Abrí a dos rubias que llamaron a mi puerta FIN
Miguel se dirige a por Sara mientras la rubia prepara en el hotel la llegada de la oriental. Cuando llegan al hotel, los recibe Ía arrodillada en el suelo y vestida de criada. Al verla así, la miembro de la CIA siente envidia y aún más, cuando la joven lo saluda como su Amo. Último Capítulo
18
En el coche, me empezaron a surgir nervios al darme cuenta de lo poco acostumbrado que estaba a las citas. No en vano la única que había tenido en los últimos dos años había sido con Agda y el mérito había sido suyo ya que ella había llevado la voz cantante, pero en el caso de Sara y dado su carácter, la responsabilidad de cómo se desarrollaran las cosas iba a ser enteramente mía.
«No puedo ni debo fallarla», me dije rememorando su cara de angustia cuando descubrió lo mucho que me deseaba tras permitir que Ua la masturbara en mi presencia.
Recapacitando sobre ello y como desde un principio se había abierto a mí en la marisquería, comprendí que debía ser galante sin forzarla en lo más mínimo asumiendo que ese papel sería ejercido por el manipulador ser que había dejado en el hotel. Con ello en la mente llegué frente al hostal donde su gobierno la había alojado, descubriendo que me estaba ya esperando en la puerta. Siguiendo el guion que me había marcado, me bajé con la intención de piropearla. Pero al mirarla y comprobar que parecía una ingenua ninfa recién caída del cielo, me quedé petrificado y solo pude mascullar un “buenas noches” mientras recorría con la mirada las maravillosas curvas que realzaba el vestido de lino blanco que llevaba puesto. Supe que la lujuria de mi mirada no le pasó inadvertida al advertir que se removía incómoda mientras recibía de mis manos los chocolates.
―Estás preciosa― alcancé a decir tras retirar mis ojos de sus pechos y haciendo un esfuerzo.
―Tú estás también muy guapo― murmuró al ver que le abría la puerta.
Su timidez curiosamente me tranquilizó y tras esperar que se acomodara en su asiento, me metí en el Bentley. El lujo británico del automóvil la había impactado de tal forma que se había olvidado de abrocharse el cinturón, detalle que aproveché para ser yo quien lo hiciera. Mi galantería debió de agradarla porque sin venir a cuento observé que sus pezones florecían bajo su ropa.
―Gracias, Miguel― suspiró al advertir lo ocurrido.
Encendiendo el motor, lo hice sonar un poco para ver su reacción y tal y como había anticipado, sintió ese rugido como un anticipo de mi carácter y mordiéndose los labios, involuntariamente cerró sus piernas sin percatarse que al hacerlo la falda la había traicionado revelando gran parte de uno de sus muslos. Sin pedir su permiso, bajé la tela cubriéndola rozando brevemente su piel con mis yemas.
―Perdona, no me había dado cuenta de que mostraba de más― se disculpó abochornada por si pensaba que lo había hecho a propósito.
Mi silencio no hizo más que profundizar su vergüenza y nuevamente intentó justificar su error, pero cortándola dulcemente le dije que cuando quisiera disfrutar de sus piernas se lo diría mientras le hacía una carantoña en la mejilla.
―No seas malo― sollozó al sentir que le costaba hasta respirar.
Sin apiadarme de ella y mostrando siempre una cortesía inapelable, seguí acariciándola al responder:
―Con una gatita tan bella jamás podría ser malo.
El gemido que brotó de sus labios curiosamente se asemejó a un maullido y eso me hizo decidir que la llamaría así el resto de la noche. Abusando de su desliz y mientras me dirigía de vuelta a reunirme con Ía, le comenté que había reservado una suite para que nadie nos molestara mientras cenábamos.
― ¿Te parece bien? Gatita.
―Sí― con un hilo de voz respondió, buscando quizás que no me diese cuenta de lo mucho que le ponía ese sobrenombre.
Desgraciadamente el rubor que decoraba su rostro era demasiado evidente para no advertirlo y recordando tanto el mail que habíamos interceptado en el que sus jefes la ordenaban seducirme como la conversación con su amiga, le pregunté si alguien sabía que había quedado conmigo.
―No― me mintió y pasando a la ofensiva quiso saber por qué lo decía.
Cogiendo mi móvil, le ordené que llamara a alguien y se lo dijera porque no me parecía correcto llevarla a un hotel sin que nadie lo supiera.
―No te entiendo― murmuró.
―Quiero que lo hagas para que estés tranquila y que sepas que no te va a pasar nada―comenté.
―No hace falta.
―Insisto, sé una buena gatita y hazlo.
La velada orden provocó que hasta el último vello de su cuerpo se erizara al saber que era la primera, pero no la última que recibiría de mí y totalmente descompuesta llamó a la conocida con la que había conversado de mí. Al no contestar y saltar el buzón de voz, respiró aliviada.
―Mari, te llamo para informarte que he salido a cenar con Miguel Parejo.
Tras lo cual, apagó el móvil y me miró:
―Así me gusta― respondí regalándola otra caricia.
En esa ocasión, no quiso o no pudo disimular su suspiro mientras sus ojos denotaban una creciente adoración.
― ¿Falta mucho para llegar? – quiso saber al ver que salíamos de Puerto Jimenez.
―Un par de minutos― contesté: ―Ya estamos cerca.
Acababa de decirlo cuando ante nosotros apareció el cartel del hotel. Al verlo, girándose hacia mí me preguntó si íbamos a Crocodile Bay.
―Así es, es el único a tu altura.
Desencajada al saber que nos dirigíamos al establecimiento más caro de la zona, quiso quitarle hierro diciendo que no me metiera con su tamaño ya que desde hacía muchos años había aceptado que era bajita. Su picara respuesta me hizo reír y le recordé una frase al respecto:
―Gatita, no se debe medir a alguien de la cabeza al suelo, sino de la cabeza al cielo.
― ¿Estás seguro? Mi Napoleón― sonriendo respondió haciéndome saber que conocía de sobra a quien se le atribuía dicha frase.
Desternillado al advertir su nuevo error al usar ese posesivo, hurgué en la herida diciendo:
― ¿Quieres que sea tu emperador?
La oriental no dudó ni un segundo antes de contestar con otra pregunta:
― ¿Quién te ha dicho que no lo seas ya?
El destino quiso que llegáramos justo entonces al hotel y aparcando el coche en la entrada, me giré hacia ella sonriendo:
― ¿Qué diría mi gatita si le robara un beso?
En vez de responder se lanzó sobre mí buscando mis labios. La pasión que demostró al recibir mi lengua dentro de su boca fue un preludio que me avisó que no era una dulce damisela la mujer que descubriría esa noche sino una ardiente amante deseosa de caricias. Durante unos momentos me dejé llevar, pero recordando la especial forma que tenía de entender el sexo me separé de ella y salí del Bentley, dejándola insatisfecha. Tal y como esperaba, la oriental se quejó del súbito rechazo haciendo un puchero.
―Deja de maullar y mueve el culo o ¿prefieres que te devuelva a tu hotel? ― respondí con una sonrisa mientras le abría la puerta.
Mi amenaza surtió efecto y aún molesta, se bajó. Incrementé su turbación, entrando al establecimiento sin mirar hacia atrás, sabiendo que me seguía.
―Buenas noches.
El saludo del conserje a cargo de recepción me sirvió para azuzar su carácter cuando pedí disculpas, por anticipado y en plan cabrón, por los gritos que iba a dar mi acompañante cuando me la tirara. Cualquier mujer que no fuera sumisa se hubiera dado la vuelta y huido de mí, pero Sara no dijo nada mientras me perseguía rumbo al ascensor. Esperando que se abriera, observé su nerviosismo con satisfacción al temer ella no poder contener sus ganas de entregarse a mis deseos.
―Pasa, gatita― susurré en su oído metiéndola en el cubículo, donde sin público empecé a sobarle el trasero.
Ese magreo hubiese escandalizado a noventa mujeres de cada cien, pero no fue su caso ya que tras reponerse de la sorpresa se pegó a mí buscando mis besos. Besos que por descontado queda no encontró y se tuvo que conformar con restregarse obsesivamente contra un sujeto que ni siquiera la miraba mientras en su interior se preguntaba qué había hecho mal.
―Acompáñame― ordené ya desde el pasillo al contemplar que se había quedado dentro sin saber qué hacer.
El tono autoritario, pero curiosamente dulce, de esa orden la hizo reaccionar y bajando la cabeza, se deslizó siguiéndome hasta el cuarto. Antes de tocar para que Ía me abriera me fijé en que mi comportamiento, lejos de amortiguar la atracción que sentía por mí, la había maximizado y que estaba a punto de caramelo.
―Espero que te guste la sorpresa que te tengo preparada – comenté tocando con los nudillos en la puerta.
Al abrirse no fue ella sola la que se quedó impresionada. Reconozco que yo también aluciné al ver que la rubia nos recibía vestida con un uniforme de criada que no hubiese destacado en una película porno.
―Amo, su cena está lista― comentó Ía mientras se arrodillaba a mis pies.
Gratificando a mi supuesta sumisa con una breve caricia en su cabeza y sin hacer caso a la cara que lucía al ver la indumentaria de mi ayudante, pedí a Sara que me acompañara. Entrando en la habitación y comportándome como un caballero de los de antes al llegar a la mesa donde cenaría con ella, le acerqué su silla. Era tal la turbación que sentía que en completo silencio se sentó mientras observaba a Ía abriendo el champagne. Tampoco dijo nada cuando rellenó nuestras copas y la chavala rozó con los pechos casi desnudos su cara antes de decir:
―Amo, como usted ordenó, la botella está fría y su sierva caliente.
Disfrutando de la expresión de desamparo de Sara, probé mi bebida y dando mi conformidad, premié a la rubia con un suave azote. La alegría con la que ese bello ser recibió mi caricia incrementó más si cabe la angustia de mi acompañante, la cual sintió como propio el escozor que la nalgada había provocado en mi “criada”.
―Bebe, gatita― tomando una de sus manos, la ordené suavemente.
La asiática no tuvo valor de contrariarme y llevando la copa a sus labios, dio un sorbo a su copa mientras miraba de reojo el collar que la rubia llevaba al cuello. Percatándome de ello, pedí a Ía que se lo mostrara.
―Lleva tu nombre― tartamudeó consciente de su significado mientras bajo el vestido, sus pezones se erizaban.
No dando demasiada importancia al hecho, comenté que además de mi ayudante y amante se había comprometido a servirme de por vida, tras lo cual, recriminé a Ía que siguiera de pie.
―Perdón, mi señor― murmuró postrándose frente a nosotros adoptando la postura de espera.
Totalmente ruborizada, Sara no perdió detalle de cómo la sensual uniformada se ponía de rodillas, con la espalda erguida y los hombros hacia atrás mirando al suelo, deseando quizás ser ella quien estuviera así esperando la orden de su amo.
―Sara― llamando su atención y sin mencionar mi sumisa, comenté: ― ¿Recuerdas que me comprometí en explicar la razón por la cual no había sido honesto contigo?
Mi pregunta la hizo reaccionar y con un hilo de voz, contestó:
―Sí, prometiste que hoy me lo dirías.
Como si estuviéramos solos ella y yo, repliqué:
―No podía ni debía anticiparte que firmaría hoy un acuerdo. Ahora que ya he zanjado con una empresa sueca ese trato, no me importa que se sepa.
― ¿Qué clase de acuerdo? ― preguntó la burócrata y no la mujer.
―Me he hecho con el control de la tecnológica Alfa Centauro para desarrollar un nuevo sistema de desalinización que me convertirá en uno de los hombres de negocios más importantes del mundo.
Tras lo cual, pedí a Ía que me trajera el dossier resumido de la inversión. Mi ayudante meneando su trasero fue a por él y me lo dio. Nada más tenerlo en mis manos, se lo entregué a Sara.
― ¿Por qué me lo das? ― musitó impresionada.
Soltando una carcajada, respondí:
―Según mis informadores, tus jefes en la CIA te han ordenado que me seduzcas para sonsacarme información. Si te la doy de antemano, no te hará falta acostarte conmigo.
La norteamericana se puso de todos los colores al verse descubierta, pero aun así se guardó los papeles al saber que era su deber hacerlo.
―Ya que hemos aclarado este punto, ¿sigues interesada en seguir cenando o prefieres que te lleve de vuelta a tu hotel?
―Tengo hambre― alcanzó a balbucear sin sostenerme la mirada.
Al escucharla, ordené a Ía que nos trajera la cena.
―Como usted ordene, amo― contestó trayendo una bandeja.
Al comprobar que le podía en frente unos aperitivos, Sara hizo el intento de coger uno, pero entonces retirando su mano del plato la rubia comentó:
―Señora, usted es la invitada. Deje que yo le de comer.
Tras lo cual y sin esperar su respuesta, cogió un volován y se lo llevó a la boca. La oriental totalmente descolocada abrió sus labios permitiendo que mi supuesta sumisa se lo diera mientras sentía mis ojos fijos en ella.
―Gatita. Sé que quizás no estas habituada, pero esta noche ella está para servirte― dije mientras arrodillada a su lado, Ía acercaba una servilleta para retirar una miga que se le había quedado pegada al lado de la comisura de sus labios.
Su desconcierto alcanzó un nuevo clímax cuando apoyando mis palabras la aludida comentó en su oído que, si no estaba satisfecha con la forma en que la cuidaba, debía de castigarla.
―Ese no es el papel que deseaba al venir aquí― murmuró confundida.
Obviando el significado de su queja, la rubia acercó otro aperitivo a su boca, diciendo:
―Mi amo quiere que cuide a la señora y eso haré.
El mimo con el que se lo daba le impidió rechazarlo mientras se removía incomoda en su asiento. Comprendí el plan que había elaborado cuando oí a mi supuesta sumisa comentar a Sara que yo todavía no había probado bocado:
―Don Miguel está esperando que la señora lo alimente.
No sabiendo cómo actuar, Sara me miró y se dio cuenta que era así.
― ¿Puedo? ― preguntó cogiendo un trozo de queso que había en mi plato.
Sonriendo, abrí mi boca para recibirlo. Temblando como un flan, Sara me lo acercó sin saber que tras cogerlo iba a lamer los dedos que me alimentaban. Al sentir mi lengua recorriendo sus yemas, no pudo reprimir un sollozo.
―Delicioso, gatita― murmuré deslizando la mano bajo el mantel.
Al sentir mi palma sobre su muslo, dos lágrimas de alegría hicieron su aparición en el interior de sus ojos y pegando un gemido, permitió que mi supuesta sumisa le diera un pedazo de jamón mientras instintivamente separaba las rodillas. Ese gesto involuntario me informó de lo excitada que estaba y por ello, acaricié sus piernas mientras la dejaba alimentarme.
―Miguel― suspiró al notar mis dedos recorriendo su piel cada vez más cerca de su sexo.
Desde el suelo, la rubia le corrió mientras le embutía otro aperitivo:
―Para nosotras, es amo.
Esa rectificación causó su estupor y tras una breve lucha en su interior, la muñequita masculló aterrorizada:
―Perdón, amo. No quise faltarle al respeto.
Llegando con mis yemas hasta la tela de su tanga, me entretuve unos instantes jugando con sus pliegues antes de contestar:
―Todavía, no puedes llamarme así.
Llorando como una magdalena al sentir mi rechazo, preguntó que debía hacer para poder hacerlo. La entrega que mostraba me impulsó a separar la mano de su entrepierna:
―Eso es algo que tenemos que discutir, ahora cena.
Tras lo cual, me negué a que me siguiera dando de comer y cogiendo los cubiertos empecé a cenar.
―Por favor, deseo ser tuya― sollozó descompuesta creyendo quizás que había perdido la oportunidad.
Acudiendo en su ayuda, Ía le aconsejó al oído que si quería que la aceptara tenía que pedírmelo como una sumisa. La morenita lo comprendió al vuelo y bajándose de la silla, se arrodilló en el suelo dejando caer su cuerpo hacia adelante. Tras lo cual extendió sus brazos apoyando las manos en el suelo mientras su negra melena caía hacia adelante:
―Esta mujer desea entregarse a usted en cuerpo y alma, las veinticuatro horas del día, los trescientos sesenta y cinco día del año.
Sin dejar de comer, comenté a Ía que seguía viendo a una mujer. La rubia sonrió y actuando como mensajera, sugirió a la norteamericana que, si quería que su amo la tomara en cuenta, debía antes mostrarse en plenitud.
―Eso quiero, pero ¿cómo lo hago? – protestó desolada.
Sin atisbo de crueldad, le respondió que debía enseñar qué clase de mercancía estaba ofreciendo a su amo. Captando que debía desnudarse por entero si deseaba captar mi atención, la morenita se levantó y sin levantar su mirada, dejó caer un tirante.
―Hazlo despacio, demostrando que sabes excitar a un macho― ejerciendo de maestra, Ía le aconsejó.
Siguiendo su sugerencia, Sara deslizó por sus hombros el otro permitiendo que su vestido se fuera deslizando lentamente. Desde mi silla, observé como se iba revelando ante mis ojos la belleza de la oriental sin dar mi aprobación ni mi rechazo.
―Quítate el sujetador, gatita― escuché a la rubia decir.
Que Ía se refiriera a ella con el mote que le había puesto debió de excitarla porque dejando caer esa prenda, sus pezones aparecieron ante mí totalmente erizados. Su maestra dio un paso y tomando los pechos de la oriental, los sobó durante unos segundos antes de decirme que eran suaves y que lucían firmes.
―Está bien― comenté bebiendo un sorbo de mi copa.
Sara sintió que su sexo se anegaba y que sus piernas flaqueaban cuando regalando sendos pellizcos a sus areolas, la rubia exigió que se diera la vuelta. Deseando complacernos, la oriental se giró lentamente al saber que tenía que exhibirnos su espalda. Tal y como había anticipado al hacerlo, mi sumisa recorrió con los dedos su trasero antes de, con las manos, separar sus nalgas.
―Amo, tiene un culo duro y un ojete de color rosa que parece inmaculado― comentó tras un primer examen.
― ¿Acaso nunca la han tomado por detrás? – pregunté interesado.
Intentando responder a mi pregunta, insertó una yema en su apretado hoyuelo. La mercancía sollozó al sentir violada su intimidad trasera mientras su coño se humedecía.
―No estoy segura, pero creo que nunca ha sido usado― me informó.
― ¿Pregúntale? ― dije todavía masticando.
La rubia se permitió el lujo de volver a introducir dos dedos dentro del trasero de la oriental antes de preguntar:
―Gatita, mi amo quiere saber si has entregado antes el culo a un hombre o lo has reservado para tu dueño.
Haciendo esfuerzos para no chillar de placer al notar esas yemas jugando en su interior, Sara replicó:
―Dile a mi futuro amo, que estoy deseando que me haga el honor desvirgarlo.
Sonreí al escuchar que nadie se lo había roto con anterioridad, pero manteniendo mi mutismo esperé a que Ía me trasmitiera el mensaje y solo cuando oí de sus labios que permanecía intacto, quise saber porque seguía llevando bragas.
―Perdón, amo. No había caído en eso― murmuró la rubia antes de desgarrar con sus manos esa coqueta prenda.
La calentura de Sara se maximizó con esa violenta maniobra y con la respiración entrecortada aguardó inquieta.
― ¿Qué me dices de su coño? ― pregunté.
Pegándole un sonoro azote, la giró y tras revisarlo visualmente, me informó que lucía lampiño con unos labios que no me desagradaría mordisquear. La asiática al escucharla y sobrepasando mis expectativas, sugirió que mi criada debía comprobar su textura para que me hiciera una idea de su sabor.
―Hazlo― ordené a mi ayudante.
La inmediatez con la que la rubia obedeció y pegó un lametazo entre sus pliegues me hizo comprender que examinar a la candidata a sumisa la había excitado. Por ello cuando tras el primero se recreó chupando más allá de lo que se requería no me extrañó, como tampoco que llevando una de sus manos a su propio sexo se empezara a masturbar. La fijación y el ansia como la que Ía estaba devorando su femineidad desmoronó la supuesta tranquilidad de la oriental y presa del deseo busco forzar el contacto de esa lengua presionando la cabeza de la rubia contra ella.
―Gatita, tienes prohibido correrte― dije al contemplar los primeros síntomas del orgasmo en ella.
Mi veto incrementó su angustia y más al escuchar que mi ayudante se ponía a gemir entre cada lametazo ya completamente entregada a la lujuria. Para entonces confieso que solo pensaba en poseerla, pero asumiendo que un buen amo debía quedarse al margen, esperé a que el sudor recorriera la frente de la morenita para preguntar por el resultado del examen. Sara agradeció la interrupción al saber lo cerca que había estado de fallarme dejándose llevar e histérica esperó la opinión de su maestra.
―Es digno de mi amo― sentenció ésta bastante molesta con que hubiera parado su banquete.
―Ven aquí y bésame. Quiero comprobar si no estás exagerando― pedí a la rubia.
Lanzándose sobre mí, esa criatura buscó mi boca exteriorizando su calentura al restregarse contra mí en un intento de calmar el ardor de su entrepierna mientras, a un metro escaso, Sara lloraba de envidia. El sabor de la oriental impregnado en los labios de Ía me pareció algo sublime. Por ello, me costó dejar de besarla.
―Tráeme el regalo― le pedí.
Todavía uniformada de criada, la rubia fue por el paquete y me lo dio. Extendiéndoselo a la norteamericana, le pedí que lo abriera. Al hacerlo, se echó a llorar al descubrir que era un collar igual que el que colgaba de su maestra y sabiendo que al dárselo, la estaba aceptando como sumida, se echó a llorar diciendo:
―Mi señor, gracias por compadecerse de mí. Juro que dedicaré mi vida a usted.
Sonriendo, se lo quité de las manos y sin más prolegómeno, lo abroché alrededor de su cuello.
―Acompañadme a la cama― ordené a ambas y sin dignarme siquiera a mirar si me seguían me fui al cuarto.
Las dos mujeres no dudaron en obedecer y por eso, ya frente a la cama al ver el deseo de sus miradas, les pedí que me desnudaran. La morenita sollozó al oír mi orden y conteniendo las ganas de reír de felicidad, se acercó y comenzó a desabrochar mi camisa.
― ¿Qué esperas, zorra? ― pregunté a Ía.
La rubia se quedó petrificada al escuchar mi tono y con los pezones marcándose bajo su uniforme, ayudó a la oriental. Una vez con el dorso desnudo exigí que me quitaran el pantalón. En esta ocasión fue Ía quien se anticipó y aflojando mi cinturón mientras Sara llevaba su mano al botón. Intercambiando la voz cantante, la norteamericana fue la encargada de bajarme la bragueta mientras su maestra deslizaba mi pantalón.
―Desnuda a tu igual― ya en calzoncillos pedí a la sumisa que iba a estrenar esa noche.
La joven sin dejar de mirar ansiosa la erección que escondía bajo la ropa interior, rápidamente despojó a Ía de su uniforme y volviendo a mi lado, esperó mis instrucciones.
―Quitadme el calzón― exigí.
Ambas cayeron a mis pies y llevando sus manos a esa última prenda, descubrieron mi pene totalmente inhiesto. Por el brillo de sus ojos supe que era lo que deseaban, pero en vez de permitir cumplir su anhelo pasé de ellas y me tumbé en la cama. Tanto Sara como Ía creyeron que debían acudir a mi lado y por eso al mismo tiempo se abalanzaron sobre mí.
―No os he dado permiso de hacerlo. Antes he de saber cuál va a tener el honor de probar la exquisitez del miembro de su amo.
Mis palabras cayeron como un jarro de agua fría sobre sus cabezas y con lágrimas en los ojos me preguntaron cómo dirimiría la cuestión.
―La que haga que la otra se corra antes será la encargada de darme el primer lametón― contesté.
Las dos mujeres se miraron entre ellas retándose.
―Seré yo― respondió la morena y abalanzándose sobre la que había sido su maestra, demostró que era una experta en artes marciales inmovilizándola con una llave de judo mientras hundía la cara entre sus muslos.
Incapaz de liberarse, la rubia buscó mi ayuda quejándose que estaba haciendo trampas. Mis risas le hicieron ver que no iba a auxiliarla y por eso intentó lanzar un par de mordiscos sobre la judoca. Desgraciadamente, la postura que la había obligado a adoptar se lo impidió y chillando comenzó a insultarla mientras la lengua de la oriental se sumergía libremente en su coño.
―Maldita zorra, me pienso vengar― aulló al darse cuenta de la calentura que la estaba dominando al estar sometida.
Impulsada por el deseo de ser la primera en disfrutar de su amo, Sara se apoderó del clítoris de su rival y torturándolo con sus dientes, rugió feliz al notar la humedad que desprendía.
―No quiero hacerte daño, pero no dudaré en hacerlo si te resistes― murmuró mientras se lo mordisqueaba con dureza.
Nada en su vida como humana había preparado a Ía para ello y sentir que cerraba las mandíbulas sobre su botón, experimentó que algo en su interior se rompía y pegando un alarido que debió de oír hasta el conserje, rogó a su agresora que siguiera maltratándola de esa forma. La morena no dudó en profundizar su ataque introduciendo un par de yemas en el coño de su víctima mientras seguía mordiendo con saña su clítoris.
― ¡Puta! ― sollozó la rubia mientras dejaba de debatirse al experimentar una nueva, pero no por ello menos gozosa, clase de placer.
Al llenarse su boca del flujo de su antigua maestra, Sara aulló su triunfo prolongando y maximizando el orgasmo de Ía con continuadas incursiones en su sexo, hasta que totalmente vencida la rubia reconoció su derrota licuándose sobre las sábanas.
―Has ganado― murmuró con una expresión de desolación en su rostro: ―Lo confieso.
La ganadora la ayudó a incorporarse y luciendo una sonrisa que me dejó totalmente enamorado, me pidió permiso para que la perdedora la ayudara a satisfacerme.
―Es tu derecho― respondí.
Dirigiéndose a la que consideraba su compañera, la oriental le rogó que olvidara lo sucedido y que la acompañara. En vez de acudir entre mis piernas, Ía buscó sus labios. La pasión con la que besó me informó no solo de que la había perdonado, sino que se había entregado sin reservas a la misma forma de amar que tenía Sara.
«Eso sí que no me lo esperaba», pensé encantando viéndolas jugar con sus lenguas, aunque eso supusiera que momentáneamente se olvidaran de mí.
Afortunadamente tras compartir ese beso, entre ambas decidieron que podían dejar ese reconocimiento mutuo para más tarde y girándose, maullaron mientras gateaban sobre el colchón.
―Venid― pedí a las felinas que se acercaban a mí.
―Tu gatita tiene sed― murmuró Sara dando el primer lametazo sobre mi pene.
―Tu minina también― lamiendo mis huevos, comentó su compañera.
La acción coordinada de ese par elevó mi excitación a límites pocas veces alcanzados y satisfecho pensé que curiosamente el papel de amo era un aspecto que debía practicar más mientras con sus bocas envolvían mi tallo.
«¡Qué gozada!», exclamé calladamente al sentir que la oriental besaba mi glande mientras la rubia se dedicaba a lubricar con su saliva el resto de mi extensión.
Tras ese primer escarceo, la vencedora de la lid abrió la boca y lentamente se fue introduciendo su trofeo hasta el fondo al tiempo que Ía se recreaba lamiendo mis testículos. Nuevamente la coordinación que demostraban me dejó impresionado cuando como si lo hubiesen practicado con anterioridad, Sara se puso a mamar metiendo y sacando mi falo de su garganta mientras Ía recorría con la lengua el resto de mi entrepierna.
―Como sigáis así, no tardaré en correrme― les avisé.
Mi alerta lejos de hacerlas menguar aceleró sus caricias e imprimiendo a ellas una velocidad creciente, entre las dos se lanzaron a ordeñarme. La oriental al sentir en su paladar la primera andanada de semen, quiso compartir con su compañera mi simiente y sacándosela de la boca, juntas esperaron la siguiente sin saber que la excitación que llevaba acumulada les iba a explotar en la cara, llenando sus mejillas de mi simiente. Al sentir los blancos chorros sobre su rostro, se echaron a reír y como buenas amigas, ordeñaron mi verga. Tras dar buena cuenta de la producción de mis huevos, no satisfechas se lanzaron a chuparse las caras en busca de cualquier rastro de mi leche.
El erotismo de esa escena no permitió que mi pene se relajara y por ello cuando terminaron de lamerse entre ellas, mi erección seguía presente.
―Toda tuya, gatita mía― riendo Ía cedió el turno a la oriental.
Sara no tuvo inconveniente y poniéndose a horcajadas sobre mí, se empaló con ella.
―Amo, guarde fuerzas para que después de tomar posesión de su propiedad pueda follarse a su otra sumisa― bufó mientras me empezaba a cabalgar…
19
Cuando abrí los ojos a la mañana siguiente, me encontré a Ía despierta mirándome tiernamente. La dulzura de su mirada me sorprendió y más cuando cerrando mi boca con un dedo, me empezó a acariciar. Comprendí que con ese gesto me estaba pidiendo no despertar a Sara y por eso atrayéndola hacía mí, respondí a sus caricias con un beso. Durante un par de minutos, nuestros cuerpos se estuvieron rozando lentamente, hasta que sintiendo entre sus muslos la presión de mi erección la joven me rogó que la hiciera el amor. Su belleza a la luz de sol era impresionante y por eso no pude negarme cuando tomando mi virilidad entre sus dedos, se comenzó a empalar. La lentitud con la que se fue introduciendo mi pene en su vagina me permitió disfrutar de la forma en que sus pliegues se iban abriendo a su paso mientras esa criatura buscaba mis besos.
―Necesito que sentirte dentro de mí, amo― murmuró ensartada.
La adoración que leí en sus ojos era mayor a la que me tenía acostumbrado y quizás por ello no me percaté de que se había referido a mí como amo y no como Íel. El ritmo pausado que imprimió a sus caderas no fue óbice para que sus senos empezaran a rebotar lentamente arriba y abajo mientras con las manos recorría mi pecho.
―Te amo― sollozó al sentir mi tallo deambulando en su interior.
Su tono enamorado me alertó de que algo la preocupaba y sin dejar de acariciarla, pregunté qué ocurría. La muchacha no me contestó e incrementando poco a poco el compás de sus caderas, prefirió cerrar los ojos y disfrutar del momento. Por su silencio, sospeché que en su mente se estaba desarrollando una lucha e ingenuamente creí que se debía a lo que había sentido comportándose como sumisa.
―Sabes que soy tuya, ¿verdad? – en voz baja me preguntó mientras la humedad de su gruta envolvía mi tallo.
―Lo sé, princesa― respondí sin entender qué le pasaba.
Mi cariño tras una noche en la que disfrutó imitando la sexualidad de la oriental que seguía durmiendo a nuestro lado le hizo llorar y sin dejar de mover sus caderas, se abrazó a mí diciendo:
―Hasta anoche te quería, pero ahora te adoro y ya no deseo ser tu sanadora.
Esa última afirmación me dejó descolocado al temer que me estuviera adelantando que por alguna causa se iba a alejar de mí. Sus lágrimas no hicieron más que confirmar ese extremo e invadido por la angustia, sentí que la perdía.
―No pienso dejarte ir. Eres mía.
Mis palabras acrecentaron sus lloros y juntando sus labios a los míos, buscó mi boca. Sí apenas unas horas antes habíamos compartido una pasión desbordada y hasta violenta, en ese momento la muchacha solo quería dulzura.
―No quiero que te vayas… te necesito a mi lado― insistí admitiendo por primera vez el amor que experimentaba por ella.
―Por favor, Íel no sigas― susurró mientras buscaba quizás por última mi esencia.
Contagiado de su angustia, la atraje hacía mí deseando eternizar ese instante y que todo fuera un mal sueño.
―Te amo y siempre te amaré, princesa― con ganas de gritar, susurré en su oído.
―Eres mi vida, mi pasado y mi futuro. Nada de lo anterior me importa y lo que el destino me repare, me da igual siempre que sea a tu lado― gimió llorando.
― ¿Entonces porque no quieres ser mi sanadora y te quieres ir? – pregunté mientras con los brazos impedía que se fuera.
Una triste sonrisa apareció en el rostro de la chavala mientras sin dejar de trotar sobre mí me decía:
―Mi amado Íel, no es eso. Yo nunca te dejaría.
― ¿Entonces qué te ocurre? ― exclamé sin importar que con mi grito Sara se despertara.
Supe que la oriental llevaba tiempo observándonos sin intervenir cuando rompiendo su mutismo se abrazó a la chiquilla pidiendo que nos dijera qué le pasaba.
―Siento envidia de ti, de Tomasa y de Agda― sollozó.
―No debes. Eres preciosa, tienes al hombre que quieres y aunque te resulte extraño por lo poco que me conoces, yo también te amo― le dijo mientras la acariciaba la mejilla con sus dedos.
La ternura de Sara azuzó más si cabe sus lamentos y demostrando que a lo largo de la noche, le había confesado su naturaleza, gritó:
― ¡Quiero ser humana!
―Mi amorcito, lo eres. Da igual que eras antes, ahora eres una mujer maravillosa― insistió la norteamericana.
Entrando de lleno en el tema, apoyé sus palabras diciendo:
―No entendéis, los humanos erais la última esperanza de las hembras de mi especie y siento que las he fallado… porque quiero…
― ¿Qué quieres? ― pregunté al ver que era incapaz de terminar la frase.
―Quiero… ¡quiero ser madre! ― exclamó abrumada mientras se separaba de mí.
El dolor con el que confesó su deseo me dejó anonadado al comprender que en gran parte yo era el responsable de su problema al habérselo pedido y por ello, me vi incapaz de decir nada que pudiese consolarla. Sara, en cambio, no tuvo problema en preguntarla qué era lo que se lo impedía.
―No puedo soportar la idea de que Ua me rechace al saber que he traicionado a las nuestras.
Por un momento estuve a punto de confesar que su hermana estaba gestando un hijo mío, pero al no saber qué pensaría la pelirroja si la descubría me quedé callado mientras escuchaba sus sollozos. Nuevamente la morena demostró ser consciente totalmente de su dilema al decirle que quizás si se embarazaba no estuviera fallándolas sino dándolas una esperanza que antes no tenían.
―No te entiendo, ¿qué clase de esperanza puedo darles teniendo un hijo? ― consiguió balbucear antes de volverse a sumir en el llanto.
A pesar de medir sus palabras, no por ello fue menos dura la bella asiática al decir:
―Por lo que me has contado, tu especie lleva milenios parasitando a otra hasta llevarla al borde de la desaparición.
―Así es― desolada al recordar a sus antiguos protectores confirmó sin dejar de llorar.
―Vuestro error fue nunca verlos como algo vuestro, fuisteis unas sanguijuelas que exprimisteis hasta la extenuación a esos seres.
― ¡Lo sé! ― chilló descompuesta: ― ¡Y no quiero eso para los humanos!
―No es necesario y la prueba puedes ser tú.
Sin saber a donde quería llegar, me mostré interesado y le pedí que continuara. Un tanto molesta por mi interrupción, la inteligente morena me pidió que me callara y prosiguió:
―En la tierra existe un tipo de seres a los que llamamos líquenes, ¿los conoces? ― al comprobar que no, continuó diciendo: ―Son el resultado de la simbiosis entre un hongo y un alga que se unen para crear una estructura que los hace más fuertes.
Al enterarse de su existencia, Ía dejó de llorar:
―Piensa en ellos como ejemplo. Si juntos han sido capaces de sobrevivir y colonizar otros medioambientes que les estaba vedados, porque no puede pasar lo mismo con las sanadoras y el ser humano. Me has contado y realmente lo creo, que según vuestras previsiones el ser humano se dirige hacia la extinción al igual que tu especie.
―Eso dicen nuestras ancianas― musitó Ía por primera vez ilusionada.
―Un hijo de vosotras puede ser el germen de un futuro en común y pienso que no debes dejarlo pasar por el bien de ambas especies― al darse cuenta de que había dejado de gimotear y que la miraba esperanzada, concluyó: ―Cariño, estoy segura de que, cuando pasen los siglos, tu hermana y tú seréis recordadas como las dos “Eva” que dieron origen a nuevo orden.
Limpiándose las lágrimas, la muchacha buscó mi opinión con la mirada.
―No puedo estar más de acuerdo. Cuando llegasteis a mí, tenía mis dudas. Pero ahora que os conozco, sé que podéis ser nuestra salvación.
― ¿Tendrías un hijo conmigo? ― preguntó.
―Ya te dije que sí y ahora te lo exijo, mi pequeña diablesa.
Lanzándose sobre mí, me comenzó a besar mientras llorando, esta vez de alegría, pedía que la amara.
― ¿Qué esperas? Fóllate a esta pequeña zorra y conviértete en ¡ADAN! ― exclamó Sara mientras cogiendo mi falo lo insertaba dentro del coño de la bella y maravillosa criatura.
Epílogo
Hoy hace ya veintidós años que ese par de albinas tocaron a mi puerta. Veintidós años en los que el amor que siento por mis cinco compañeras ha rendido sus frutos y actualmente tengo una extensa parentela que vive a mi lado en un rancho de los Estados Unidos. Mientras las tres humanas me han regalado cada una de ellas cuatro chavales que son mi orgullo, las dos simbiontes se han demostrado mucho menos prolíficas dándome entre ellas solo dos hijas. Pero que son mi rubia debilidad al ser un clon de sus madres. Durante este tiempo, la interacción con ellas y con sus privilegiadas mentes han ejercido en la humanidad un efecto beneficioso. Gracias a sus desalinizadoras agua, se ha acabado el hambre mientras que sus nuevos sistemas de energía solar han reducido a la mitad la contaminación acumulada en nuestro ecosistema. ¡Todo ello sin que los ocho mil millones de humanos sepan de su existencia!
―Todavía no estáis preparados para saber la verdad― recuerdo que me dijo Ara, la anciana sanadora que mandaron a certificar la información que mis “niñas” habían proporcionado al consejo.
La tal Ara, a pesar de haber vivido casi quinientos años y no contar ya con capacidad de procrear, aparenta ser una treintañera de grandes tetas. Debido a que por su edad era también incapaz de soportar otra metamorfosis que la volviera a su estado original, se ha quedado a vivir con nosotros y ha adoptado como nombre las últimas tres letras de Sara, dada la buena sintonía que la actual directora de la CIA y ella han demostrado a la hora de ordeñar mi esencia.
Si con la oriental habían acertado en el puesto que iba a desempeñar, con Agda erraron ya que, en vez de convertirse en presidenta de la Unión Europea, la nórdica prefirió optar por dirigir la ONU para así vivir con su verdadero amor, que no soy yo, sino ¡Tomasa! La predilección de la sueca por los cantaros de miel de mi mulata no me preocupa porque para la matriarca de nuestra familia sigo siendo su razón de vivir y su sostén.
Respecto a mis dos particulares Evos poco he de decir excepto que he conseguido retener por ahora sus pretensiones de alargar mi vida otros cien años más, aunque temo que en secreto hayan obviado mis deseos y termine por convertirme en el Matusalén bíblico de nuestros días.
―Tus genes son necesarios – no se cansan de decir mientras esperamos la llegada de las primeras seis hembras de su especie que han escogido para los tres primogénitos que he tenido con mis esposas humanas.
Aunque no me lo han confirmado, sospecho que se han aliado con Erik y que van a aprovechar la fiesta que hoy han organizado para celebrar su aterrizaje en la tierra para presentárselas a los muchachos. Si digo esto es porque el capullo del gigantón, ejerciendo de padrino, ha regalado a cada uno de sus ahijados una mansión donde en un futuro puedan crear una familia. Por eso, me temo que esta misma noche que Miguel, el hijo que tuve con Tomasa, Erik, el de Agda y Peter, el de Sara, sean ordeñados por las parejas de simbiontes que sus madres han seleccionado para ellos.
Mientras espero con tranquilidad su futuro y el de sus hermanos varones, me reconcome la idea de que pronto María y Teresa, mis amadas hijitas, alcancen su madurez y requieran como sus madres nutrirse con la esencia de un varón.
¡Puedo ser el Adán moderno, pero ante todo soy el típico padre que no puede dormir cuando sus niñitas se van de juerga!
Por eso, no me da reparo reconocer que me he comprado dos escopetas y las tengo permanente cargadas para que cuando lleguen con sus novios poder llamarlos al orden, si no las hacen felices.
Mis dos maravillosas extraterrestres dicen que soy un cerdo machista, yo en cambio pienso que soy… ¡HUMANO!
FIN
Después de años escribiendo en Todorelatos y haber recibido casi 27.000.000 de visitas, he publicado la trilogía completa en un solo volumen que reúne los tres libros de la serie de “Siervas de la lujuria”.
Sinopsis:
Trilogía completa en la que Fernando Neira reune los tres libros sobre la historia de un joven universitario y su llegada a la casa de huéspedes que le había seleccionado su madre. En ella, descubre que su dueña, una viuda y la hija de ésta buscan en el algo más que a un huésped, ya que lo consideran un regalo divino cuya misión será sustituir al marido muerto.
Si ya de por sí, la sexualidad desaforada de esas dos mujeres le parece fuera de lugar, todo se complica al conocer al fundador de la secta a la que acuden y a sus tres esposas.
Una historia llena de sexo y erotismo donde el protagonista verá trastocada su educación y sus valores al enfrentarse a su nueva vida y a los planes del viejo pastor.
Y como siempre os invito a dar una vuelta por mi blog.