A.C. (15: La estrategia de Ajdet)

No existe ningún imperio que no tenga salida al mar. Desgraciadamente, el Pueblo Azul se ha preparado para la batalla. Mientras tanto, Ayna le enseña algunas cosas al extranjero.

Ajdet no podía esperar ni un minuto más. Era hora de demostrarle al extranjero el poder del Rey Toro. Su simple nombre bastaría para hacer rendirse al Pueblo Azul y Yasid entendería que él era tan o más poderoso que el rey del Sur.

  • ¡Maastri! Ves y diles lo que acordamos.

El joven de los Hombres del Bosque se había ido convirtiendo día a día en uno de los hombres de confianza del Rey Toro. Su obediencia y rapidez le habían concedido un puesto muy cercano al jefe.

El salvaje asintió y salió del pueblo a la carrera. Si cumplía su misión, si empezaba a subir el respeto que el Gran Jefe le tenía, tal vez podría abandonar su tribu salvaje y hacerse un hueco en los desarrollados pueblos que Ajdet conquistaba.


Las horas pasaban y el Gran Jefe paseaba por su territorio con Yasid, mientras esperaba que Maastri llegara con la respuesta de Kimel. Samir, tras despertar de su profundo sueño, se curaba lentamente merced a los ungüentos de Zuyda, lo que tranquilizaba al imponente negro, que en su paseo sin embargo acosaba a preguntas a Ajdet. El joven se pensaba mucho antes de responder, no sólo porque tuviera que escoger las palabras más sencillas para que el extranjero las entendiera, sino porque tampoco le quería dar demasiados datos importantes. Todavía no se fiaba completamente del negro. Tenía que reconocer que Yasid aprendía demasiado rápido el idioma.

Los gritos de los vigilantes le sacaron de la conversación. Se puso a correr hacia el este del poblado mientras trataba de averiguar el motivo del griterío.


La rabia lo había dominado durante unos segundos al encontrarse con el desagradable regalo que le esperaba a pocos metros de la muralla. La cabeza cercenada del joven Maastri lo miraba a los ojos desde el suelo, como preguntándole un

porqué

que ni él mismo podía contestar.

Un jinete lo había traído y lo había lanzado a los pies de los guardias antes de desaparecer nuevamente en el bosque occidental.

Los Hombres del Bosque corrieron a por sus armas, deseosos de atacar ese maldito pueblo que había acabado con su compañero. Sin embargo, Ajdet los detuvo. Su inteligencia y sangre fría se impusieron a su ira.

  • ¡Quietos! Primero tendremos que enterarnos de qué es lo que tienen para atreverse a hacer una cosa de

éstas

. Lesc, escoge dos guerreros y ves al Pueblo Azul. Vigila e investiga, pero con mucho cuidado, no te acerques demasiado. Intenta contactar con Sanom, si puedes, es de confianza.


Ajdet no se había equivocado. Su error había sido tardar tanto tiempo en atacar el pueblo costero. La villa había tenido tiempo de contratar mercenarios de esos lugares con los que comerciaba. Incluso había dado tiempo a que un grupo de guerreros fenicios, altamente pertrechados, se pusieran a las órdenes de Kimel, el jefe del pueblo.

Además, la presencia en el pueblo de los jinetes del sur desaconsejaba un ataque frontal en campo abierto, y la situación geográfica del Pueblo Azul dificultaba cualquier otro tipo de ataque.

  • Está muy difícil. Los Pueblos del Río Pardo y del Estuario apoyan a sus compañeros de la costa -se lamentaba Lesc.

  • Llama a los pescadores, tengo que hacerles una consulta. Con suerte, podremos atacar el Pueblo Azul desde sus propios dominios. Es lo único que no se esperan.


Las confesiones de los pescadores del Valle Bajo, ya que el pueblo del Gran Río, pese a su nombre,

nunca había

tenido necesidad de nutrirse de los animales del torrente de agua, le habían satisfecho. Mientras hablaba con su esposa, en su mente se daban los últimos brochazos al plan.

  • Rayma, ¿Tú consideras a Yasid hermoso?- inquirió Ajdet.

  • ¿Yasid? ¿El negro? ¡No, por los dioses! ¡Parece un demonio!- respondió la joven con una risa.

  • Genial. Eso era lo que quería oír. Llama a mi hermana. Y luego pregunta a Rutde si ya tiene preparados los cascos.


La cabeza de Ajdet no había dejado de trabajar durante todo el día y parte de la noche. El complejísimo plan de ataque contra el Pueblo Azul y su idea sobre el futuro del extranjero en su pueblo le quitaban el sueño. Lo agradeció, esa noche nadie en su creciente imperio iba a dormir y él, el que

menos

. Los guerreros de los cuatro pueblos comenzaban a unirse a las puertas del Gran Río, preparándose para el próximo ataque.

Rocnar y Ajdet comandarían el primer grupo, el que saldría cuando la noche fuera más cerrada para conquistar el más grande de los barcos que seguían atracados en la costa, ante la imposibilidad de que cupieran todos dentro del perímetro del Pueblo Azul.

  • ¿Cómo está mi madre, Rocnar?

  • Fenomenal, muy contenta, ya se le empieza a hinchar el vientre, vas a tener un niño enorme, espero que sea la mitad de buen guerrero que su padre.

Ajdet sonrió, Rocnar estaba seguro de que su primer vástago sería niño, y él así lo deseaba. Así podría aleccionarlo desde pequeño para heredar su puesto tal y como había hecho su padre con él.

  • Vamos allá.

Los primeros rayos del alba bañaban la región. Los pescadores del Pueblo Azul habían embarcado poco antes del amanecer para poder abastecer a los guerreros llegados de todo

s

los puntos para defender su pueblo.

  • ¡Por allí vienen! ¡El Rey Toro y los Hombres del Bosque se acercan! ¡Todos a vuestros puestos!

Kimel se subió a la atalaya que se elevaba sobre la empalizada que protegía su poblado. Allí estaba, el Gran Jefe Ajdet parecía diminuto en comparación con el negro animal sobre el que estaba montado. Así que era cierto, el Hijo de Agaúr entraba en batalla cabalgando sobre un toro que obedecía todas sus órdenes. Pensaba que no eran más que cuentos de niños, locos y viejos, pero el verlo avanzar, oculto bajo su coraza y su casco de bronce, rodeado de los fieros Hombres del Bosque, le demostraba dos cosas. Uno, que las historias eran ciertas. Y dos, que el Rey Toro había caído en su trampa para que lo atacase. Tras la empalizada, sus jinetes se preparaban para cargar contra los rivales.

  • ¡Jefe Kimel! ¡Jefe Kimel! -gritaba Sanom, uno de los hombres del Pueblo Azul, corriendo hacia su líder- ¡Los pesqueros! ¡Han volcado los pesqueros y capturado a los pescadores!

Kimel miró al mar. Era cierto, sus decenas de barcos pesqueros estaban boca abajo, y la corriente del mar los acercaba poco a poco a su costa. Más a lo lejos, un enorme barco mercante se mantenía erguido y orgulloso sobre las aguas, como riéndose de su plan.

Sin embargo, algo más extraño aún ocurrió. Las barcas llegaron a la playa y, de pronto, éstas se levantaron con una retahíla de gritos. De su interior, como paridos por el propio mar, brotaron una cincuentena de guerreros, dos o tres de cada barcaza. Entre los atacantes, Kimel descubrió a Ajdet, sin armadura, liderando a las tropas.

  • ¿Cómo?- Los guerreros entraban en la ciudad blandiendo sus espadas de bronce, destrozando sin contemplaciones a los contrarios que se ponían a su alcance, a pesar de no llevar ningún tipo de protección- ¡A la playa! ¡Nos atacan por la playa!

Los guerreros y jinetes que aguardaban junto a la empalizada se volvieron y atravesaron a la carrera el pueblo, segundos antes de que el toro hiciera saltar por los aires la endeble protección de madera.

Kimel observó al guerrero de la armadura que había venido cabalgando al morlaco. Se estaba quitando el casco y Kimel no pudo reprimir su asombro. Definitivamente no era Ajdet. Ni siquiera era un guerrero. Ni siquiera era un hombre. Ese pelo largo hasta la cintura que había permanecido oculto bajo el casco, esos rasgos suaves y delicados, esos ojazos negros... Kimel la identificó sin problemas. Era Rayma quien comandaba a los Hombres del Bosque.


Ayna y Yasid habían salido del poblado. Su hermano le había ordenado a la pequeña que enseñara el idioma a su invitado, y ella había decidido que podría enseñarle algunas palabras relacionadas con el bosque y la naturaleza. Yasid había resultado ser un alumno excepcional, inteligente y aplicado.

  • Árbol. Hoja. Seta -pronunciaba la muchacha, mientras señalaba los objetos.

  • Árbol... Hojjjja... Xeta...- repetía el enorme negro.

  • No. Xeta no. Se-ta. SSSse-ta. Sssss. Ss -apuntó la chiquilla, justo antes de volver a mirar al suelo y gritar- ¡Aaaahhhh!

Ayna saltó sobre Yasid, agarrándose a su cuello. El negro, sorprendido, la agarró en sus fuertes brazos y buscó con la mirada aquello que había llenado de terror a la jovencita.

  • ¡Una serpiente!

  • ¿Qué?

  • ¡Una serpiente! ¡Una serpiente! ¡Mátala! ¡Mátala! -chilló, señalando una pequeña víbora, no más larga que su propio antebrazo, que culebr

e

aba entre un par de piedras.

Yasid rió con una carcajada amplia y franca y se agachó para agarrar a la bicha.

  • ¡NOOO! ¡Suéltala! ¡Tírala, por favor! -casi sollozó la chiquilla, apretándose más a Yasid.

El extranjero volvió a reír y lanzó a la serpiente a las ramas de un árbol cercano, donde se enroscó y siguió buscando algo que echarse a la boca, eso sí, lejos de la inusual pareja.

  • Es pequeña... muy pequeña -dijo Yasid, tratando de reconfortar a la adolescente.

  • No es pequeña... ¡Era enorme!

Ayna no soltaba al extranjero, su corazón seguía tamborileándole dentro del pecho y el propio hombre podía notarlo a través de la piel de sus pechos casi inexistentes. El calor de la chiquilla, además, era muy reconfortante. Se lamentó al instante, pero no pudo evitar que su verga tomara dureza entre los dispares cuerpos.

La joven lo notó y un suspiro le brotó de los labios.


Los caballos no resultaban una gran ventaja en el interior del poblado, sin demasiado espacio para maniobrar. Al contrario, en cuanto los jinetes vieron que sus monturas se estorbaban unas a otras en las callejuelas que formaban las casas de adobe, muchos de ellos descabalgaron y comenzaron a luchar a pie.

Sin embargo, el doble ataque de las tropas de Ajdet ponía en clara desventaja a los defensores, sorprendidos por la fuerza de sus rivales. Ni siquiera Rayma había esquivado la lucha y peleaba como una más. Para orgullo de su esposo, no lo hacía nada mal.

Los invasores habían ido acorralando a los hombres de Kimel en el centro del poblado. Ajdet, mientras presionaba a sus enemigos para rendirse, buscó a su mujer con la mirada. Le sorprendió el no encontrarla. Le asustó el ver, sobre el suelo de la aldea, una coraza de bronce manchada de sangre, que reconoció como la suya propia, la misma que había entregado a su esposa para confundir a sus rivales. Si Rayma había caído, no dejaría piedra sobre piedra en aquel maldito pueblo.

Sin embargo, no tardó en verla escalando la atalaya en la que Kimel veía cómo su pueblo caía ante el invasor. Rayma se mostró como una guerrera más que capaz ante el jefe del Pueblo Azul, atacando, esquivando y desviando los ataques del jefe. Finalmente, con una ágil patada, lo echó de la construcción y Kimel cayó al vacío desde una altura considerable.

El golpe del cuerpo en la tierra fue seco, brutal y de frente, e incluso hizo que muchos hombres contuvieran la respiración. Ajdet se acercó al cuerpo del jefe, que se retorcía del dolor en el suelo, echando sangre por boca, nariz y oídos y, de un potente y certero golpe de espada, separó su cabeza del cuerpo. Mientras tanto, Rayma bajaba, sonriente y victoriosa, de la torre de madera.

  • Ya no queda nadie para pagaros vuestros servicios -dijo Ajdet a los mercenarios, que permanecían acorralados por sus hombres, aunque todavía enarbolando sus armas-. sin embargo, seré magnánimo. Si os rendís ahora y dejáis las armas, podréis llevaros a la mujer que queráis de este poblado. Si os unís a mí y me ayudáis a conquistar toda la zona, os ofreceré un lugar para vivir y mujeres en cantidad. Necesito hombres fuertes para unas mujeres que buscan esposo en el Valle Alto. Eso sí, si queréis a las mujeres de este poblado, tendréis que esperaros a que mis amigos del bosque acaben con ellas. Chicos, podéis empezar.

Rayma recuperó del suelo su coraza, manchada de la sangre de sus enemigos, y se la entregó a su marido mientras los hombres del bosque buscaban

a las mujeres jóvenes

para violarlas igual que habían hecho en el pueblo del Gallo..

  • Lo siento, Ajdet, pero pesaba demasiado para mí. No podía moverme con ella puesta.

El Gran Jefe sonrió y besó con dulzura a su esposa. Mientras ella estuviera bien, nada más le importaba.


Ayna se restregaba sensualmente sobre el cuerpo de Yasid, que se encontraba inmóvil mientras en su interior se gestaba una lucha sin cuartel entre dos voces contrapuestas, el Bien y el Mal, la ética y la excitación, el cerebro y la polla.

Si bien la cabeza de Ayna no llegaba más que a la altura de los pectorales del gigante negro, su entrepierna encontró en la oscura rodilla un agradable lugar en que frotarse, a

ú

n sobre los ropajes de ambos.

La boca de la chiquilla buscó la del negro para cerrar el beso que sus labios rogaban, pero la ética se impuso y Yasid la empujó, alejándola de él. Desde el suelo, Ayna fulminó con la mirada al extranjero, profundamente herida en su orgullo.

  • No. Ayna, no. Tú eres niña y yo hombre adulto. No sería bien.

  • ¿Niña? ¿Yo niña? -la adolescente estaba fuertemente indignada. Se incorporó sin dejar de gritar al hombre- ¡NO SOY NINGUNA NIÑA! -exclamó.

Con un quejido sordo, Ayna metió la mano entre sus piernas, bajo sus propios ropajes, y la extrajo tras unos segundos, con los dedos manchados de una sustancia rojiza que restregó sobre la tela de la extraña y colorida toga de Yasid.

  • ¡No soy una niña! -repitió, dándose la vuelta y dejando solo al confuso negro, que seguía observando esa mancha roja de flujos menstruales que la chiquilla había dejado en su ropa- ¡Vuelve al poblado! -ordenó, mientras ella seguía avanzando, furiosa, en sentido contrario.

Sólo tres mujeres se salvaron de la brutal violación en masa en el Pueblo Azul. Ellas fueron la madre y las dos hermanas mayores de un joven de la población, el mismo joven que había dado a los hombres del Gran Río la información necesaria para que pudieran atacar el poblado, el mismo joven que había avisado al jefe Kimel de que sus pesqueros habían sido atacados, obligándolo a defender la costa y desprotegiendo así la empalizada, el mismo joven que inviernos atrás se reunía con dos adolescentes llamados Ajdet y Gabdo para contarles historias de lejanas tierras, la mitad inventadas por él mismo, la otra mitad escuchadas a mercad

er

es borrachos, el mismo joven que, de ahora en adelante, gobernaría el Pueblo Azul a las órdene

s de Ajdet.

  • Gracias por tu ayuda, Sanom -dijo el Gran Jefe.

  • No, gracias a ti, Rey Toro, y nuevamente perdón por lo de tu mensajero, me pilló pescando con mi padre en altamar y no me enteré de lo que ha

bía

pasado hasta que regresé.

  • No hay nada que disculpar, amigo. No habrías podido salvarlo de todos modos. Ahora prepara a los mercenarios que se quieran marchar con las mujeres de aquí, y haz que partan sus barcos. Dejaré un pequeño destacamento de guerreros para ayudarte, por si tus vecinos se rebelan.

  • No lo harán. Ellos odiaban a Kimel tanto como yo, pero... ¿Dónde vas ahora?

  • Voy a hacer un triplete. ¡Rocnar! Coge a los mercenarios y a la mitad de los guerreros y lleva a los prisioneros del Pueblo del Río Pardo a su casa, al norte, ya sabes lo que quiero decir. Yo me iré con el resto y con los hombres de Ethú al sur. Se van a arrepentir de apoyar a quien no debían.

Ajdet sonreía feliz. Se había adelantado diez días a sus propios planes, sin demasiadas bajas, y ninguna de ellas importante. Tal vez tendría que empezar a pensar en extenderse mucho más lejos antes incluso de lo que imaginaba.


Ayna seguía enfadada. No estaba acostumbrada a que no se le concedieran sus deseos, y ser rechazada tan secamente po

r el extranjero la había enrabietado. Pero si todo lo que había notado sobre su vientre mientras se fro

taba con Yasid pertenecía a la negra verga, debía reconocer que el extranjero estaba superdotado, esa polla debía ser enorme, y el pensar en ella entrando en su cuerpecito, alteró sus hormonas adolescentes.

Lentamente había llegado a un remanso del río, y decidió que el agua fría de la corriente sofocaría el calor que se había despertado en sus entrañas.

Se desató el cinto, se quitó la túnica y las sandalias y, completamente desnuda, se lanzó al agua.


  • ¿Cómo se encuentra? -preguntó Yasid nada más entrar en la casa de Zuyda.

  • Se recupera poco a poco. Zuyda es una gran curandera -explicó Malda. Su jefa había salido junto con Veli, la nueva adquisición, a por más hierbas medicinales al bosque y ella se había quedado encargada de cuidar a Samir y de atender a cualquier hombre que entrase pidiendo sus atenciones-. Tardará algunos días aún en poder comer algo sólido, su estómago ha resultado muy dañado por las setas.

Yasid se acercó a su amigo, que dormía plácidamente. La sonrisa que mostraba declaraba que los cuidados de Malda y Zuyda no se habían concernido solamente a purés de cereales, hierbas curativas y leche de vaca.

Sin querer, Yasid recordó el cuerpo adolescente de Ayna restregándose contra él, y los suspiros y gemiditos suaves que habían brotado de sus pequeños labios de niña.

La morena verga empujó levemente la tela de sus ropajes, algo que a Malda no le pasó desapercibido.

  • Ven -dijo la morena, tomándolo de su enorme mano y llevándolo a la otra habitaci

ó

n-. Creo que ahora me toca curarte a ti.


El agua fría de la primavera calmaba la calentura f

í

sica de la niña-mujer, sin embargo, su imaginación volaba y recordaba aquella dulce y dura presión sobre su vientre y pechos. Las ganas de follar con el negro crecían en su mente y, contra eso, el líquido elemento poco podía hacer.

Ayna salió del agua y se tumbó sobre una roca lisa que había en la orilla. Abrió sus piernas y, separando con dos dedos sus hinchados labios mayores, escrutó en el interior de su sexo, viendo como aquel placentero capuchón salía, orgulloso, brillante y mojado, clamando por unas caricias que lo calmasen.

Ella no lo sabía, pero unas pocas primaveras atrás, otra niña-mujer como ella, sólo que morena y quizás algo mayor en edad aunque no en cuerpo, también se había subido sobre esa misma piedra mientras dos chavales la espiaban. La chiquilla, en ese mismo lugar donde estaba Ayna, había comenzado a masturbarse muy lentamente.

Igual que ahora hacía ella.


  • ¡Oh, dulce dios del sexo! ¡Pero si es enorme!

Malda, de rodillas ante Yasid, acababa de descubrir el negro tesoro que guardaba el extranjero. Aunque la verga no se había erguido completamente, su tamaño ya era considerable, y Malda no perdió la ocasión de adorarla como si de un nuevo dios se tratara. Sin perder tiempo, la nieta de Nele la introdujo en su boca y jugó con la punta de la lengua sobre ella, arrancando los primeros gemidos de boca del extranjero.

La polla, en la hábil cavidad, tardó muy poco en ganar la consistencia de una piedra negra. Una piedra negra suave y caliente, pero piedra al fin y al cabo.

Malda ni siquiera podía meterse en la boca la totalidad de tan portentosa polla, aunque el trozo que le faltaba lo intentaba cubrir con una de sus manos, mientras la otra se dedicaba a acariciar suavemente los grandes cojones del negro.

  • Oh, sí... eres muy buena... oh, joder, sigue...- murmuraba el negro, mientras la mujer extraía el gran falo de su boca y comenzaba a darle besos por el largo canto, añadiendo unas suaves caricias de lengua cada vez que llegaba al moreno glande, tan negro como la oscura piel que lo rodeaba.

Yasid obligó a Malda a terminar de desnudarse y a tumbarse, boca abajo, sobre el lecho de pieles, dejando su culito expuesto.


Ayna gemía sin control, sus dedos resbalaban sobre el húmedo clítoris, haciéndola llenar el paraje con sus "¡Ah!", sus "MMM", sus "¡Sí!" y demás irreproducibles sonidos de su gozo profundo.

Su piel entera se escurría de sus manos, mitad agua del río, mitad su propio sudor. Sus pezones eran pececillos asustados que sus dedos no podían pellizcar, y numerosos espasmos de placer la hacían estirar las piernas compulsivamente, atrapando muchas veces su mano entre ellas.

Se forzó a abrirlas para meterse dos dedos en su coñito, su adolescente coñito anegado de flujos mezclados con su primera sangre menstrual después de su desvirgamiento, esos mismos flujos que gritaban a los cuatro vientos que no era ninguna niña.

El grito de placer se le escapó de los labios. Soñaba que no eran sus dedos, sino la verga de Ajdet la que la penetraba, la que escudriñaba en su sexo, la que la hacía gemir de placer una y otra vez.

Sin embargo, en su mente, la piel del hombre que la follaba fue oscureciéndose cada vez más, oscureciéndose y creciendo, afeando los rasgos del bello rostro hasta que ya no quedó rastro de su hermano, sino que sintió que quien la follaba era Yasid, el negro Yasid, el superdotado Yasid.

Un tercer y un cuarto dedo se sumaron a los dos que ya entraban y salían del mojado chochito, ensanchándolo al máximo.


  • ¡Oh, sí, por todos los dioses! ¡Me estás partiendo en dos! -gritaba a pleno pulmón Malda, sin importarle que alguien la pudiera escuchar, mientras Yasid taladraba desde atrás y hasta que su gigantesco miembro llegaba al final de su estrecho coñito, estrecho al menos para un pollón como el de Yasid- ¡Fóllame más, cabrón!

¡No pares! ¡No pares! ¡No pares! ¡NO PARES!

El enorme negro jadeaba por el esfuerzo. Malda estaba pagando los platos rotos de la frustración que Ayna había causado. Esta vez la ética había perdido la batalla y no podía estorbarlo mientras él se desfogaba con el sabio coño de aquella zorrita morena.

  • ¡Oh sí! ¡OH SÍ! ¡Me corro! ¡ME CORRO, ME CORRO, ME CORROOOOO!- chilló la mujer, antes de comenzar a temblar violentamente. Sin embargo, Yasid no se detuvo para dejarla disfrutar de su orgasmo. Malda era sólo una zorra, un coño estrecho en el que vaciarse y no le iba a conceder esa deferencia a un simple coño.

Con fuerza, la agarró de las caderas y siguió penetrándola sin piedad. Los gritos de la morena se redoblaron sin que Yasid dejara de embestirla una y otra vez. Al primer clímax de Malda se le sumó otro, y a éste un tercero, y uno más que hizo que el placer llegase a un extremo que lo convirtió en dolor. Un dolor agudo, ardiente e inaguantable que quemaba en su coño.

Como pudo, se escapó de las manos y la polla de Yasid y se desplomó sob

r

e la cama, estremeciéndose mientras trataba de recuperarse del extenuante placer, todavía gritando.

  • Abre tus piernas. Quiero más- ordenó el negro.

  • Aaaahhhh... ahhhh... sí, sí...

Ayna continuaba masturbándose sobre la piedra junto al río. "Si quiere placer, que se masturbe" había dicho unas noches antes Ajdet. ¿Así, hermano?, se preguntaba para sí misma la chiquilla, con sus cuatro deditos en su interior, agrandando la entrada a su pequeña vagina. Quizás, con un poco más de esfuerzo, podría meterse todo el puño, y si éste le cabía, también le cabría la enorme verga de Yasid.

Con esa imagen en su cabeza, sin tener tiempo suficiente para siquiera intentarlo, Ayna sintió que algo muy potente nacía en ella, que su placer se multiplicaba, que su cuerpo ardía desde dentro.

  • ¡Aaaaahhhhhhaaaaahhh!

Con un grito sobrehumano, Ayna acabó en un orgasmo que le dejó los ojos en blanco y le robó la respiración de sus pulmones durante varios segundos. Todo su cuerpo estaba paralizado, petrificado por el intenso clímax que la

arrollaba,

con pequeñas oleadas que la hacían convulsionarse una y otra vez.

Cuando sacó sus dedos del apretado coñito, a éstos les siguió un pequeño borbotón de flujos que oscurecieron la piedra lisa entre sus muslos.

Sobre la piedra, recuperando lentamente el control de su cuerpo, quedó la chiquilla, tan cansada y relajada que no se dio cuenta que, poco a poco, se iba quedando dormida.


Ahora sí. Ahora sí que dolía profundamente. Sobre el lecho, Malda a cuatro patas y Yasid de rodillas tras ella, la pareja seguía uniendo sus cuerpos. Sin embargo, esta vez el negro había elegido para su enorme falo el m

á

s pequeño de los dos agujeros, y Malda sentía como si su ano se desgarrara en cada embestida.

Cubierto su cuerpo por el sudor del esfuerzo y sus ojos por las lágrimas que brotaban a causa del dolor, Malda gritaba, pidiendo un poco de piedad.

El extranjero, sin embargo, no atendió a sus súplicas. Siguió sodomizándola con fuerza, mucho más lentamente que cuando se la follaba por el coño, pero con la verga igual de grande y dura.

Yasid resoplaba y murmuraba algo en su idioma extraño e ininteligible. La polla le latía, y la mujer se alegró, eso significaba que su calvario terminaría pronto.

  • ¡Fóllame el culo! ¡Más duro! ¡Así, así!- gritó la mujer, a sabiendas de que aquello aceleraría el final.

Efectivamente, así fue. Los chorros de semen inundaron la oscura cavidad, mientras Yasid gruñía y gemía su orgasmo.

Cuando el negro salió de la casa, Malda seguía en la cama, abrazándose a sí misma, sollozando y dolorida pero, al tiempo, gozosamente satisfecha.

Yasid dejó un beso sobre la frente de Samir que, extrañamente, no se había despertado con el griterío, y salió de la casa con una sonrisa en la boca.

Lejos de allí, en el bosque, Ayna dormía.

Continuará...

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