A.C. (10: Los Hombres del Bosque)

Son una tribu salvaje, violentos e ingobernables... pero también pueden llegar a ser un arma mortal.

Lo había ido postergando durante demasiados días, pero ya no podía dejarlo pasar ni una jornada más. Ajdet estaba decidido, era el momento.

  • ¿Tienes la armadura?

Rutde mostró su sonrisa más amplia. Estaba seguro de que Ajdet quedaría encantado con su trabajo. Había estado ocupado durante todo el día anterior en preparar la cota de bronce que Ajdet le había encargado.

  • Perfecta -dijo el Gran Jefe, tomándola en sus manos-. Ayúdame a ponérmela, que tengo algo importante que hacer.

La gente del pueblo del Gran Río quedó asombrada al ver salir a Ajdet de la herrería con su brillante armadura. Parecía un héroe de leyenda, o quizás un dios.

Sin perder un solo minuto más, envainó su espada en la funda de cuero y, atravesando la muralla aún a medio construir, se internó en el bosque.

Nadie sabía muy bien en qué punto de la espesura se escondían los Hombres del Bosque. Formaban una tribu nómada que prefería vivir como los Antiguos, guareciéndose en bosques o cuevas y viviendo de la caza o los frutos que recogían de la naturaleza. Sin embargo, en algunos inviernos en que escaseaban las presas, no era inusual verlos saquear los rebaños de los pueblos cercanos y, cuando lo hacían, lo mejor era no interponerse en su camino. Su fuerza, velocidad y crueldad eran bien conocidas y, muchas veces, habían acabado con la vida de todos los hombres del poblado en cuestión. Hombres adultos, bien armados, y con el terreno a su favor, no habían tenido nada que hacer contra esos salvajes. Tras matar a los hombres, las más veces se quedaban en el poblado para violar a las mujeres y a las niñas, sin importarles edad ni condición física.

Ajdet avanzaba por el bosque con su armadura que, aunque resultaba incómoda y pesada, sería la única opción de sobrevivir si las cosas se torcían. La espesura estaba llena de sonidos, y el joven jefe del Gran Río creía reconocer detrás de cada uno de ellos a los Hombres del Bosque, escondidos tras los árboles, observándolo, espiándolo, pensando si era un enemigo al que habría que atacar o, por el contrario, sería mejor esperar a enterarse de qué es lo que quería.

Un jabalí le salió al paso a Ajdet, pero el joven no se inmutó. Sabía que, si no se le provocaba, el animal no atacaría a alguien más grande que él. El jabalí se quedó observando fijamente a Ajdet, calibrando fuerzas, pero una vez que parecía haber decidido marcharse a otros parajes más tranquilos, una flecha se clavó violentamente en su cabeza, entrando por el ojo y alojándose en su cerebro, causándole una

muerte

instantánea.

Entonces sí, Ajdet desenfundó su espada y dio una vuelta sobre sí mismo, buscando al cazador. Seguía sin ver a nadie, pero estaba claro que había sido uno de esos hombres salvajes los que habían acabado con el puerco.

De pronto, como si se hubiera materializado como por arte de magia con un leve sonido, uno de ellos apareció tras Adjet, que se volvió hacia él, espada en ristre. Sin embargo, otros cuatro sonidos idénticos al primero, a sus espaldas, hicieron desistir al jefe del Gran Río, que envainó su espada mientras veía al sexto hombre caer grácilmente tras saltar del árbol en que estaba apostado. El sonido que había escuchado Ajdet no era más que el de los pies de los hombres tomando contacto con el suelo. Los salvajes iban prácticamente desnudos, pero su piel estaba decorada por completo con motivos azules y naranjas, lo que les daba un aspecto feroz y extraño, como de seres de otro mundo.

  • Hola, amigos. Quería hablar con vosotros.

Lo había conseguido. Después de todo, lo había conseguido. La endogamia que durante años habían mantenido los Hombres del Bosque había acabado por engendrar hombres y mujeres estériles, aunque los salvajes echaban las culpas enteramente a sus hembras. Tras enterarse de eso, Ajdet simplemente había tenido que achacarlo a la falta de alimentos cultivados en su dieta y a dormir a la intemperie, además de prometerles que podrían yacer con las mujeres de todos los poblados que atacasen y, en caso de que las hembras violadas engendrasen niñas, éstas pasarían a vivir con los Hombres del Bosque en el Gran Río. A cambio, ellos sólo se comprometían a hacer lo que más amaban: combatir.

Sinceramente, habría esperado más inteligencia en un grupo tan amplio, pero su ignorancia los había hecho muy fáciles de convencer una vez se hubo ganado su confianza.

Ajdet sabía que la promesa que les había hecho iba a dificultarle las relaciones con los pueblos conquistados, pero estaba seguro que, con tal de no volver a enfrentarse con esos salvajes, cualquier villa se supeditaría a sus órdenes.


Cuando Ajdet regresó al poblado, los constructores ya estaban techando su nueva casa con barro y paja, dándole los últimos retoques para que el Gran Jefe tuviera su morada lista para esa misma noche. Después de ver el buen trabajo que sus hombres habían hecho, los felicitó y mandó que reunieran a todo el pueblo frente a su nueva casa.

El discurso fue apoteósico, cuando informó que los Hombres del Bosque acudirían tras la nueva luna llena para instalarse en el Gran Río, los hombres estallaron en vítores y aplausos. Sin duda alguna, el Gran Jefe les había prometido una época de bonanza y todo apuntaba a que lo estaba logrando.

  • ¿Alguien tiene alguna cuestión?

Nadie en todo el poblado preguntó nada. La oratoria de Ajdet los había encendido y sólo podían soñar.

Una vez ya en la nueva casa, con la única compañía de Ayna, que descansaba en su habitación después de su primer día como mujer, Rayma y Ajdet se abrazaban sobre el mullido lecho, engalanado con telas que los hombres habían traído del Pueblo Azul, donde las gentes de toda la comarca iban para hacer negocios con los marineros mercantes que venían de las tierras más lejanas. Las armas y las barras de bronce se valoraban bien en esos pueblos, y Lesc, el hijo de Rocnar, había conseguido un buen intercambio, incluyendo un carro y una mula para traer todas las herramientas, telas y peces que el pueblo necesitaba.

  • ¿Cómo eran las mujeres del Bosque? -preguntó Rayma.

  • Horrendas. Eran gordas, feas y peludas -dijo Ajdet, volviéndose hacia su esposa con una sonrisa-. Me alegro de estar de vuelta.

  • ¿De qué trabajarán todos ellos cuando vengan al poblado?

  • ¿Trabajar? Son guerreros, Rayma. No pueden meterse en una mina o arar un campo. Ellos cazarán su propia comida y volverán por la noche a dormir aquí.

  • ¿No crearán problemas?

  • Por supuesto que sí. Pero para eso estoy yo, para atajar los problemas.

  • Pero...

  • Basta ya. No quiero hablar más de este tema.

  • De acuerdo. Lo siento. ¿Me perdonarás? -dijo Rayma, metiéndose bajo las telas y empezando a llenar el amplio torso del joven de pequeños besos.

La verga de Ajdet crecía poco a poco gracias a las suaves caricias de su esposa, que en ningún momento dejaba de depositar sus tiernos besos por el pecho y el vientre del Gran Jefe, prestándole especial atención a sus varoniles y oscuros pezones, que incluso se atrevió a morder y estirar suavemente.

  • Ahh... Como sigas así no me va a quedar más remedio que perdonarte -dijo Ajdet, conteniendo un suspiro.

Desde el interior de las sábanas llegó una risilla alegremente pícara, y de pronto el jefe sintió una humedad caliente cubriendo su enhiesto falo.

  • Ohh... joder... -murmuró cuando sintió la lengua de su mujer enroscarse sobre su sexo.

Rayma sabía cómo chupar una polla. Lo había hecho durante varias lunas antes de casarse con Gabdo, tanto con su primer esposo como con quien luego sería el segundo. Aunque ahora ya no era una chiquilla de cuerpo infantil, sino una mujer hecha y derecha que, con su experiencia, hacía las delicias de Ajdet.

  • ¿Por qué no llamamos a Ayna? -musitó la bella mujer, sustituyendo el trabajo de su boca por su hábil mano y lanzando fuera de la cama las sábanas que la cubrían, dejando nuevamente desnudo su cuerpo perfecto.

  • ¿A mi hermana? ¿Para qué? ¿Acaso no soy yo lo suficiente hombre para darte placer?

  • No... no quise decir eso... es sólo que...

  • Es sólo que ¡Nada! -Ajdet agarró de los cabellos a Rayma y acercó el rostro al suyo.

  • ¡Ay! me haces daño.

  • ¿No te basta con mi polla? ¿Eh? ¿No te ha dado suficiente placer?

  • Ajdet... por favor...

El Gran Jefe empujó a la mujer, que quedó tirada sobre la cama, de espaldas a su esposo.

  • Ponte a cuatro patas.

  • No, Ajdet...

  • ¡A CUATRO PATAS!

Rayma estaba aterrada. Jamás había visto así al Gran Jefe, estaba fuera de sí, violento e irracional. Quizás, si lo hubiera acompañado a su visita a los Hombres del Bosque, lo habría entendido algo mejor. Su esposo había visto cómo esos salvajes no se complicaban demasiado para tener sexo. Una mujer caminando sola era suficiente provocación para que cualquiera de los hombres la asaltara y comenzara a penetrarla de la forma más violenta. Sin embargo, las mujeres parecían buscar estos encuentros tanto o más que los varones o, al menos, estar tan acostumbradas que estaban siempre dispuestas a disfrutar. Mientras dialogaba con el anciano de la tribu, los gemidos de hasta cinco mujeres le hacían difícil el concentrarse en su discurso. Además, había mentido. Las mujeres del bosque eran muy atractivas, delgadas, rubias, de pechos enormes y curvilíneas caderas, a pesar de que sus rostros tenían unos rasgos rudos, casi animales. Una de esas hembras, de preciosos ojos azules, había prendado al joven. Su orgasmo, en añadidura, había sido además el más profuso en gemidos y gritos.

  • ¡AAHH! -se quejó Rayma, cuando Ajdet coló sin contemplaciones un dedo en su ano- Espérate... más... más suave, por favor, Ajdet.

Pero el Gran Jefe no obedeció. Al contrario, escupió sobre el profanado culito de Rayma para lubricarlo y poder colar un segundo dedo que ensanchara su recto.

La mujer sabía que no tenía forma de resistirse, así que se relajó y dejó que esos dos dedos invadieran su más oscuro agujero. Llevaba mucho tiempo, desde pocas lunas antes de la huída de Gabdo, sin probar el sexo por esa vía, aunque jamás olvidaría el primer orgasmo puramente anal que Ajdet, en aquella sórdida cueva, le hizo gozar, descubriéndole una forma más de disfrutar del sexo.

  • Prepárate -advirtió el joven, extrayendo sus dedos del dilatado ano de su mujer.

Rayma cerró los ojos, apoyó la cabeza sobre la cama y puso su culito respingón en pompa. Ajdet se escupió en la mano para ensalivar su falo y favorecer la entrada, lo apoyó sobre el agujerito posterior de la muchacha y lo fue deslizando lentamente en su interior.

  • Aahhhhh... -jadeó Rayma al sentir la ardiente polla abrirse paso por su culo. Los ojos se le quedaron en blanco cuando la sintió atravesar totalmente su esfínter, mitad dolor, mitad placer.

Ajdet la volvió a agarrar de los cabellos para darle más potencia a sus embestidas, que, aunque al principio eran lentas y espaciadas, con los primeros gemidos de su esposa empezaron a coger velocidad.

El Gran Jefe resoplaba mientras embestía una y otra vez contra las nalgas de Rayma, y sus testículos rebotaban sobre el sexo extrañamente húmedo de la morena. Rayma, por su parte, con las manos libres y viendo que no le iban a servir para ralentizar las acometidas de su marido, decidió usarlas en otras acciones más placenteras. Así, llevó una a su clítoris, que respondió irguiéndose de su encierro y emergiendo ante sus desesperadas caricias, mientras que la otra mano viajó a sus ya tiesos pezones.

  • Aaaahhmmm... aaahhh... ammmm... -Los jadeos de Rayma se estaban convirtiendo en sonoros gemidos. Su culo lubricado por la saliva de Ajdet ya se había acomodado al tamaño de su polla, así que el Gran Jefe se pudo dedicar a montar salvajemente a su esposa, como había querido desde un principio, mientras Rayma comenzaba a disfrutar enteramente de las duras intrusiones en su cuerpo.

Las arremetidas de Ajdet llevaban una fuerza descomunal, tanto que, poco a poco, fueron venciendo la resistencia de las piernas de la muchacha y acabaron por tumbarla completamente sobre la cama, sin que él dejase de perforar su culo violentamente.

De pronto, mientras aquel ariete malograba su esfínter, haciéndola presa de ese placer extraño, Rayma la vio. Medio oculta tras la puerta de la habitación, una niña observaba cómo Ajdet la sodomizaba sin piedad. Y aunque la chiquilla era rubia, y sus ojos tan azules como el mismo cielo, bajo la penumbra de la casa, la esposa del Gran Jefe veía una larga melena morena y unos ojos negros, incluso la naricilla respingona se acható suavemente hasta asemejarse más a la suya. Rayma dejó de ver a la pequeña Ayna tras la puerta y comenzó a verse a sí misma, o a una versión mucho más joven de sí misma, a la niña Rayma que corría cada día hasta el río para que Gabdo y Ajdet se la follaran hasta quedar los tres saciados.

Dentro de la habitación, Rayma mujer, recibiendo una furibunda polla en las profundidades de su recto. Fuera de la habitación, Rayma niña, con las mejillas arreboladas de excitación, metiendo una manita bajo sus ropajes y empezando a masturbarse mientras su yo futuro gritaba cada intrusión en su culo. Las dos jovencitas se miraban a los ojos, viendo reflejada su propia excitación, su propio goce, sus propios gemidos.

Ayna sabía que Rayma la veía, y a pesar de eso, su cuñada no había dicho nada. Tal vez a la joven morena le excitara sentirse observaba mientras recibía una polla en su culo. Por primera vez, Ayna se resignaba a ser demasiado pequeña para disfrutar de algo. Prefería seguir disfrutando con los dedos en su coñito, mirando cómo su poderoso hermano penetraba analmente a su esposa, y gustándose del espectáculo visual y sonoro que le ofrecía la pareja.

Ajdet no veía a la pequeña, el joven había perdido el control e incluso la consciencia de quién era él o quién le acompañaba en el lecho. Ya no era el Gran Jefe del pueblo del Gran Río. Ahora era un hombre salvaje, un animal violento que sólo buscaba sacar sus instintos más primarios con una hembra cualquiera, que no era su querida Rayma, si no una hembra más, quizá aquella salvaje de ojos azules, quizá ni siquiera ella. Tan solo un agujero en que vaciarse hasta quedar saciado, sin importarle nada más que él.

Sólo una mañana con ellos, y Ajdet ya se había convertido en un Hombre del Bosque.

  • Aaaahhhh... ¡Aaaahhhh!

Rayma gritaba, y no sabía muy bien si de dolor o de gusto. Su mano, aprisionada bajo su cuerpo pero ocupada aún en frotar su clítoris, le decía que de placer. La profunda quemazón de sus intestinos, violentados por la verga, respondían que de dolor. La niña que la observaba desde la puerta, masturbándose semi escondida, replicaba que de placer. Sus músculos cansados de la postura forzada, al ser agarrada de los pelos por Ajdet, gritaban dolor. Y la extraña sensación que crecía en su coño y en su culo, derramándose por todo su interior, sentenciaba que lo que estaba sintiendo era ese placer intenso, sucio, raro y total que amenazaba con hacerle reventar el cuerpo.

Sin embargo, fue Ajdet el primero en correrse. Con una embestida y un gruñido, esa punta clavada en lo más hondo de su vientre surgió en forma de borbotón blanco de su polla. Antes de correrse, no obstante, extrajo su verga manchada del interior de su mujer para que el semen se estrellase contra su espalda y sus nalgas, cubriéndola con su simiente. Resoplando por el esfuerzo, se limpió la polla con la sábana y se dejó caer sobre la cama mientras Rayma buscaba con sus manos el orgasmo que no había podido lograr con el miembro de su esposo, aunque el placer y el alivio de sentir la polla de Ajdet salir de su dolorido culo le dieron un último empellón.

  • ¡¡¡Cielo santo!!! -gritó la mujer, al notar como el clímax se apropiaba de todo su cuerpo, dejándola muda y exhausta sobre la cama.

Al mismo tiempo, con un temblor de piernas que acabó por lanzarla de rodillas al suelo, Ayna alcanzaba un orgasmo silenciado por su mano libre, que no por callado fue menos explosivo.


  • ¿Te he hecho mucho daño? -Ajdet se sentía culpable por su actitud- Lo siento mucho, no sé qué me ha pasado. Perdí el control, perdóname.

Como única respuesta, Rayma le dio un casto beso en los labios y aceptó el abrazo que su marido le ofrecía para dormir junto a él.

Aquello no iba a quedar así, aunque de momento prefería que su marido pensara lo contrario.

Continuará...

Kalashnikov