Abusando de una colegiala japonesa II

Segunda parte. Espero que sea de su agrado. Logré hacerme un tiempo para continuarlo. Espero con ansías comentarios sugerencias y críticas. Gracias por su lectura.

Mi hija me había tomado por sorpresa.

“Caro, ejemm…yo…”

“Mejor no digas nada papá. Lo he visto todo”. Se acercó hacia mí sin apresurar el paso. Lentamente y clavando fijamente sus preciosos ojos almendrados, en los míos.

“¿Qué has visto?”, alcancé a gesticular.

“¿Visto tan sólo? Oído también. La sentí gritar a Kimo y bajé las escaleras.”

“Pero…”

Me interrumpió apoyando suavemente un dedo en mis labios. Se pegó provocativamente a mi apoyando sus senos en mi pecho. Me habló al oído arrastrando lascivamente cada palabra. Cerré mis ojos inhalando su perfume. Emanaba ardor y juventud.

Me miró. Sus pupilas desprendían fuego. “Baje y me quedé mirando ¿sabes? Me gustó como la manoseabas y la golpeabas…siiii tu nenita también puede pensar cosas chanchas…y para que veas que no te miento toca y siente como me han puesto…

Me sujetó la mano y la llevó hasta su pollera. Levantó la falda y deslizó mis dedos bajo la tutela de los suyos, por la fina tela de su tanga rosa. Completamente húmeda.

Quise hurgar más dentro suyo pero descorrió mi mano… “No, no, nooo…primero como castigo por no invitarme antes a tu fiestita quiero que hagas algo por mi ¿Si?” Dijo esto mientras fruncía el seño y apretaba sus labios como cuando era niña y buscaba conmoverme para que le compre dulces.

“¿Qué quieres que haga por ti amor”

No respondió. Simplemente giró su rostro señalando a Kimo que cubierta de sudor y abierta de piernas permanecía sobre la mesa en completo silencio y la mirada quieta en el suelo, una teta morada y deforme por los golpes colgando más que la otra y manando flujo de su conchita peluda.

“Fóllala duro y haz que se corra” Mi hija había ordenado.

Caro se agachó y descorrió mi slip. Mi verga salió erecta y goteando.

“Humm”, exclamó. “Veamos como sabe, pero es solo un regalo anticipado. Ya sabes que hacer papito”.

Abrió la boca mientras me miraba, y desplegó su lengua en toda su magnitud. Con su puntita rozó apenas mi glande. Sentí que mi cuerpo se agitaba. Mi hija, mi adorada Caro, me estaba dando una mamada en la sala frente a una compañerita asiática que yo había abusado. Era una locura. Perversa, embriagante.

Con su mano derecha sujetó con fuerza mi miembro y enterró mi glande en su boca, suspiré al tiempo que lo sacaba aprisionándolo entre sus labios. Un hilillo de semen prendía de mi verga hasta su labio inferior. “Destrózala”, me dijo.

Me abalancé sobre Kimo, que advirtiéndolo gimió espantada “Yiii, nooo, señorrr…”, se alcanzó a oir.

Abrí sus piernas con todas mis fuerzas, y ella gritó. Mi pene alcanzaba la altura de la mesa, por lo que sólo tenía que atraerla hacia mi. Y lo hice con total bestialidad, sujetándola desde sus rodillas y clavando mi verga sin contemplaciones por su rajita. Gimió desgarradoramente y empezó a sollozar onomatopeyas incoherentes: “Aaa, yiii, huyyy, noooo, arrggg”

Por más lubricada que haya estado mi verga, y por más fluidos que hayan hecho lo mismo con su concha, su agujerito era diminuto, sus labios no se abrían lo suficiente como para que ingrese algo más que la punta de mi glande. Había forzado su himen con facilidad pero por más que empujara sus caderas hacia mi enterrando mis manos en sus piernas mi pene estaba atascado. Su rajita era angosta y mi verga desproporcionadamente grande para su diminuta conchita de adolescente asiática.

Mis embestidas no surgían mucho esfuerzo y ella parecía quebrarse en dos, y chillaba como perra. No había enterrado más que mi glande y ya bramaba la muy quejosa prendida sobre mí y rodeándome con sus brazos.

“No entra”, le dije a Caro.

Ésta, arrodillaba contemplaba gustosa la escena. “Huy papito, esa verga gigante la está matando. Y encima te vas a correr casi sin meterla…jajaj”, rió.

“Bájala que tengo una idea”.

Recliné mis piernas y dejé caer a Kimo. Ésta intento huir en cuatro patas gimiendo y balanceando sus pechos mientras agitaba sus nalgas.

Vi el deseo que emanaba de los ojos de Caro. Ella también quería disfrutar de su compañerita de intercambio.

La sujetó desde los tobillos y la arrastró hasta nosotros. Se recostó sobre Kimo tendida de bruces sobre el suelo.

Le habló al oido. “Con que querías huir perrita. ¿Asi demuestras tu respeto a nosotros que te dejamos quedarte a pasar la noche?”

Kimo gimoteaba. “Levántate”, le ordenó Caro.

“Ahora, ponte en cuatro patas como recién”.

La jovencita nipona obedeció. Sus codos y rodillas clavados en el suelo, sus nalgas y su peluda rajita relucientes ante nosotros.

Sinceramente, no sabía donde posar mis ojos. La desproporción del trasero de Kimo era un deleite, si, pero Caro era todo un espectáculo en si mismo. Su blondo cabello, unos apetecibles senos apenas cubiertos por su blanca camisa de colegio, su falda moldeando un trasero a todas luces bien proporcionado, el contorno de sus piernas marcadas por sus medias, todo en ella era digno de admirar. Había pasado de ser mi hija, a transformarse en segundos en una mujer con miras a ser follada. Ella no me miraba con ojos de hija, lo admito, pero yo era el padre, debía mediar con cordura entre sus deseos y los mios. Pero no había caso, me estaba dejando llevar por tal frenesí y anhelaba cogerla y clavar mi polla en su conchita.

Su voz me sacó de tal ensimismamiento: “Te gusta su trasero ¿verdad?”

“Sii”, murmuré.

Ahora fue a Kimo a quién habló: “¿Qué tal si lo mueves para mi papito?”

Kimo chilló. “Yiii” Y comenzó a mover sus descomunales nalgas, pero con timidez.

“¡Más fuerte!”, le ordenó Caro mientras tiraba de los lacios cabellos de Kimo, haciendo que esta se doble de dolor.

Su trasero comenzó a balancearse con más ímpetu, pero no pareció complacer a Caro.

“¡Muévelo perra japonesa!” Gritó al tiempo que con una mano continuaba jalando del pelo de su compañerita y con la otra le propinaba cachetazos en las nalgas. Primero la izquierda, luego la derecha, chocando una contra otra, descubriendo su ano, y siendo marcadas a fuego, como en un rodeo, por los dedos de Caro.

El cuerpo de Kimo convulsionaba con cada golpe que mi hija le proporcionaba y gemía bestialmente, arqueándose al ser jalada hacia atrás por los pelos.

Caro se detuvo. Arrodillada junto a Kimo aferró a esta desde las nalgas, dejándolas a mi vista. Posó su mano izquierda sobre la conchita de Kimo y la abrió descorriendo uno de sus labios. Su mano derecha fue directa hacia su boca, sacó la lengua y recubrió sus dedos con toda la saliva que pudo. La imagen fue tan excitante que comencé a masturbarme parado como estaba. Veía los hilillos relucir entre sus dedos y conducidos por ella rozar suavemente la conchita de Kimo, cubriendo de saliva su rajita.

“Se que te gustará esto papito”, me dijo clavando sus bellos ojos en mi,

Abrió con ambas manos la conchita de su compañerita de colegio, jalando de sus labios, y reclinándose desde un costado, pasó su lengua por la diminuta vagina de Kimo. El rojo hirviente de la lengua de Caro, se camuflaba con el color de la conchita de la asiática, que iba ganando cada vez más humedad. No fue sólo la lengua, sino también los labios y hasta los dientes de mi hija los que prosiguieron la labor, recorriendo cada rincón de la concha de Kimo, mordisqueando sus labiecitos, relamiendo su himen, jalando de él, o ensalivando la mota de pelo que cubría la angosta rajita de la jovencita.

Mi hija gemía al compás de los chillidos de Kimo. Un “mmm”, era seguido de un “Yiii” mientras mis huevos se golpeaban entre sí al calor de una paja bestial.

Algo en la escena había cambiado. Los quejidos de Kimo parecían no ser ya de dolor sino de placer. Sus caderas balanceándose al ritmo de las arremetidas de la boca de mi hija parecían denotarlo. No soporte más. Me acerqué y doble mis rodillas. La punta de mi verga en dirección a la rajita de Kimo. El marrón almendrado de los ojos de Caro mirándome de refilón. Sus dedos abriendo con todas sus fuerzas la conchita de la jovencita asiática que goteaba libidinosamente. Clavé mi glande en la rajita de Kimo, la sujeté de los hombros y enterré toda mi verga en su interior. Su cuerpo pareció quebrarse, y el estremecimiento fue tal que pensé que se venía ya… “Aaaaaayyyyiiii”, gritó con dolor. Arremetí con furia estrellando mis huevos contra su himen. Los ojos de Caro brillaban de placer contemplando mis penetraciones. Ni lerda ni perezosa comenzó a balancear las nalgas de Kimo que ya de por sí se agitaban por su descomunal tamaño bajo mis arremetidas.

Caro me alentaba… “¡Follala papá hasta el hartazgo! No te detengas…¡haz que sufra esta japo putita!”

Cada centímetro de mi miembro se enterraba entre el angosto conducto de Kimo, desgarrándola por dentro, sus labios morados y goteantes. La montaba en cuatro patas mientras jalaba de sus cabellos con una mano y con la otra la atraía hacia mi desde sus caderas. Sus nalgas rompiéndose como olas unas contra otras mientras la lengua de mi hija comenzaban a recoger los fluidos que manaban de la rajita de Kimo.

Los cosquilleos que el suave ardor de la lengua de Caro causaban en mis huevos, estuvieron a puntos de hacerme correr. Pero proseguí. Mi hija lubricaba mi escroto con el flujo que Kimo dejaba escapar con cada sacudida de mi verga en su interior.

Sentía que la nipona se venía, y yo no tardaría mucho más. Sus piernas y las mías comenzaron a temblar.

Sujeté a Kimo pasando mis manos entre sus brazos, y colocando mis manos tras la nuca de ésta, como una especie de toma de lucha, me arrojé hacia atrás. La jovencita, siguiendo el vaivén de mi cuerpo, se enterró completamente en mi verga. Bramó: “Ayyyyyyy”. Aceleré mis arremetidas y me dejé correr al tiempo que su conchita desgarrada por tanta fricción y recibiendo mis últimas embestidas soportaba la doble presión de su flujo manando de su interior y el chorro de semen eyaculado por mi verga enterrada en sus profundidades.

Aunque el cuerpo de Kimo me tapaba, incliné mi cuello para tratar de ver a Caro.

Ella extasiada miraba agitarse a su compañera empalada por mi verga. Saqué mi verga de la conchita peluda de Kimo. Aunque desde mi posición se me complicaba observarlo, el brillo de los ojos de Caro me anunciaba que la escena era de un morbo único.

“Papá…deberías ver como rebalsa la conchita de Kimo” Ésta continuaba gimiendo entrecortado tratando de contener el dolor y el ardor que la fricción entre mi verga y su angosta conchita le habían causado. Caro enterró su boca entre las piernas de Kimo. Estuvo un rato allí y volvió a levantar la cabeza.

“Gracias Kimo. Vas aprendiendo parece. Abriste tan bien las piernas que cayo todo en mi boca”.

Mi glande aún goteante fue presa repentinamente de los labios de Caro. Podía sentir el calor de su lengua palpar mi glande y la viscosidad de mi semen entremezclándose en su boca con el flujo de Kimo. Chupó una última vez y liberó la punta de mi verga de su boquita.

“Sequita papito”, dijo mientras sujetó mi pene entre sus dedos y me lo exhibió.

Se acercó en cuatro patas. Y mirándome abrió su boca. Estaba repleta de semen y de flujo que chorreaban en hilillos por las comisuras de sus labios y se prendían en su mentón. Acto seguido, se abalanzó sobre Kimo que reclinada descansaba sobre mi, y prendiéndose de sus tetas y aprovechando que yo aún sostenía a la jovencita a trasnuca la besó de tal forma que pareció comerle la boca. Observé con deleite a ambas recorrer mutuamente sus bocas. Si, Kimo, iba sacando a luz su apetito por el sexo y su lengua insertándose entre los labios de Caro era prueba de esto.

Mi hija arremetió frenética una última vez la boca de la asiática. Enterró su boca en la de esta y se reclinó hacia atrás exultante. Comprendí pronto. Kimo se agitó y una arcada retumbó en su garganta. Escupió una mezcla viscosa de semen y flujo que Caro había llevado a su boca.

No habiendo dejado de gotear hilillos de sus comisuras, cuando sus mejillas se agitaron de un lado a otro. Mi hija le había propinado un fuerte cachetazo.

“¿Asi que crees que puedes hacer lo que deseas no? Te falta mucho perrita, mucho” Su voz desprendía arrogancia y deseo. Me sorprendió. A Kimo también. Me pregunté quién tenía la posta en realidad. Los roles se habían alterado. Al menos, eso creía ella. Creía. El padre era yo.