A.C. 16 (Las lecciones de Ayna)

El enorme extranjero Yasid tiene una profesora muy joven y voluntariosa, deseosa de enseñarle tal vez más cosas de las que él hubiera imaginado. Mientras, algunos pueblos se siguen rindiendo al Reino del Toro.

La noche había caído de nuevo sobre el Gran Río cuando el primero de los dos grupos de guerreros regresaba al pueblo. Sin embargo, Ajdet notó algo raro según atravesaba las puertas de su capital. Un ambiente de nerviosismo revoloteaba en el poblado, como si una pátina de intranquilidad hubiera cubierto el Gran Río durante su ausencia.

  • ¡Lesc! ¿Qué demonios ha pasado?

  • ¡Ajdet! -El joven hijo de Rocnar suspiró aliviado cuando vio aparecer a su Jefe. Estaba claro que, pese a que Ajdet le había visto capacitado para gobernar durante su ausencia y la de Rayma, lo que hubiera pasado le había desbordado por completo- Cre... creía que ibas a venir antes, esperé todo lo que pude para darte tiempo a llegar... yo... lo siento...

  • ¡Lesc! ¡Maldita sea, cálmate! ¿Qué ha ocurrido?

  • Es... Ayna... se metió esta mañana en el bosque y todavía no ha regresado. No hay forma de encontrarla -El joven Lesc parecía al borde del llanto, no sólo había actuado de forma lenta y negligente, lo que posiblemente causara la muerte de la pequeña, sino que también había echado a perder la ocasión de demostrarle al Rey Toro que él también podía ser un buen gobernante.

  • ¿Qué dices? ¿Has mandado alguien a buscarla?

  • Sí. Pagul, Misdo, Ferc y Bsadi la están buscando. ¡Ah! Y el negro también. Él fue el último que la vio. Han salido a la caída del sol.

Ajdet maldijo. Era verdad que había dejado muy pocos hombres en la ciudad, y la mayoría de ellos, por no decir todos excepto Lesc, Rutde, el propio Yasid y Pagul, demasi

a

do jóvenes o demasiado mayores, sin contar con que el herrero había perdido medio pie años atrás en una lejana guerra en su pueblo natal, y desde entonces cojeaba ostentosamente.

Sin embargo, Lesc se había equivocado en sus elecciones. Pagul era un guerrero sin demasiado cerebro que no se orientaba especialmente bien en el bosque. Ferc era aún un muchacho con más ganas que fuerza, y Misdo un guerrero ya demasiado veterano, que había sido incluso compañero de Arald, el padre de Agaúr y abuelo de Ajdet. El joven Rey Toro rezaba a los dioses que fuera Bsadi, un viejo cazador acostumbrado a desenvolverse en la espesura, el que hubiera tomado el mando de la partida de búsqueda. Sin embargo, conociendo el poco carácter del hombre y el ego desbordado de Pagul, estaba seguro que no había sido así.

Si al menos hubiera enviado unas cuantas mujeres de apoyo, con las que pudieran hacer un barrido del bosque... Pero Ajdet sabía la opinión que el hijo de Rocnar tenía de las hembras, a las que consideraba seres débiles e inferiores. Él mismo tampoco tenía una opinión mucho mejor, pero al menos podrían haber ayudado.


Decenas de puntos de luz se internaban en el bosque, entre los aullidos de los lobos y el ulular de las lechuzas que rompían el silencio de los árboles. Cada punto de luz era un hombre o mujer con su antorcha respectiva buscando a la pequeña.

A pesar de lo brillante de la luna llena en el cielo, las ramas de los árboles no dejaban pasar un solo rayo de su mortecina luz, y los integrantes de la nueva partida de búsqueda andaban casi a tientas, con la intranquilidad que causaban las extrañas sombras formadas por la luz de los pequeños fuegos. De pronto, una enorme sombra se cernió sobre el Gran Jefe, que caminaba a trancas y barrancas por la espesura.

  • ¡Ajdet! ¿Encontrada ya pequeña Ayna? ¿Encontrada? -preguntó Yasid, que había cometido el error de internarse en el bosque sin ninguna iluminación y que había corrido a la primera luz que vio internarse en la arboleda.

  • ¡No! Pero te juro que como le pase algo, te haré a ti responsable. ¿Cómo pudiste dejarla sola en el bosque? -Yasid intentó replicar, defenderse sabiendo que no tenía defensa posible, pero un grito lejano se lo impidió.

  • ¡Ehhhh! ¡¡VENID AQUÍ!! ¡He encontrado algo!


El lobo llevaba una lanza de madera atravesándolo de parte a parte. Ajdet debía reconocer que, a la hora de cazar, las armas antiguas eran las más eficaces.

El cazador que lo había matado había sido muy certero, matando a la fiera casi en el acto.

Sin embargo, poco de eso importaba en ese momento. Lo que importaba realmente del lobo no estaba en las heridas sanguinolentas de su pecho lacerado, sino entre las mandíbulas muertas del animal.

  • Es... es la túnica de Ayna, reconozco la mancha del pecho -musitó Rayma, a punto de llorar.

El hallazgo sumió en tristeza a todos. A todos excepto a Yasid y Ajdet, que sonrieron aliviados.

  • ¡No sangre! ¡No existe sangre en túnica! ¡Ayna aún vive! -exclamó el negro, mientras el Rey Toro trataba de recomponer el rompecabezas que había en su mente. La túnica no parecía desgarrada más que en alguno de los pequeños puntos donde los dientes del cánido habrían apretado en su transporte. Eso sólo podía significar que Ayna no la llevaba puesta cuando el lobo la cogió.

La respuesta cruzó la mente de Ajdet como una revelación divina.

  • ¡Ya sé! -gritó el Gran Jefe, y salió corriendo hacia el este como una flecha. La antorcha tomó visos de apagarse con el veloz movimiento, pero aunque su fuego amainó, no desapareció completamente.

Los hombres y mujeres trataron de seguir a su jefe, sin embargo, la luz de su antorcha pronto se perdió en la tiniebla del bosque.

Finalmente, Ajdet, tras algunos tropiezos en la negrura, llegó a su destino. El correr del agua producía un sonido conocido para el joven, y el encontrarse las sandalias de la muchacha le llenó de una felicidad esperanzadora.

  • ¡AYNA! ¡AYNA!- gritaba el Gran Jefe, escrutando la oscuridad a su alrededor.- ¡AYNA! ¿DÓNDE ESTÁS?

  • Aj... ¿Ajdet? ¡AJDET! ¡AQUÍ! ¡AQUÍ ARRIBA!

La voz de su hermanita llegaba de la ladera del pequeño monte, de la misma cueva donde, años atrás, él perdía la virginidad con Rayma.

El cuerpo del Gran Jefe se dibujó en la entrada de la cueva, y la chiquilla, tan desnuda como su madre la trajo al mundo, se lanzó a sus brazos.

  • ¡Hermano! -dijo Ayna, abrazando al Rey Toro, sollozando como una niña- Me... me di un baño y... y me dormí. Me desperté y estaba rodeada de lobos. Me... me escondí aquí y pude hacer fuego para ahuyentarlos, pero se apagó y temía que volvieran... Ajdet... he... he pasado tanto miedo.

La pequeña no pudo más y estalló en llanto. Todo el terror que había sentido al ver consumirse las hojas y ramas, al escuchar cada aullido de un lobo en la lejanía, al ver cualquier sombra en la pared de la cueva... todo eso había dejado de importar porque su hermano estaba allí y nada malo le podía pasar ya.

Ajdet dejó caer su antorcha al suelo y estrechó entre sus brazos a la pequeña Ayna.

Mientras, junto al remanso del río, los hombres y mujeres del Gran Río comenzaban a agolparse.

  • ¿Está bien?- preguntó alguien, y cuando Ajdet respondió afirmativamente, todos estallaron en aplausos y vítores.

La multitud llegó al pueblo y fueron recibidos con más muestras de afecto. Ajdet iba desnudo, mostrando su cuerpo de marcados músculos, pero absolutamente feliz. Su túnica la llevaba puesta su joven hermanita, que no había soltado el brazo de su salvador en ningún momento, como si temiera alejarse de él un s

ó

lo segundo. Tras ellos andaban Rayma, Pagul y Yasid, que portaba un gesto serio. Sabía que todo aquello, de alguna forma, había sido culpa suya.

  • Tengo una... ¿

Jal

?

... ¿Có

mo se dice? ¿Debda? ¿Deuda?... una deuda de honor eterna con tú, Gran Jefe -dijo el extranjero una vez que los cuatro, ellos dos, Rayma y Ayna,

estaban

dentro de la gran casa de Ajdet.

  • Yasid. Eres un buen hombre. Hoy me lo has demostrado buscando durante horas a mi hermana en un bosque que no conocías. No me debes nada.

  • No. Mientes. ¿Qué debo yo hacer por compensar?

  • Nada. Bueno... una cosa. Quédate aquí una temporada. Podrás aprender el idioma y me enseñarás cosas de tus viajes.

  • Eso... querido Ajdet... ya había pensado de hacerlo.

  • Está bien. ¿Habrá algún otro problema si Ayna sigue siendo tu profesora?

Sin dudar un instante, Yasid contestó.

  • Ninguno, Gran Jefe. Yo defenderé Ayna con mi vida.

Tumbados en la cama, después de hacer el amor, Rayma y Ajdet conversaban. Eran los momentos preferidos de su mujer para que el Rey Toro le hiciera alguna de sus confesiones.

  • ¿Qué vas a hacer con los Hombres del Bosque? Están empezando a crear problemas y, ahora, con los mercenarios, no nos hacen tanta falta.

El jefe estaba pensando exactamente en lo mismo. Esa tarde, al añadir el pueblo del Estuario a sus conquistas, el propio Ajdet había tenido una discusión con Ethú. Como en toda rendición pacífica, el Gran Jefe había respetado su promesa de que no

habría

represalias para los hombres y mujeres del pueblo, exceptuando la remodelación del templo para detener el culto a los dioses. No en vano había obligado a los guerreros del Estuario a ver la brutal violación masiva de las mujeres del Pueblo Azul a manos de sus tropas más salvajes, a sabiendas de que así no se arriesgarían a que sus hijas y esposas corrieran la misma suerte.

Sin embargo, la rendición forzada había dejado a los Hombres del Bosque sin su correspondiente ración de coños frescos y nuevos, lo que había enfurecido a alguno de ellos. Ajdet, incluso, se había visto obligado a dejar inconsciente a uno de los salvajes para impedir que atacara a una hermosa joven, que tal vez no tendría mucha más edad que su propia hermana.

  • No sé todavía qué haré con ellos. Están poniendo demasiadas veces mi capacidad de mando en entredicho. Ya se lo he advertido esta tarde a Ethú. El próximo que se rebele ante mí perderá alguna parte del cuerpo. Por fortuna, cada vez son menos. Cuando llegaron eran más de treinta hombres, ahora, a duras penas llegan a la veintena de guerreros. No sé si esperarme a que desaparezcan ellos mismos y subastar a sus mujeres, o hacer algo para acelerarlo.

  • ¿Qué pasó realmente con mi padre?

  • ¿Qué? -el repentino cambio de tema cogió completamente desprevenido a Ajdet. ¿Cómo iba a decírselo? ¿Cómo iba a decirle que él mismo había ayudado a Gabdo a preparar el veneno que había acabado con Raco, para que su amigo heredara el mando?

  • Gabdo lo envenenó con un preparado a base de mandrágora.

  • ¿Y cómo lo sabes tú? -inquirió Rayma. Parecía que también sospechaba que su nuevo esposo había tenido algo que ver.

  • Me lo contó antes de que lo matara. Lo confesó todo.

  • ¿También quién disparó por la espalda a tu padre?

  • No. Eso se lo calló. No lo pude averiguar por mucho que lo torturé.

  • Ajdet. Basta ya. No quiero secretos, ni mentiras. A mí no puedes engañarme.

  • ¿A... a qué te refieres?

  • Ajdet. Lo sé ya todo. Te conozco y he aprendido a entenderte. Sé que fuiste tú. Sólo que quiero escucharlo de tus labios.

El Rey Toro observó a su esposa como si fuera la primera vez que la veía. Mientras alguna lágrima se asomaba al balcón de sus ojos, Ajdet tomó aire y empezó a confesar.


Al día siguiente, el Gran Jefe se sentía extrañamente descansado, como si alguna opresión interna se hubiera esfumado al contárselo todo a su querida Rayma. A pesar de todo lo que se había temido al decirle las barbaridades que había cometido para estar donde estaba, su esposa no se había horrorizado con sus confesiones, muy al contrario, hab

í

a premiado la sinceridad y la confianza del joven con una sesión de sexo dulce y apasionado.

  • ¡Gran Jefe Ajdet! -Uno de los guardas se acercaba a la carrera hacia el jefe- Acaba de llegar un enviado del Poblado de la Sierra Norte.

  • Traedlo a mi casa.


Ayna acompañó a Yasid de nuevo al bosque.

  • ¿No nos perderemos por el bosque? -preguntó el negro, que cada día hablaba mejor el idioma.

  • Tranquilo. Si ayer no volví sola al poblado era porque me daban miedo los lobos, pero hubiera sabido volver. Además, vamos cerca del río, desde donde nos podremos orientar. Ten en cuenta que ayer no pude enseñarte todas las palabras que quería.

Los dos llegaron al mismo lugar donde Ayna se había masturbado, a pocos metros de la cueva donde se había ocultado de los lobos.

Durante algunos minutos, la adolescente le estuvo enseñando diferentes tipos de plantas y árboles al extranjero, con sus respectivos nombres. A Yasid le resultó una lección muy complicada, ya que, de donde él venía, no existían la mayoría de esas clases de vegetales, y así se lo hizo saber.

  • Está bien... probaremos otra cosa -dijo, con un alegre cascabeleo de voz, la jovencita. Dicho esto, se quitó el cinto y la túnica, quedando desnuda ante los desorbitados ojos del extranjero.

  • ¡Ayna! ¿Qué tú haces?

  • Dos cosas -replicó, muy seriamente, la muchacha-. Primero, se dice "¿Qué haces?" o "¿Tú qué haces?", en todo caso. Segundo... tarde o temprano tendrás que saber cómo se llaman las partes del cuerpo de una mujer.


Euforia. Eso era lo que el Gran Jefe Ajdet sentía en ese momento. El Poblado de la Sierra Norte se había unido voluntariamente a su imperio, después de todas las noticias que habían ido llegando de las últimas conquistas del Rey Toro.

La felicidad de Ajdet era tal que había ordenado a Zuyda, Malda y Veli que "premiaran" al mensajero en su nueva casa, una construida en tiempo récord y que había relegado a la antigua a ser tan sólo el lugar donde se atendería a los enfermos como Samir. El emisario aún disfrutaba de las tres mujeres cuando llegaron dos hombres del Pueblo del Monte Negro, una hermosa y para nada pequeña villa del norte. Estos mensajeros habían aparecido en el Gran Río para darle al Rey Toro una noticia similar a la que llegaba poco antes desde la Sierra Norte. Un último emisario llegado de la Sierra Este faltaba aún por llegar, haciéndolo mientras Ajdet estaba reunido con los hombres del Monte Negro, discutiendo las condiciones de su anexión al imperio del Toro, aunque el Gran Jefe se negase a negociar con ellos, advirtiendo de que sólo hablaría de ese tema con el jefe del poblado a menos que, como el pueblo anterior, se tratara de una rendición incondicional.

En cuanto los norteños salieron, con la promesa de que él personalmente viajaría al pueblo lo más pronto posible, hizo pasar al enviado de la Sierra Este, cuyas peticiones eran tan exiguas y fáciles de realizar que pocos minutos después salía completamente sonriente, al igual que Ajdet.

Las seis villas de la Sierra eran un elemento básico en sus pretensiones, ya que le darían al Pueblo del Gran Río una gran defensa desde el sur por si el Imperio de ese Rey Agantón u otro ejército rival trataba de llegar a su ciudad principal y, aparte, le servirían de lanzadera para sus conquistas meridionales además de nutrirle no solo de cobre y estaño, sino también de oro y plata, dos metales muy codiciados por los mercaderes extranje

ros. Así, con la Sierra Norte y la Sierra Este de su lado, los otros cuatro pueblos cercanos (Sierra Oeste, Sierra Sur, Sierra Sudeste y Sierra Blanca) no tardarían en sumárseles, por las buenas o por las malas.

El emisario de la Sierra Norte salió bastante más que satisfecho de casa de Zuyda, después de recibir los agasajos de las tres mujeres, que no pudieron descansar puesto que, nada más salir el serrano, entraron los otros tres mensajeros, los dos del Monte Negro y el de la Sierra Este.

Los enviados debían reconocer que el pueblo del Gran Río tenía ciertos lujos que hacían que vivir allí fuera un sueño. Un sueño erótico.


Ayna se acercó, temblando de nerviosismo y excitación, a Yasid. Agarró las enormes manos del negro y las llevó a su boca.

  • Esto son los labios. La-bios -musitó la muchacha, haciendo el dibujo de sus labios con los largos dedos del extranjero. Con lujuria, los introdujo en su boca y los lamió lascivamente.

  • Labios... -repitió Yasid, prácticamente hipnotizado por la suavidad de la piel adolescente.

  • Cuello. Hombros.- explicó Ayna, obligando a las manos del hombre a bajar por los sitios señalados.

  • Cuello. Hombros.

  • Pechos -la joven colocó las enormes zarpas de Yasid sobre sus diminutos senos, que apenas comenzaban a crecer. Las manos los cubrían por completo.

  • Pe... pe-pechos -tartamudeó el único adulto de los dos.

El corazón de la pequeña se había desatado, Yasid lo notaba a través de la suave piel blanca de la chiquilla, tamborileando a una velocidad endiablada, que le recordó al ritmo de tambores enloquecidos en esas viejas noches de su aldea natal, antes de que su padre se convirtiera en el Gran General de los ejércitos del querido Rey-Dios.

Ayna volvió a prender entre sus deditos los enormes índices de Yasid y los acercó a sus sonrosadas areolas. Hizo que las yemas comprobaran la dureza y sensibilidad que tenían sus pequeños pezones antes de continuar con la lección de tan erótico vocabulario.

  • Pezones -dijo, entremedias de un suspiro.

  • Pezones -repitió Yasid.

La adolescente dejó que los oscuros dedos juguetearan con las pequeñas cumbres de sus pechos antes de hacerlos seguir su viaje.

  • Vientre. Ombligo -Ayna se sentía completamente encendida. Su sexo estaba más que húmedo con la sensual experiencia, pero sabía que, si quería probar la portentosa polla del extranjero, debía conseguir llevar a Yasid al límite, al lugar desde el que le fuera imposible echarse atrás.

Separó las manos del hombre y las hizo rodear su cuerpo.

  • Cintura. Caderas -decía la muchacha cuando las manos pasaron por dichos puntos de su caliente cuerpo.

  • Cintura. Caderas -repitió el negro, mientras la adolescente se apretaba más a él.

  • Cu-lo -murmuró, en voz muy baja, llevando las manos de Yasid a sus firmes nalgas.

  • Culo. Ayna tiene muy buen culo -respondió el negro, sintiendo como el aliento de la chiquilla le caracoleaba sobre el cuello después de subir por su ancho pecho.

Ayna sonrió. Acababa de demostrarle a Yasid que, tras su apariencia de niña pequeña, existía una mujer ardiente, una hembra hambrienta de verga. Cogió nuevamente las manos del extranjero y las llevó de su culo hacia su sexo húmedo e inflamado de cachondez.

  • Coño -gimió la niña-mujer cuando la rugosa piel negra tomó contacto con su monte de Venus. El día anterior había sido el último de su menstruación y Ayna quería volver a sentirse mujer.

  • Coño -repitió Yasid, notando la humedad que emanaba la tierna rajita adolescente. Sus dedos tomaron conciencia propia y, casi mecánicamente, comenzaron a acariciar el sexo de Ayna como habrían hecho con cualquier otro coño de más edad.

  • ¡Ah! -gimió ella- Clí... clítoris -suspiró, nombrando el endurecido puntito que Yasid acababa de tocar.

  • Clítoris.

Finalmente, Ayna abandonó las manos de Yasid y rebuscó bajo los ropajes de éste hasta que su mano encontró la dura, caliente, suave y enorme verga.

  • Y esto, Yasid... -dijo, aferrando, o tratando de aferrar a causa de su gran tamaño, el falo del negro- es una polla.

Desde que el último de los emisarios abandonó el pueblo, nadie había visto al Rey Toro. Se había esfumado del poblado sin decir una sola palabra. Había tenido que ser Rayma quien felicitara al hombre que había acudido desde el Valle Alto para informar de que los mercenarios extranjeros habían encontrado el pueblo de lo más acogedor y a sus mujeres de lo más agradables.

Otro problema que el Gran Jefe había resuelto.

Decidida a darle la buena nueva a su esposo, también Rayma salió del poblado. Posiblemente sólo ella supiera dónde se encontraba Ajdet.

  • Jamás entenderé por qué te gusta tanto este paisaje -dijo la mujer al llegar, algo cansada tras la caminata y la ascensión, a la cumbre del cerro que había a las afueras del pueblo del Gran Río.

  • ¿Ves todo esto? -respondió Ajdet, señalando a su alrededor- pues todo esto ser

á

mío dentro de poco. Juntos, tú y yo dominaremos toda esta tierra. Desde ese mar- Señaló al horizonte marino que se dibujaba más allá del Pueblo Azul- hasta aquel gran mar del que se dice que nadie vuelve una vez que te adentras lo suficiente- dijo, señalando en dirección contraria, por donde se extendían prados, campos, bosques, montañas, y cada vez menos pueblos o, como mínimo, más diseminados.

  • ¿Y para qué quieres tanto? -preguntó la hermosa morena.

El Rey Toro sonrió. Miró a su esposa a los ojos y, tras darle un casto beso en los labios, se lo explicó.

  • ¿Considerabas a tu padre un buen jefe?

  • ¿Eh? Sí, supongo que sí.

  • ¿Y al mío?

  • Sí... creo.

  • La verdad es que fueron dos grandes jefes y... ¿Para qué? Para nada. En dos o tres generaciones, sus nombres se habrán olvidado, y yo no quiero que eso me pase a mí. Si construyo un Imperio, uno tan enorme que haga que nunca jamás desaparezca, los hijos de mis hijos, y los hijos de sus hijos, y los de la gente sobre la que ellos gobiernen, recordarán que una vez existió un Rey Toro que unió cientos de pueblos sin mando e instauró su liderazgo y su orden para que éste perdurara para siempre.

  • ¿De verdad quieres que gente que jamás te conoció y a la que nunca conocerás te recuerde?

  • Ésa, querida Rayma, es precisamente la cualidad de los héroes.


Yasid se había desnudado. Para protegerse de posibles miradas indiscretas, hombre y muchacha se habían resguardado en la cueva.

  • Túmbate en el suelo -ordenó Ayna, hipnotizada por el bamboleo de aquel inhumano monstruo que era la verga negra del extranjero.

Yasid obedeció y, junto a él, la adolescente se agachó para acceder con su boca al miembro morcillón. El negro supo que la suya no era la primera polla que entraba en la boca de la joven en cuanto ésta empezó a chuparla, lamerla y besarla como si de la mujer más experimentada se tratase.

Una vez conseguido un nivel de dureza que la joven Ayna consideró aceptable, la chiquilla se situó sobre el negro ariete. Lo dirigió con sus manos y lo intentó hacer entrar en su anegado chochito.

  • ¡Ah! ¡Ay! No... no puedo...

  • Demasiado grande para ti -apuntó el extranjero-. No te puede caber... es mejor que...

  • ¡Cállate! -exclamó la muchacha.

Estaba tan cerca que no iba a dejarlo escapar ahora. Con un gesto perverso en el rostro, Ayna desistió momentáneamente de encajarse el pollón de Yasid y avanzó sobre el cuerpo del negro hasta acabar sentándose sobre su cara.

  • ¡Cómeme! -ordenó la niña-mujer.

A la nariz de Yasid llegó el potente olor de hembra en celo que exudaba el coñito de Ayna. Un olor que llegó directamente a su cerebro, acumulándose en aquella parte que gobernaba su movimiento, y obligándole a comenzar a mover la lengua sobre el juvenil sexo.

  • Ummmm... ¡Qué gusto! -gimió la pequeña al notar la ancha lengua separar sus hinchados labios y saborear su amargo flujo.

Yasid agarró de las caderas a Ayna sin dejar de lamer su coñito, mientras la pequeña se retorcía y gemía.

Sus muslos se tensaban sobre la cabeza de Yasid, los labios y lengua del negro rozaban, lamían, chupaban y se introducían en la pequeña cavidad, causándole un placer intenso e inmenso.

  • Sigue... no pares, por favor, sigue... -rogaba Ayna, sintiendo cómo el húmedo músculo de Yasid parecía querer sorberla entera, dejarla sin flujos vitales, secarla de la forma más gozosa que existiera.

Yasid se había olvidado ya por completo de la edad de la chiquilla. El aroma de su coñito no era muy distinto del de otras mujeres que había probado. Sus gemidos eran parecidos a los de cua

l

quier otra, y los movimientos de su cuerpo se repetían en decenas de mujeres diferentes, de decenas de lugares distintos.

  • Aaahhhh... sí... es... estoy... a punto... de... de...

Yasid redobló sus movimientos con la lengua sobre el capuchoncito de la chiquilla, cuyos gemidos se deslizaban por su boca, envilecían el ambiente de la cueva, cargándola de agrios aromas y blasfemias entrecortadas, y salían luego al bosque hasta que los animales comenzaban su concierto de piadas, aullidos y gruñidos quizá para quejarse o quizá para aplaudir a la dispar pareja.

El grito de la muchacha al correrse retumbó en la cueva, creando un eco interminable, que todavía no se había apagado cuando Ayna cayó de bruces al suelo, rendida tras el brutal clímax causado a base de lengua.

Pasadas las últimas contracciones de su orgasmo, y tras impedir que Yasid se moviera un solo centímetro, Ayna se situó de nuevo sobre la todavía erecta verga del negro, que se mantuvo dura y ardiente por lo sensual de los gemidos de la niña-mujer.

  • Ahora sí -dijo Ayna, volviendo a dirigir el pollón del extranjero a su anegada vagina. Cerró los ojos, aguantó la respiración, y se dejó caer sobre la verga- ¡¡YYYAAAAA!!

La profunda intrusión les dolió levemente a ambos. Ayna sintió la repentina sensación de que la cerraban por dentro, de que se ahogaba, y un gemido quebrado salió entre los labios.

La estrechez del coñito de la muchacha era máxima, lo que potenciaba el placer que la polla de Yasid gozaba. Cuando la hermanita del Gran Jefe se repuso de la sublime sensación

de repletez que causaba el inmenso badajo d

el extranjero, se empezó a mover lenta, muy lentamente, arriba y abajo sobre aquel monstruo negro, duro, suave y caliente que la perforaba hasta lo más profundo de su ser.

La presión sobre su adolescente vagina era sobrecogedora, y dificultaba cualquier movimiento, pero haciéndolos, al mismo tiempo, extremadamente más placenteros.

La verga la llenaba por completo, rozando todos los puntos posibles en su interior, y arrancándole gemidos que desbordaban la cueva en la que ambos follaban. Si alguna vez hubo dolor, éste había dejado paso al placer más absoluto, más incontrolable, más puramente animal.

Ayna saltaba, botaba y se estremecía, empalada por el enorme falo de Yasid. La lubricación de su coño ayudaba a que las acometidas fueran más profundas, haciendo llegar a la polla al fondo de su útero, justo en el momento en que los testículos golpeaban las nalgas prietas de la atravesada chiquilla.

  • Ah... dioses... por... todos... ¡Ah! Los... ¡DIOSEEES!

El orgasmo la alcanzó por sorpresa. No había avisado. Las penetraciones de Yasid eran tan placenteras que, a poco que el calor de su interior subió un par de grados, las piernas le fallaron, los ojos se le quedaron en blanco y, cayendo sobre la gigantesca verga nuevamente, se volvió a correr escandalosamente.

  • ¿Ya?- se sorprendió el negro, enseñando en su sonrisa unos dientes blancos que contrastaban con la negrura de su rostro.- Aguantas muy poco sin orgasmo, Ayna, mucha polla para ti. ¿Sí?

Los ojos entrecerrados de la pequeña se encontraron con los del extranjero. Ayna tenía toda la piel cubierta por el sudor, había sido mucho esfuerzo para un cuerpecito como el suyo, pero había tomado una decisión y no

se amedrentaría.

  • Cállate y no te muevas -ordenó la chiquilla, tratando de recuperar la respiración. Colocó sus manos sobre el rizado y oscuro vello del pecho de Yasid, y comenzó a cabalgar sobre la gruesa verga, haciendo que solamente una pequeña fracción de la misma saliera y entrara de su coño, pero consiguiendo al mismo tiempo que, por su propio movimiento de caderas, el ariete barrenara todo su interior, agrandando aún más si cabe el espacio ocupado por el mismo.

Ayna seguía con su enloquecido galope sobre el imponente negro, gimiendo todo lo que su respiración acelerada le dejaba. El placer había aumentado, el movimiento había permitido que su clítoris también se rozara de vez en cuando con la mata de vello púbico de Yasid, causándole las cosquillas más placenteras que jamás hubo soñado.

Las manos de Yasid abandonaron las caderas de la muchacha y se centraron sobre sus pechos nacientes y las agujas de carne en la que se habían convertido sus pezones. Mientras, la adolescente seguía con su desesperada cabalgata hacia un nuevo orgasmo.

Finalmente, cuando Yasid no pudo más, y la acusada estrechez de Ayna le obligó a derramarse en su interior, prácticamente ordeñándolo, la jovencita alcanzó el tercer orgasmo de la tanda al sentir los chorros de semen desbordando su pequeña cavidad.

  • Bru... brutal... -murmuró la adolescente, dejándose caer sobre el negro, y soltando un gemido cuando la verga salió de su coñito.

Ayna y Yasid regresaron al poblado cuando la tarde empezaba a caer.

  • ¿Qué tal la lección? -preguntó Rayma al ver a la feliz pareja entrar en la casa, a pesar de que la sonrisa de satisfacción de la jovencita era suficientemente esclarecedora.

  • Muy buena -respondió Yasid con su extraño acento.

  • Me alegro. Por cierto, Yasid, tengo que hablar con Ayna. Mi marido está entrenando en la sala de prácticas. Creo que quería hablar contigo.

  • Sí. Yo le debo muchas historias de mis viajes.

Yasid llegó a la sala y encontró a Ajdet practicando el uso de su espada. El joven había conseguido unos músculos bien definidos, y que dejaban a las claras que tenía una fuerza nada desdeñable. Además, por lo que el extranjero pudo ver, era extremadamente rápido en sus movimientos, y el muñeco de paja que era el blanco de sus ataques podía dar buena cuenta de ellos. En los últimos tres segundos se había llevado el mismo número de espadazos y un par de puñetazos con la mano izquierda.

  • ¿Puedo acompañarte en tu lucha, Gran Jefe Ajdet?

El Rey Toro se volvió hacia el recién llegado y le lanzó su espada, que atrapó ágilmente al vuelo. Yasid demostró que no era la primera vez que tenía una en las manos, haciéndola girar sobre ellas en perfecto equilibrio. Ajdet agarró otra mientras observaba los malabares del ex

t

ranjero.

  • No sabía que fueras un guerrero tan capaz.

  • Gran Jefe, muchas cosas de mí tú desconoces.

El Rey Toro sonrió e invitó al extranjero a que atacase primero. Detuvo, con mucha dificultad, el espadazo de Yasid con su propia espada y giró sobre sí mismo para devolverle el golpe.

Mientras los hombres se divertían a su manera, en otra de las habitaciones de la casa, Rayma hablaba con su pequeña cuñada.

  • Y... ¿De verdad la tiene tan grande como me ha dicho Malda?

Ayna se ruborizó por un momento, pero enseguida recuperó su sonrisa pícara para responder.

  • La verdad es que es enorme. Ha sido una locura... pensé que jamás me cabría. Gracias por ayudarme a "entrenar" anoche, Ray.

  • De nada... ¿Para qué están si no las amigas?

Y las dos jóvenes se echaron a reír.

Continuará...

Kalashnikov