Abusando de una colegiala japonesa

Este es mi tercer relato. Espero que les guste. Pretendo continuarlo pero antes espero sus comentarios de aprobación o no, sugerencias, etc. Se los agradeceré mucho ya que estoy dando mis primeros pasos en esto de escribir...gracias de nuevo!

La taza de café humeaba y mi vista seguía fija en la ventana, claro síntoma de un cansancio que se tornaba insoportable. Llevaba horas trabajando en los planos y necesitaba un buen descanso. Miré el reloj: 5 de la tarde. El tiempo había pasado rápido y aún no podía hallar las medidas correctas para el montaje de la estructura. Quizás si me daba un baño aclararía la mente.

Las gotas calientes en mi espalda me relajaron. Mi mente divagaba cuando sentí la puerta de entrada. “Hola papi, ¿estás ahí?”, se oyo.

Era Caro mi hija.

“Si amorcito, en la ducha. Ya salgo a prepararte la merienda. Chocolate caliente como a ti te gusta”

“Qué sean dos tazas porfa...estoy acompañada.”

“OK”, respondí.

Me vestí a prisa y entre de nuevo en la sala. Caro acomodaba sus útiles por sobre la mesa, corriendo mis planos. A su lado inmóvil una compañera de la escuela. No la había visto antes. Sin embargo, algo me atrajo repentinamente. Sus rasgos eran poco comunes: asiáticos. Piel de porcelana, ojos profundamente negros, larga y lacia cabellera, camisa de colegiala prendida hasta el cuelo y rematada por una corbata roja, larga pollera a cuadros y medias verdes que llegaban hasta sus rodillas. Se mantenía firme al lado de Caro con sus ojos fijos en el suelo.

“A propósito papi, ellas es Kimo. Vino este año de intercambio. Es de Japón. ¿Verdad Kimo?”

Esbozó una respuesta casi incomprensible.

“Está adaptándose, je”, replicó mi hija.

“Un gusto Kimo. Soy el padre de Caro. Mario.”

Me acerqué para estrechar su mano, pero retrocedió unos pasos e inclinó su cabeza. Se mantuvo rígida como antes.

“Está bien”, pensé.

“Voy a preparar su chocolate”, dije y me encaminé a la cocina.

Mientras ponía la leche al fuego y buscaba las barritas de chocolate, volteaba cada tanto para observarla. Se había sentado y buscaba en su mochila una regla.

Traté de enfocarme en lo que estaba haciendo. Lavé dos tazas, vertí la leche en ellas, introduje las barritas, las revolví y busqué galletitas en la alacena. Sentí que mi hija abandonaba la sala. “Voy al baño, discúlpame Kimo”.

Puse todo en una bandeja y cuando giré para dirigirme a la sala, vi como un lápiz caía de la mesa y rodaba bajo un sofá. Tenía las manos ocupadas y solo atiné a avanzar. Kimo, rápidamente se levantó y se reclinó para buscarlo. De rodillas tanteó con las manos por debajo del sofá hasta hallarlo. Ahora yo era el que estaba inmóvil. La falda cubría un trasero gigantesco que parecía mirarme fijamente. Y más bien cubría escasamente porque en su búsqueda se agachó aún más y descorrió su falda hasta descubrir su blanca e inocente bombachita. Sentí como mi verga se endurecía.

Kimo se levantó y me descubrió junto a la puerta, con mis ojos puestos en ella. Noté como sus cachetes se ruborizaban. “Perdón”, alcancé a oir.

“No te disculpes, y perdoname a mi por no ayudarte a descorrer el sofá. Estaban mis manos ocupadas.”

Me pareció quizás, pero en un segundo creí percibir como sus ojos se posaban en el bulto de mi jean y una sombra de impresión corrió por ellos. El rojo de sus cachetes aumentó. En eso reapareció mi hija.

“Qué bien papi, ponlo sobre la mesa asi lo tomamos mientras terminamos los deberes”.

Mientras decía esto sus ojos se dirigieron hacia mi bulto. Me miró con picardía y reprobación. Quizás había contemplado la escena anterior. “Deja todo ahí que nosotras podemos, ¿si?” Su tono era al menos sospechoso.

Salí rápidamente sin decir palabra hacia mi habitación. Mi cabeza mal dormida y agotada era presa de mil pensamientos. No sólo me había excitado con una compañera del colegio de mi hija, sino que ambas lo habían notado. Me avergoncé y me recosté.

Encendí la tele, la apagué, tome una revista, la dejé, intenté dormirme, no pude, repetí todo de nuevo y seguía con mi cabeza en otro lado. De las sombras de mi mente comenzaba a emerger dos nalgas apenas cubiertas por una fina bombacha, que se tornaba tanga, y ésta mágicamente se enterraba entre ellas marcando un gigantesco trasero asiático. Mientras esto cruzaba por mi cabeza, mis manos mecánicamente habían desabrochado el pantalón, descorrido el slip, y habían comenzado a manipular mi pene, primero lentamente y luego a ritmos frenéticos. Era Kimo la causante de eso, la pensaba en cuatro patas, entangada y con sus medias aún puestas caminando por mi habitación. Ni siquiera noté cuando me corrí y mi semen salió despedido cubriendo las sábanas y salpicándome un poco la camisa. Seguí masturbándome y pronunciando su nombre “Kimo, Kimo, siii”.

Desperté sobresaltado. Maquinalmente miré el reloj. Las 12 de la noche.

Me había quedado dormido con el pantalón y el slip a medio correr mi verga caida y aún chorreando. Un espectáculo nada agradable si tenía en cuenta que la puerta estaba a medio cerrar. “Espero que no me haya visto Caro”, pensé.

Acomodé mi ropa y salí hacia el baño, a darme una nueva ducha. Quería higienizar mi cuerpo, y mi mente. Lo que había pensado antes de caer dormido, era una locura.

Cuando me desnudé, noté que había dejado por casualidad la bata en la sala, sobre una silla, cuando había ido a saludar a mi hija. Algo grosero pero no me había dado cuenta.

Supuse que ella estaría en su habitación en la planta alta por lo que salí rápidamente del baño hacia la sala. Cuando la hallé y daba vueltas para dirigirme de nuevo al toalet me choqué con Kimo. Estaba parada frente a mi con un vaso de agua. Venía de la cocina.

Su mirada se deslizó hacia mi slip tan rápido que fue difícil de percibir. Igual que a la tarde, sus cachetes se pusieron colorados.

“Disculpe, señor, buscaba agua.”

“No, no perdóname a mi sólo buscaba la bata para darme una ducha. Mi cabeza, je, olvidadiza, dejé aquí mi bata y luego, yo…”, balbuceaba incoherencias, mientras la comía con mis ojos. No había cambiado en nada su vestimenta desde la tarde. Así y todo me calentaba de una manera descomunal.

“Dime, Kimo…¿no deberías estar en tu casa?”

“Eso iba a decir…su hija me dejó quedarme hasta terminar tareas y se nos hizo tarde…”

“¿No te prestó ropa Caro? ¡Qué descortés! Ire a decirle”

“No, no se moleste. Ella quiso. Yo me negué. Mucha molestia ya con dejarme quedarme. Ella duerme. Yo tenía sed”

Su forzado acento me excitaba. Siempre había fantaseado con una asiática y cuando se lo comentaba a mi mujer entre risas ella siempre opinaba que para carne nada mejor que una buena morocha y siempre terminábamos cogiendo duro. Ella ya no estaba, y tenía a Kimo frente a mi y yo semi desnudo…y…una locura. Si eso era…pero así y todo algo me hizo presa suya. Instinto, la bestia que salía a flote, deseos contenidos, no lo sé. Solo sé que me dejé llevar y avanzando sobre ella la hice girar y la apoyé contra la pared. Kimo, entre la pared y mi locura.

Antes de que grite, aprisioné su rostro con mi mano. “No grites pequeña, no te haré daño”. Mi tono me sorprendió. Su boca intentaba gritar pero estaba impedida. Sentía como me volvía a ganar una erección y aproveche para apoyar mi verga en su faldita. “¿La sientes nenita? Dura ¿no? Es tu culpa, tuya y de tu culito y de esa faldita de perrita”

Descorrí con la mano que tenía libre la falda y le propiné un pellizco en una nalga. Mi mano ahogo el chillido. Recorrí suavemente su trasero, mi mano caliente le ponía la piel de gallina… “Tenés la colita fría…en un ratito se te va, lo prometo” Soné a un acosador de un thiller en blanco y negro. Me desconocía.

Mi mano, autómatamente,  aprisionó una nalga y luego con fuerza la zarandee con un cachetazo seco. La volví a manosear y acto seguido repetí el cachetazo con idéntica fuerza. Su cuerpo se agitaba y su boca llenaba de saliva mi mano propagando gritos que eran vanos, ahogados por mi. Sentía como su nalga iba calentándose con rapidez. Los golpes retumbaban en la sala pero yo aun asi continuaba. Estaba completamente ido. “¿Te duele preciosa no? ¿Dime si te duele perra?” Aprisioné su boca con mi mano con fuerza bestial y mientras ella movía su cabeza en asintiendo yo continuaba propinándole golpes en sus nalgas de jovencita. De tanto zarandeo su bombachita había comenzado a contraerse clavándose entre sus nalgas, resaltando aún más su contorno.

El morbo me había ganado completamente: un padre abusando de una compañera de su hija, encima asiática, en plena sala.

Levanté su frágil cuerpecito con una mano apoyándola sobre mi cuerpo mientras con la otra cubría su boca.

“No nos delates perrita, que aún queda mucho por hacer y no queremos que Caro se entere ¿no?”

La puse sobre la mesa de frente hacia mi. Descorrí su falda y palpé su bombachita. Acaricié suavemente a dos dedos su conchita pasando sobre la telita. Estaba empapada

“Aahhh, asi que te gustó chiquita ¿no es verdad?”

Pareció no oirme mientras me contemplaba con terror y ojos desorbitados.

Levanté su bombachita apenas con un dedo, y luego empuje con furia dos de ellos por la rajita de su vagina cubierta de pelos “Con que eres chanchita y no te depilas ¿eh?”

No me bastó con hundirlos hasta el fondo haciendo que relinche de dolor, sino que comencé a penetrarla con ellos. Tocaba fondo y salía, abría lo más que podía los labiecitos de su conchita y volvía a clavarlos. Su cuerpo convulsionaba mientras involuntariamente abría más y más sus piernecitas japonesas. Sus chillidos colándose por mi mano me motivaban perversamente a seguir. Pero me detuve, saqué mis dedos de su concha y a la luz de la luna que se metía por la ventana, los exhibí cubiertos de flujo y algún que otro pelo de su mota. Los lamí con soberbia, deleitando cada minúscula gota. Me miró con repulsión.

“¿Te gustó o no perrita?” Siguió mirándome pero ni siquiera chistó.

Me invadió el furor, y le propiné una maliciosa cachetada en pleno rostro. Su mejilla se tiñó colorada bajo la marca de mis dedos.

“No importa, dímelo después. Esto sigue”…

Con una mano intenté quitarle la bombacha. Su humedad complicó mi tarea porque la tela empapada se enroscaba y deslizaba con dificultad por sobre sus piernas.

La miré con éxtasis, y en sus ojos vi súplica, y terror de no saber que podía ocurrir con su cuerpecito.

Su cara se sacudió de izquierda a derecha bajo la palma de mi mano, su boca sintiéndose liberada dejó espacio para un grito que salió de sus entrañas pero una vez más fue ahogado por mi, que rápidamente saqué completamente su bombachita empapada y se la enterré hasta el fondo, raspando su garganta con el elástico de la prenda. Sus cachetes se pusieron regordetes. La imagen era altamente morbosa. Con su boca atrapada e imposibilitada de gritar, me apresuré a atar por detrás sus manos con el cinturón de tela de la bata. Mi rapidez mental me sorprendía.

Intentaba zafarse pero pronto comprendió que era inútil. Parecía empezar a resignarse.

La tomé suavemente del mentón y la miré con ternura. Ella pareció no comprender mi cambio de actitud repentino. Y su sagacidad oriental no falló. Con mi mano izquierda aprisioné su nariz mientras con la derecha intenté desanudar su corbata colegiala. Me había transformado en una bestia. No deseaba solo un placer momentáneo, quería gozar con su sufrimiento. Su boca reseca por los vanos chillidos goteaba por los labios, espesa saliva mientras su respiración se agitaba más y más al no poder respirar. La solté mientras la contemplaba resoplar por sus fosas ganando el aire que le había faltaba. Estaba humillando a una jovencita de intercambio y me mofaba de eso.

Apreté otra vez su naricita y viendo en sus ojos un pedido desesperado de piedad, continúe desprendiendo su camisa botón por botón…

“¿Qué tenemos aquí? Pero mira que preciosuras. Wow…no me lo esperaba a decir verdad. Siempre se dicen que ustedes las niponas son planas pero tu te escapas a la regla.”

Masculló algo incomprensible. Del escote de la camisa asomaban dos fabulosos pechos aprisionados por un sostén rojo. Abrí completamente su camisa saltando ambos senos en todo su esplendor, ayudados por los vaivenes de su cuerpo retorciéndose por la falta de aire.

La miré detenidamente y acerqué mi boca a su oido. “¿Quieres decirme algo? ¿Eres vergonzosa no? Dile a papaito Mario…¿No quieres que el vea tus enormes tetas?”

Introduje dos dedos en forma de gancho en su boca y sujeté la punta de la bombacha que sobresalía entre sus labios. Arranqué la prenda con furor. Una arcada hizo que se reclinase hacia delante y dejara escupir toda la saliva contenida y el flujo que impregnado en su bombacha se había deslizado por su garganta. Tocía mientras pronunciaba chillidos incomprensibles. La tomé nuevamente con suavidad del mentón e hice que me mirara a los ojos.

“¿No quieres que te las va no Kimo?”

Movió su cabeza a ambos lados con timidez. “Yiii”, masculló. “Aaa, iii…”, y otros sónidos ahogados salieron de su boca.

Era penosa su imagen. Y morbosa.

Me abalancé hacia ella y le comí la boca con un beso intenso, casi sin dejarla respirar, lamiendo todo su interior, arrastrando con mi lengua flujo y saliva, chupando su larga y suave lengua, mordiendo sus finos labios, mientras ella chillaba e intentaba desprenderse, podía contemplar el asco en su rostro. Me detuve, pero sólo para comenzar a recorrer con mi lengua su naricita, sus suaves pómulos, sus mejillas, y recoger los fluidos que caían por su mentón. Mientras succionaba su rostro, mis manos, inquietas apretaban sus nipones pechos, los masajeaban, los aprisionaban entre los dedos, jalaban sus pezones, los balanceaban, y volvían a apretarlos.

Jugué un ratito más con su lengua, que serpenteaba entre mi boca, y se enroscaba con la mia. Por un momento pensé que dentro de ella surgía un placer desconocido más allá de estar siendo forzada. Me pregunté si eso no se debía al carácter sumiso que había mostrado. Una geisha nipona.

La miré, pero ella bajó sus ojos, como resignada, humillada o invitándome a seguir quizás. Le quité el sostén y apreté sus pechos y luego comencé a balancearlos. El bamboleo era acompañado por ahogados chillidos.

“¿Te gusta putita?”

Me detuve. Tomé impulso y estrellé un cachetazo en su seno izquierdo. El azote hizo que ambos senos se balancearan al chocar entre ellos. Aulló como perra. Repetí lo mismo con el derecho… “Aaiii…Yiii”, chillaba mientras sus senos se golpeaban y agitaban frenéticos. La piel comenzó a adquirir un tono rojizo y sus pezones a hincharse. Mientras golpeaba el seno derecho con mi mano con la otra estrujaba el pezón izquierda y luego viceversa. Aullaba, se estrujaba, maldecía en un incomprensible nipón. Me detuve y sonreí macabramente mientras acariciaba con ternura sus senos. Hervían marcados por mis dedos. Era un pequeño descanso. Al instante estallé mi palma contra el seno izquierdo una y otra vez por largos segundos, imploraba que me detenga “aaaiiiii….noooo….yiiiii”, pero continuaba como si de una pera de prueba de boxeo se tratase, mis golpes eran cortos pero contundentes. Paré. Y contemple el grotesco espectáculo. De tantos golpes el seno se había inflamado y los pezones hinchados haciendo que sobresalga por sobre el derecho con un tamaño descomunal. Veía mis dedos marcados a fuego en su piel. Y me excitaba de sobre manera.

Era suficiente. Quería posar mi boca en esa teta deforme cuando oí un ruido a mis espaldas.

Sentí su presencia. Los gritos de Kimo la habían alertado.

Era Caro.

Me sobresalté y giré avergonzado.

Lo que escuché me sorprendió aún más. Sería una larga noche.

“Papá ¿Por qué no me despertaste?”

En la oscuridad y bajo la luz sola de la luna, creí distinguir un guiño de mi hija…