarsis habían traído con ellos un enorme mapa de papiro, un material nuevo y extraño para el Gran Jefe.

El Rey de Tarsis le ofrecía a Ajdet un trato que pensaba favorecedor para ambos. Si el Reino del Toro dejaba de extenderse hacia el sur, Argantonio respetaría sus tierras y no lo atacaría. Incluso, le permitía ampliar un poco sus fronteras meridionales hasta llegar a un pequeño río que quedaba a un día de camino de los pueblos de la Sierra y a tres de la frontera actual del Reino de Tarsis. El hijo de Agaúr pidió ayuda a Yasid con la mirada y éste le explicó qué significaba aquel dibujo que los emisarios le mostraban, qué pueblos, costas y ríos allí aparecían.

Con una pequeña pieza de carbón, Ajdet trazó una raya sobre otro río situado más al sur, casi más cercano al Reino de Argantonio que al suyo.

  • Hasta ahí llega mi Imperio de momento. Si Argantonio propasa esa línea, acabaré con él.

A Kefa se le escapó una risotada, que contrastaba con la absoluta seriedad de Leyo.

  • ¿Estás loco? ¡Venimos de esas tierras y no te pertenecen! ¡El Imperio de Tarsis es decenas de veces más grande que el tuyo! -chilló el grueso guerrero- ¡Argantonio puede traer aquí un ejército de miles de soldados! ¿Sabes lo que es eso?

  • ¡Que lo haga! -gritó Ajdet, dando un golpe sobre la mesa- Pero decidle que, si lo hace, también prepare miles de tumbas, porque ni uno sólo quedará vivo.

  • Tranquilidad, señores -Fue Leyo quien trató de poner paz entre su compañero y el Jefe del Imperio del Toro- ¿Hay alguna forma, poderoso Jefe Ajdet, de que cambies de idea sobre tus ambiciones?

  • Ninguna.

En ese momento, Rayma entró en la sala y susurró algo al oído del Gran Jefe, que asintió e hizo un gesto para que su esposa se marchase.

  • Entonces, Ajdet, nada más hay que podamos hacer. Le llevaremos la noticia al Rey Argantonio y él decidirá -sentenció el embajador.

Los tres emisarios se levantaron, pero Ajdet les detuvo.

  • Mis ideas están claras, pero no quisiera que os llevaseis una mala imagen de mí y de mi ciudad. Supongo que habréis hablado con los hombres que los pueblos de la Sierra Norte y la Sierra Este enviaron aquí. Os ofrezco el mismo regalo de despedida que a ellos.

Los tres hombres sonrieron. Las historias de esos serranos sobre las tres mujeres que se habían follado superaban todo lo que habían conocido. Si era cierto tan sólo la mitad de lo que contaban, Zuyda, Malda y Veli debían ser excepcionales.

  • Lesc -dijo Ajdet, dirigiéndose al hijo de Rocnar-, acompáñalos a la casa de las chicas, que Malda y Veli empiecen, Zuyda enseguida se les unirá. Vamos, Yasid, hemos de hablar con ella.

Cuando la antigua chamán entró a la casa, se encontró a Veli cabalgando ya sobre la mole humana que era Kefa y a Malda chupando la verga de Leyo, mientras Pardín las observaba sin atreverse a mover ni un dedo.

Zuyda dejó el odre que traía en el suelo y avanzó hacia el jovencito, que no la vio hasta que la mujer lo abrazó por la espalda.

  • ¿Por qué no te diviertes tú también? -preguntó, con una voz cargada de vicio, mientras le retiraba la negra túnica al joven.

  • Y...yo-yo... n... -El pobre Pardín no se había visto en otra igual. Suspiró de placer cuando Zuyda agarró su erecta polla y tembló de arriba abajo, entre nervioso y excitado.

  • Vaya, vaya... te gastas una buena herramienta -dijo la chamán para animarlo, aunque el miembro del chaval no tuviera más que un tamaño medio.

Con rapidez, mientras Veli y Malda se intercambiaban las pollas que las penetraban, Zuyda se agachó ante Pardín y se embutió su pene hasta las amígdalas.

  • Oooo... Ooohhohh -gimió el joven, derramándose a las primeras de cambio en la garganta de la rubia, que, aunque sorprendida por tal rapidez y cantidad de sustancia, tragó todo sin dejar escapar ni un solo chorro.

Zuyda se incorporó y besó con lascivia al chico, que se dejó hacer mientras su boca era invadida por la experta lengua de la mujer. El sabor de ese primer beso era extraño, dulce y pringoso, pero a Pardín le resultó agradable y excitante.

La mujer se separó de él y le alcanzó el odre mientras la habitación se llenaba de los gritos y gemidos de sus compañeras.

  • Toma, te vendrá bien para recuperarte cuanto antes.

El joven pegó un largo trago y se lanzó de nuevo hacia la poderosa hembra. Los dos cayeron sobre uno de los jergones y Pardín comenzó a lamer los grandes pechos de Zuyda, chupando los pezones con absoluta dedicación mientras restregaba su polla nuevamente erecta sobre el muslo de la rubia.

Veli, que volvía a ser penetrada a cuatro patas por el fortachón Kefa, se corrió con grandes gritos, que podían escucharse por todo el poblado. Antes incluso de recuperarse por completo, el guerrero de Tarsis le obligó a abrir la boca para abarcar su latente polla, húmeda de sus propios flujos. La antigua Mujer del Bosque lamió, besó y succionó hasta que, con un gruñido casi porcino, Kefa se corrió en su interior, obligándola a tragar la blanca sustancia.

  • Alcánzame ese maldito odre, a ver si es cierto que me recupero antes -gritó el fortachón.

Kefa dejó el recipiente por la mitad mientras Malda cabalgaba a Leyo a toda velocidad, moviéndose adelante y atrás sobre la pequeña polla del emisario. Pardín, por su parte, había introducido dos dedos en el coño mojado de Zuyda, que gimió la intrusión a pesar de la torpeza con que el chico los movía.

  • ¿Eres virgen? -preguntó la chamán, tras detener al adolescente y negarle el beso en la boca que quería.

  • S... sí -musitó, con un hilillo de voz. Zuyda sonrió y, volviéndose a tumbar sobre la cama, abrió las piernas para ofrecerle el sexo al joven que, antes de enfilar su tieso ariete al coñito ardiente, aguantó la respiración y cerró los ojos, sabiendo que jamás olvidaría ese momento en lo que le quedase de vida.

Malda aumentó el nivel de sus gemidos, conocedora de que al mayor de los embajadores le faltaba poco para derramarse. Tal y como pensó, el hombre eyaculó ingentes cantidades de esperma en el coñito de la morena no mucho tiempo después, mientras su joven compañero hacía lo propio dentro de Zuyda.


  • Ayna, déjanos solos -Ajdet había sorprendido a su hermana y al enorme extranjero hablando y riendo en la habitación de la pequeña.

  • ¡Ajdet! -la muchachita parecía azorada por la repentina interrupción, pero no replicó. Sumisamente, agachó la cabeza y salió de la habitación.

  • Yasid... ¿Recuerdas lo que te advertí, verdad? -inquirió el Rey Toro. El negro se levantó de la cama y miró a Ajdet a los ojos. Pese a que le sacaba más de una cabeza, el negro se sintió intimidado por el joven.

  • Hay cosas que no dependen de mí, Rey Toro, sino de los dioses -se excusó el gigante.

  • Los dioses no gobiernan mi vida, mi familia ni mi pueblo -dijo, sin ninguna inflexión en la voz-. Creo que ya no necesitas más lecciones del idioma. Ayna ya no es tu profesora- Sin dejar opción a réplica, Ajdet abandonó la estancia.


Lo de Veli ya no eran gemidos, sino gritos potentes, incluso pudiera ser que hubieran superado esta nueva frontera y hubieran dejado de ser gritos para convertirse en algo más sonoro, más brutal, más fuerte y excitante todavía.

Empalada por el coño por la tiesa tranca de Kefa y recibiendo por el culo las juveniles arremetidas de Pardín, Veli chillaba a cada intrusión como si sus órganos internos se le quisieran salir por la boca, tal y como si esas dos pollas alojadas en sus entrañas no dejaran espacio para nada que no fuera la dura carne masculina y el profundo, inmenso placer que recibía en cada pollazo.

Mientras tanto, Zuyda y Malda se repartían como buenas compañeras la verga del embajador de más rango, que disfrutaba la caricia de las dos lenguas, de las cuatro manos, de los veinte dedos cada uno con una habilidad diferente.

La chamán le forzó a abrir la boca y a beber otra vez del odre, ya casi vacío, mientras Malda le lamía los huevos y lo obligaba a abrir las piernas para acceder al más oscuro de sus agujeritos.

Leyo jadeó ostentosamente cuando sintió la lengua de Malda sobar la más vedada entrada a su cuerpo. Jadeó mucho más cuando ésta fue sustituida por un fino y largo dedo que se fue introduciendo lentamente en sus profundidades. Finalmente, se corrió mientras el dedito lo penetraba, la lengua de Malda recorría esa línea tan placentera que iba de su ano a su escroto, y los labios de Zuyda desperdigaban sus besos por sus cojones y su polla latente. Los chorros de semen cayeron sobre su vientre y su pecho, pero no permanecieron mucho tiempo allí, ya que enseguida empezó una amistosa competición entre las lenguas de la rubia y la morena por ver cuál de las dos podía lamer más de la masculina sustancia.

Pardín y Kefa, por su parte, también habían acabado con Veli, llenando sus dos agujeritos con su blanco y caliente semen.

La joven del Bosque miraba a los hombres con un brillo de lujuria, y cuando se lanzó a chupar sus pollas, deseosa de un nuevo asalto, su maestra Zuyda lo impidió.

  • Vamos, Veli, estos hombres tienen un largo camino por delante todavía. Déjalos marcharse. Yo apagaré ese fuego.

Los hombres de Tarsis abandonaron la casa mientras Zuyda devoraba el coñito de la otra rubia, degustando los restos del esperma de Kefa que todavía continuaban allí. Aún se escuchaban los gemidos de Veli cuando Yasid se les acercó, con una pequeña tablilla de madera en las manos.

  • Leyo, entrégale esto a Jasán cuando llegues.

El embajador de Tarsis observó la madera con extraños símbolos y preguntó:

  • ¿Qué es esto, Yasid?

  • Él lo sabrá cuando se lo des.

Leyo dio por buena la respuesta y montó en su caballo. La noche empezaba a caer.


Veli se acababa de correr cuando Malda se acercó a la chamán con el odre vacío en sus manos. Los emisarios no habían dejado ni una gota.

  • ¿Qué era esto, Zuyda? -preguntó la morena.

  • Un regalito de Ajdet para esos idiotas. Espero que les aproveche.

Zuyda sonreía, pero su sonrisa era... perversa.

  • Tomad esto -dijo la chamán, extendiéndoles un pequeño cuenco con hierbas-, por si acaso habéis bebido algo al besarlos.

Comenzaba a amanecer cuando un hombre bastante alterado entró en el palacio.

  • ¡Rey Argantonio! ¡Rey Argantonio!

El poderoso rey estaba sentado sobre su trono de oro y plata, visiblemente intranquilo.

  • ¡Leyo ha regresado del Reino del Toro!

  • ¡Al fin! ¡Que pase, que pase! ¡Vamos, hacedlo pasar! -gritó el monarca. Había estado toda la noche sin poder conciliar el sueño, esperando la respuesta de aquel niñato que, según decían, tenía poderes más allá de lo meramente humano.

El guardia del Rey torció el gesto pero obedeció. Se asomó a la puerta y ordenó que entraran al embajador.

Lo que Argantonio se encontró no era, sin lugar a dudas, lo que esperaba. Su emisario no podía tenerse por su propio pie, y su cara tenía un insano tono verdoso, sin contar con la manchas de algo que parecía vómito en sus ropajes negros y, que si no lo era, al menos sí que olía como tal.

  • ¡Leyo! ¿Qué ha pasado? -exclamó el Rey.

Aunque su emisario quería contestar, no podía. La vomitera le había quemado la garganta, además de parte de su estómago. El dolor era insufrible y no lograba recordar muy bien como había llegado a su destino. Sí recordaba haber visto caer del caballo a Pardín con los mismos síntomas, y que su idea era llevarlo en su propia montura hasta un pueblo donde lo curasen lo antes posible, a él y al resto, porque tanto Kefa como él mismo habían empezado también a vomitar y a sentir como su estómago comenzaba a hervir en su interior, calcinando los órganos circundantes. Pero cuando el grueso guerrero que los acompañaba también se precipitó al suelo, y comprobó que Pardín había muerto, decidió galopar a toda velocidad hasta Tarsis, dejando moribundo a Kefa junto al cadáver del joven aprendiz, para informar al Rey Argantonio antes de que fuera demasiado tarde.

  • ¡Leyo! ¡Responde, Leyo! -Argantonio, incluso, abofeteó ligeramente a su súbdito, buscando algún tipo de reacción.

El emisario, sin embargo, se desmayó en ese momento, sin poder obedecer la última orden de su Rey.

  • ¡¡MALDICIÓN!! -bramó el monarca.

  • R-Rey Argantonio... -murmuró uno de los guardas que había traído a Leyo.

  • ¿QUÉ?

  • Llevaba esto... -dijo, extendiéndole una tablilla de madera con unos signos indescifrables.

  • ¿Eh? ¡Que venga Jasán!

Pocos minutos tardó la Guardia Real en traer ante el Rey al extranjero.

  • ¿Qué demonios pone aquí?

Jasán leyó el mensaje, escrito con la cuidada caligrafía de Yasid, y lo tradujo rápidamente.

  • Es un mensaje de Ajdet, el Rey Toro. Avisa de que, como otro de tus hombres vuelva a entrar en sus dominios, esto será lo mejor que les podrá pasar y que incluso rogarán para morir como han muerto ellos.

El grito de rabia del Rey Argantonio retumbó en los interiores del palacio. Mandó que le trajeran el primitivo mapa que llevaban sus emisarios y, cuando vio la línea negra que Ajdet había marcado, despedazó el papiro con sus manos.

  • Rey Argantonio... ¿Desea que prepare al ejército para invadir el Reino del Toro?

  • No -respondió secamente el gobernante-. No podemos arriesgarnos a atacar a un brujo tan poderoso. Podríamos perder demasiados hombres.

  • Pero, Gran Rey...

  • ¡Silencio! ¡El que se atreva a comentar absolutamente el más mínimo detalle de lo que hoy ha ocurrido aquí será castigado con la más horrenda y dolorosa de las muertes! ¡Él y toda su familia! ¡¿Entendido?!

  • Entendido, Gran Rey -respondieron los hombres presentes.

Era la primera vez que veían a su Rey tener miedo.

Continuará...

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