Aburridas

Damas de clase alta buscan juegos para...

ABURRIDAS

No debería haberme dejado arrastrar por Bibi. No la culpo a ella, pues yo soy la responsable de mis actos, pero sin su participación nunca hubiera llegado a hacer lo que he hecho. Lo que estoy haciendo en este preciso momento. La cuestión no es si me agrada o desagrada. La cuestión es que no está bien, que es arriesgado, que estoy poniendo en riesgo mi vida personal, familiar, pero sobre todo, que si alguna vez llega a descubrirse, sería avergonzada públicamente y perdería mi estatus.

Pero Bibi tiene razón en un detalle. Nunca me había sentido tan viva como en este momento, notando el sabor amargo de la virilidad de un desconocido, oyendo palabras soeces que nunca le he permitido a ningún hombre.

Bibi es mi mejor amiga. Ambas somos socias del Club Social al que somos asiduas. Club al que vamos a jugar a pádel, al spa, a tomar una copa o, en familia, a comer algún fin de semana. Para ser socia hay que pagar una acción valorada en 9.000€ además de la cuota mensual que creo que ronda los 350€. No estoy segura pues la contabilidad familiar es cosa de Abel, mi marido. A mí solamente me preocupa disponer de dinero suficiente para mis necesidades, pues nunca he trabajado ni tengo pensado hacerlo.

Bibi, como otras socias del club, está en mi misma situación. Carlos, su marido, también es un empresario de éxito que ha dedicado buena parte de su vida a su carrera profesional. Aunque debo reconocerle al mío que se interesa por mí y los niños, tenemos cuatro, más de lo que lo hace el suyo. Tal vez sea debido a que Carlos es quince años mayor que ella, mientras Abel es de mi misma edad y tenemos gustos más parecidos. Tal vez sea por ello que nunca había sentido la necesidad de comportarme como lo estoy haciendo ahora.

Bibi sí. Se casó joven, a los veinticinco años, según ella enamorada, aunque yo no estoy tan segura. Al menos, su percepción de la palabra amor no concuerda exactamente con la mía. Tardaron en tener hijos, a pesar de que él insistía, pero ella se negaba a convertirse en madre tan pronto. Aún no. Yo siempre le decía que era lógico que él tuviera prisa pues ya había entrado en la cuarentena. Pero como en todos los aspectos de su vida, Bibi decidió cuando y cuántos. Solamente uno, una en su caso.

La conocí en el club, como a tantas otras, pero congeniamos enseguida. Me gustaba su manera de vivir la vida aunque nunca le permití que me arrastrara a juegos que me parecían peligrosos. Además, era una de las pocas mujeres que no se dedicaba a despellejar a las demás socias, algo común en nuestro ambiente. Vive y deja vivir, decía, aunque a mí me sonara a eslogan de partido de izquierdas.

Durante estos años nuestra relación ha sido siempre próxima, pero nunca tanto como lo ha sido el último lustro. Que nuestras hijas, en mi caso la segunda, hayan coincidido en el mismo equipo de hockey hierba y se hayan vuelto inseparables ha ayudado. Ha sido entonces cuando hemos tomado la confianza suficiente y he conocido a mi amiga en su faceta más íntima.

Como ella, yo también me he fijado siempre en los hombres, en los jóvenes sobre todo, pero teniendo una vida afectiva completa no te planteas nunca nada a pesar de recibir miradas, gestos e, incluso, invitaciones deshonestas. Las que han surgido las he despachado siempre con elegancia.

Bibi no. Su vida en pareja, específicamente en su vertiente sexual, no es, creo que nunca ha sido, tan satisfactoria como la mía, así que ella sí ha respondido a ciertos cantos de sirena, llegando a traspasar límites que yo nunca cruzaré. O eso pensaba.

No sé con cuantos hombres se ha acostado desde que se casó, pero puedo dar fe de seis casos, a parte del juego que nos traemos entre manos. Bueno, las manos no son lo que estamos utilizando más, todo hay que decirlo.

Lo que sí debo reconocerle es buen gusto y prudencia eligiendo a su juguete, así los llama ella. Aunque a mí me parecieran auténticas locuras.

Así, se lió con un monitor de tenis del propio club. Estuvo jugando con él unos meses, sin darle pie a nada más allá de un flirteo más o menos disimulado, hasta que éste dejó la entidad. Fue entonces cuando le ofreció una despedida de altura.

También relacionado con el club, estuvo acostándose con un camarero holandés que había venido a trabajar un verano para perfeccionar su español. Demasiado joven para ella, me dijo, pues siempre le han atraído hombres mayores, pero se jactaba de haberle enseñado muchas palabras en castellano que de otro modo no hubiera aprendido.

Conozco tres casos más de los que nunca vi al hombre pues no pertenecían a nuestro círculo, otra de sus normas, pues para una mujer guapa y exuberante como Bibi es bastante fácil seducir a quien se proponga.

Pero cometió la mayor locura con un joven árabe que trabajaba de jardinero en una empresa que el club contrató para una reforma de la zona infantil, donde nuestros hijos hacen cursos de tenis, hockey o lacrosse.

-Está bueno aquel moro.

-Ni se te ocurra. ¿Te has vuelto loca?

-No me he vuelto loca, ni se me ha ocurrido nada.

Y tanto que se te ha ocurrido pensé para mí. La confirmación llegó a la semana siguiente. Nunca me he acostado con uno, me confió con aquel destello que aparecía en sus ojos cuando estaba tramando una de sus travesuras. Dicen que también tienen buenas pollas, como los negros.

-¿Cómo puedes estar planteándote algo así? Si los moros ya son sucios por naturaleza, este además es un jardinero.

-¿A ti quién te ha dicho que los moros son sucios? ¿Sabes que su religión les obliga a ducharse dos veces diarias? Además, a las blancas nos ven como a putas. –No digas eso. –Así nos ven, ¿no te das cuenta que sus mujeres no pueden hacer nada, que disfrutar del sexo es de infieles? Seguro que nunca le han chupado la polla, gratis me refiero.

-Eres incorregible.

Tres días después me explicaba con todo lujo de detalles cuánto le había costado metérsela entera en la boca y como mugía el toro mientras le daba desde detrás. Como recompensa por los dos polvos que me ha echado, le he permitido correrse en mi garganta.

Hasta hace seis meses, esta había sido la mayor locura cometida por mi amiga.


Mira, me dijo Bibi mostrándome la pantalla de su móvil una tarde que estábamos tomando el cálido sol de junio en la piscina del club.

“Dama de clase alta aburrida ofrece sexo oral a hombres bien dotados”.

Al no reconocer el número de móvil anotado pregunté ¿quién es esta loca? Un movimiento de cejas y aquel brillo tan característico que iluminaba sus ojos avellana me dio la respuesta. ¿Te has vuelto completamente majara?

-¿No te da morbo?

-¿Morbo? ¿Cómo se te ha ocurrido semejante locura?

Había colgado el anuncio en una aplicación de las que sirven para ligar. No os diré cuál, pues tampoco la conocía, pero por lo que me explicó algunas están pensadas para buscar pareja e incluso relaciones estables, pero otras, como la que me mostraba, servían para la búsqueda de sexo sin compromiso.

-Llevo meses dándole vueltas a la idea y al final me he lanzado. Publiqué el anuncio ayer por la noche y ya he tenido 46 respuestas. No te imaginas lo caliente que me tiene. Esta mañana he violado a Carlos.

Insistí en que había perdido el juicio, pero conociéndola, tal vez solamente se trataba de otra manera de echarle sal y pimienta a su sexualidad. Como fantasía, reconocí que tenía su cosa, sobre todo si le había servido para incentivar su vida de pareja, pero obviamente, el juego iba más allá, mucho más allá.

-He seleccionado tres, de momento. -¿Cómo? –Por el tamaño de la polla –respondió.

Aunque mi amiga había entendido perfectamente que no le preguntaba por el método sino por cómo se le había ocurrido hacerlo, vi claramente que no iba a detenerse por más argumentos racionales que yo aportara. Los expuse de todos modos, que a saber con qué y quién se encontraba, en qué situaciones, tal vez peligrosas, apelando además a en qué te convierte eso.

-No será distinto a liarme con desconocidos, con un tío que me ha entrado hace un par de horas, además, esperará de mí una mamada y eso voy a ofrecerle, así que no te preocupes por mi seguridad.

-Pero quién sabe con qué te puedes encontrar –insistí.

-Si tanto te preocupa mi bienestar, ¿por qué no me acompañas?

-Ni hablar, habrase visto.


Se llamaba Mr28. O así se hacía llamar aquella monstruosidad oscura y venosa que me mostraba excitada en la pantalla del Iphone 6 que mi amiga se había comprado para disponer de una línea nueva que utilizaría solamente para esto. La foto del miembro era lo único que Bibi había solicitado a su juguete. Lo demás, físico, intelecto, situación, nivel económico, le importaba bien poco. Solamente quedaremos con él para chupársela y luego nos iremos.

-¿Quedaremos? ¿Desde cuándo he decidido acompañarte?

-Venga, acompáñame. Tú también te mueres por verla. He quedado esta tarde a las 6 en la tercera planta del parking del Hipercor de Meridiana.

-¿Pretendes que te acompañe hasta aquel barrio?

Tenía su lógica desplazarse a una zona de la ciudad que nadie de nuestro entorno frecuentara, pero una cosa era visitar un barrio medio y otra muy distinta hacerlo en uno de clase baja. Aunque no es el peor de Barcelona, eso se lo tuve que admitir.

Llegamos a las 6.10, Bibi nunca ha sido una persona puntual, aparcamos su Mercedes SLK en la misma planta, pero lejos del Opel Astra blanco de tres puertas en que nos esperaba. Suerte que había conducido ella, pues yo temblaba como una hoja. Como tuviéramos un problema, no sabría qué hacer ni qué decir. Ella, en cambio, estaba excitadísima.

En cuanto divisamos el coche, aparcamos a unos 50 metros de distancia. Como medida de precaución, además, subimos caminando a la segunda planta tomando una puerta que teníamos detrás de nuestro coche, para reaparecer en la tercera por el acceso más próximo al señor 28.

Un chico que aún no había cumplido los treinta años esperaba sentado en él. Estaba solo, aunque los cristales posteriores estaban tintados y no sabíamos si habría alguien más agazapado. Ese pensamiento me incomodó, pues el parking estaba bastante desierto y si decidían agredirnos, difícilmente tendríamos escapatoria.

Cuando el hombre nos vio dirigirnos hacia su coche sonrió ampliamente, sin quitarse las gafas de sol de espejo que supongo que buscaban hacerle pasar inadvertido. ¿Qué puede haber más llamativo que un hombre solo con gafas de sol en un sitio cerrado?

-Veo que iba en serio. Pensaba que no vendrías y resulta que aparecéis dos. Mejor dos que una –afirmó mirándonos de arriba abajo como si fuéramos dos trozos de carne. -¿Las dos sois damas aburridas?

-No, yo soy la dama aburrida. Ella solamente me acompaña –respondió Bibi altiva.

-Ah, tú eres la dama. Pues tu amiga también parece una dama, en este caso será la dama de compañía, ¿no? –apostilló altanero. Pero Bibi lo cortó, más brusca de lo que yo hubiera preferido.

-¿Y tú eres Mr28 centímetros? –preguntó mirándole directamente la entrepierna.

El chico, sin duda un niñato de extrarradio, sonrió envarado, al tiempo que se bajaba el pantalón de chándal blanco para mostrarnos aquella enormidad. Aún no estaba dura, pero en reposo asustaba.

-Bien, –continuó la maestra de ceremonias –tú y yo pasamos al asiento trasero mientras mi amiga se sentará en el delantero.

-Preferiría que me la chuparas arrodillada. Siempre he soñado con poner de rodillas a una zorra rica como tú.

-Eso aquí no podrá ser –respondió Bibi altiva mirando en derredor. –El vestido que llevo vale más de lo que cobras cada mes y no pienso mancharlo en este suelo asqueroso. Así que si quieres seguir adelante, será como yo he dicho. Si no, nos vamos.

-Está bien, tú mandas Dama Aburrida.

Abrió la puerta del coche para que Bibi entrara mientras él la secundaba. Yo lo rodeé para sentarme en el asiento del copiloto, pues no quería que el volante y los pedales me molestaran. Me giré, apoyándome en la puerta cerrada para gozar del espectáculo.

Mi amiga ocupaba el asiento de detrás de mí, así que el chico me quedaba en diagonal, por lo que tenía una panorámica perfecta de la acción. Mientras Bibi se recogía la melena rubia en una cola para que el cabello no le molestara, él alargó una mano y le sobó un pecho, preguntándole si eran naturales, a lo que mi amiga asintió. Supongo que quería que se las mostrara pero el vestido se desabrochaba por detrás, con cremallera, tenía asas anchas, y vi que ella no estaba por la labor.

Estiró los brazos para bajar el pantalón y el slip también blanco y apareció aquel trozo de virilidad que parecía haber crecido desde que nos lo había mostrado orgulloso fuera del coche. Bibi lo acarició, suavemente, recorriéndolo con lentitud, hasta llegar a sus testículos, inmensos, sopesándolos, para volver a ascender despacio.

-¿Qué te parece lo que tengo para ti?

-No está mal –respondió humedeciéndose los labios.

Bajó la cabeza sin dejar de mirarla ni un segundo hasta que sus labios besaron el glande, abriéndose tranquilos para degustar aquel manjar. Lo rodeó para ascender de nuevo, tomando carrerilla para bajar algún centímetro más. Ascendió de nuevo. Descendió un poco más. Así estuvo, con exasperante lentitud, un buen rato, hasta que llegó a engullir completamente aquel cilindro enhiesto. ¡Madre de Dios! ¿Cómo podía caberle tamaña monstruosidad en la boca?

Se la sacó, roja por el esfuerzo, y repitió el juego una segunda y una tercera vez. El chico resoplaba a la vez que alababa las excelentes dotes de mi amiga en un lenguaje bastante soez al que yo no estaba acostumbrada pero que parecía no molestar a mi compañera.

Bibi cambió, para lamer todo el miembro de la punta hasta la base, para finalizar en los depilados testículos del joven, donde se entretuvo un buen rato. Ascendió de nuevo, reanudando la felación a un ritmo exasperantemente lento. Estoy segura que sentía más placer ella que él.

El chico resoplaba, gemía, eso es niña rica, eso es, chupa, hasta que agarró la cola de Bibi tratando de dirigir el ritmo. Pero la experta felatriz no siguió sus indicaciones. Continuó a la velocidad con que había comenzado, sin modificar el vaivén, alternando succiones más o menos profundas, según su notable albedrío.

Hasta que el chico llegó a puerto. Bibi le masajeaba los testículos mientras él jadeaba estridente insultándola, sigue así zorra, la chupas de vicio puta rica, nunca ninguna furcia me la había chupado como tú, cuando las palabras dieron paso a un profundo gemido acompañado de intensos movimientos pélvicos.

Si ya estaba alucinada con la extraordinaria actuación de mi amiga, que no perdiera el compás a pesar de los envites del joven y que tragara sonoramente toda la semilla que sacudía aquel miembro, me dejó completamente perpleja. Más si cabe cuando aún tardó varios minutos en liberarla, despidiéndose de ella lamiéndola de arriba abajo, también los testículos, para volver a ascender hasta acabar besando el glande.

-¿Qué te ha parecido? –preguntó Bibi cuando ya estábamos en el coche de vuelta a nuestro barrio.

-Una locura.

-Va, dime la verdad. Seguro que te ha parecido excitante.

-Claro que me ha parecido excitante, pero no por ello deja de parecerme una auténtica locura.

-Ha sido bestial. Me he corrido. –No puede ser. –Te lo prometo. No ha sido un orgasmo típico, ya sabes, la explosión del clímax, pero desde que me la he metido en la boca hasta que he acabado, he sentido todo mi cuerpo vibrar. Buf, tienes que probarlo, te encantará.

-¿Yo? ¡Ni loca! –zanjé, pero no pude quitarme la imagen de los labios de mi amiga devorando extasiada aquel pene descomunal durante varios días. Incluso las dos veces que tuve relaciones con Abel durante la semana siguiente, revivía la imagen cada vez que cerraba los ojos llevándome a los orgasmos más intensos de mi vida.


-Mañana por la noche tenemos una cita.

-Sí, la cena con las del comité de apoyo a la escuela. No sabes la pereza que me da.

-No, me refiero a después, al acabar.

-¿Qué?

Había pasado más de un mes, cinco semanas exactamente, desde que habíamos ido al parking del Hipercor y el tema parecía haber decaído bastante a pesar de que los días posteriores solamente habláramos de ello. Pero comprendí que había vuelto a las andadas. Me mostró otra imagen de un pene, más oscuro que el anterior, pero también de tamaño considerable.

-Llevo empapada desde ayer por la noche. -¡Ese lenguaje! –De verdad, no te imaginas lo excitada que estoy, y encima esta semana Carlos está de viaje, así que tengo que consolarme sola.

-¡Bibi por favor! No me cuentes esas cosas.

Se rió de mí a carcajadas, negando haberse masturbado pues quería estar completamente despierta y receptiva a todas las sensaciones que el juego le proporcionara, pero estaba impaciente.

-No sabes el morbo que me da. Cenaremos con las monjas de la junta escolar, discutiendo la necesidad de dotar de una rígida educación a nuestras hijas y los valores cristianos que debemos contemplar, para tomarme de postre un buen trago de leche calentita de un mozo de almacén –sentenció sin dejar de reírse.

-Estás loca.

No hay mucho que contar de la cena, más allá de definirla como una reunión de más de dos horas en que las tres monjas, la directora de la escuela y dos maestras que la acompañaban, expusieron a las ocho madres de alumnas que formamos el comité de apoyo las nuevas directrices que pretendían aplicar en aras de encaminar a nuestras hijas en la dirección correcta. Estas charlas no suelen tener demasiada contestación por nuestra parte, pues, exceptuando un par de casos,  solemos asistir más por recibir la información que para proponer cambios.

En cuanto nos montamos en el Mercedes de Bibi, ésta envió un mensaje al afortunado. Después de un par de respuestas mutuas, anotó una dirección en el navegador. Once minutos nos separaban de una calle desconocida en un polígono industrial de Cornellà, un pueblo del extrarradio barcelonés en el que no recordaba haber puesto los pies nunca.

En este caso buscábamos un Seat Ibiza rojo. En cuanto lo divisamos, nos acercamos a él y aparcamos a su lado, siendo los dos únicos coches de una calle sombría que seguramente debía estar muy concurrida de día.

Avisé a mi amiga de la indiscreción que suponía que el individuo viera nuestro coche y pudiera anotar la matrícula, pero nos pareció mucho más arriesgado aparcar en una calle paralela y recorrer andando el desierto escenario.

El hombre superaba holgadamente los treinta años y no era nada atractivo. No veíamos su cuerpo ya que estaba sentado en su asiento pero era obvio que tenía sobrepeso. Con ambas ventanillas bajadas, comenzó una conversación escueta y directa. ¿Dama aburrida? ¿Cañón sideral?

A pesar de la ridiculez del seudónimo, el chico parecía educado, nada que ver con el bravucón de la primera vez. Nos disponíamos a entrar en su vehículo cuando nos pidió hacerlo en el de Bibi.

-Que me la chupe una dama de la nobleza me pone, pero que lo haga en su Mercedes es el súmum .

Bibi accedió, pues así cada vez que monte en él a partir de esta noche voy a excitarme recordando el momento, estás enferma, respondí. Ambas bajamos para que ellos pudieran pasar al asiento posterior, yo tomé la misma posición que la vez precedente y comenzó el espectáculo.

Si el hombre carecía de atractivo, su indumentaria, una bermuda estampada y una camiseta negra, empeoraban el conjunto, pero no estábamos allí para asistir a un pase de modelos. Nosotras, en cambio, sí vestíamos acorde a nuestra posición social y a la cita precedente.

Bibi siguió su ritual, anudarse el cabello antes de lanzarse a descubrir el tesoro oculto, mientras el afortunado esperaba impaciente. Tal como la foto nos había anunciado, era más oscura y menos venosa que la anterior. Estaba fláccida y los hinchados testículos tenían un tono morado debido al rasurado que se había aplicado hacía pocas horas.

Esta vez mi amiga no la acarició. En cambio, entonó un Ave María Purísima antes de introducírsela completamente en la boca que me hizo sonreír. Sin duda, estaba muy metida en su excitante papel. El aún moderado tamaño del miembro le permitió alojarla entera en su cavidad mientras sorbía sin ascender para notar como crecía en su interior. Lentamente fue subiendo, liberando otra monstruosidad mientras el chico gemía. Descendió, ascendió, descendió de nuevo para volver a ascender, con la misma lentitud que mostró cinco semanas atrás.

Yo también se lo haré así a Abel, me dije en ese momento. Ese pensamiento me excitó, endureciendo mis pezones y humedeciendo mi sexo. Bibi recorrió todo el pene, alternando paseos con la lengua que acababan en los testículos con sonoras succiones que elevaban la temperatura del habitáculo, así como los jadeos del paciente.

Aguantó menos que el primero pero también fue premiado con una prórroga de varios minutos cuando su simiente ya se alojaba en el estómago de mi amiga.

Un placer guapas, cuando queráis repetir, ya sabéis dónde encontrarme fue su despedida cuando hubo bajado del coche.

-No entiendo cómo puedes habérsela chupado a un gordo asqueroso como éste –fue mi pregunta cuando enfilábamos el camino de vuelta a casa.

-De asqueroso nada. Es la polla más sabrosa que me he comido nunca. –La miré sorprendida, definitivamente había perdido el juicio. –En serio. Sabía superbién. A polla, evidentemente, pero no desprendía aquel olor agrio, medio sucio de algunas. -¡Qué asco! Pensé. –Y el semen sabía dulzón. Tendría que haberle preguntado qué ha comido hoy.


A las dos semanas volvíamos a estar en danza. Varias veces la avisé de que se estaba precipitando, que estaba yendo demasiado lejos, pues una cosa era probar una fantasía y ponerla en práctica y otra bien distinta, aficionarse a un juego peligroso.

Pero no quiso escucharme. Definía las dos experiencias como las más placenteras de su vida, exageras, objeté, pero allí estábamos de nuevo, aparcadas delante del Ikea de Badalona un miércoles a las once de la noche esperando al propietario de un pene muy blanco, de pelo rubio, que Bibi mostraba anhelante en la pantalla de su Smartphone. Por primera vez en su vida, mi amiga había llegado primero a una cita.

A los diez minutos apareció una moto negra de gran cilindrada que se dirigió directamente a nuestro coche. Aparcó a nuestro lado y al quitarse el casco asomó un joven rubio, de pelo cortado a cepillo que era francamente guapo. Dudo que tuviera más de veinte años.

Hechas las presentaciones de rigor, entró en el Mercedes. Su juventud, sin duda, le llevó a comportarse de modo impetuoso. No esperó a que Bibi se anudara el cabello, desconocedor de que era uno de los pasos de la puesta en escena de la mujer. Se bajó el pantalón y el slip y se lanzó a sobar los pechos de mi amiga con ansiedad, tratando de desvestir la camiseta Vogue que los cubría. Ésta le detuvo, pidiéndole calma, pero estaba claro que él quería imponer sus reglas.

Afortunadamente para ambas, el crío aguantó muy poco, pues llegó a ponerse realmente desagradable con su insistencia en desnudarla. La verdad es que por un momento temí que la cosa acabara mal.

-Cerdo asqueroso –sentenció Bibi cuando ya estábamos solas en el coche. Asentí, confirmándole que había sufrido por ella. –Para colmo la tenía sucia. Sabía a orines. Quién lo diría con lo guapo que era.

La mala experiencia con el Príncipe Rubio, así se hacía llamar, atemperó las ansias de mi amiga que pareció aparcar el juego una temporada. Que llegara agosto y marchara a Creta y Tanzania ella, a Nueva Zelanda y Australia yo, también supuso un impasse .


La vuelta al cole, que era como irónicamente nos referíamos al mes de septiembre por razones obvias, nos tuvo ocupadas con varios actos públicos en representación de una organización benéfica con la que colaborábamos varias socias del club, así como con el inicio del curso escolar que también nos daba más trabajo del que solíamos tener durante el resto del año.

Así que el tema no volvió a surgir hasta mediados de octubre. Aunque debo reconocer que las tres experiencias vividas, sobre todo las dos primeras, habían hecho mella en mí mejorando mi vida de pareja, lo concebía como un juego superado. Una travesura en la que había participado no activamente que estaba en mis recuerdos y que me había permitido incorporar nuevas sensaciones a mi sexualidad.

Así que cuando Bibi me tendió el teléfono para mostrarme varias fotos mientras estábamos tomando una copa de vino blanco en la terraza del club, no entendí a qué se refería hasta que vi la primera imagen orgullosamente obscena. Oscura, imponente, provocativa. ¿Otra vez estás con eso? Su respuesta fue mostrarme tres imágenes más de otros tantos candidatos.

-Mañana jueves salimos juntas a cenar y como postre…

-Bibi, después de la última experiencia pensaba que lo habías dejado. Pasamos un mal rato.

-No tan malo, solamente si lo comparas con las dos anteriores que fueron la leche. –Rió a carcajadas por la metáfora con segundas utilizada. Negué con la cabeza, no tienes remedio, así que insistió: -No te imaginas cuánto lo echo de menos. Estos meses, para poder chupársela a Carlos, para excitarme, necesitaba pensar en ellos, en que estaba en el coche haciéndoselo a ellos, a cualquiera de los tres.

-Estás enferma.

De las cuatro fotos que me mostró, la elegida fue la segunda. Según afirmaba el anunciante, medía 30 centímetros. A saber, pero a Bibi la excitaba el mero hecho de tragarse el pene más grande de su vida. Ella utilizaba otra palabra que rima con olla.

A mí me agradó que su alias fuera Caballero, después de decenas de usuarios autodenominados con los epítetos más soeces que una pueda escuchar. No esperaba que lo fuera en el significado estricto del término, claro, pero tal vez, pensé, sea algo más que un miembro a un cuerpo pegado. En ese momento no era consciente de cuánto significaría para mí.

Esta vez el encuentro se produjo en pleno corazón de Montjuic, la pequeña pero emblemática montaña que limita la ciudad por el sur y que suele estar frecuentada por deportistas y familias de día, por amantes furtivos en coche cuando oscurece. Que el punto de encuentro fuera algo rebuscado y que tuviéramos que utilizar el navegador del teléfono, mostrándonos la ubicación donde aguardaba, para llegar a encontrarnos, no me tranquilizó lo más mínimo.

Nos esperaba en un Audi A6 antiguo. Era mayor que nosotras, unos diez años más le eché, tenía bigote y se peinaba el abundante cabello negro hacia un lado. Aunque Bibi quiso llevar la voz cantante como las otras veces, el hombre no se lo permitió.

-Si tú eres Dama Aburrida, ¿quién eres tú? –preguntó imperativo mirándome de pie apoyado en su coche.

-Soy la amiga que la acompaña pero no participo.

-Ya veo. –Me desnudaba con la mirada. –¿Y si quiero que participes?

Negué. Afortunadamente Bibi salió al rescate, ella sólo mira, para preguntar también arrogante que en qué coche quería hacerlo, además de conminarle a mostrarle los atributos pues de no ser el propietario de la imagen, nos íbamos.

El hombre mantuvo su pose altiva, fría, unos segundos, antes de añadir sin dejar de mirarnos:

-Vamos a dejar las cosas claras desde el principio. Aquí las normas las marco yo. Tú me la chuparás cómo y cuando yo diga. Y tú, participarás si yo lo ordeno. –Un escalofrío recorrió mi columna. –Estas son mis condiciones. Si no os gustan, podéis largaros ahora mismo.

Vámonos de aquí pensé pero no me atreví a decirlo en voz alta. La mirada de aquel hombre intimidaba. Bibi me escrutó por espacio de varios segundos, calibrando mi reacción supongo, pero tampoco respondió. Esperaba que pusiera el coche en marcha y abandonáramos el lugar pero en vez de eso, le devolvió la mirada, vidriosa, anhelante.

Si aún no estaba claro que habíamos claudicado, las manos del caballero abriéndose el pantalón para que asomara su miembro, arrogante, fue nuestra condena. Realmente era la mayor que había visto nunca, la más grande que Bibi iba a degustar.

-Salid del coche las dos –ordenó. Obedecí temblando, mientras mi compañera parecía un animal en celo. –No me la chuparás en ningún coche. Te arrodillarás en el suelo, aquí mismo. Si realmente eres tan buena felatriz como pregonas, deberías saber que una polla se chupa arrodillada. Como acto de pleitesía al macho.

Bibi miró el asfalto, sin duda preocupada por mancharse el vestido o rasgarse las medias. Al llegar al lado de mi amiga, el desconocido continuó usando el mismo tono imperativo y machista:

-A las zorras callejeras no les importa pelarse las rodillas, pero confirmando que realmente sois damas con clase, permitiré que utilices la chaqueta como cojín.

Mi amiga llevaba un vestido de una sola pieza hasta medio muslo, Sita Murt creo, con una torera a juego en tonos oscuros. Sin que él lo hubiera ordenado directamente se la quitó, doblándola, pero antes de que la soltara en el suelo y se arrodillara, el hombre se dirigió a mí.

-Ya que no vas a participar activamente, lo harás de modo pasivo. Quítate también la chaqueta que también servirá de cojín de la reina.

Yo vestía pantalón elástico negro Margot Blandt a juego con una blusa marfil de la misma diseñadora, cubierto por la chaqueta bolero a juego en el mismo color claro. Mi cerebro negaba pero mis manos no le obedecieron. Me la quité, la doblé como había hecho Bibi con la suya y se la tendí, esperando que la mía quedara encima para no ensuciarla.

-Cuando quieras –ordenó mirándola.

Mi amiga preparó el cojín, con mi chaqueta encima afortunadamente, se arrodilló y no dejó de mirar su postre ni un segundo mientras le bajaba los pantalones hasta las rodillas. Sacó la lengua para comenzar lamiéndola, la recorrió hasta los testículos que también cató, para volver al glande que engulló golosa. El miembro ya había adquirido un tamaño considerable cuando el hombre emitió el primer gemido de satisfacción, acompañado de otro mandato humillante:

-Que sea la última vez que apareces con un vestido hasta el cuello. Pareces una monja. Me gusta ver y sobar las tetas de la comepollas que tengo arrodillada. –Par continuar girándose hacia mí. –Por hoy me conformaré con las tuyas. Venga, ¿a qué esperas? Ábrete la blusa y enséñamelas.

-¿Cómo? –llegué a preguntar aturdida. Pero no reaccioné como esperaba, reaccioné como ordenaba él. Desabroché los seis botones de la blusa, me quité el cinturón Corsario a juego, y me desabroché los corchetes dorsales del sujetador mostrándole a aquel desconocido, a cualquiera que pasara por allí, algo que solamente había visto Abel desde hacía dieciséis años.

-Buenas tetas, operadas sin duda. Pero son perfectas. Es obvio que has pagado a un buen cirujano. Las tuyas, en cambio, -continuó mirando hacia la mujer arrodillada –no puedo verlas pero parecen naturales. –Había alargado la mano para sobarle una. -¿Lo son? –Sí, respondió abriendo un poco la boca. –No dejes de chupármela si no te lo ordeno.

Nunca me había sentido tan humillada en mi vida. Estábamos al aire libre, relativamente escondidas pero cualquiera que pasara con el coche podía vernos, arrodillada mi amiga, medio desnuda yo, aguantando el tono machista de un sátiro que disponía de nosotras como si fuéramos esclavas romanas.

La felación era cada vez más sonora. Por los esfuerzos de Bibi para alojar aquella enormidad, respirando, sorbiendo, llegando a tener alguna arcada incluso. Por los gemidos cada vez más continuados, acelerados, del desconocido. Agarró a Bibi del cabello con la mano derecha, yo te ayudo a tragártela entera, para empujar lenta pero sostenidamente su virilidad en la garganta de mi amiga, que se debatía entre salivar, respirar y alojar. A pesar de la tensión en la musculatura de mi compañera, completamente roja en la cara y el cuello, ni ella se retiró ni él retrocedió. Con la nariz de la pobre chica contra su pubis el desalmado aún fue capaz de proferir dos órdenes adornadas por sus jadeos. Aguanta, referido a Bibi, acércate, a mí. Di el paso, sin objeciones. Su mano libre, asió mis pechos, sobándolos, para emitir un profundo gemido, gutural, al inundar la garganta de mi pobre amiga.

La profundidad de la penetración y la fuerza del músculo percutor provocaron que varias arcadas la sacudieran pero aún hoy no entiendo cómo lo hizo para no desalojar aquel pene de su cuerpo. Fue el hombre el que lo retiró lentamente hasta dejar solamente el glande protegido. Cuando mi compañera se apartó para inhalar una profunda bocanada de aire, el caballero tuvo las santísimas narices de afeárselo. ¿Te he dicho que dejes de chupar? Bibi respondió rauda, chupando con desespero, como si acabara de comenzar.

Así estuvimos un rato, sobándome con ambas manos mientras mi amiga no se detenía. Entonces ordenó, límpiame los huevos que los tienes abandonados. Hasta que llegó el colofón de la noche.

-Eres realmente buena. De lo mejor que me he encontrado, pero no estoy satisfecho del todo. Tengo a dos zorritas a mi disposición y solamente trabaja una. -Hizo una pausa para mirarme fijamente, pero negué con la cabeza incapaz de llevarle la contraria. –Si queréis volver a verme debo irme a casa con dos mamadas. Ya que tu amiga no quiere colaborar, ¿serás capaz de exprimirme de nuevo? –Sí, respondió Bibi chupando con más ansia aún, si es que ello era posible.

Lo logró. Pero una amenaza quedó flotando en el aire. La próxima vez tú también participarás.

Llegué a casa temblando. Tiritaba, y no era frío lo que sentía mi cuerpo, pues ardía. Entré en el baño de invitados, ya que utilizar el de nuestra habitación podía despertar a mi marido que debía dormir plácidamente, tratando de lavarme la cara y serenarme. Como esté despierto, lo devoro, le confié a mi reflejo en el espejo, pero al abrirme la blusa deseché tal posibilidad. Dos puntos morados, dos dedos ajenos, mancillaban mi pecho derecho. Pobre, no debe verlo, lo que me sumió en el mayor de los desconsuelos posibles, por no poder consumar un acto que necesitaba, por el punzante sentimiento de culpa que me martirizaba.


Una semana después, Bibi me mostraba contenta un mensaje de Caballero acordando otra cita para el día siguiente, en el mismo sitio. Me negué, esta vez no vengo, no voy a dejarme sobar de nuevo, pero lo que me asustaba de verdad había sido su amenaza de obligarme a participar. Racionalmente, me dije, nunca ningún hombre te ha obligado a hacer nada contra tu voluntad y éste no va a ser el primero. Pero tenía serias dudas de poder controlar la parte irracional de mi mente, pues había sido incapaz de negarme a algo que no debí haber hecho.

Mi teléfono sonó a las 11.15 de la noche. Estaba en la cama leyendo al lado de mi marido cuando me sorprendió ver en la pantalla el número de Bibi. Respondí, alucinando con lo que me pedía mi amiga.

-Tienes que venir. -¿Ahora?, pregunté levantándome de la cama para que Abel no oyera nuestra conversación. –Sí, ahora. Si tú no estás no hay juego.

-Pues no hay juego. Si ya me parecía una locura, este caso me parece demencial. ¿Cómo puedes dejarte arrastrar de esta manera?

Insistió, pero Abel también se había levantado preocupado por mi amiga, no es nada cariño, así que corté la discusión con un escueto, no es buen momento. Pero me quedé muy preocupada, pues el comportamiento de mi amiga me descolocaba.

De vuelta a la cama, no pude concentrarme en la lectura. Mi mente era una concatenación de imágenes de penes variados engullidos por labios expertos, mientras la voz del autodenominado Caballero me ordenaba participar. Me excité como pocas veces, así que me giré hacia mi marido, colé la mano por debajo del fino nórdico de otoño Lexington hasta llegar a su virilidad. Me miró sorprendido, sonriendo a pesar de avisarme que estaba muy cansado, no te preocupes, esta noche sólo trabajaré yo.

Aparté ropa de cama y ropa de noche masculina para engullir el miembro que me había dado cuatro hijos. Lamí despacio, saboreando, sintiendo cada milímetro de aquel pene que había llevado al orgasmo tantas veces aunque nunca lo había hecho con la boca. Hoy llegaré hasta el final, me dije.

Abel, el sí se comportó como un caballero, me avisó varias veces que estaba a punto de eyacular, incluso llegó a agarrarme de la cabeza para apartarme, pero no se lo permití. Por segunda vez en mi vida un hombre descargaba en mi boca. La primera me había parecido asquerosa, fruto de la inexperiencia mutua de dos adolescentes. Ésta la degusté con ansia. Me levanté para pasar al baño a escupir su simiente, pero cuando iba a agacharme en la pila, me miré en el espejo y me atreví. No me gustó el sabor, ni en mi paladar ni en mi garganta, pero cuando noté como cruzaba mi tráquea, una leve sacudida recorrió todo mi cuerpo finalizando en mi sexo en un pinchazo parecido a un orgasmo.

Mi marido me miraba sorprendido cuando volví a su lado. ¿A qué ha venido esto? Me apetecía. Nunca me lo habías hecho. ¿Te ha gustado? Mucho. ¿Quieres que lo repitamos? ¿Ahora? No, tonto, en otra ocasión. Claro.

Aún hoy, casi dos meses después, soy incapaz de explicar por qué me dejé convencer. Bibi estuvo enfadadísima conmigo los días siguientes, pues no comprendía cómo podía haberla abandonado, indignada conmigo, cuando el que la había echado de su coche había sido el caballero negándole su juguete si yo no estaba presente. Argumenté con una amplia batería de razones pero no quiso escucharme. No solamente estaba mal lo que estábamos haciendo y podía tornarse peligroso, además me ponía en un brete que para el que no me sentía preparada. Y Abel no se lo merecía.

Pero ella esgrimió únicamente un argumento. Te excita tanto como a mí.

Tenía razón, por lo que prometí acompañarla con otro desconocido, pero no con Caballero, pues aquel hombre me intimidaba y no estaba segura de poder controlarlo, de poder controlarme.

Supe que me estaba engañando cuando quedó con el siguiente. Como otras veces, me mostró imágenes de miembros desconocidos, pero el instinto me avisó. Ha quedado con él. Algo que confirmé cuando dirigió el coche de nuevo a Montjuic. Pero no protesté.

El Audi A6 estaba aparcado en el mismo lugar sombrío. Cuando nos detuvimos a su lado, bajó la ventanilla confirmando que Bibi no venía sola. Sonrió satisfecho. Veo que la has convencido. Temblaba, tenía un nudo en el estómago y una parte de mí pedía salir corriendo. Pero cuando el hombre bajó del coche, esperando que nos uniéramos a él, no pude reprimir una intensa excitación.

Mi amiga se quitó la chaqueta, mostrando una blusa estampada que se desabrochó sin que él se lo ordenara. ¿Y tú? Me preguntó. También me despojé de la prenda exterior mostrando el sueter morado de cuello alto Yves Loic. Cuando nos ordenó arrodillarnos, Bibi obedeció como una autómata, pero fui capaz de aportar la poca dignidad que me quedaba para pedirle que en el suelo no, dentro del coche. Me miró largamente, retándome, hasta que asintió, te lo concedo por esta vez.

Afortunadamente los asientos posteriores de un Audi A6 son lo suficientemente amplios para que cupiéramos los tres con relativa comodidad. Que ambas fuéramos mujeres delgadas y que él no estuviera gordo, aunque tenía un poco de sobrepeso, lo facilitó. Mi amiga a la derecha, yo a la izquierda del hombre.

Dejamos chaquetas, blusas y sujetadores en el asiento delantero, mientras caballerosamente alababa nuestros atributos. Empezó acariciando los de Bibi, elogiando su forma y dureza. No has tenido hijos, ¿verdad? Una, pero no le di el pecho. Típico de niñas ricas, soltó con desprecio. ¿Y tú, tienes hijos? Cuatro. ¿Te operaste porque los amamantaste y se te cayeron las tetas o las tenías pequeñas y quisiste hacer feliz a tu marido? Los amamanté, respondí sumisa, incómoda por la alusión a mi esposo.

Chupa, ordenó a su derecha, mientras me utilizaba de asidero, sobándome sin compasión. Bibi obedeció ansiosa, desesperada diría yo, tanto que tuvo que ordenarle que se lo tomara con calma, ya no eres una cría de quince años.

-¿Cuántas pollas has chupado en tu vida? –me preguntó. No sé, respondí con un hilo de voz. –Cuéntalas. –Seis, fui capaz de contestar cuando mi cerebro completó la suma. –Me gusta el número siete, pero te gustará más a ti. Acaríciame los huevos.

Obedecí, mientras mi amiga daba lo mejor de sí misma. Le preguntó si la había echado de menos. Mucho, respondió jadeando sin abandonar su juguete. Sus testículos llenaban mi mano, calientes, pesados, mientras sus dedos pellizcaban mis pezones.

-¿Cuánto hace que no chupas una polla? –me preguntó. Dos días. -¿La de tu marido? –Asentí. -¿Cómo se llama? –Abel. -¿Cuánto hace que no chupas una polla distinta de la de Abel? –Diecisiete años. –Pues ya va siendo hora que cambiemos eso –sentenció mirándome a los ojos.

No fue mi cabeza la que tomó, ni empujó mi nuca. Fue la cola de Bibi la que asió para dejarle espacio a tu amiga. Nerviosa, incómoda por las alusiones a mi marido, pero terriblemente excitada, bajé la cabeza lentamente hasta que sentí el olor de aquel hombre. Me detuve un instante, pero el glande morado, el tronco húmedo, el miembro engreído me atraían como nunca me había atraído nada. Abrí la boca y noté su sabor, intenso. Cerré los ojos para intensificarlo. Y por primera vez en mi vida, cometí un acto abyecto, inusual en mí, del que temí arrepentirme en los días venideros.

Pero no me arrepiento. Mentiría si dijera lo contrario. A pesar de los titubeos iniciales, a los pocos segundos estaba chupando con todas mis ganas. ¿Qué imán escondía aquel pene, aquel hombre, capaz de convertirme en una fulana? Ni lo sé, ni lo comprendo. Pero cuánto más sucia me sentía, más excitada estaba. Suciedad que se tornó en estulticia, en obscena indecencia, cuando la lengua de Bibi apareció a escasos centímetros de mis labios lamiéndole la bolsa escrotal.

Sentí en ese instante el significado del pequeño orgasmo sostenido que mi amiga había descrito semanas atrás. No llegué al clímax, mis caderas no vibraron espasmódicas, pero nunca había sentido un hormigueo tan intenso en mi sexo.

No eyaculó en mi boca. Lo odié por ello. Prefirió detenerme para encajarla en la garganta de mi amiga, cuyo estómago recibió el premio. Como si fuera capaz  de leerme la mente, me tranquilizó. El próximo día mi semen será para ti. Hoy has dado un paso importante pero aún es pronto.

Quiso conocer nuestros nombres reales, el de nuestros maridos, así como el de nuestros hijos. Respondimos sumisas. También le dijimos dónde vivíamos, no quiero la dirección, solamente el barrio. Todo ello con aquel miembro orgulloso presidiendo la charla, desafiante, que Bibi primero y yo cuando lo ordenó, acariciamos sin descanso para que no perdiera vigor.

Se me hace tarde, anunció mirando el reloj metálico de pulsera, así que tú, Dama Aburrida, vacíame de nuevo antes de que os despida de mi coche. Diez minutos después lo abandonábamos silenciosas, Bibi con la garganta irritada, yo con los pechos inflamados.


En menos de una semana volvimos a quedar con el caballero del que desconocíamos el nombre. Involuntariamente había entrado en el juego de Bibi, sintiéndome más ansiosa que ella ante el nuevo encuentro.

No lo demostraba, claro, pero interiormente era así. Extrañamente, además, no habíamos comentado nada entre nosotras. Las cuatro veces anteriores nos habían dado tema de conversación, incluso de discusión, durante horas, mientras ahora éramos incapaces de comentar nada como si el secreto debiera circunscribirse al interior del Audi A6.

Pero no puedo negar que viví los seis días más excitada de mi vida. Suelo llevar salva-slips por una cuestión higiénica, pero era tal la cantidad de flujo que mi sexo desprendió aquellos días que tuve que sustituirlos por compresas.

Así que cuando nos recibió sentado en su altar me entregué tanto o más que mi amiga. No soy capaz de alojar aquella monstruosidad en mi garganta como ella sabe hacer, pero a ganas, a voluntad, no me iba a superar.

Otra vez quiso que se la chupáramos las dos simultáneamente, pero la que le lamía los testículos también debía subir por el tronco, ordenó. Cada minuto que pasaba me sentía más sucia, más inmoral, más puerca, más entusiasmada con el juguete que compartía con mi amiga. Sentí celos cuando noté que nuestro hombre se acercaba al orgasmo y era Bibi la que le estaba chupando el glande. Afortunadamente, el caballero nos ordenó cambiar de papeles.

No solo sentí una descarga eléctrica cuando su simiente inundó mi boca. Gemí feliz, sorbí ansiosa, dichosa por el premio recibido. Bibi recibió su jarabe media hora más tarde, mientras era yo la que trabajaba la entrepierna para aumentar el placer de nuestro dueño.


Volvimos a Montjuic, al Audi A6, dos veces más aquel mes de noviembre. La primera a media tarde de un lunes, cuando el sol otoñal aún no se había puesto. Temí ser vista por alguien pero ello no me impidió, no nos impidió, comportarnos como fulanas, bautizadas ambas en nuestra nueva religión.

La segunda vez me obligó a bajar del coche. Arrodillada en el suelo, afortunadamente aquella noche llevaba tejanos oscuros Gisèle Munch, vacié aquel apetitoso depósito mientras llenaba el mío. La puerta posterior abierta me resguardó de mirones pero no del frío. Por ello, nos citó en su piso la primera semana de diciembre.

Ante la dificultad por aparcar en las callejuelas del barrio de Horta, Bibi alojó el vehículo en un parking cercano a la dirección que nos había enviado, ansiosa por contentar a su nuevo macho. A nuestro macho. La previne ante la posibilidad que Carlos viera el cargo de la tarjeta de crédito en un lugar y a una hora inexplicable, pero no le importó. Necesitaba complacer a su compañero. Ese pensamiento, que no verbalizó con palabras, me llenó de celos como si de Abel se tratara.

Llamamos al timbre del cuarto piso, nos abrió vestido con un batín de cuadros para hacernos pasar a la sala de estar, más pequeña que el baño de mi habitación. Un sofá de dos plazas de sky marrón, una mesita de cristal con revistas y un mueble de caoba oscura eran todo el mobiliario del espacio. Por educación nos quedamos paradas cerca de la puerta, esperando ser invitadas a sentarnos, pero recibimos, en cambio, una reprimenda. ¿A qué esperáis?

Reaccionamos automáticamente desvistiendo la mitad superior de nuestro cuerpo, arrodillándonos ante nuestro brujo, hechizadas. Se sentó en el sofá, Bibi le abrió la bata, bajo la que no llevaba nada y nos lanzamos ambas hambrientas. Compartimos alimento unos minutos hasta que me ordenó entrar en la cocina y traerle una copa de coñac. Tardé en dar con el cristal y la bebida, pues una cocina no es mi hábitat natural, menos una ajena.

Cuando aparecí en la salita, Bibi tenía su virilidad alojada en la garganta mientras el Caballero la sujetaba de la cabeza para que no se moviera. Estaba completamente roja, pues parecía llevar unos segundos en aquella posición. Le tendí la bebida y le dio un trago largo.

-No hay mayor placer que degustar una copa de coñac con la polla completamente incrustada en la garganta de una buena zorra. –La saliva de mi amiga resbalaba por su barbilla, pero no se movía a pesar de emitir leves sonidos guturales. Dio un segundo sorbo, y sin soltar la copa, aflojó la presión sobre mi amiga. –Venga, ya estoy a punto. Tú zorrita, cómeme los huevos.

Obedecí sin dudarlo, a pesar de que era la primera vez que un hombre me llamaba de ese modo.

Durante un rato, como nos tenía acostumbradas, nos tuvo sentadas a su lado acariciándole esperando el segundo asalto. Así lo definía. Tranquila zorrita, parecía haberme bautizado, en unos minutos tú también tendrás tu medicina. Pero antes de ello, nos dio una orden de obligado cumplimiento para el siguiente día.

-No quiero volver a veros en pantalones. Las zorras visten provocativas. Ya sé que sois zorras con clase, pero la única diferencia entre vosotras y las de carretera es que vuestra ropa es más cara.

Lejos de molestarnos, de molestarme, el comentario me encendió más si cabe. Lo leyó en mis ojos, extraña capacidad la suya que me desarmaba completamente, así que no tuvo que darme la orden. Me arrodillé en el suelo, entre sus piernas, como sabía que él dictaba y trabajé para ganarme el premio. La variante vino cuando, sopesándome los pechos, me ordenó masturbarlo con ellos, que la pasta invertida por tu marido sirva para algo, pinchó. La posición impedía a Bibi lamerle los testículos, así que agarrándola del cabello la obligó a besarlo, con lengua, en un gesto que consideré más obsceno aún, para soltarla bruscamente obligándola a lamerle los pezones, fláccidos y velludos.

Pero igual como estaba haciendo yo, mi amiga cumplió sumisa.


No volvimos en diez días. Dos veces nos convocó, dos veces lo anuló, aumentando nuestra impaciencia, incrementando nuestra excitación. Sé que lo hizo adrede, pues de no haber sido así no nos hubiéramos comportado como las zorras que describía cuando cruzamos el umbral de su casa aquel 15 de diciembre.

Ambas nos quedamos paralizadas en el quicio de la puerta de la sala al encontrarnos con otro hombre. Pasad, no tengáis miedo, nos empujó tomándonos de la cintura.

-Si para vosotras yo soy un caballero, a mi amigo lo podéis llamar Gentilhombre. ¿Qué te parecen las dos zorras ricas?

-¡Joder! Están bien buenas –respondió con una voz desagradablemente ronca, mirándonos impúdicamente, desnudándonos con la mirada.

Aunque no protestamos, estábamos demasiado ansiosas por venir ni teníamos osadía para ello, el Caballero volvió a dejar claras las nuevas reglas del juego, que acatamos sin rechistar.

-La presencia de mi amigo no cambia nada. No tenéis de qué preocuparos pues sabéis de sobra que tengo polla para satisfaceros a las dos. –Esa frase humedeció mi sexo. –Pero como es de bien nacidos ser agradecido, reza el refrán, he pensado que tal vez os vendría bien un poco más de actividad pues a zorras como vosotras no es tan fácil teneros contentas. Además, aquí mi amigo también tiene sus necesidades.

Un mes antes, hubiera abandonado aquel piso diminuto de barrio obrero sin dudarlo. Bibi creo que también, aunque ella siempre había sido más proclive a aventuras sórdidas, pero la voz de Caballero, su magnetismo, nos tenía subyugadas.

-Cómo ves, son guapas y tienen clase. ¿Has visto con qué elegancia visten? ¿Con qué distinción se mueven? –Mientras él se había sentado en una butaca individual que no estaba el día anterior, el amigo había ocupado el sofá de dos plazas. –Pero es fachada. Arrodilladas son tan zorras como las baratas.

Comencé a temblar cuando nos ordenó desnudarnos. Ambas llevábamos falda con blusa o sueter, así que procedimos como de costumbre, solamente mostrando la mitad superior. Pero esta vez, también cambiaríamos eso. Fuera faldas. Mis piernas tenían serias dificultades para mantenerme de pie debido a los insistentes espasmos que mi sexo les enviaba. Al llevar panties , también nos los hizo quitar añadiendo otra instrucción a las normas que debíamos obedecer.

-No quiero volver a veros con medias de monja. El próximo día hasta medio muslo. Esto no es un convento. –El amigo rió la gracia, hambriento, no dejaba de sobarse el paquete por encima de la ropa. Era desagradablemente sucio, un viejo verde, descuidado y más gordo, aunque debía tener la misma edad que su compañero. -¿Qué te parecen? Puedes elegir a la que quieras aunque no tienen prisa y te dará tiempo de probarlas a las dos. Mientras te decides, -se giró hacia nosotras –servidnos un coñac a cada uno. La mujer de Abel sabe dónde encontrarlo.

Cuando entré en la cocina tuve que apoyarme en el mármol pues me costaba mantenerme de pie, la compostura hacía semanas que la había perdido. Bibi me miró, vidriosa, preguntándome con la mirada qué hacíamos, pero la respuesta era obvia, además de compartida. Quedarnos y tragar, nunca mejor dicho.

Cada una entregó un vaso a un hombre, yo entré primero así que se lo tendí a Caballero que estaba más lejos. Volvimos a quedar de pie en medio de la diminuta sala, vestidas solamente con un tanga y los zapatos, tal como nos habían ordenado.

-La rubia tiene una hija y su marido se llama Carlos. Tiene una empresa de 200 trabajadores y es mayor que nosotros. Se ve que le van maduros, así que tal vez deberías empezar por ahí. La chupa de vicio. Las dos la chupan de vicio –los celos iniciales se tornaron en orgullo, -pero esta se mete toda mi polla hasta la garganta. -¿En serio? –Cómo lo oyes. -¡Menuda zorra!

-La morena es más tímida. Está casada con otro jefazo de no sé qué multinacional y tiene cuatro hijos. -¿Cuatro? –Cuatro, ya sabes cómo son las pijas ricas, como los van a dejar en manos de niñeras, no se cortan. Por eso se operó las tetas, pagadas por su queridísimo Abel. No tiene la garganta de la amiga, pero creo que es más zorra que ella. –El cerdo babeaba, pero mi entrepierna no le iba a la zaga.

No me sentía como una esclava romana, hoy su trato hacia nosotras era más degradante que un mercado persa. Pero allí estábamos, de pie, aguantando improperios, ansiosas, sedientas, excitadas.

Hubiera aplaudido, vitoreado incluso, cuando Caballero me llamó a su vera. Pero mi pudor, el poco que me quedaba, me lo impidió. Bibi se acercó al amigo, desagradable, desaliñado, pero sabía que yo también pasaría por allí.

Fui más rápida que mi amiga desvistiendo a mi miembro, catándolo. Noté sus manos sobando mis pechos, que ofrecí orgullosa irguiéndolos, acercándolos a las expertas extremidades. Sorbí con deleite, con hambre, confirmando que yo era más zorra. La más zorra que nunca hayas conocido. Sin que me lo dijera bajé a sus testículos, huevos me dije a mí misma, llámales por su nombre de guerra, volví a su miembro, hasta que decidí premiarlo con mis pechos, mis tetas. Abracé su pene con ellas, su polla, y lo masturbé mirándolo extasiada. En sus ojos vi satisfacción, gozo, reconocimiento.

Cuando cerró los ojos miré a mi izquierda, donde Bibi engullía aquel miembro asqueroso. Lo había alojado completamente en su boca, este no le llegaba a la garganta, pero sorbía lentamente, llevando a aquel cerdo que la agarraba de la cola, al séptimo cielo. Pude apreciar que era un pene oscuro, ancho pero corto, porque en aquel momento se lo sacó de la boca para lamerle los huevos, casi negros. Entonces el hombre se levantó, súbitamente, chúpame la polla zorra, orden que Bibi obedeció atenta, mientras el hombre descargaba, eso es, bébetelo todo puta rica.

Giré la cabeza pues no quería que mi hombre se sintiera desatendido. Había abierto los ojos por lo que me sentí pillada en falta. Para compensarle, bajé la boca rápidamente y reanudé la felación con la mayor profesionalidad que fui capaz. Se corrió al poco rato sosteniéndome de los pechos, una mano en cada teta, apretando, agarrado a mis pezones.

-¿Qué te ha parecido tu zorra? –preguntó Caballero.

-¡La hostia! Nunca me la habían chupado así de bien.

-Pues viniendo de ti tiene mérito –rió jocoso, -con la de putas a las que has pagado.

-Ninguna puta le llega a la suela de los zapatos a esta dama –sonrió burlón, agarrándola de un pecho.

-Pues espera a probar a la madre de familia. Tampoco le va a la zaga.

El viejo verde resopló, mirándome famélico, como un depravado. Pero aún no me reclamó. Vació de un trago su vaso y pidió otro, así que Caballero nos lo ordenó, servidnos otra copa, damas. Ambas entramos en la cocina para atender su demanda cuando me sobrevino. Los espasmos en mi vagina no se habían detenido ni un momento, pero sería por la fricción en mis labios provocada al caminar, sería porque estaba tan desbocada que había perdido el norte, no lo sé, pero me corrí de pie agarrada al mármol de la cocina con tal intensidad que Bibi tuvo que sostenerme.

-¿En qué nos hemos convertido? –pregunté cuando recobré el aliento. Su mirada, esquiva, me desorientó.

Aunque no me apetecía, era obvio que ahora tocaba intercambio de parejas. Tendimos la bebida a cada uno según el nuevo orden, pero en vez de quedarnos de pie, Gentilhombre me invitó a sentarme a su lado. No me apetecía, pero bastó una mirada de Caballero para que obedeciera sumisa.

Me pasó un brazo por encima del hombro con el que me lo acariciaba, así como la nuca y el cabello, mientras sostenía la copa con la derecha, hasta que decidió que necesitaba las dos manos libres y me lo entregó para que yo lo sostuviera. Ahora, su mano acarició mis pechos, ¿cuánto te han costado?, no lo sé, los pagó mi marido, ¿Abel?, sí respondí mientras un pinchazo se me clavaba en las sienes, remordimientos, y otro en mi sexo, excitación. Bajó la mano a mi entrepierna, pero yo no las separé, eso no, pedí, así que cambió de objetivo. Después de detenerse en mis tetas, con un dedo ancho y arrugado recorrió mis labios. ¿Estos son los labios que me la van a chupar? Asentí. Entonces acercó su cara a la mía para besarme. No quería pero algo me paralizó. Sus labios chocaron con los míos, que no abrí pero fueron lamidos por su lengua. Sabía a alcohol. Me miró altivo, disgustado. ¿No quieres besarme? Negué con la cabeza, rogando para que Caballero no lo hubiera oído.

-Ya veo, no soy lo suficientemente bueno para ti. –Me pellizcó un pezón con saña, haciéndome daño, por lo que no pude evitar un quejido. –Pues ya va siendo hora que alguien te baje esos humos. No eres más que una zorra que se alimenta de polla, así que venga, ¿a qué esperas? Aliméntate –ordenó arrastrándome del cabello hacia su pubis.

No dudé. Me la metí en la boca para acabar lo antes posible, pero no conté con que se había corrido hacía menos de media hora. Después de un buen rato ensalivando aquel miembro corriente me ordenó arrodillarme a su lado en el sofá, como una perra con el culo en pompa y las tetas colgando. Primero me las sobó, hasta que cambió de objetivo. Después de acariciarme la nalga me soltó una nalgada. No me lo esperaba, así que detuve la felación, sorprendida, pero la segunda, más fuerte y sonora, me obligó a continuar. No sé cuantas me pegó, pero se reía y me llamaba perra, hasta que oí la voz de nuestro hombre, al rescate.

-Ayuda a tu amiga que es tarde y quiero acostarme. -Al momento, Bibi apareció a mi izquierda, arrodillada en el suelo, para lamerle los testículos y acelerar su orgasmo. -¿Qué te parece el juego? ¿Divino, eh?

Pero Gentilhombre ya no respondió. Bufaba como un toro, aunque físicamente me recordaba más a un hipopótamo, señal inequívoca de que estaba a punto de derramar su semilla en mi paladar.


-No quiero repetirlo.

La sentencia me dejó descolocada. Debería haber sido yo la que la pronunciara, pero había salido de los labios de Bibi, los mismos labios que nos habían llevado al acantilado por el que yo también sentía que nos estábamos despeñando.

Habíamos vuelto al apartamento de Horta y de nuevo nos habíamos comportado como perras calientes, esa era la definición con que Gentilhombre nos había definido esta segunda vez, ataviadas con medias hasta medio muslo, tanga y zapatos de tacón.

Aún sentadas en el coche de mi amiga, delante de mi casa, pasada la media noche de un 20 de diciembre.

Entré en casa, sucia, con la frase de mi compañera de travesuras taladrándome el cerebro. Tenía razón, me decía mientras el agua caliente de la ducha limpiaba los vestigios de mi depravación. Tiene razón, me repetí. Esta ha sido la última vez.

Pero sabía que me estaba engañando a mí misma.

El 24 por la mañana, vigilia de Navidad, sonó mi teléfono. Era Caballero, al que Bibi le había dado mi número, pues ella había decidido acabar con el juego. Le confirmé la decisión de mi amiga a la vez que yo también le comunicaba que no lo veríamos más.

-Me gustaría despedirme de ti. –No respondí, sorprendida por el tono amable, confidente, del hombre que siempre se había comportado como un señor feudal. –Creo que te lo mereces. Que nos lo merecemos ambos. Será una sola vez, la última, y te prometo que no te arrepentirás.

Negué, pero él también notó la poca seguridad de mi voz. Sólo será un vez más, te necesito. Mis piernas temblaron de nuevo, mi sexo se licuó. Sólo una vez, respondí. Te espero esta tarde en mi casa. ¿Hoy? Es Navidad, objeté. Considéralo un regalo que nos hacemos mutuamente.

A las cuatro de la tarde aparcaba el Mini Cooper que Abel me regaló para mi cumpleaños en el mismo parking que Bibi había utilizado. Subí hasta el cuarto piso ataviada con un abrigo largo para protegerme del frío, pues siguiendo sus instrucciones me había vestido como una buscona. Falda corta, tanto que no cubría la blonda de las medias, camiseta ceñida y sin sujetador.

Crucé la puerta del piso que había dejado entornada, el corto recibidor y entré en la sala donde me esperaba sentado en su trono, en bata. Quítate el abrigo. Me escrutó como al trozo de carne en que me había convertido un buen rato, hasta que me felicitó por mi disfraz, de fulana, especificó, pues hoy es un día especial, será un día especial.

No quiso que me desnudara. Acércate. Me arrodillé ante mi señor, abrí la bata y comencé el último contacto que iba a tener en mi vida con aquella maravilla. Era una despedida, así que di lo mejor de mí, esmerándome, recorriéndola, con la firme intención de dejar huella. Pero me detuvo poco antes de llegar al orgasmo.

Me quitó el top, amasó mis pechos, pellizcó mis pezones, mientras mis gemidos se tornaban jadeos, hasta que coló la mano entre mis piernas. Estás empapada. Cerré los ojos sintiendo la llegada de un orgasmo que me recorrería de arriba abajo, pero se detuvo. Lo miré sorprendida, turbada, rogando que continuara, pero me tomó de la mano levantándonos para llevarme a su habitación, cuya puerta también estaba entornada.

Reanudó las caricias a mi sexo mientras cruzábamos el umbral, sosteniéndome de la cintura para que no defallera. Me apoyó contra la pared, abrí las piernas tanto como pude, rogándole que acabara el trabajo. Y entonces lo noté. Una presencia.

Gentilhombre me miraba, sucio, sentado en un lado de la cama. No, suspiré, ¿qué hace él aquí? Traté de protestar, pero los dedos de mi hombre no me dejaban pensar. Otra vez el orgasmo estaba aquí. Pero de nuevo se detuvo.

¿Quieres correrte? Por favor. ¿Quieres correrte? Por favor, lo necesito. ¿Quieres correrte? Sí, necesito correrme, te lo ruego. Arrodíllate, ordenó sentándose en el filo de la cama. Chupé con ansia, con avidez, con gula, jadeando como una perra.

Noté claramente como Gentilhombre se movía, me rodeaba, me levantaba la diminuta falda y apartaba el tanga para colar su asquerosa mano entre mis piernas. Lo necesito, me repetí, necesito correrme, pero de nuevo, cuando me acercaba al orgasmo, aquellos dedos callosos me abandonaron. Un no lastimero surgió de mi interior, pero Caballero me tranquilizó. Ya llegas cariño.

No fue una mano la que me llevó a explotar, no fueron unos dedos. Un pene grueso y corto, casi negro, que había deglutido dos veces en mi vida, entró en mi sexo de una estocada. La polla que tenía en la boca chocó con mi campanilla, provocándome una arcada, pero gemí sonoramente como la perra que aquel viejo verde estaba montando. Fue un orgasmo abrasador, que no remitió pues dos miembros me perforaban, llevándome en volandas a un Paraíso desconocido para mí.

Cuando la semilla de Caballero cruzó mi garganta sentí el segundo clímax de aquel interminable orgasmo, coronado en el tercero cuando la simiente del invitado anegó mis entrañas. Me descabalgó pero no cambié de posición, arrodillada en el suelo, con las nalgas levantadas, incitadoras, y mi rostro alojado en la entrepierna de aquel hombre que me había descubierto un mundo desconocido.

¿Cómo había podido caer tan bajo? Me pregunté en un momento de lucidez, dejándome follar por aquel ser inmundo. Pero el pensamiento fue pasajero, pues leyéndome la mente de nuevo, Caballero no me dejó seguir por aquel derrotero.

-Chúpamela un poco que ahora seré yo el que te folle. Será mi regalo de Navidad.

Como no podía ser de otro modo, obedecí, insaciable. Si sentir aquella monstruosidad en la boca casi me llevaba al orgasmo, ¿cómo sería sentirla en mi vagina? El pensamiento me derritió, licuándome.

Cuando lo creyó oportuno, se retiró en la cama para sentarse mejor, me incorporó y me mandó encajarme. Ahora sabrás lo que es ser empalada.

En cuanto su polla cruzó mis labios comenzaron los espasmos, cuando su glande tocó mi matriz grité, con todas mis fuerzas, desbocada. Se movió despacio, para que aquella barra que me partía se acomodara al nuevo hábitat. Me agarré con fuerza a sus brazos, clavando mis uñas como si quisiera devolverle una milésima parte de la intensidad que me profanaba. Perdí el control de mis caderas, que se movían enajenadas, buscando escapar, tratando de no soltarse, incoherentes.

Los orgasmos volvían a sucederse descontrolados, uno solo o muchos consecutivos, soy incapaz de precisarlo, pero nunca había sentido nada igual. Fue tal la vehemencia del acto, que estuve cerca de perder el conocimiento. Cuando eyaculó, no inseminó mi matriz, anegó mi estómago, mis pulmones. Noté el sabor de aquel conocido néctar en mi propia garganta.

Caí derengada sobre la cama, cerrando las piernas pues mi vagina ardía, mis labios interiores y exteriores chillaban irritados. Pero no tuve descanso. Unas manos me tomaron de los tobillos, tirando de mi cuerpo hasta el límite de la cama, me abrieron las piernas y acomodaron una polla de nuevo, a pesar de mis débiles ruegos para detenerlo. Era más estrecha, pero era tal la irritación de la zona que noté puñales clavándose en ella.

Me dejé hacer, extasiada, mientras el cerdo asqueroso me llamaba zorra rica, puta barata, agarrándome los pechos con furia, pasando su sucia lengua por mi cara, buscando la mía. A penas noté su eyaculación, pero la oí. Si te he dejado preñada, no vengas a buscarme.


He dedicado los últimos quince días a mi familia. Se lo merecen, se lo debo. Hemos pasado unas felices fiestas, como cada año, esquiando en Baqueira, regalándonos deseos, repartiendo amor.

Pero hoy he vuelto a Horta. Arrodillada, devoro famélica mi depravación.

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Aquí os dejo el link del primer libro que he autopublicado en Amazon.es por si sentís curiosidad:

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