Abrí a dos rubias que llamaron a mi puerta

Cansado de su ajetreada vida, Miguel vende todo para irse a vivir a Costa Rica. Allí se compra una pequeña finca sin saber que al cabo de unos meses su existencia se verá trastocada cuando dos mujeres aparecen en su puerta en mitad de una tormenta

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Hasta las narices de una vida llena de estrés decidí dar carpetazo a todo lo anterior y tras vender mi empresa, mi casa y mi coche, llegué al aeropuerto donde cogí el primer vuelo hacia Costa Rica. Con euros suficientes en mi cuenta bancaria para rehacer mi vida, me compré una finca muy cerca del Parque Nacional de Corcovado en la provincia de Puntarenas. Elegí ese sitio para retirarme con cuarenta años gracias a la belleza de su naturaleza y la bondad de sus gentes.  Con una casa colonial y una playa semiprivada, la extensión de mi terreno no era mucha, pero si la suficiente para no tenerme que preocupar de los turistas y poder disfrutar así de mi auto impuesta soledad. Después de un matrimonio fallido, veía en ese paraíso el retiro merecido tras tantos años de esfuerzo. Con la única compañía de Tomasa, mi cocinera, una mulata más o menos de mi edad, mis días pasaban con pasmosa lentitud sin otra decisión que tomar que decidir que si me iba a la playa o al monte. Confieso a mis retractores que mi existencia era deliciosamente rutinaria. Desayunar, dar una vuelta a los alrededores o tumbarme al sol, comer, beberme cuatro cervezas bajo mi porche, cenar y la cama.

No echaba de menos Madrid, ni a los amigotes. Vivía para mí y nada más. Hasta que un día al volver de comprar comida y whisky en Puerto Jimenez, vi una humareda saliendo de mitad del bosque. Preocupado por si ese incendio pudiese llegar a los árboles de mi propiedad, fui a ver su origen. Al llegar a un pequeño promontorio, divisé una lengua de devastación en mitad de la nada.

«Qué raro», pensé al ver toda esa extensión de selva baja destrozada y temiendo que fuera producto de la mafia maderera, decidí no acercarme y comentárselo a Manuel, un conocido que era la máxima autoridad policial por esos rubros. Al llegar a casa lo llamé,  pero no estaba. Por lo visto le habían avisado de un conato de incendio.

Asumiendo que era la misma humareda que había visto, mandé el tema a un rincón de mi cerebro.

―¿Qué me has preparado mujer?― pregunté a la cuarentona a pesar de las muchas veces que me había dicho que no me refiera a ella de esa forma. Según Tomasa, si alguien me oía podía pensar que nos unía algo más que una relación laboral.

―Calamares en salsa, patrón― respondió secretamente alagada, aunque nunca lo quisiera reconocer.

Sentándome a la mesa, observé el movimiento de su trasero mientras me servía esa delicia y por un momento, pensé que ante cualquier avance por mi parte esa monada de hembra no dudaría en caer en mis brazos. Viuda y sin hijos, para ella le había caído del cielo mi oferta de trabajo, ya que no tendría que preocuparse por pagar casa ni sustento al ir implícito en el puesto. Desde mi silla, recordé que el cura del lugar me la había presentado al preguntarle por alguien que se ocupara de la casa.  Y lo fácil que había resultado mi convivencia con ella porque a pesar de estar solos, siempre había mantenido su lugar sin tomarse ninguna libertad o confianza fuera de la propia de alguien de servicio. Descendiente de esclavos, su ajetreada y dura vida no solo había forjado su carácter sino otras partes más evidentes de su anatomía. Sin un átomo de grasa, su cuerpo no parecía el de una mujer de cuarenta. Alta, delgada y con grandes tetas, me parecía imposible que no hubiese rehecho su vida tras tantos años sin marido. Las malas lenguas hablaban de que, escarmentada de un marido celoso y violento, había cerrado el capítulo de los hombres. Reconozco estar estaba encantado con ella, debido al carácter jovial y alegre que me demostraba día tras día esa mujer, carácter tan propio de las latinas y tan alejado del de mi ex. Hablando de Maria, a ella sí que no la echaba de menos. Sin desearla ningún mal, estaba feliz con que no fuese yo el que tuviese que soportar su mala leche y sus continuas depresiones.

«Ojalá le vaya bien con Pedro, aunque lo dudo», dije para mí dando un sorbo a mi cerveza al recordar que su traición, lejos de molestarme, me había aliviado dándome un motivo para romper una inercia que me tenía encadenado a un matrimonio sin futuro.

Volví a la realidad cuando la morena me puso el plato en frente. El olor era delicioso y su sabor más. Agradeciendo nuevamente el buen tino que había tenido al contratarla, di cuenta de esa ambrosia mientras escuchaba a Tomasa cantar en la cocina un bolero de los Panchos.

―Si tú me dices ven, lo dejo todo. Si tú me dices ven, será todo para ti. Mis momentos más ocultos, también te los daré, mis secretos que son pocos, serán tuyos también…

Dado el rumbo que habían tomado mis pensamientos, me pareció un premonición de lo que ocurriría si algún día le hacía una caricia y rehuyéndolos, preferí tomarme el café en el porche en vez de hacerlo en el comedor desde donde podía ver y oír a esa atractiva señora trajinando con las ollas para que a la hora de cenar todo estuviera listo.

Ya sentado en la mecedora que había instalado allí, me puse a observar la belleza de esa zona donde se mezclaba selva, playa y plataneros, y donde el verdor era la nota predominante en vez del dorado secarral que predominaba en mi Castilla natal. La fertilidad de esas tierras hacía más chocante la pobreza de sus gentes, pobreza alegre del que vivía el día a día sin mirar con desconfianza al futuro. Pensando en ello y recordando la fábula infantil, los europeos eran las hormigas del cuento mientras los costarricenses se los podía considerar las cigarras. Hasta el propio lema de país ratificaba mi opinión: “Pura vida”. Ese “pura vida” simboliza para los costarricenses la simplicidad con la que se tomaban su paso por este mundo, su amor por el buen vivir, la abundancia y exuberancia de sus tierras, la felicidad y el optimismo de sus gentes, pero sobre todo a su cultura que les permitía apreciar lo sencillo y natural.

«Hice cojonudamente viniendo a vivir aquí», sentencié mirando como en el horizonte se empezaba a formar unos nubarrones que no tardarían en aligerar su carga sobre mi finca.

Me seguía maravillando ese fenómeno meteorológico por el cual,  en época de lluvias, todas las tardes de tres a cuatro la naturaleza riega sus dones sobre ese área, refrescando el ambiente y dando vida a su vegetación. Nuevamente, “pura vida”, medité mientras veía a Tomasa colocando un café recién hecho y un whisky con hielos sobre la mesita del porche.

―Va a diluviar― comenté a la mujer.

―Sí, patrón. Este año la cosecha va a ser buena. Debería ir pensando en contratar las cuadrillas antes que se comprometan con los vecinos, no vaya a ser que llegado el corte no haya nadie que la recoja.

Su consejo no cayó en saco roto, ya que estaba lleno de sentido común y más viniendo de una nativa de la zona que conocía perfectamente el uso y las costumbres de la Costa Rica rural. Sabiendo que además de cocinar me podía servir de consejera, le pedí que se sentara y me explicara con quien tenía que tratar.

―El más fiable de los capataces es José, el matancero. Si llega a un acuerdo con él en las próximas dos semanas, podrá confiar que las pencas no se queden sin recolectar― me dijo mientras comenzaban a caer las primeras gotas.

Como conocía al sujeto, gracias a ser el dueño de la única carnicería del pueblo, no tuve que preguntar cómo contactar con él y anotándolo en mi cerebro, decidí que al día siguiente me pasaría por su local para tratar el tema. Para entonces, las gotas se habían convertido en un chubasco y sabiendo que la presencia de rayos no iba a tardar en llegar, le pedí que me trajera otro café para poder admirar desde ese privilegiado observatorio el espectáculo de luces y sonido que diariamente la naturaleza me regalaba. Tal y como me tenía acostumbrado, el chubasco no tardó en convertirse en tormenta tropical con murallas de agua cayendo mientras se oscurecía el día. Si Asterix o cualquiera de sus galos hubiera contemplado ese momento, a buen seguro hubiese temido que el cielo iba a caer sobre él al ver esa inmensa y brutal lluvia.

«Es impresionante», sentencié subyugado por ese prodigio tan raro y extraño para un castellano de pro: «En dos días, aquí llueve más que en un año en Segovia».

Estaba divisando a buen recaudo la escena cuando Tomasa volvió con el café, pero justo cuando iba a dármelo en la mano se quedó mirando a la plantación y me señaló la presencia de personas al borde de los plataneros. Tardé en unos segundos en localizar de quien hablaba y cuando lo hice me percaté que era dos mujeres completamente embarradas las que se dirigían hacia la casa.

―Deben ser turistas a las que la tormenta ha pillado dando un paseo― comenté sin salir del porche al no tener intención alguna de exponerme a los elementos y mojarme.

Mi cocinera, en cambio, previendo que iban a necesitar unas mantas con las que secarse corrió hacia el interior. Estaba observando las dificultades de una de ellas al caminar apoyada en la otra cuando de improviso tropezaron cayendo de bruces justo cuanto mi empleada volvía. Sin pensar en que nos íbamos a empapar, salimos a ayudarlas y envolviéndolas en las franelas, las llevamos hasta la casa.

Desde el primer momento, la joven que me tocó en suerte me sorprendió por liviana. Viendo los problemas tenía en mantenerse en pie, decidí tomarla en brazos y correr con ella hacia la seguridad que el techo de mi vivienda nos proporcionaba. El peso de la chavala me ayudó a hacerlo rápidamente. Estaba esperando que mi cocinera llegara con su compañera cuando caí en que, acurrucándose sobre mi pecho como un bebé, mi auxiliada gemía muerta de frio.

―Necesitan una ducha caliente― comenté a la mulata.

Tomasa me dio la razón y sin importarla llenar de barro el suelo que tan esmeradamente limpiaba a diario, entró a la casa. Todavía con la niña en brazos, la seguí por el pasillo mientras me envolvía una extraña satisfacción por haberla ayudado. Aduje esa sensación a mi vida solitaria y quizás por ello, no me percaté de la forma con la que se aferraba a mí. Ya en el baño, mi empleada había abierto la ducha mientras la cría que había ayudado se mantenía pegada a ella manteniendo el contacto con una mano sobre el hombro de la mulata. Tras verificar la temperatura, le pidió que pasara dentro, pero, tuvo que obligarla a ducharse. Por extraño que parezca, esa criatura temía alejarse de la mujer que la había salvado y a Tomasa no le quedó más remedio que meterse con ella.

―Patrón, le juro que luego limpio todo― dijo riendo al ver que el agua se desbordaba poniendo perdido la totalidad del baño.

No contesté al contemplar como el líquido iba despojando el barro que cubría el pelo de la recién llegada y que su melena era casi albina.

―Debe ser gringa― murmuró la negra al ver los ojos azules y la blancura de la joven que permanecía abrazada a ella sin moverse y sin colaborar en su propia limpieza.

Yo en cambio asumí que ambas eran nórdicas al vislumbrar de reojo que la joven que tenía en volandas tenía la misma clase de melena. El barro al desaparecer fue dejándonos observar sus ropas y mi turbación creció a pasos agigantados cuando ante mi mirada en vez de la típica vestimenta de los turistas, la joven llevaba una especie de mono casi trasparente.

«Menudo uniforme llevan», musité entre dientes al verificar que la otra iba vestida igual y que lejos de cubrirla, esa tela dejaba entrever unos juveniles pechos y un culito que haría las delicias de cualquier hetero.

Ya sin rastro de tierra en la primera, comprendí que era mi turno y sin soltar a la mía, entré en la ducha. El calor del agua cayendo por su cuerpo la hizo sollozar y dando la impresión de temer que la dejara sola se pegó todavía más a mí, mientras la mulata se llevaba a la compañera a su cuarto para prestarle algo de ropa.

―Tranquila, bonita― traté de tranquilizarla y asumiendo que no me entendía, intenté que mi tono fuera lo más suave posible.

La joven suspiró al sentir mis dedos entrelazándose en su pelo. Por un momento, me pareció el maullido de un gatito que hubiese perdido a su madre y quizás por ello, seguí susurrando en su oído mientras intentaba despojarla de los restos del barro que todavía llevaba incrustado en su melena. La angustia que mostró al intentar dejarla en pie me hizo saber que necesitaba el contacto y por ello manteniéndola entre mis brazos, usé una mano para levantarle la mejilla.

Sus ojos verdes abiertos de par en par daban a la expresión de su rostro una mezcla de miedo y agradecimiento vital, lo que curiosamente me alagó y acercando mis labios, le di un beso casto en la mejilla.  Ese beso sin segundas intenciones, un mimo que bien podía haber sido de un padre con su retoño, la hizo llorar y como si para ella fuera algo necesario, volvió a abrazarse a mí con desesperación. Fue entonces cuando caí en su altura y en que a pesar de mi casi uno noventa, esa niña era de mi tamaño.

―No me voy a ningún sitio― murmuré alucinado de la dependencia que mostraba la criatura hacia su salvador.

Mis palabras consiguieron sosegarla y mirándome a los ojos, me regaló una sonrisa tan tierna como bella. Mi corazón comenzó a palpitar sin freno al advertir en mi interior que crecía un sentimiento protector que jamás había experimentado con nadie y un tanto azorado por ello, le pasé la esponja para que ella terminara de limpiarse. Comprendí que seguía en shock cuando no la tomó entre sus manos. Sin otro remedio que ser yo quien la aseara, comencé a pasársela por el cuello esperando que al verlo ella siguiera. Para mi sorpresa, al sentir mis dedos recorriendo su piel, lejos de mostrarse escandalizada, su mirada reflejó satisfacción y comportándose como un cachorrito al que la vida hubiese dejado huérfano, volvió a maullar suavemente mientras con la mirada me pedía que continuara. Sabiendo que era preciosa, un tanto cortado fui retirando la tierra de su ropa no fuera a que al contemplar su cuerpo me excitara. Por extraño que parezca y a pesar de reconocer que la chavala tenía un cuerpo impresionante, al recorrer sus pechos con la esponja solo pude pensar en cómo era posible que una tormenta le hubiese dejado tan desvalida y quizás por eso, no reparé en la reacción de sus pezones al tocarlos hasta que de sus labios salió un gemido que interpreté como deseo.

Preocupado de que viera en mis actos un intento de aprovecharme de ella retiré mis manos, pero entonces tomando la que seguía con la esponja, fue ella la que la volvió a colocarla sobre sus senos.

―Nena soy muy viejo para ti― susurré inexplicablemente contento al contemplar que lejos de rehuirme esa joven me rogaba con los ojos que la acariciara.

Todavía hoy me avergüenza reconocer que disfruté de sobremanera recorriendo con mis yemas su delicado cuerpo y más aún confesar que al posar mis manos sobre su trasero no pude evitar palpar discretamente la dureza de esa nalgas que el destino me había dado la oportunidad de tener entre las manos. Por raro que parezca, la desconocida no vio en ese gesto nada malo y meneando su culito, me dio la impresión de que deseaba que siguiera manoseándola. Afortunadamente un enano de mi interior me impidió cometer esa felonía y llamando a Tomasa, le pedí ayuda para secar a la pobre desdichada.

Mi empleada tardó casi medio minuto en llegar y cuando lo hizo casi me caigo de espaldas al contemplar que, cogida de la mano, llegaba con una valquiria que bien hubiera sido el impúdico sueño de cualquier vikingo. La belleza sin par de la joven con su pelo blanco ya seco cayendo por los hombros me impactó y más cuando advertí que únicamente llevaba puesta una camiseta.

―¿Puedes ocuparte ahora de esta?― pregunté con los ojos fijos en los eternos muslos sin fin de la suya.

―Ojalá pudiera, pero es como una lapa― contestó quejándose que no la soltaba ni por un instante.

Sabiendo que la cría que tenía pegada actuaba igual, insistí diciendo que no era decente que un maduro como yo fuera el encargado de desnudarla. Dándome la razón, se acercó a nosotros con una toalla en las manos y comenzó a secarla. Viendo que estaba en buenas manos intenté irme a cambiar, pero entonces pegando un grito lleno de ansiedad, mi desconocida corrió a aferrarse a mí.

―Patrón, antes me pasó lo mismo. No pude retirarme ni un metro sin que se echara a llorar― comentó preocupada: ―Me da la impresión de que estás niñas se deben haber escapado de un maltratador y por ello ven en nosotros el sostén que necesitan para no volverse locas.

―¿Y qué hago? No me parece correcto desnudarla yo― casi gritando pregunté al saber que me estaba insinuado que al menos debía estar presente mientras le quitaba la ropa.

―Tenemos que hacerlo, patrón. Si quiere mire a otro lado, pero es necesario que no se vaya― dijo mientras le empezaba a desabrochar el mono.

Tal como me había pedido, giré la cabeza para no observar cómo la despojaba de esa indumentaria, temiendo una reacción normal de mis hormonas. Lo malo fue que, al quedarse desnuda, esa criatura albina buscó mi consuelo pegando su cara contra mi pecho. Al verlo, la mulata me informó que de nada servía haberla secado si me abrazaba con la ropa empapada y con una sonrisa un tanto picara, me pidió que me quitara la camisa. Como muchas veces me había visto en bañador, no me pareció inusual quedarme con el dorso desnudo en frente de ella y la obedecí despojándome de esa prenda sin esperar que, al ver mi pecho, la joven posara su cara en él,

―No quise decírselo antes, pero eso mismo hizo la mía. Ya verá cómo se tranquiliza al escuchar su respiración― comentó intrigada observando la escena.

Su predicción resultó acertada y tras unos momentos en los que no separó su rostro de mí, la chavala levantó su mirada y me sonrió antes de comenzar a acariciarme con sus dedos. Al fijarme en la cocinera, advertí que sabía por anticipado lo que iba a pasar y por ello, un tanto molesto pregunté qué más podía esperar de la desconocida.

Totalmente avergonzada, Tomasa me explicó que, al desnudarse para mudarse de ropa, su “niña” había reconocido su cuerpo con las manos antes de dejar que se pusiera algo.

―¿Me estás diciendo que tengo que dejar que “me reconozca”?― quise saber indignado y preocupado por igual.

―Le parecerá una locura, pero es como si en su desesperación estas nenas vean en el tacto una forma de comunicar su agradecimiento― contestó, pero al ver mi cara de espanto rápidamente aclaró que los mimos que la suya le había regalado no tenían una connotación sexual.

No teniendo claro como reaccionaria mi cuerpo ante unas caricias le pedí que dejara la camiseta que había traído para la muchacha y que me dejara solo, prometiendo que no me aprovecharía de la desgraciada.

―Patrón, no hace falta que me lo diga. Le conozco de sobra y sé que es un hombre bueno― dijo mientras desaparecía llevando su perrito faldero agarrada a su cintura.

Ya solo con la cría, intenté comunicarme con ella informando que me iba a desnudar, pero no conseguí sacarle palabra alguna y totalmente colorado, me quité el pantalón. La preciosa albina miró con curiosidad mis piernas y ante mi asombro comenzó a jugar con los pelos de mis muslos como si jamás hubiese sentido nada igual. Fue entonces cuando caí en que su coño estaba totalmente desprovisto de vello púbico y asumí que no solo habían estado en manos de un maltratador, sino también que eran miembros de una secta donde la norma era ir totalmente depilado.

Si ya de por sí eso era raro de cojones, al despojarme del calzón la cría observó mi virilidad y llevando sus yemas a ella, comenzó a palparla con un brillo lleno de curiosidad en su mirada. Se qué actué mal, no entendía su actitud interesada y a la vez fría, pero al sentir la forma en que examinaba mi prepucio y cómo retiraba el pellejo para descapucharlo, riendo pregunté si es que acaso nunca había visto la polla a un hombre. Demostrando con hechos que debía ser así, se agachó frente a mí y usando mi glande, recorrió la piel de sus mejillas con él sin ningún tipo de excitación.  Contra mi voluntad, al ser objeto de ese extraño estudio, mi pene comenzó a crecer ante sus ojos. En vez de asustarla o preocuparle, vio en ese anómalo crecimiento algo que debía explorar y pasando sus yemas por mi escroto, se puso a palpar mis huevos mientras admiraba mi progresiva erección.

―Nena, no soy de piedra― comenté al ver que parecía atraída por la dureza que había adquirido cerrando sus dedos en mi extensión.

Mi tono debió de alertarla de que algo me pasaba e incorporándose, se puso a escuchar mi corazón pegando su oreja sobre mi pecho sin soltar su presa. La insistencia de la paliducha se incrementó al oírlo y luciendo una curiosidad insana, siguió meneando mi trabuco al comprobar que con ello se disparaba la velocidad mi palpitar sin que ello supusiera que se excitara. Nada en ella reflejaba ningún tipo de lujuria. Todo lo contrario, parecía un médico palpando a un paciente.

―¿Qué coño haces? No ves que si sigues voy a terminar corriéndome― tan excitado como asustado, murmuré tratando de adivinar en ella si se veía afectada por las caricias que me estaba brindando.

Juro que intenté calmar mi calentura aduciendo el comportamiento de la joven al desconocimiento, pero no pude hacer nada contra mi naturaleza y totalmente entregado permití que siguiera con su examen mientras clamaba al cielo que tuviese piedad de mí. Producto de su tozudez en averiguar qué era lo que le ocurría a mi cuerpo, con mayor energía, siguió erre que erre estudiando el fenómeno hasta que el conjunto de estímulos que poblaban mi cerebro dio como resultado mi eyaculación.

Asombrada al sentir mi simiente sobre su manos, lejos de compadecerse de su conejillo de indias, la desconocida hizo algo que me terminó de perturbar y es que, acercando sus dedos manchados con semen a su boca, probó su sabor. La expresión de su cara cambió de golpe al catar mi esencia e impulsada por un ansia inexplicable comenzó a lamerlos con desesperación. No contenta con ello, al terminar de devorar lo que había depositado en sus manos, se agachó a hacer lo mismo con las descargas que había caído al suelo, tras lo cual insatisfecha buscó en mi miembro cualquier resto que hubiera quedado en él.  Lo más humillante de todo fue observar que una vez lo había dejado inmaculado, la joven se levantaba del suelo y abrazándome con ternura, me daba la sensación de que era el modo que tenía de agradecerme el regalo.

Aterrorizado por haberme dejado llevar y sintiendo que me había aprovechado de su inocencia, conseguí vestirme y olvidándome de que ella seguía desnuda, fui a buscar a Tomasa. Encontré a la mulata en una situación al menos embarazosa ya que al entrar en la cocina y mientras ella intentaba cocinar, su extraña desconocida estaba manoseándola sin disimulo.

―Patrón, desconozco que le ocurre a esta desgraciada, pero no deja de meterme mano― tan pálida como su partenaire comentó.

Sin revelar que había sido objeto de una paja de la recién llegada, me senté en una silla moralmente destrozado y más cuando al encontrarse con su compañera, mi desconocida regurgitó parte de mi semen en su boca.  La expresión de esta al compartirle mi esencia fue algo inenarrable, ya que cerrando los ojos degustó con placer la ofrenda.

―Se nota que las pobrecillas tienen hambre― compadeciéndose de ellas, mi empleada masculló y sin caer en la verdadera naturaleza del alimento que estaban compartiendo, llenó dos platos con comida.

Las jóvenes nos miraron sin saber cómo actuar hasta que tomando un tenedor acerqué un trozo de la carne guisada a la boca de la cría que había venido conmigo. Esta al observar mi maniobra, abrió sus labios y la masticó como probando tanto su textura como su sabor. Tras tragar, volvió a abrirla esperando que siguiera dándole de comer mientras la otra rubia la imitaba mirando a mi empleada.

―Don Miguel, ¿qué clase de malvado las ha tenido retenidas hasta ahora? ¡No saben ni comer solas!― casi llorando, murmuró la mulata mientras llevaba un pedazo a la joven que como un pajarito en su nido pedía su sustento a su madre.

La certeza de que era así y que ambas habían tenido una existencia brutal hasta la fecha azuzó un sentimiento paterno que desconocía tener y dirigiéndome a las chavalas, les hice saber con tono dulce que sus padecimientos habían terminado y que nos ocuparíamos de ellas como si fueran nuestras hijas.

―Ya habéis escuchado a papá. Comed todo lo que tenéis en el plato y si al terminar os quedáis con hambre, no os preocupéis ¡mamá os pondrá más!― respondió la mulata mientras las acariciaba.

No supe si iba en guasa o si realmente sentía que éramos una pareja que las había adoptado, lo cierto es que no me molestó y, es más, aunque en ese momento no me diese cuenta, di por hecho que era así. Por ello al terminar de saciar su apetito, me pareció natural pedirle a Tomasa que cenara conmigo antes de llevar a las desconocidas, que seguían pegadas a nuestra vera, a descansar.

Mientras cenábamos por primera vez juntos, la cuarentona con su sentido práctico me preguntó dónde iban a dormir las niñas, ya que en la casa había dos camas, la suya que era individual mientras la mía era una King Size.

―Mañana compraré un par de ellas en el pueblo― respondí para acto seguida ofrecerme a dormir en el sofá.

La mulata enternecida con mi gesto tomó mi mano y la besó diciendo que no se había equivocado al suponer mi bondad. Acomplejado al recordar que me había corrido entre los dedos de una de las crías que había decidido cuidar, me quedé callado mientras se levantaba a recoger los platos.

«¿Que narices voy a decir cuando se dé cuenta de la clase de hombre que es su patrón?», me pregunté en completo silencio…

2

Sin otra cosa qué hacer y mientras Tomasa metía la vajilla en el friegaplatos, decidí consultar en mi ordenador si alguien había denunciado la desaparición de esa crías. No quise llamar a Manuel, el policía. Preferí mirar si descubría algo en internet antes de ponerlas en bandeja de un desalmado que las reclamara como suyas. Curiosamente lo único que encontré fue una mención a la devastación sufrida en el bosque que los periodistas consideraban inexplicable y que buscando una razón sobre el origen de esa lengua de árboles quemados achacaban a la caída de un pequeño meteoro.

―Serán amarillistas― me dije viendo poco creíble esa explicación. Sospechando en cambio que lo ocurrido se debía deber al accidente de una avioneta cargada con drogas que las autoridades querían evitar dar a conocer. Mientras leía la noticia, pegada a mí, la puñetera chavala no me perdía ojo.

Mirándola, comenté que dado que se negaba a hablar debía al menos saber su nombre y por ello pegándome en el pecho, le dije que me llamaba Miguel. Tras repetírselo un par de veces y ver que no parecía entenderme, aproveché la llegada de la mulata con su cachorrito albino para acercándome a ella, repetir:

―Miguel, Tomasa. Tomasa, Miguel.

Las rubias parecieron percatarse de lo que quería comunicarles y haciendo un esfuerzo fue la joven de mi empleada la que abriendo los ojos musitó algo parecido a “íel” y a “asa”. El aplauso de la mulata hizo que la mía lo intentara y por vez primera escuché que repetía “íel” y “asa”. Casi con el convencimiento que para esas criaturas esas dos palabras eran las primeras que pronunciaban, di por bueno que me llamaran así y posando mis manos sobre la que tenía a mi vera, quise saber su nombre. Al no dármelo, se me ocurrió decir mía. La preciosa bebita abrió sus labios y pegando la palma en su pecho repitió “ía”.

Alentado por ese gran paso, miré a su compañera y dando su lugar a la morena, la bauticé como tuya.

―Ua― musitó feliz de tener un nombre la jovencita.

Riendo a carcajadas, Tomasa puso su mano sobre mi pecho diciendo “Íel”, acto seguido tocó el suyo mientras decía “Asa” y posándola a continuación sobre los de las crías dijo sus nuevos apelativos “Ía” y “Ua”. Las desconocidas con alegría en su mirada la imitaron y alternando entre nosotros repitieron Íel, Asa, Ía y Ua.

Ya pudiendo diferenciarlas pedí a Ía que se acercara y dándole un abrazo le di la bienvenida a la que ya era su casa. La chavala debió de comprender al menos la esencia de mis palabras al reaccionar derramando una lágrima. Al repetir lo mismo con Ua, esta se mostró quizás más emocionada al sentir que era la primera vez que la abrazaba y posando su cara en mi pecho, comenzó a llorar.

―¿Tengo que ponerme celosa?― preguntó con dulzura la cuarentona mientras extendía sus brazos a Ía.

La criatura reaccionó igual que su compañera hundiendo la cara entre los hinchados pechos de la morera y sellando sin saberlo nuestro destino:

«Estas bebitas nos han adoptado como sus padres sin pedir nuestra opinión», sentencié observando la tierna escena preocupado, pero en absoluto molesto.

Nuestro siguiente problema vino al percatarnos de su cansancio e intentar que se acostaran en mi cama, ya que si bien eso nos resultó fácil tumbarlas al ver que nos levantábamos y las dejábamos solas, tanto Ía como Ua comenzaron a berrear temiendo quizás que las abandonáramos.

―Don Miguel, no nos queda más que acompañarlas mientras se duermen― murmuró indecisa por mi reacción mi cocinera.

Aceptando que era así, me quité los zapatos y me tumbé a un lado de la cama. Tomasa comprendió que le acababa de darle permiso de compartir mi cama y despojándose de sus sandalias, posó su cabeza en la almohada al otro extremo. Al acomodarnos, las dos albinas nos abrazaron y pegando sus cuerpos a los nuestros, sonrieron llenas de felicidad.

―Patrón, ¿qué vamos a hacer si el malnacido que las ha tenido cautivas viene y quiere quitárnoslas?― preguntó llena de tristeza buscando mi apoyo.

Sin pensar detenidamente, repliqué:

―Por encima de mi cadáver, se las lleva. Somos una familia.

Comprendí el alcance de mi respuesta cuando con voz tímida, ella contestó:

―Don Miguel, a partir de ahora no me quejaré cuando me llame mujer.

Con esa sencilla pero emotiva frase, la atractiva cuarentona me dio a entender que se entregaba a mí y no queriendo rechazar su oferta, le pedí que intentara descansar y que al día siguiente tendríamos tiempo de hablar. En vez de hacerme caso, acunando a Ua, empezó a canturrear una nana que parecía compuesta exprofeso para la situación que nos encontrábamos:

Los pollitos dicen pío, pío, pío

cuando tienen hambre

cuando tienen frío.

La gallina busca el maíz y el trigo

les da la comida y les presta abrigo.

Bajo de sus alas, acurrucaditos

¡duermen los pollitos

hasta el otro día!

Con su voz dulce resonando en la habitación cerré los ojos mientras meditaba sobre como la llegada de esa dos linduras había trastocado tanto mi vida como la de mi fiel empleada y espoleado por la dulce melodía, me quedé dormido. Reconozco que descansé como un bendito hasta que bien entrada la noche sentí unas manos acariciándome. Al abrir los ojos contemplé que las dos desconocidas habían conseguido no solo desnudarme sino también a la mulata y que no satisfechas con ello, recorrían con sus dedos nuestra piel. Sin sentirme culpable espié a Ua acariciando el pecho de Tomasa mientras Ía hacia lo mismo con el mío. Cuando de pronto sentí que unos pequeños filamentos que salían de sus uñas se hundían en mi piel. En mi interior asumí por vez primera que esas dos nenas no eran siquiera humanas, pero por inaudito que parezca no me espanté y completamente tranquilo me pregunté qué estaban haciendo y lo que es más importante, qué eran esas criaturas.

Girándome hacia la mulata, advertí que también ella se había despertado y que al igual que yo contemplaba con una calma extraña cómo los extraños apéndices de Ua se incrustaban en su pecho.

―Miguel― sollozó al sentir bajo su epidermis un raro pero encantador escozor.

No pude contestar a su petición de ayuda al experimentar el placer que las insólitas extensiones que salía de Ía estaban provocando en mí.

―Íel no te preocupes soy tu bebé― me pareció escuchar en mi cerebro: ―Estoy devolviéndote tus atenciones.

No me preguntes porqué la creí, pero lo cierto es que una felicidad sin igual se apoderó de mí y alzando la voz, pregunté a la mulata si ella estaba sintiendo lo mismo.

―Ua está hurgando en mí, porque según ella necesito sus cuidados.

La ternura de su voz no pudo evitar que notara que estaba impregnada de deseo y alucinado admiré que tenía los pezones totalmente erectos.

―¿Qué le está haciendo?― comenté al ser que tenía esas incrustadas en mi pecho.

Nuevamente, me pareció escuchar su respuesta en mi mente.

―Mi hermana está reparando el aparato reproductor de su mujer para que pueda darle descendencia, mi Íel.

Intrigado en la naturaleza de esa ayuda, quise saber porque lo hacían y entonces ante mi sorpresa, Ía contestó:

―Fuimos creadas para cuidar de los “¿padres? ¿dueños?” – dudó al comunicarse: ―Esta tarde hemos perdido a nuestros antiguos “¿padres? ¿dueños?” – nuevamente titubeó: ―Pero la luz quiso que no tardáramos en encontrar sus sustitutos y que dándonos vuestro cuidado nos aceptarais como vuestras sanadoras.

Aturdido por sus palabras, pregunté que nos pedirían a cambio y entonces con una pícara sonrisa, ese bello ser respondió:

―Mi “¿padre? ¿dueño?” Ya lo sabes. Al igual que nuestros creadores sellaron el pacto con nuestra especie dándonos su esencia, tú firmaste nuestra entrega al regalarnos tu simiente.

―No hace falta que nos deis nada― contesté todavía pasmado al recordar la forma en que había actuado al ordeñarme.

―Íel, no lo entiendes. Cuidar de nuestros “¿padres? ¿dueños?” y obtener nuestro sustento de ellos forma parte de nuestra naturaleza ― con una seguridad aplastante replicó mientras deslizaba sus manos por mi pecho.

Al asumir que quería renovar su pacto miré a Tomasa y ésta sonriendo como si supiera lo que iba a suceder me pidió que diera de beber a nuestras niñas mientras azuzaba a Ua a acompañar a su casi gemela.  Supe por la naturalidad con la que se tomaba el que esas dos bellezas se abalanzaran sobre mi miembro que su “sanadora” le había explicado telepáticamente la clase de sustento que nos iban a exigir y que ella había aceptado.

―¡Dios!― gemí al sentir dos lenguas recorriendo mi pene.

El ataque coordinado de las albinas despertó mi lujuria y fijándome en la humana que tenía a mi lado, comprobé que también ella estaba excitada.

―Mujer, dame un beso― pedí sin saber si me había sobrepasado.

Su respuesta no pudo ser más elocuente y reptando hacia mí, buscó mi boca con una pasión que desbordó mis previsiones y más cuando murmurando a mi oído, me informó que llevaba soñando hacerlo desde que había conocido a su hombre. El deseo que impregnaba su voz me dio la confianza de acariciar sus senos mientras en mi entrepierna las dos jóvenes pugnaban entre ellas en buscar su alimento. La mulata al sentir mis yemas recorriendo sus areolas no se lo pensó y alzándose sobre la cama, me dio de mamar. Ante mi sorpresa, sus negros cantaros se desbordaron llenando mi boca con su leche. El sabor dulzón de ese inesperado manjar avivó mi apetito y en plan desesperado me puse a ordeñarla.

―Come mi niño, come de tu negra― musitó al reponerse de la impresión que también para ella era que sus tetas me pudiesen amamantar.

Sin hacer saber a nuestras sanadoras que habían cometido un error y que las humanas solo producían leche tras dar a luz, seguí recolectando son mi boca la láctea producción que manaba de sus tetas. Supe el placer que la proporcionaba al hacerlo cuando de improviso la sentí correrse y luciendo su alegría tras tantos años sin caricias, mi antigua cocinera y ahora pareja me agradeció el placer que la había brindado, acompañando a nuestras sanadoras en su misión. Tomasa nunca se imaginó al hundir mi pene en su garganta que al hacerlo estaba enseñando el camino a las dos crías y tras sacársela durante un instante para respirar, fue sustituida alternativamente por ellas, que impresionadas por ese novedoso método buscaron con mayor ahínco mi placer. No deseando que esta vez se desperdiciara nada de mi esencia, avisé a las chavalas de la cercanía de mi orgasmo y como dos cachorritas esperando que su dueño les diera de comer, aguardaron ansiosas que derramara su simiente sobre sus bocas sin moverse.

Riéndose de ellas, Tomasa les estaba explicando que pajeándome que con ese movimiento de muñeca podían acelerar la llegada de su sustento cuando de pronto me vi sumido en un orgasmo cómo nunca había sentido. La viuda al ver que mi polla explotaba repartió equitativamente entre ellas mi simiente. Las dos criaturas devoraron golosas mi ambrosia mientras su “¿madre? ¿dueña?” sonreía encantada con el pacto que nos uniría a ellas de por vida. Demostrando cómo había asumido su papel de protectora, esperó a que dejaran mi herramienta inmaculada para preguntar si seguían con hambre. Al contestar ellas afirmativamente con la cabeza, les informó que un hombre sano como yo era capaz de dar más de un biberón y que solo tenían que seguir lamiendo para que me recuperara.

Ía me miró alucinada y hundiendo sus dedos en mí, preguntó si yo estaba de acuerdo. Esa pregunta disparatada me hizo sospechar de un maltrato y en plan gallego, quise saber por qué cuestionaba las palabras de la mulata.

―El macho de la pareja bajo la cual vivimos amparadas nos tenía racionada su esencia y solo cuando veía que no podíamos aguantar más, accedía a proporcionárnosla.

Dando por sentado que, al limitarles el acceso a su sustento, ese capullo se aseguraba su fidelidad, respondí acariciándola mientras buscaba con la mirada el permiso de Tomasa:

―Conmigo, no tendréis ese problema. Cuando tengáis hambre, decídmelo e intentaré complaceros.

Turbada por mi respuesta, la chavalita se la debió de hacerle llegar a su compañera y ésta metiendo sus apéndices en mí, me hizo saber que siempre tenían hambre. Asumiendo que cualquier hombre estaría encantado de alimentarlas, les pedí que tuviesen cuidado a quien se lo pedían porque si se llegaba a saber su existencia era posible que las encerraran para someterlas a estudio. Mi sincera preocupación las indignó y a través de sus dedos, me hicieron saber que siempre me serían fieles y que les enfadaba que pudiese pensar tan mal de ellas.

―Cuando una sanadora es adoptada por una pareja, es de por vida. Nunca podríamos siquiera plantearnos buscar otro macho que nos alimente― protestó Ua con el completo acuerdo de la otra.

El cabreo de esas criaturas era tal que incluso perdieron las ganas de alimentarse y fue mi buena Tomasa la que ejerciendo de “¿madre? ¿dueña?” les pidió que se tranquilizaran porque mi intención al advertirlas del peligro era motivada al cariño que sentíamos por ellas.

―¿Cariño? No entiendo― asombrada preguntó Ía: ―¿No es eso una forma de amor?

No sé a cuál de nosotros le sorprendió más esa pregunta, pero fue la mulata la que respondió:

―¿Acaso dudáis que daríamos la vida por vosotras? ¿Qué clase de existencia habéis tenido que no creéis que alguien pueda amaros?

Apoyando sus palabras, comenté:

―Aunque no somos ni vuestros padres ni vuestros dueños, nuestro deber es protegeros y quereros. Ya os dije que no necesitábamos que nos dieseis nada a cambio y os pido que nos consideréis como de la familia.

―Íel, ¿por qué dices que no sois nuestros dueños? Fuimos creadas para sanar, no para ser amadas.

Comprendí que se consideraban unos robots incapaces de tener sentimientos y menos de provocar los mismos. No podía hablar sobre su origen al desconocer como habían llegado al mundo, pero convencido de que eran unas niñas indefensas y no unas máquinas, sin alzar la voz, les hice ver su error lanzando un órdago a la grande respecto a los sentimientos de la morena:

―Cuando Tomasa accedió a ser mi mujer, no significó que pasara a ser de mi propiedad, sino que se comprometía a compartir conmigo los años que nos quedan. A igual que no soy su dueño, tampoco lo soy de vosotras. Si permanece a mi lado es porque ella quiere. Lo mismo os pido. Aunque deseo de corazón que os quedéis y que nos dejéis cuidaros, será solo si voluntariamente accedéis. No me sirve, no nos sirve― rectifiqué― que lo hagáis obligadas por una normas que no conozco ni quiero conocer.

―Si no somos vuestras, no lo seremos de nadie― con lágrimas en los ojos respondió Ua.

―Mi amorcito― interviniendo, la morena le dijo: ―Que no seáis de nuestra propiedad no quiere decir que no seáis nuestras… para Miguel y para mí sois un par de mujercitas que queremos tener a nuestro lado, pero sin ataduras. Queremos que os sintáis libres y no esclavizadas.

Tratando de asimilar lo que acababa de oír, Ía murmuró sin levantar su mirada:

―Si para vosotros somos vuestras mujercitas, ¿podemos considerar a Íel nuestro hombre y a ti nuestra mujer?

Aunque había malinterpretado sus palabras, sonriendo, Tomasa contestó:

―Por supuesto, cariño. Seremos una familia.

―¡Qué raros sois los humanos!― sentimos ambos que exclamaban al unísono esas dos bellas criaturas mientras se lanzaban a nuestros brazos.

Descojonado por esa reacción, me puse a hacerles cosquillas. Las chavalitas se quedaron petrificadas al sentir que sus cuerpos reaccionaban y que eran incapaces de dejar de reír. Pero cuando la negra me imitó fue cuando totalmente confundida Ía me pidió a través de sus hebras que parara y que le explicara qué les estaba haciendo.

Por un momento, creí que me estaba tomando el pelo, pero al observar su mirada comprendí que jamás había sentido algo así y sin ocultar mi sorpresa, le pedí perdón si se había sentido molesta.

―Me ha resultado raro el no poder contener la risa― respondió alucinada: ―Era como si no fuera dueña de mis actos.

Asumiendo lo mucho que esas crías tenían que aprender, volví a hacérselas mientras le decía:

―Es un juego que los humanos aprendemos de niños y es otra forma de demostrarnos cariño.

Impactada, se echó a llorar. Al creer que me había pasado nuevamente me disculpé, pero entonces sonriendo me reconoció que su antiguo dueño nunca había jugado con ellas y que no sabía cómo hacerlo.

―Tú imítame― repliqué mientras me lanzaba sobre Tomasa.

La mulata no se esperaba mi traicionero ataque y menos que sumándose a él, las dos nenas se dedicaran a hacerla reír.

―¡Qué rápido aprendéis lo malo!― desternillada comentó mientras se revolvía contra todos.

Al sentir las manos de la mujer, instintivamente cambié de juego y la besé. Ella olvidándose de las criaturas respondió con pasión cuando forcé sus labios y metiendo su lengua en mi boca, me pidió que la amara y sintiendo entre su piernas mi erección, no se lo pensó dos veces. Tomando mi pene entre sus manos, se empaló. A pesar de la rapidez con la que se embutió mi miembro, pude sentir cada uno de sus pliegues forzándose a aceptar esa intromisión y comprendiendo que no estaba acostumbrada a ser amada, decidí esperar antes de abalanzarme sobre ella.

―¡Dios mío!― sollozó la mulata al sentirse llena y con una mezcla se felicidad y de sorpresa volvió a rogarme que la tomara.

Lentamente, comencé a moverme disfrutando de la estrechez de su conducto. Al notar el vaivén de mis caderas, Tomasa me abrazó con sus piernas decidida a no dejar que me separara de ella.

―Disfruta y no pienses― susurré en su oído mientras lentamente iba incrementando el ritmo.

Las chavalas se habían quedado quietas. Y sin atreverse a intervenir,  observaban como nuestras respiraciones y nuestros corazones se iban acelerando. Concentrado en la mulata, no me percaté que parecían deslumbradas al sentirse copartícipes del momento. Sin prestarles atención, me agaché sobre los pechos de Tomasa y comencé a mamar de ellos. El doble estímulo magnificó la calentura de la morena y completamente entregada, chilló de gozo.

―Mi amor, mi hombre, mi vida.

Su grito de felicidad me permitió seguir, sin asumir que con cada una de mis penetraciones disolvía el recuerdo de su infausto matrimonio.

―¡Qué bello es veros amando!― escuché que Ua decía sin perder detalle de lo que estábamos haciendo.

No caí en que esa exclamación llevaba implícita lo insólito que les resultaba el que dos seres pudieran dar y recibir placer al mismo tiempo. Centrado en lo que hacía profundicé en Tomasa con nuevas y continúas estocadas. Para entonces, los senos de mi recién estrenada pareja estaban en plena efervescencia y al no poder absorber toda su leche, pedí a las niñas que me ayudaran.

―¿Nos estás pidiendo que participemos?― preguntó Ía.

En vez de ser yo quien contestara, fue Tomasa la que lo hizo poniendo una de sus tetas a su disposición mientras decía:

―Sois nuestras mujercitas y nuestro amor debe ser también vuestro.

Indecisa, la joven acercó su boca al manantial en que se había convertido el pezón de la mujer e imitando la forma en que me había visto hacerlo, comenzó a mamar. La expresión de su cara reflejó su sorpresa al saborear ese blanco manjar y haciendo un gesto a su compañera, pidió que también ella lo probara. Ua titubeó antes de posar sus labios en la areola, pero en cuanto bebió las primeras gotas de leche humana, no se pudo reprimir y se lanzó a gozar de ese regalo. Tal era el hambre con el que las chiquillas competían por ese erecto botón que riendo les cedí el otro pecho y mientras mi pareja era dulcemente ordeñada por ellas, busqué con urgencia dar placer a la preciosa viuda. Sobrepasada por ese triple ataque, no tardó en gritar que nos amaba.

Su chillido me alertó de la cercanía de su orgasmo y queriendo compartir con ella el momento con fieras, pero dulces, estocadas incrementé mi acoso.

―Me corro― aulló al sentir que tras tantos años sola formaba parte de una familia y ante mis ojos y los de las dos nenas colapsó de gozo.

El clímax de Tomasa fue el acicate que me faltaba y olvidando que mi semen era el sustento de esos bellos seres, derramé mi esencia en ella. La negra al sentir en su vagina mis descargas se echó a llorar de alegría diciendo que por fin la había hecho mía. No creo que ni Ua ni Ía se dieran cuenta de lo que había sucedido al estar obsesionadas en que no se perdiera nada de la leche que seguía brotando sin parar de los pechos de la morena.

―No puedo más― suspiró la cuarentona al sentir que el placer seguía asolando sus neuronas.

Las chavalas ni la oyeron e involuntariamente contribuyeron a que presa de un nuevo orgasmo Tomasa comenzara a retorcerse sobre las sábanas. Observando el ansia con el que mamaban, permití que saciaran su hambre, aunque con ello mi adorada mulata fuera pasto de las llamas de su propia calentura y solo cuando la vi desplomarse agotada, separándolas de los inacabables cantaros, les pedí que pararan.

Ambas se quejaron al verse despojadas de los senos de la viuda y sin dejar de mirarlos con genuino apetito, preguntaron el porqué. En sus caras adiviné lo que pasaba y riendo señalé que si seguían ordeñando a la mujer la matarían. Lo dije metafóricamente, pero ellas se lo tomaron de manera literal y olvidándose del hambre que sentían, introdujeron sus hebras en ella preocupadas.

Despelotado de risa viendo en sus rostros que no encontraban nada que sanar, les aclaré lo que pasaba y que había querido decir que la pobre Tomasa estaba cansada, pero que al igual que mi pene, los pechos de la morena siempre estarían para ellas.

Ua respiró aliviada, pero fue Ía la que venciendo su timidez comentó que las perdonáramos y que se habían dejado llevar por la sorpresa de que las hembras humanas también fueran capaces de derramar su esencia. Recibí a carcajadas sus palabras y abrazando a las chiquillas les dije que tenían mucho que aprender de la anatomía humana.

Sin entender mi sentido del humor, Ua protestó diciendo que para adoptar la forma humana habían tenido que conocerla y que nada de ella le era desconocido. Obviando la información que me acababa de dar, contesté que si tanto conocían como era posible que no supieran la función que en nuestra especie tenía la leche materna.

Mis palabras las dejaron conmocionadas y entablando un dialogo sordo entre ellas al que no tuve acceso, se debieron hacer la misma pregunta. Tan agotado como Tomasa miré mi reloj y viendo que eran las cuatro de la mañana, les rogué que descansaran y dejaran para mañana sus dudas.

―Amado Íel, ¿me permitirías ser quien se abrace a ti?― con ojos tiernos, susurró Ua en mi oído, temiendo quizás que no quisiera.

Enternecido por esa suplica, le di un azote mientras le decía:

―No te lo permito, te lo exijo mi amada Ua.

Extrañamente complacida con esa ruda caricia, la joven posando su cara en mi pecho cerró sus ojos mientras su compañera se tumbaba junto a la morena.

―¿Mañana podremos desayunar tu esencia?― escuché que me decía.

Pasando mi mano por su cintura, no contesté.


Después de años escribiendo en Todorelatos y haber recibido casi 27.000.000 de visitas, he terminado el tercer y último libro de la serie “Siervas de la lujuria”.

Sinopsis:

La mala salud del pastor obliga a nuestro protagonista a ir asumiendo sus funciones mientras intenta lidiar con la desaforada sexualidad de sus tres mujeres. Sabiendo que entre esas obligaciones estaría el consolar y satisfacer a las dos esposas del anciano cuando fallezca, Jaime va intimando con ellas pensando que era algo lejano en el tiempo. El agravamiento de la enfermedad de anciano mientras se empapa del día a día de la secta le hace ver que no tardará en tener que sumar otras dos mujeres a su harén.

Y como siempre os invito a dar una vuelta por mi blog.