A.C. (13: El pueblo del Gallo)

Ajdet pone sus ojos en una nueva conquista. Una nueva arma. Mientras los hombres luchan, las mujeres les esperan.

Pasaron dos días, los hombres del Gran Río enviados por Ajdet y comandados por Lesc ya habían regresado, después de ayudar en la reconstrucción del pueblo del Valle Alto. Para compensarlos por los estragos que la guerra había causado, Ajdet no sólo permitió al pueblo explotar las minas de cobre y estaño, sino que hizo llamar a uno de los supervivientes para que aprendiera de Rutde el oficio de la herrería.

No obstante, el abismo que se había abierto entre el número de hombres y de mujeres en el pueblo tras la batalla, era un inconveniente en el que el Gran Jefe no dejaba de pensar. Viudas y mujeres jóvenes se habían quedado sin posibilidades de encontrar esposo. Pensó sin embargo que ya tendría tiempo de arreglarlo cuando conquistara el pueblo del Gallo.

Ajdet salió de casa y el sol repentino del amanecer le dolió en los ojos. Entrecerró los párpados y trató de acostumbrarse a la claridad brutal del día. Sus hombres comenzaban a prepararse. A los guerreros que le acompañaron en su ataque contra el Valle Alto se les habían unido varios habitantes más de los otros dos pueblos. En total, sesenta y un guerreros, ya la mayoría de ellos armados con espadas de bronce e, incluso, algunos como Rocnar o Lesc también con armaduras del cobrizo metal.

En vez de dirigirse directamente hacia ellos, el Gran Jefe se alejó del centro del poblado, hacia los campos que habían quedado fuera de las murallas. Se acercó a un pequeño cercado donde un animal zahíno correteaba.

Ajdet sonrió con arrogancia. Era hora de amedrentar al enemigo.


El pueblo del Gallo estaba rodeado por una empalizada de madera que, si bien no era tan buena protección como la muralla de piedra del Gran Río, daba una gran ventaja a los defensores. Además, la villa

era de las más grandes y pobladas de la zona, más de doscientas personas vivían dentro del pueblo, y ningún otro rival se había atrevido a atacarla desde muchas generaciones atrás. Se necesitaba un ejército muy fuerte y poderoso para siquiera intentarlo. Justo lo que Ajdet, en tan poco tiempo, había logrado.

  • ¡Allí vienen los Hombres del Bosque! ¡Es cierto! ¡Los comanda un hombre a caballo! ¡No! ¡No es un caballo! Es...

¡

Dioses del Cielo!

Los gritos del vigilante llegaron a oídos de los invasores, que se apostaban lentamente junto a la empalizada este del poblado. Una risa franca recorrió a las tropas de Ajdet.

Ciertamente, el Gran Jefe no cabalgaba sobre un equino. Había aparecido por el horizonte montado sobre el mismo toro que unos meses antes le daba el mando del Gran Río. Con su coraza refulgiendo bajo el sol ambarino, y subido sobre el poderoso animal, el Gran Jefe había traspasado la imagen de cualquier jefe que se hubiera visto en esas tierras. Su visión era más propia de las exageradas leyendas que llegaban desde el otro lado del mar, donde aún existían monstruos terroríficos y héroes hijos de los dioses que se enfrentaban a ellos.

  • ¡Rendíos ahora! -gritó el hijo de Agaúr a los guerreros que habitaban el poblado- ¡Rendíos y no habrá víctimas!

El temor se instaló en los normalmente valerosos habitantes del pueblo del Gallo. Podían competir contra cualquier humano, pero no contra un dios que dominaba a las bestias. Sin embargo, la hombría del líder del Gallo les impedía rendirse. En ese poblado, el honor era la vida, y si su honor obligaba a morir a manos de un dios, el Jefe Padte lo haría y lo consideraría todo un privilegio.

  • ¡Jamás! ¡El pueblo del Gallo luchará hasta la muerte! -se escuchó gritar desde el otro lado de la empalizada.

Ajdet tapó los ojos del toro y, pinchándolo con una aguja de hueso, lo obligó a embestir contra ella.

El choque fue brutal. La madera crujió y estalló. Los postes clavados a la tierra saltaron por los aires y los hombres que estaban detrás de la empalizada se vieron de pronto arrollados por el imparable morlaco.

Tras el toro, por la fisura creada en las defensas del pueblo, comenzó a entrar un río de hombres. Salvajes con armas de piedra y madera, salvajes con armas de bronce, guerreros sin armadura y guerreros con armadura.

Los hombres de Padte atacaron a los invasores, toda vez que el toro se soltó la venda que lo cegaba y decidió alejarse del fragor de la batalla, aunque ello conllevara llevarse por delante a otros tres defensores. Como los primeros en abalanzarse por la abertura en la empalizada fueron los violentos Hombres del Bosque, también fueron los primeros en sufrir bajas. Los guerreros del Gallo, rápidamente recuperados del intenso caos provocado por el toro, corrieron a proteger la grieta en sus defensas, tratando de que los salvajes no entraran.

Aunque al principio parecían conseguirlo, el empuje del resto de invasores les hizo retroceder lentamente, sin haber podido herir más que a unos siete u ocho salvajes, y solamente un par de ellos de forma grave.

Los atacantes iban entrando uno tras otro en el poblado, y las espadas empezaron a mojarse de la sangre de sus enemigos. La lucha era encarnizada, las espadas, lanzas y hachas chocaban y herían. Los gritos de dolor, agonía y terror cubrían el poblado, golpeaban los pechos, irritaban las gargantas, se colaban en las casas y se enquistaban en la tierra dolorida de guerras.

Padte buscó a Ajdet y viceversa. Las miradas se encontraron y las espadas no tardaron en hacer lo mismo. El hijo de Agaúr reconoció en el arma de su rival el mismo arte que en la suya propia. Entendió su error. Sus enemigos se estaban armando con las espadas que él vendía en el pueblo Azul. Su fuerza hacía crecer al mismo tiempo la de sus rivales y eso era algo con lo que tendría que contar de ahí en adelante.

  • ¡YARGH! -Ajdet se agarró el hombro, allí donde la espada de Padte había dejado su doloroso beso, y la sangre empezó a manar entre sus dedos.

  • ¿Lo

veis

? ¡Es un hombre más! ¡No es un dios ni nada que ver con ellos! ¡Si sangra, puede morir! -gritó el jefe del pueblo del Gallo.

Golpeó con su puño en la cara de Ajdet y éste cayó hacia atrás.

Sin embargo, Padte no pudo aplicar la estocada mortal. Fue su propio cuello el que se abrió en un potente surtidor de sangre. El filo de una espada lo había atravesado.

  • He perdido ya un Jefe y un amigo. No pienso perder otro -dijo Rocnar tras extraer la espada del cuerpo de su víctima y extender una mano a su jefe caído.

El cuerpo de Padte se desplomó sin vida al suelo, regándolo con su sangre. Los hombres del Gallo vieron cómo su jefe moría y buscaron los ojos de sus compañeros con la mirada. Todos entendieron sin siquiera soltar una palabra.

Muchos tiraron su espada al suelo, los demás simplemente rogaron clemencia. Su jefe estaba muerto y los cadáveres no tenían honor por el que los vivos tuvieran que luchar.

  • ¡Nos rendimos! ¡Nos rendimos!

Incluso los Hombres del Bosque se detuvieron y dejaron de atacar.

  • Perdónanos la vida, Rey Toro, y te seguiremos hasta la muerte.

Los guerreros del pueblo del Gallo hincaron una rodilla en tierra y agacharon la cabeza, mostrando sumisión ante el líder de los vencedores. Al hijo de Agaúr le gustó el título que los hombres conquistados le habían puesto. Rey Toro. Le encantaba. Tenía fuerza, invitaba a pensar en hazañas imposibles, le elevaba sobre el resto de humanos. Rey Toro. Sí, a partir de ahora sería el Rey Toro. Su Imperio, el Reino del Toro.

Los Hombres del Bosque buscaron con la mirada a Ajdet, que todavía sangraba por el hombro y la nariz. El Gran Jefe, el Rey Toro, se enfrentaba a un problema, dos promesas que había hecho entraban en conflicto.

Por un lado, los salvajes querían las mujeres que se habían ganado con su lucha. Por el otro, el propio Ajdet había asegurado que ningún pueblo que se rindiera a sus tropas recibiría castigo alguno. Si los hombres se habían rendido, era seguro no sólo para proteger su vida, si no la de sus seres queridos.

Cuando vio los cadáveres que la batalla había dejado, supo qué debía hacer.

  • ¡Traed a las viudas e hijas mayores que estuvieran bajo el cargo de estos hombres! ¡Metedlas en el templo!

Al norte del pueblo del Gallo, atravesando el camino que serpenteaba entre las Tres Montañas y dejando atrás bosques y riachuelos, el pueblo del Gran Río continuaba con su vida sin más de la mitad de sus hombres. En la casa del Gran Jefe, el sonido de maderas chocando precedía a los gritos y maldiciones de dos voces femeninas.

  • ¡Vamos, Ayna! -Las espadas de madera con las que Ajdet se entrenaba normalmente volvieron a encontrarse, pero esta vez la fuerza superó a la joven rubia, que cayó al suelo. La espada resbaló de sus manos y patinó hasta chocarse contra la pared, justo al lado de un enorme tronco de madera tallado hasta asemejarse a la silueta de un hombre- ¿Qué pasa? ¿Acaso no estabas cansada de ser demasiado pequeña para hacer algunas cosas? ¡Demuéstrame que eres toda una mujer! ¿Qué harás si atacan el poblado y tu hermano está fuera? ¿Dejar que te viole cualquier salvaje?

Ayna se revolvió y, en vez de irse hacia la espada, se lanzó al cuerpo de Rayma. La esposa del jefe tuvo el tiempo justo para encajar el choque con su pequeña cuñada y amortiguar el golpe de ambas contra la pared.

  • ¡Ugh! -se quejó la morena, al chocarse contra el muro- ¿Así que quieres una lucha sin armas?

Rayma tiró la espada al suelo y agarró a Ayna por la cintura, levantándola en sus brazos. El cinto de cuero que apretaba la tela a su cuerpo dibujando sus curvas incipientes

, gemelo del que llevaba la morena,

se aflojó y cayó al suelo, pero a la pequeña adolescente no le importó. Se deshizo del abrazo de su cuñada y volvió a atacar.

Ayna agarró a la mujer por el cinto y estiró con todas sus fuerzas. Sorprendida por la repentina fuerza de la pequeña, esta vez fue Rayma quien cayó al suelo, y el cinto se desgarró, dejando también sus vestiduras sueltas.

La mujer se levantó rápidamente con una sonrisa en los labios.

  • Muy bien hecho, jovencita... Pero ahora prepárate.

Rayma se abalanzó y prendió a Ayna en una llave interminable. Ninguna de las dos sabía ya dónde acababa su cuerpo y dónde empezaba el de la otra. Eran una masa confusa de pieles, telas y sudores. La morena se deslizó tras de la rubia e inmovilizó sus brazos. Ayna sintió la turgencia de sus senos apretándose contra su espalda. Pinchazo de celos por sus pechitos mínimos.

Se debatió vigorosamente, pero Rayma no soltó el candado que la dominaba. Se agitó, pataleó, gritó de rabia, pero esos finos y fuertes brazos no la soltaban. La mujer de su hermano la tiró al duro suelo boca arriba y, justo cuando creía que quedaría libre, se sentó sobre su torso, aprisionando los brazos de la chiquilla bajo sus rodillas.

  • ¿Qué pasa, niña? ¿No puedes escapar? -Rayma estaba cansada, le costaba recuperar el resuello, y desde su privilegiada posici

ó

n, la pequeña Ayna podía ver cómo sus pechos subían y bajaban.

Rayma levantó su culo del pecho plano de su cuñada, haciendo caer su peso sobre los bracitos atenazados por sus piernas.

  • ¡Ay! ¡Duele! ¡Ray, me haces daño! -gritó la chiquilla, sin poder escapar. La intensiva actividad la había agotado a ella también, y su sudor hacía que, igual que a Rayma, la tela se le pegara a la piel, marcando dos figuras muy distintas. Una repentina corriente de aire hizo que a la exuberante morena los ropajes le revolotearan, quedando el faldón de la túnica tapando el rostro de la cría. En esa postura que ambas guardaban, el sexo de Rayma quedaba muy cerca de la cara de la rubita. Demasiado cerca quizás. Ayna sintió su nariz inundarse de un aroma extraño, amargo y excitante. El mismo que quedaba impregnado en sus dedos tras masturbarse. La pequeña sonrió aliviada. Al fin y al cabo, ella no era la única que se había puesto cachonda con la lucha.

Ni siquiera pensó lo que hacía, su calentura lo hizo por ella. Oculta por la túnica de su cuñada, forzó el cuello para alcanzar con su boca aquella magnífica hendidura vertical que asomaba bajo el cortísimo vello púbico. Lo consiguió. Su lengua se internó entre los labios mayores de la morena y subió hacia arriba, contaminándose dulcemente del sabor a hembra, hasta darle un apasionado lengüetazo al clítoris de la mujer, que no tardó en responder, como si se asomara para ver quién llamaba a su puerta.

  • ¡Ah! ¿Qué... qué haces, bribona? -siseó Rayma al sentir la húmeda caricia sobre su punto más débil- con que esas tenemos, ¿No?

La mujer se arqueó hacia atrás, alcanzando con su mano la entrepierna de su cuñadita y apartando la tela que la cubría.

Suspiró Ayna al notar la mano caliente de la mujer sobre su pubis, donde empezaban a nacer unos pelillos rubios y débiles.

La mano alcanzó la rajita adolescente y empezó a sobarla en toda su longitud.

  • Mmmmm...

No... N

o me hagas eso -Ayna recuperó la conciencia de lo que había hecho y lo que le estaban haciendo y se estremeció.

  • No haber empezado -rió la mujer, sin dejar de sobar el joven coñito.

  • P... pero somos dos... dos mujeres.

Rayma se detuvo por un instante, liberó a su cuñada y se quitó la túnica.

  • Ayna, tócame -dijo la morena, con una tonalidad de voz extremadamente baja.

  • Pero...

  • Hazlo.

Ayna se arrodilló y puso su mano sobre el vientre desnudo de la mujer. La piel era morena, suave y caliente, muy caliente.

  • ¿Y qué que seamos dos mujeres? ¿Acaso si me acaricias no me gusta? ¿No gimes si toco tu sexo? -para darle más valor a sus palabras, la morena se arrodilló y realizó esa misma acción- ¿No se te eriza la piel si me acerco más y respiro sobre tu cuello? ¿

No se te acelera el corazón si te beso?

Y la pequeña lo comprobó. Gimió cuando fue tocada, se le erizó la piel al sentir el aliento de Rayma, y se le aceleró el corazón cuando sus labios se encontraron con los de la otra mujer.

La lengua invadió su boca, las caricias descendieron por su cuerpo, sus pezones se endurecieron hasta tal punto que dolía llevarlos puestos y toda ella se abandonó en los brazos de Rayma, que le retiró la túnica con ternura.

La rubia se tumbó y abrió las piernas. De haber estado con un hombre, ése hubiera sido seguramente el momento en que su sexo habría sido atravesado por una verga dura y caliente. Pero no estaba con un hombre, sino con una mujer como ella, y nada se introdujo todavía en su cuerpo. En lugar de eso, sus pezoncillos erectos fueron tiernamente besados, desaparecieron en una boca que los cubrió de humedad, y fueron acariciados por una lengua cálida que, tras engolfarse en cada una de las areolas, empezó a bajar sobre el vientre tímido de la muchacha, dejando un reguero de saliva y besos que se acercaba, lentamente pero sin distracción, a la ansiosa rajita adolescente.

Un escalofrío de placer hizo a la joven Ayna contraer el vientre, como si los músculos de su tripita plana hubieran tenido un minúsculo orgasmo. Pequeños gemiditos brotaban ya de su garganta, mientras Rayma seguía su lúbrico recorrido.

  • Ah, ah, ah... -La lengua llegó a su destino. Lamidas cortas y rápidas atacaron el sexo entero de la chiquilla.

Los roces de la lengua la hacían temblar y retorcerse, sentía sus piernas petrificadas por la tensión y su sexo latir como si el corazón se hubiera mudado a su entrepierna.

  • No...

P

ara, Rayma... -trataba de decir, entre gemido y gemido, la pequeña Ayna- no... no lo soporto más... voy... voy a... a...

Sintió como si el grito naciera de l

a parte más profunda de su cuerpo, creciendo en su interior y haciéndose tan grande que parecía imposible que le fuera a caber por la garganta. El clímax fue torrente incansable que agitó todo su cuerpo e hizo que los ojos se le quedaran en blanco.

Tardó varios segundos en recobrar la flexibilidad de sus músculos. Cuando su piel volvió a tomar contacto con la arena, se sentía tan feliz que no recordaba su cansancio ni los moratones que, a base de espada de madera, le había causado su cuñada.

  • Ven aquí, Rayma -pidió Ayna, ofreciendo su boca a un cariñoso beso que no tardó en producirse.

La mano de la chiquilla buscó la entrepierna de su cuñada. Mientras la sobaba suavemente, haciendo que Rayma comenzara a lubricar, Ayna hizo una pregunta que revolote

a

ba en su mente desde el día posterior a su desvirgamiento.

-

Ray

... ¿Me encuentras fea?

Rayma detuvo automáticamente la mano de su cuñada que la acariciaba.

  • ¿Cómo eres capaz de preguntarme eso? Eres hermosísima, y cualquier hombre pensaría lo mismo que yo.

  • Entonces... ¿Por qué ningún hombre ha venido por mí? ¡la calavera de ternera está en la puerta!

Rayma sonrió compasiva y volvió a besar a la adolescente.

  • ¿Eso es lo que te preocupa? Cariño... durante los últimos cinco días tu hermano y yo hemos echado de aquí a más de veinte chicos que venían a "probarte".

  • ¿Por qué los habéis echado? ¿Eran feos?

Rayma estalló en carcajadas.

  • Sí, pequeña, algunos eran feos. El resto, sin embargo, no tenía el nivel suficiente para poder catarte, al menos eso pensaba Ajdet. Ni siquiera a Lesc le permitió entrar en tu habitación.

  • ¿Lesc? ¡Pero si está buenísimo! -chilló Ayna, suspirando al recordar el fuerte cuerpo y los bellos rasgos del hijo de Rocnar. No era tan guapo como Ajdet, pero sin duda era de los que más se le acercaban en fuerza y hermosura de todos los jóvenes del poblado.

  • ¿Tiene un culito sabroso, verdad? Debe moverse como una fiera en la cama -dijo Rayma, sonriendo alegremente-. Pero ni siquiera con eso tu hermano lo consideraba suficientemente bueno para ti. Te tiene en una muy alta estima, te considera un tesoro y no quiere que cualquiera pueda desposarse contigo, está esperando al mejor de los pretendientes, algún hermoso jefe de poblado o un poderoso líder extranjero que pueda llenarte el cuerpo de placeres y bellas joyas.

  • ¿De... de veras mi hermano me considera hermosa?

  • ¿Estás tonta? ¡Claro que sí! ¡Te ama con locura, quizás tanto o más que a mí! ¡Eres la única de la que me permite tener celos!

Rayma se lanzó a hacer cosquillas a la pequeña. Durante las cada vez más frecuentes ausencias de Ajdet, entre las dos había nacido una relación especial, como si hubieran sido hermanas toda la vida. Sin embargo, el eje principal de la relación, que era Ajdet, les implicaba un poco más allá a la una con la otra. Rayma se enamoraba de las cosas de Ajdet que veía en su hermana y Ayna sabía que cuanto más cerca estuviera de Rayma, más lo estaría de Ajdet.

-

Ray

... eres la mejor cuñada que una chica puede desear -dijo la rubia adolescente, antes de empezar a besar a la morena por todo el cuerpo, deseando llevarla al mismo cielo que ella había besado poco antes.

Ayna compensaba su inexperiencia con ganas y actitud. Aunque necesitó introducir cuatro dedos en el coño de Rayma, finalmente ésta alcanzó un orgasmo corto, silencioso, pero también intenso y relajante.


Cuando Ajdet regresó al poblado, se encontró a su esposa y a su hermana durmiendo juntas, desnudas, en su propia cama. Ayna dormía de lado, con su bracito izquierdo posado sobre los pechos de Rayma y la pierna enroscada sobre la compañera. Invadido por una oleada de ternura, aun notando en la habitación el agrio aroma del sexo reciente, tapó los cuerpos de las chicas con la sábana y, tras depositar sendos besos en ambas frentes, se marchó a dormir a otra estancia.

Continuará...

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