A.C. (11: Los horrores de la guerra)

Primera batalla de Ajdet junto con los Hombres del Bosque. ¿Cuál será el botín de los vencedores?

Los Hombres del Bosque llegaron, como prometieron, junto con el primer amanecer tras la luna llena, y el Gran Jefe ya estaba esperándolos tras la muralla recién levantada. Cada vez veía más cercano su sueño de un imperio más allá de los cuatro horizontes. Ajdet tenía pensado sus próximos pasos durante las dos siguientes lunas, tras las que quería tener al menos cinco poblados más bajo su control. Si atacaba el Valle Alto y el Pueblo del Gallo con sus nuevos guerreros en sus filas, demostrando hasta qué punto llegaban sus fuerzas, estaba seguro de que el Pueblo Azul se rendiría sin tener que derramar una gota de sangre, dándole a su naciente imperio una salida al mar y, con ella, también al comercio con los mercaderes de tierras lejanas. Luego, expandirse hacia el norte o hacia el sur dependería solamente del tiempo.

La llegada de sus nuevos guerreros fue como agua de mayo para las ambiciones de Ajdet. Los hombres del Valle Alto habían entrado en la mina de la que el pueblo del Gran Río extraía el cobre, deseosos de producir ellos mismos ese metal que tantas posibilidades ofrecía, pero provocando una pequeña reyerta con su gente que no acabó más que con unos pocos heridos entre los mineros. Ofensa suficiente para ser el primer pueblo que invadiera tras el Valle Bajo.

El Gran Jefe del Gran Río se había visto obligado a colocar dos turnos con un par de guerreros bien equipados para vigilar su preciado metal y disuadir a los hombres del Valle Alto de volver a esquilmar sus recursos. Ahora, con los salvajes a sus órdenes, todo se arreglaría.

  • ¡Ethú!- llamó Ajdet al líder de los Hombres del Bosque mientras estos investigaban sus cabañas. Como tan sólo iban a usarlas para dormir, Ajdet había decidido poner seis camas grandes en cada morada, sabedor de que los salvajes no se quejarían. Así, lograba colocar a todos sus nuevos pobladores en escasas ocho viviendas. Ahora que la muralla estaba a punto de terminarse, el espacio dentro de la ciudad era un tesoro que no debía malgastar.

  • Dime, Gran Jefe Ajdet.

  • Prepara a tus hombres. Esta noche, para festejar vuestra incorporación, conquistaremos la primera villa. Tendréis todas las mujeres que queráis.

  • ¡Fabuloso! Pero mi gente prefiere usar al menos de momento sus viejas armas, no se sienten cómodos con tus brillantes cuchillos.

Ajdet asintió. Los "brillantes cuchillos" no eran más que las espadas de bronce que el joven les había entregado para que se fueran preparando. Si los nuevos preferían luchar con sus viejas armas, que así fuera, no en vano esas armas habían segado más vidas de las que era sensato recordar.


Caía la noche. Catorce guerreros del pueblo del Gran Río, doce del Valle Bajo, entre ellos Rocnar, y los veintiséis Hombres del Bosque llegaron a las afueras del pueblo del Valle Alto. Todos sonreían sabiendo que la victoria era casi segura. Superaban en número y en fuerza a los pobladores de la villa, y aparte contaban con el factor sorpresa.

Con los invasores amparados en la oscuridad del ocaso, los hombres del Valle Alto no notaron que los atacantes se acercaban hasta que fue demasiado tarde.

  • ¡LOS HOMBRES DEL BOSQUE! ¡VIENEN LOS HOMBRES DEL BOSQUE! -gritó uno de los jóvenes del Valle Alto, corriendo por en medio del poblado, tras ver a los guerreros que encabezaban la tropa, con la mitad del cuerpo brillando a la luz anaranjada de las hogueras y la otra aparentemente en la oscuridad, como si fueran criaturas hechas de fuego y de noche, recién surgidas de las pesadillas más oscuras de un loco.

Los hombres del Valle Alto agarraron sus armas y salieron de las casas, tan sólo para encontrarse a aquellos salvajes destrozando a sus vecinos.

Los Hombres del Bosque saltaban como fieras sobre sus víctimas, apuñalándolos con burdas hojas de sílex o directamente reventando sus cabezas con gruesas rocas. Tras ellos, unas decenas de hombres armados con espadas les seguían.

  • ¡Ajdet, amigo! -gritó uno de los pobladores del Valle Alto- ¿Has venido a ayudarn...?

Jamás acabó la frase. La afilada espada del Gran Jefe le rebanó la cabeza de un sólo sesgo, que cayó al suelo y rebotó dos veces antes de detenerse. La sangre salió a borbotones y tiñó de rojizo la cara y la armadura de Ajdet, que enseñaba los dientes con la misma sonrisa macabra que exhibían los Hombres del Bosque cuando asaltaban a un nuevo enemigo para, una vez muerto, con sus toscas armas o con sus propias manos, abrirle el pecho y extraerle el corazón, que mordían y tragaban como si del plato más exquisito se tratase.

La batalla continuaba y los defensores iban cayendo uno tras otro, aplastados por la fuerza y la ferocidad de sus rivales.

Ajdet observó a su alrededor. Él y sus hombres habían perdido completamente el control. No existía ya el enemigo. Lo único que quedaba de ello era un grupo de hombres aterrados, que huían despavoridos o trataban de esconderse en el interior de sus casas y, sin embargo, sus guerreros seguían sedientos de sangre, asesinando sin contemplaciones a cualquiera que tuvieran delante, tiñéndose todos ellos del rojizo líquido vital de sus víctimas.

  • ¡DETENEOS! ¡QUIETOS! ¡YA ES SUFICIENTE, POR TODOS LOS DIOSES!

El grito de Ajdet, en un primer momento, pareció pasar desapercibido en medio del fragor de la batalla, pero poco a poco todos los invasores fueron parando y observando el desolado paisaje que tenían alrededor, como si despertaran de un profundo sueño. Algunos de los salvajes tuvieron que ser detenidos por sus propios compañeros, después de estar largos minutos golpeando y apuñalando lo que ya sólo era un sanguinolento cadáver.


Sólo cuando salió el sol, los guerreros tomaron plena conciencia de lo que habían hecho. No sólo la fosa que habían cavado para todos los caídos del Valle Alto tuvo que llegar a la profundidad de la altura de una persona para poder dar cabida a todos los cuerpos, sino que estos cadáveres habían quedado completamente desfigurados por la crueldad, el ensañamiento y la violencia de los ataques, sus cabezas y cuerpos convertidos en masas sangrientas donde era casi imposible reconocer algún rasgo. En medio del poblado había incluso cascotes de una casa que había sido derribada en plena lucha.

Los hombres supervivientes, entre los que se encontraba el anciano del poblado que los dirigía, fueron atados e inmovilizados en la plaza central mientras los Hombres del Bosque sacaban a rastras a las mujeres y chicas adolescentes de sus casas.

Ajdet se encaró decidido con uno de ellos, que llevaba sobre el hombro a una chiquilla demasiado joven.

  • ¡Quieto! -le ordenó, apuntándole con su espada- ¡Nele! ¿Cuál es la edad de esa chica?

Nele, el anciano del Valle Alto, tardó varios segundos en contestar.

  • ¡NELE! -repitió Ajdet.

  • ¡Este otoño cumplirá ocho! -respondió, medio gritando medio sollozando, el jefe del poblado masacrado.

  • Devuélvela a su casa. Es demasiado joven- ordenó el caudillo. Ante la negativa del hombre del bosque, Ajdet acercó más el filo de su espada al cuello de su guerrero- ¡Ethú! ¡Dile que la suelte o lo mataré yo mismo! ¡Sabes en lo que quedamos! ¡Sólo las mujeres! ¡Nada de niñas!

  • No te va a obedecer. Mátalo -respondió severamente el líder de los Hombres del Bosque.

  • ¿Qué?

  • Demuestra tu rango o mi gente no te respetará.

Ajdet dudó. Si no acababa con uno de sus propios hombres, perdería el respeto de sus nuevos guerreros y además esa niña sería brutalmente violada. Pero dar muerte a sangre fría a uno de sus propios seguidores no pensaba que fuera la mejor opción.

Los sollozos de terror de la pequeña lo sacaron de su duda.

La estocada fue limpia. Entró por la parte delantera del cuello, atravesó la garganta y rompió la médula espinal del hombre. Cuando cayó al suelo, ya estaba muerto. La niña cayó encima del cadáver, amortiguando el golpe.

  • Métete en tu casa -ordenó el Gran Jefe y la chiquilla, aterrada, corrió a obedecer, con las rodillas sucias de tierra y los ojos rebosantes de lágrimas.

Los Hombres del Bosque jalearon a su líder, mientras colocaban a las mujeres de rodillas en el suelo, de cara a sus maridos, hermanos y padres.

  • Eso -dijo Ajdet señalando al cadáver de su hombre- es lo que pasa cuando un guerrero me desobedece. Y eso- esta vez señaló a las mujeres- es lo que pasa cuando un enemigo se enfrenta a mí. ¡Desnudadlas!

Los gritos de horror se mezclaron con los insultos y maldiciones.


  • Relajaos y portaos bien, será mejor para todos -dijo Rocnar a una de las mujeres, mientras la colocaba a cuatro patas frente a los prisioneros. Hicieron a las mujeres del Valle Alto formar una larga fila, dejando sus grupas, culos de todos los tamaños y formas, encaradas a los Hombres del Bosque, que se masturbaban lentamente esperando su momento al tiempo que sus compañeros del Valle Bajo y del Gran Río preparaban los sexos de las hembras que serían castigadas por esas ansiosas vergas.

Los hombres metieron la mano entre los muslos de las mujeres y las restregaron contra esos sexos que, lentamente, empezaron a imbuirse de una humedad malsana, una humedad que tomaba sus coños sin consentimiento, simple respuesta física a las rudas caricias.

Los suspiros de placer se abrían ya paso por los labios de las chicas, llenando de vergüenza sus rostros y de rabia y celos las de los hombres que permanecían atados y obligados a mirarlas.

  • Parece ser que eres la que más rápido se está mojando. ¿Tanto te gusta esto o qué? -le dijo perversamente Ajdet a una de las mujeres a las que estaba sobando.

La mujer giró la cara, intentando evitar encontrarse con esa incómoda verdad que le murmuraba Ajdet. Era cierto, de alguna forma extraña, aquello la excitaba violentamente. Jamás se había sentido tan vejada, tan humillada, y sin embargo, su cuerpo parecía disfrutar con esa sensación como con ninguna otra.

  • ¡Vale ya! ¡Queremos nuestro premio ahora! -gritó uno de los Hombres del Bosque, apartando de un manotazo al guerrero que humedecía a otras dos mujeres.

El rumor se hizo griterío insoportable cuando los salvajes siguieron el ejemplo de su compañero. Los gritos de las mujeres hicieron su aparición cuando los gruesos falos de los hombres entraron con fuerza en aquellos sexos.

El choque de los cincuenta cuerpos que se mezclaban en parejas, más parecía un multitudinario aplauso que la orgía en que se estaba convirtiendo realmente. Sólo la gran cantidad de gemiditos, gritos y jadeos hacían la diferencia.

  • Nunca pensé que los hombres del Valle Alto fuerais tan vagos o inútiles, parece ser que vuestras mujeres están disfrutando con esos bastardos... ¿Acaso no sabéis cómo dar placer a una hembra? -les dijo Rocnar a los derrotados pobladores del Valle.

Ciertamente, los gemidos de las hembras penetradas empezaban a ser más altos, estaban disfrutando con las duras acometidas de aquellos salvajes. Muy a su propio pesar, las mujeres que sobraban, las que no habían sido elegidas por un Hombre del Bosque para ser violadas, empezaron a envidiar a las otras. Las más atrevidas se masturbaban viendo, oyendo e incluso oliendo aquella bacanal de sexo salvaje.

Ajdet no resistía más, estaba calentándose por momentos, llevado por esa nube de gemidos femeninos que taladraban su mente.

  • Apártate de ella. Yo seguiré -le ordenó Ajdet al Hombre del Bosque que penetraba a la mujer con la que había estado antes.

  • Piérdete. Es mía -gruñó el salvaje.

La espada del Gran Jefe ante el gaznate del guerrero le hizo cambiar de opinión. El recuerdo de su compañero caído aún estaba presente, así que obedeció y buscó otra mujer.

  • Ahhh... ahhhh... por favor, déjame... déjame libre -rogó la joven escogida por el Gran Jefe, entre jadeos.

Ajdet hizo caso omiso y penetró a la mujer con crudeza. Su intrusión fue respondida por un grito de sorpresa y placer.

  • No voy a parar hasta que te corras, pequeña putita.

La frase de su asaltante no hizo sino excitarla más. Además, sus movimientos no eran tan sólo un brutal metisaca como el del anterior, sino que ese atractivo joven giraba, hacía arcos, círculos, casi dibujos con sus caderas, aumentando su placer.

Los Hombres del Bosque empezaban a cansarse de su posición, aunque ya algunos habían eyaculado dentro de las hembras, y comenzaban a cambiar las posturas. Algunos obligaban a las mujeres a botar sobre ellos, con la verga embutida en sus entrañas, otros las alzaban en vilo con sus fuertes brazos, mostrando ante sus familiares varones cómo la polla entraba y salía de sus trajinados coñitos, y otros simplemente cambiaban de mujer para probar otros cuerpos, otras humedades, o simplemente otros agujeros.

  • ¡DIOSES! ¡NO! ¡NO! ¡Nononononono! -gritó la mujer que era follada por el Gran Jefe, al sentir el clímax abrirse paso en sus entrañas.

  • ¡Malda! -gritó, sorprendido y avergonzado por el placer de la joven, el anciano del poblado, Nele. La chica acabó de bruces en el suelo, gimiendo y estremeciéndose de gusto.

  • ¡No me digas, Nele, que acabo de hacer correrse a tu nietecita! ¿Es eso verdad? Dime, putita, ¿Nele es tu abuelo?

Mientras trataba de recuperar el ritmo normal de su respiración, Malda asintió, justo antes de echarse a llorar. Se sentía sucia, maldita, se odiaba de todo corazón, pero más se odiaba por lo que estaba a punto de hacer. Llevada por el morbo, se giró rápidamente y embutió la polla del Gran Jefe en su boca. La chupó con ganas, la lamió, la masturbó, la cuidó hasta que la sintió latir bajo su paladar, anunciando el borbotón de semen que se avecinaba. Los disparos de esperma golpearon en la garganta de Malda, que evitó las toses para tragar hasta la última gota.

Entre los últimos gemidos de las mujeres, un susurro saltó de los labios de Malda y llegó a los oídos de Ajdet.

  • No me dejes aquí.

  • ¿Qué?

  • Llévame contigo, mi marido y mi padre han muerto en la lucha. No tengo a nadie aquí ahora... sólo a mi abuelo... y lo odio.

Ajdet sonrió. En casa le esperaba Rayma, más joven y hermosa que Malda. Sin embargo, estaba seguro que podría encontrarle alguna utilidad en el Gran Río.

Mientras, los Hombres del Bosque más jóvenes y resistentes se preparaban para un segundo asalto a los coños de las mujeres. Las chicas más jóvenes o simplemente las menos remilgadas, decidieron no sólo permitir lo que fuera a los salvajes, sino hacer lo posible para que su actividad fuera más gratificante, usando para ello labios, dedos y lengua.


El paisaje que dejaron los guerreros a su marcha era poco menos que desolador. Las mujeres, exhaustas, yacían tiradas por el suelo, cubiertas de sudor y semen, con los agujeros de su cuerpo abiertos y enrojecidos. Los hombres, ya desatados, las intentaban ayudar con una mezcla de pena y desprecio después del espectáculo que habían ofrecido y, apoyado en una de las casas, Nele lloraba desconsoladamente, tras haber sido obligado a jurar obediencia eterna y ciega al creciente Imperio del Gran Río.

Malda, completamente desnuda y con las manos atadas por una cuerda cuyo otro cabo agarraba Ajdet, seguía por el camino a los guerreros del Gran Río. El viento fresco de las montañas le acariciaba la piel desnuda mientras el Gran Jefe tiraba de ella. No era mal botín de guerra.

Continuará...

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