Abrí a dos rubias que llamaron a mi puerta 3

Las dos extrañas jóvenes van descubriendo que sus cuerpos humanos reaccionan a la sexualidad de una forma desconocida mientras Miguel trata de comprender que las ha traído a su vida e intenta asimilar que además de ser su proveedor de semen debe de educarlas.

Al llegar al pequeño aeródromo del pueblo, la belleza de nuestras acompañantes despertó la curiosidad de los cinco empleados de esa instalación, los cuales sin cortarse nos acompañaron hasta la puerta del bimotor para así tener la oportunidad de contemplarlas por más tiempo. Ya estaba subiendo por la escalinata cuando escuché a uno alabar las tres hembras que se había agenciado el gallego. Extrañado que incluyeran a Tomasa, me giré y observé que. a pesar de nuestras advertencias, habían retocado a la mulata incrementando su ya de por sí natural atractivo.

«Vaya par de tetas le han colocado», con ganas de probarlas, sentencié.

No tuve tiempo de pensar en ello porque nada más cerrar la puerta, el piloto despegó y pegando un grito, la mulata nos informó que le daba miedo volar. Acercándose a ella, Ua la tranquilizó hundiendo sus dedos bajo su vestido mientras la rubia me decía lo fácil que sería modificar esa avioneta para hacerla más segura.

―Niña, ¿no has entendido nada cuando digo que no hay que hacerse notar?

―Lo sé, pero es que hay una posibilidad entre quince millones que nos estrellemos― susurró a modo de disculpa.

Despelotado por que estuviera preocupada cuando apenas dos días antes habían tenido un accidente con sus antiguos dueños, respondí que la vuelta la haríamos en coche.

―¿Me dejarías elegirlo a mí? He leído que a los humanos les encantan los Bentley― comportándose como una niña eligiendo un caramelo, murmuró.

―Princesa, ¿porque quieres algo tan caro? No comprendes que es un lujo innecesario.

Pegándose a mí, replicó mientras hurgaba en mi bragueta:

―Nada es suficiente para Íel y sus tres amadas concubinas.

Agradecí que la avioneta contara con una separación entre la cabina y el pasaje cuando sin preguntar mi opinión la rubia sacó mi falo de su encierro.

―Tengo hambre― musitó abriendo sus labios de par en par para recibir su biberón.

El descaro de ese maravilloso ser me hizo pensar y decidido a que asimilaran cuanto antes su naturaleza humana, comencé a acariciar su trasero mientras se hundía mi erección en la garganta. Al principio, no dio síntomas de ser afectada por mis toqueteos hasta que pegando un gemido me hizo ver que si lo estaba. Con las yemas recorrí sus cachetes ahora morenos, sin que hiciera nada por evitarlo. Su respiración entrecortada ratificó su calentura cuando cambiando de meta acaricié los bordes de sus pliegues y los encontré ya húmedos.

―Dime qué sientes― murmuré mientras localizaba su botón.

Asustada por la reacción de su cuerpo, me miró diciendo:

―Es raro, pero me gusta sentir que me tocas ahí abajo.

Sabiendo que debía ir paso a paso para no forzarla, me entretuve mimando su clítoris mientras de reojo observaba que Ua no perdía detalle de lo que estaba pasando con su compañera.

―Relájate― comenté al sacar un segundo suspiro de la joven.

Para entonces, mi empleada se había también dado cuenta y levantando el vestido de la pelirroja, me imitó tocando su entrepierna.

―¿Por qué siento esto cuando me tocas?― preguntó Ua al experimentar en sus carnes las carantoñas de la mulata.

No quiso anticiparle nada y siguiendo la petición que le había hecho respecto a educarlas sexualmente, se arrodilló ante ella. Tras separarle los muslos, le dio un primer lametazo. La joven no se esperaba el latigazo de deseo que brotó de su cuerpo y totalmente indefensa, insistió en pedir que le explicara el porqué de esa nueva sensación.

―Lo sabes perfectamente― regalando un segundo lametón entre sus pliegues comentó Tomasa mientras en nuestros asientos concentraba mis caricias en la misma zona de su compañera.

―No entiendo por qué estos cuerpos reaccionan así― no queriendo aceptar lo evidente gimió descompuesta mientras a mi lado, Ía reaccionaba moviendo sus caderas.

La excitación de las crías fue in crescendo y tras el tercer agasajo de la lengua de la mulata, Ua le rogó que parara.

―No voy a hacerlo― respondió Tomasa: ―Quiero devolverte un poco del placer que me has dado.

La pelirroja me miró buscando mi ayuda, pero al ver a Ía despatarrada recibiendo gozosa mis caricias se quedó muda. Su mutismo fue breve ya que, hundiendo la cara entre sus piernas, la costarricense se puso a mordisquear con los dientes su ya erecto botón. La boca de Tomasa provocó que el estremecimiento que sentía se profundizara y exteriorizando su perplejidad, preguntó porque buscábamos que derramaran su esencia.

―Es una forma en que los humanos demostramos nuestro amor― comenté desde mi sitio.

Para entonces la rubia se había olvidado de ordeñarme y permanecía atenta a las reacciones de su cuerpo, lo que me permitió tumbarla en el asiento y sumergiéndome entre sus muslos, catar por primera vez su sabor.

―Santa Luz― chilló al sentir que su cerebro había cedido el puesto y que eran las hormonas las que mandaban sobre ella.

Su entrega azuzó mis maniobras y separando los pliegues de su vulva, observé una telilla blanquecina cerrando el paso a su vagina. Reconociendo su himen, recordé que a pesar de tener casi dos siglos era una niña y aunque deseaba mandar al olvido su virginidad, postergué su estreno a otro momento prefiriendo acelerar su entrega con mi lengua.

Mi negrita debió de pensar lo mismo e incrementando la acción de la suya, consiguió despertar a la mujer que se escondía agazapada tras la pelirroja.

―Me encanta― sollozó Ua ya consciente de lo que le pasaba mientras forzaba el contacto presionando la cabeza de la morena contra su sexo.

La aceptación de su condición humana aceleró lo inevitable y mientras saboreaba la femineidad de la rubia llegó a mis oídos el placer de su compañera.

―Disfruta también, mi pequeña― susurré.

―No sé cómo hacerlo― respondió ésta con el corazón a mil por hora.

Al oírla y viendo que la pelirroja ya había disfrutado,  la cocinera no se lo pensó y cogiendo los pechos de la rubia entre sus manos, se los empezó a amasar diciendo:

―Al igual que nuestro hombre no te limita su esencia, no debes impedirnos deleitarnos con la tuya.

Las palabras de Tomasa obraron mágicamente y dejándose llevar, el sexo de la chavala se licuó en mi boca llenando de flujo mis mejillas. El aroma a hembra satisfecha nubló mi buen entender y lanzándome desbocado, quise secar ese manantial. Mi insistencia prolongó y maximizó su orgasmo, llevándola en volandas a su propio descubrimiento y por ello, tras unir tres o cuatro clímax seguidos, Ía expelió su entrega pegando un largo y estridente chillido.

La constatación de que habían dado un paso para convertirse en mujeres cien por cien humanas nos alegró y solo el saber que estábamos a pocos minutos de aterrizar evitó que siguiéramos enseñando a esos seres todo lo que sus nuevos cuerpos eran capaces de sentir.

―Si me dejas, esta noche te daré otra lección de lo que consiste ser mujer― mordisqueando la oreja de la rubia comenté.

Desde su asiento y demostrando que además de deseo era capaz de sentir celos, Ua protestó:

―Íel, me toca a mí ser tu alumna.

Mi carcajada retumbó en la aeronave mientras escuchábamos al piloto decir que nos abrocháramos los cinturones. Estaba obedeciendo esas instrucciones cuando en voz baja el diablo con cara de ángel que tenía a mi vera musitó que no se iba a dar por vencida:

―Sigo hambrienta, mi amado simbionte.

La picardía de ese ser me hizo gracia y acercando mi boca, le prometí que una vez en tierra le daría su biberón. Por el brillo de sus ojos supe que no olvidaría esa promesa.

Tras aterrizar, alquilamos un coche con conductor que nos llevara a la embajada. Entre los muros de esa delegación diplomática, me enteré de que, al igual que la negra era ya mucho más atractiva que antes de conocerlas, yo no me quedaba atrás. Y es que mientras un empleado se desvivía por conocer a sus dos impresionantes conciudadanas y a Tomasa, la embajadora de ese país saliendo de su despacho quiso conocerme.

Tras presentarse ante mí y escuchar que mis acompañantes se iban de compras,  sin preguntar qué tipo de relación me unía con ellas, esa rubia de grandes pechos me invitó a comer.  Estaba rechazando cortésmente la invitación cuando mi empleada me sugirió que aceptara. Según ella,  sin mi presencia se sentirían más libres al elegir ropa y obviando que dejaba a su hombre en las garras de una loba, me pidió la tarjeta de crédito.

―Nuestras nenas nos han reservado habitación en el Sheraton― guiñándome un ojo se despidió de mí después de quedar conmigo allí.

La cara de satisfacción de la diplomática me debió alertar del peligro, pero mi falta de experiencia en lo que se refiere al súbito interés del sexo opuesto me hizo confiar y solo supe algo raro pasaba cuando tras desaparecer las tres, Agda se colgó de mi brazo.

―¿Te apetece que comamos en Silvestre?― dijo sin soltarse ya en el ascensor.

El tono con el que susurró la elección del restaurante me hizo palidecer y más cuando al subirnos a la limusina pegándose a mi lado, empezó con un intenso interrogatorio sobre mi vida. Al enterarse que llevaba viviendo un año en Costa Rica, directamente me preguntó cómo era posible que no hubiéramos coincidido antes.

―Apenas salgo de mi finca― respondí cortado al sentir que posaba una de sus manos en mi pierna.

Sin importarle la presencia de su chofer, la nórdica no solo no la retiró, sino que, incrementando su acoso, comenzó a recorrer con sus dedos mi muslo mientras me preguntaba si alguna de las mujeres que me acompañaba era mi pareja.

―Las tres lo son― contesté creyendo que con ello la cuarentona iba a contenerse.

Para mi sorpresa al saber que esas bellezas compartían mis caricias, esa rubia quiso saber si nuestra relación era cerrada o aceptábamos nuevos integrantes.

―Eso deberías preguntárselo a ellas― comenté tratando de descargar en las tres la culpa de mi rechazo.

―Lo haré― respondió mientras tomando mi mano se la ponía en su rodilla.

El descaro de esa mujer me indujo a pensar que mis pequeñas se habían excedido en sus retoques y que me habían convertido también en un afrodisiaco andante.  Queriendo descubrir hasta donde llegaba mi atractivo, dejé que mis yemas fueran subiendo por la pierna de la diplomática mientras hablaba con ella de camino al lugar. Comprendí que era brutal la fascinación que sentía esa mujer por mí cuando uno de mis dedos llegó a sus bragas y olvidando su responsabilidad como representante de su país, Agda abrió de par en par la entrada a su sexo mientras disimulaba hablando de lo que iba a pedir de comida.

―¿Seguro que es eso lo que deseas comer?― pregunté mientras exploraba la humedad de su gruta con un dedo

Asustada por la calentura que sentía, la rubia intentó disculparse diciendo que nunca se había comportado así ante un desconocido. Obviando sus disculpas, hurgué entre sus pliegues y tras localizar el hueso de melocotón en que se había convertido su botón, me entretuve en torturarla al contemplar el sudor que corría por su escote.

―¿Te importa que vayamos a mi casa?― costándole hasta respirar me preguntó colorada hasta decir basta.

Accediendo a sus deseos, seguí pajeándola mientras indicaba al conductor el cambio de destino. El empleado debía sospechar algo porque únicamente preguntó si deseaba que avisara que no iba a volver a la embajada.

―Por favor― sollozó sintiendo que se acumulaba en su vientre el placer.

Con ganas de prolongar su angustia, la liberé y llevando mi dedo impregnado a la boca, lo chupé mirándola fijamente a los ojos. El gemido que pegó al verme fue suficiente prueba de la lujuria que sentía y poniéndoselo en los labios, le pedí que probara su flujo. La cuarentona se volvió loca y sacando la lengua, se puso a lamerlo con avidez.

Riendo esperé a que lo dejara lleno de babas para volverlo a incrustar entre sus pliegues.  Al sentir esa nueva incursión, la diplomática se corrió mientras intentaba bajarme la bragueta.

―Tranquila, zorrita― susurré en su oído: ―Espera a que estemos solos y será para ti.

Creí que no iba a hacerme caso, pero luciendo una alegría impropia de su cargo aceptó mi promesa diciendo que era muy golosa.

«Si tu supieras», pensé recordando la dependencia que sentían por mi semen las causantes de mi inesperado éxito entre las damas y echándolas a ellas la culpa de lo que iba a ocurrir, vi que entrabamos en la casa donde vivía esa mujer.

Al bajarnos del vehículo Agda se mantuvo alejada en un intento de mantener su reputación, pero nada más cerrar la puerta y lejos de miradas indiscretas, se abalanzó sobre mí como si no hubiese un mañana. Sus ojos inyectados con una lujuria sin límite me hicieron saber que estaba en mis manos y demostrando quien mandaba, sin hablar me bajé los pantalones. La sueca al ver mi erección intentó agacharse, pero haciéndole saber que no era eso lo que buscaba, le di la vuelta y subiéndole el vestido, desgarré sus bragas.

La cuarentona se sintió desfallecer al sentir mi glande recorriendo los pliegues de la caldera en que se había convertido su sexo y apoyándose contra la pared, me rogó que la tomara. Me alegró comprobar su entrega y más que estaba empapada. Cambiando sobre la marcha de destino, cogí un poco del flujo que desbordaba su coño y embadurné con él su esfínter. Agda se giró sorprendida pero rápidamente me demostró que el sexo anal era algo habitual en ella cuando sin tenérselo que pedir separó sus nalgas con las manos. Había incursionado con mi verga brevemente en el interior de su ojete cuando escuché sus primeros gemidos. Incapaz de contenerse, la mujer moviendo su cintura buscó profundizar el contacto. Al sentir su entrega, presioné con mi glande en su entrada trasera.

―Fóllame mi don Juan― chilló al sentir que la iba empalando a través de su rosado ano.

Poco a poco, mi extensión fue desapareciendo en su interior mientras hacía verdaderos esfuerzos para no gritar.

―¡Dios!― exclamó al sentir que finalmente había conseguido absorber la totalidad de mi extensión: ―¡La tienes enorme! Creí que no me iba a caber.

Contra toda lógica, el culo de esa madura se había tragado tanto el grosor como la longitud de mi miembro sin quejarse y felicitándola con un pequeño azote, le pregunté si podía empezar a moverme. El efecto de esa nalgada desbordó mis previsiones y comportándose como una puta, la diplomática me rogó que le regalara otra más fuerte. Ni que decir tiene que la hice caso y descargando una serie de sonoros golpes en sus cachetes, marqué el ritmo con el que desfloraba su culo mientras ella no dejaba de chillar lo mucho que le gustaba ese rudo trato. Tengo que confesar que no me había dado cuenta de que mientras metía y sacaba mi pene de su estrecho conducto, la sueca se las había ingeniado para masturbarse sin perder el equilibrio.

―Más duro, mi don Juan― pidió dando elevando el volumen de sus gritos.

Comprendiendo que esa mujer necesitaba caña, aceleré mis incursiones.  convirtiendo su empalamiento en algo totalmente alocado. Agda al sentir mis huevos rebotando contra su sexo, se volvió una hembra necesitada y presa de un frenesí que daba miedo, buscó que mi pene la apuñalara sin compasión.

―Me corro― aulló al sentir que la llenaba por completo y antes de poder hacer algo por evitarlo, se desplomó al suelo.

Al caer, me llevó con ella, de manera que, sin quererlo, mi pene forzó más allá de lo concebible su trasero. La rubia sollozó al notar que su esfínter había sobrepasado su límite, pero en vez de apartarse dejó que continuara cogiéndomela sin descanso.  Afortunadamente para su trasero, no tardé en sentir que se aproximaba mi propio orgasmo y sabiendo que posiblemente nunca volvería a disfrutar de ese cuerpo, me dejé llevar derramándome en el interior de su culo.

Tras unos minutos durante los cuales no pudo ni moverse, se levantó y acomodándose la ropa me pidió que siguiéramos en su dormitorio.

―¿No íbamos a comer?― pregunté mirándola.

Se veía a la legua que estaba encantada y que no quería perder tiempo con esa menudencia porque mientras recorríamos el pasillo en dirección a su cuarto,  me susurró al oído:

―Mientras esperamos que nos suban la comida, ¿te apetece hacer uso de mis otros agujeros?

Solté una carcajada al oírla y muerto de risa, la besé mientras respondía:

―Para ser embajadora, ¡eres de lo más puta!

Sonriendo, contestó:

―Todavía, ¡no sabes cuánto!

6

Las cinco horas que pasé con Agda me parecieron pocas. Si no llego a saber que Tomasa y las dos chavalas me esperaban en el Sheraton, me hubiese quedado disfrutando del maduro pero espectacular cuerpo de esa sueca. A ella le ocurría lo mismo, pero en su caso multiplicado por mil veces y mientras se despedía de mí en la puerta de su casa, no paró de llorar rogando que no la dejara sola. Al saber que su dolor era causado en gran medida por los cambios que habían hecho en mi cuerpo esos dos seres, me compadecí de ella y depositando un dulce beso en sus labios, le prometí que cuando volviera a la capital le haría una visita.

―¿No puedo irte a ver a tu finca?― preguntó con lágrimas en los ojos.

Desconociendo si en su naturaleza humana Ua e Ía sentirían celos, preferí decirle que antes de acceder primero tenía que hablar con las mujeres con las que vivía.

―Por favor, convéncelas que me dejen visitarte… aunque sea una vez al mes. No puedo pensar que no se repita. Siento que he nacido para ti― sollozando me pidió.

La angustia de sus palabras me preocupó y sin mirar atrás, entré en la limusina de la embajada donde el chofer me esperaba para llevarme al hotel. Al cerrar la puerta, el costarricense comentó impresionado desde cuando conocía a su jefa, ya que era el primer hombre con el que la había visto entregarse. La constatación de que en Agda no era habitual ese tipo de contacto me hundió todavía más y sintiendo remordimientos,  juré nunca dejarme llevar por la lujuria con ninguna otra mujer.

«¡No saben lo que han hecho!», exclamé para mí disculpando a las dos criaturas en vez de recriminárselo.

La certeza de que en esos momentos la sueca debía de estar llorando mi ausencia incrementó mi zozobra y por ello fui incapaz de disfrutar de la perla que era esa ciudad. Los monumentos coloniales erigidos en sus calles pasaban a nuestro paso sin mirarlos y solo cuando la limusina aparcó frente a la entrada del hotel, sentí alivio al saber que pronto me reuniría con todas ellas, pero teniendo sobre todo presente a Tomasa, mi negra. El recuerdo de su cariño genuinamente humano renovó mi ánimo y sacando fuerzas de él, entré al bar del establecimiento donde había quedado con las tres.

Desde la entrada observé que estaban acompañadas por media docena de moscones. Sin gota de celos, me quedé observando como esos ejecutivos que competían entre sí buscando despertar el interés de las diosas que el destino había hecho recalar en ese lugar.

«Esos incautos no saben que su excitación es inducida», pensé apiadándome de ellos.

Las risas de las crías escuchando como Tomasa se defendía del cortés acoso al que la estaban sometiendo esos adinerados hombres no consiguieron hacerme olvidar que con seguridad era la primera vez que mi antigua cocinera despertaba el deseo de alguien de clase alta y viendo la satisfacción con la que se tomaba esos laureles, me abstuve de acercarme.

La belleza de la morena se había magnificado gracias al vestido de alta costura que llevaba puesto y sonriendo, me vi sacudido por la misma atracción que los tipos que revoleaban a su alrededor. La naturalidad con la que repartía sonrisas me preocupó pensando que quizás me había olvidado e incapaz de recriminarla nada cuando venía de ponerle los cuernos con la sueca, me quedé plantado sin atreverme a recorrer los cinco metros que me separaban de ella.

Afortunadamente Tomasa me vio y olvidando a sus pretendientes, con una felicidad difícil de esconder, corrió hacia mí.

―Mi amor, te echaba de menos― dijo lanzándose a mi cuello.

Sus besos disolvieron mis malos augurios y pasando mi mano por su cintura, la atraje hacia mí mientras reconocía en mi fuero interno que yo también la había extrañado.

―Tengo tantas cosas que contarte, que no sé por dónde empezar― dijo tomando mi mano.

Ese gesto me dio la energía para acercarme a nuestras dos sanadoras, ya que temía que al tenerlas en frente el rencor que sentía me hiciera repudiarlas. Ajenas a lo que su simbionte sentía, las crías se levantaron e imitando a la que consideraba ya mi mujer, me llenaron de caricias mientras me presentaban a sus rendidos admiradores como su marido y el único hombre que podrían amar.

Creí que la actitud y las palabras de esas bellezas provocarían el escándalo no solos de esos ricachones sino también el menosprecio de todos los presentes en el bar, pero para mi sorpresa los seis tipos se presentaron con sus nombres mientras alababan la suerte que tenía al poseer el afecto de esas inteligentes hermosuras. No me cupo duda alguna que esos angelicales seres se habían ocupado de normalizar la situación para que, al verse despreciados, no se comportaran como machos ante el semental que les cerraba la puerta de las hembras y sintiendo pena por ellos, me senté.

―Íel, me he permitido explicarles que podrías estar interesado en oír ofertas de negocios donde invertir tu dinero― comentó la pelirroja mientras a su lado Ía se mostraba de acuerdo.

Sonreí al percatarme que la avaricia de esos sujetos era la razón por la que no habían saltado sobre mi cuello y más tranquilo, escuché lo que querían proponerme. Así fue cómo me enteré de que eran los representantes de una sociedad americana que había adquirido una inmensa extensión de terrenos selváticos lindando con el mar Caribe e interesado por primera vez en esa inversión, me quedé impresionado el modo en que esos dos seres negociaban en mi nombre para hacerme dueño de un porcentaje del negocio.

―Estaríamos dispuestos a comprar al treinta por ciento del accionariado si con ellos nos garantizan que podremos adquirir la quinta Santa Lucía― comentó la rubia mientras sacaba un portátil.

No quise preguntar cuándo se había agenciado ese ordenador personal y solo pregunté qué era esa edificación. Como si hubiera sabido de antemano que iba a preguntarle por ella, dando la vuelta a la pantalla, Ía me mostró las fotos de un coqueto palacete francés ubicado en un paradisiaco paisaje.

―Quiero que nuestros hijos se críen en este lugar― musitó en mi oído la mulata.

Con poco que decir en algo que ya sabía que iban a conseguir, los cuatro esperamos que los jefes de esos ejecutivos dieran su consentimiento a la operación. Tras obtenerla, entrando en internet, la chavala que apenas unos días antes no sabía ni hablar cerró el acuerdo mandando a la cuenta que le habían proporcionado cinco millones de dólares en concepto de fianza.

―Espero que no te moleste que hayamos puesto la casa a nombre de nosotras tres, hemos creído que sería un buen regalo de bodas para tus mujercitas― dejó caer Ua provocando las risas de los ejecutivos.

La mirada amorosa de mi antigua empleada evitó que me indignara y cayendo que ese dinero había sido conseguido por ellas, di mi conformidad a ello.

―Por eso te queremos tanto― haciéndose las impresionadas y casi a la vez, me dijeron esas arpías recién caídas del cielo mientras los apoderados de la multinacional pedían un par de botellas de champagne con las que brindar por mi futuro enlace con esos tres monumentos.

Confieso que, en ese momento y aunque sabía que esos tipos estaban encantados no tanto por nosotros sino por lo que esa inversión significaría en sus bolsillos, me sentía extrañamente feliz y sospechando que esa jornada me depararía todavía muchas sorpresas, alcé mi copa por ellas.

―Por don Miguel Parejo también― dándome un lugar respondieron las muchachas mientras Tomasa se abrazaba a mí.

La dulzura con la que pegó su cara sobre mi pecho me hizo retrotraer al momento en que la contraté y reconocí en sus ojos, la mujer humilde que incapaz de mirarme aceptó unir su destino a mí firmando un contrato laboral. Quizás eso motivó que, tomándola de la barbilla, le pidiera que se casara conmigo en presencia de todos.

―¿Vas en serio?― preguntó con alegría.

―Por supuesto, mi reina… pero piénsatelo bien porque si aceptas te llevas a demás a esas dos princesas― dije besándola tiernamente en los labios.

―Claro que acepto, mi amor― respondió mientras escuchaba los aplausos de los reunidos alrededor.

Olvidándose de ellos, buscó mis besos con pasión. Besos que no le fueron negados y a los que se unieron las bocas de las dos crías mientras un camarero rellanaba nuestras copas. El jolgorio que siguió a nuestro enlace no me permitió hasta que fue tarde caer en que los cuerpos de las chavalas no estaban habituados al alcohol.

―Estáis borrachas― exclamé muerto de risa a la media hora viendo que apenas podían mantenerse de pie.

Para ellas esa sensación era nueva e incapaces de reconocer que su alegría era inducida por ese vino espumoso, intentaron que les diese de comer frente a todos. Por suerte, los ejecutivos creyeron que iban de broma sino se hubiesen escandalizado al ver que intentaban bajarme la bragueta en medio del bar.

―Siento decirles que el deber me llama― siguiendo la guasa, comenté mientras con ayuda de Tomasa las sacaba rumbo a nuestra habitación.

―Tenemos hambre― con la voz tomada insistió Ua mientras las metíamos en el ascensor.

―Nos prometiste darnos tu esencia― apoyando a la pelirroja, su compañera protestó.

Repeliendo su ataque, conseguí llevarlas hasta el cuarto y solo cuando había cerrado la puerta, permití que me bajaran los pantalones.

―Cuanto echaba de menos mi biberón― susurró la rubia al ver mi erección.

―Sera mejor que te sientes en la cama― desternillada de risa, me aconsejó la viuda: ―Con la merluza que traen, son capaces de tirarte.

Fue una suerte porque, al ver que me sentaba y compitiendo entre ellas, se lanzaron sobre mi pene en busca de su sustento. Lo que no me esperaba fue que, al pegar el primer lametazo sobre mi extensión, la zorra de la rubia que notaba en mi sabor que me había acostado con la embajadora.

Girándome hacia la morena iba a disculparme cuando sonriendo esta susurró en mi oído que no me preocupara porque sabía que eso iba a ocurrir desde que había visto la atracción que sentía esa sueca por mí. Sorprendido pregunté si no le molestaba y entonces haciéndome una carantoña, me recordó que había prometido no cabrearse cuando alimentara a otras. No quise contradecirla y tomándola entre mis brazos, me puse a desnudarla, pero entonces las dos infernales criaturas protestaron.

―Nuestro biberón ya no nos quiere. No hace más que moverse― casi llorando Ua comentó.

Temiendo que producto de su melopea me hicieran daño, decidí facilitarles las cosas y tumbando a Tomasa, les comenté que dado que veían doble era preferible que esa noche lactaran de ella. La morena sonrió al escucharme y llamándolas, se pellizcó los pezones. Las chavalas al observar los dos grifos de blanca leche cambiaron de objetivo y reptando sobre las sábanas, llevaron sus bocas a los pechos de su ama de cría.

―Bebed mis niñas, bebed de vuestra negra― con cariño no exento de deseo, susurró la dueña de los dulces cántaros que mamaban.

Sin perder detalle de esa tierna escena esperé a que, con el estómago lleno, las alcoholizadas muchachas se quedaran dormidas. Tal y como preví, no tardaron más de diez minutos en quedarse cuajadas. Entonces y solo entonces, abrí el minibar preguntando a mi morena si le apetecía un ron.

―Por supuesto, eso no se pregunta― levantándose desnuda comentó.

Sirviendo dos vasos bien cargados, me senté en el sofá y mientras las veía dormitar, pregunté a Tomasa por su día. Pegándose a mí, me narró que tras dejarme en la embajada habían ido a un banco donde el gerente tras recibirlas abrió una cuenta a cada una. Me abstuve de preguntar con qué dinero porque sabía de antemano su origen y por ello únicamente comenté si le habían dado suficiente para sus gastos.

―Amor mío, ni despilfarrando puedo acabar con la suma que les autorizaste que pusieran a mi nombre― susurró mirándome embelesada.

No quise contrariarle diciendo que esas zorritas habían actuado de motu propio, pero tampoco adjudicarme un mérito que no me correspondía y por eso le pedí que me explicara que habían hecho después.

―Nuestras niñas me llevaron a una tienda Prêt―àporter. Yo no quería entrar, pero ellas insistieron diciendo que la hembra de la pareja que las protegía debía de vestir de acuerdo con su rango… te prometo que no usamos tu tarjeta sino la mía― comentó como si me importara algo lo que se habían gastado.

Mientras vomitaba avergonzada la cantidad de ropa que se había probado, me quedé pensando en el comportamiento de las crías y caí que, en su función simbiótica, no solo se creían en el deber de satisfacer mis necesidades materiales sino también las de su “¿madre? ¿dueña?”. Volviendo a la realidad, escuché que Ua e Ía se habían agenciado en otra boutique para gente de su edad un ajuar digno de una estrella de cine.

―Cariño, ¿tengo que recordarte que tienen casi doscientos años?― murmuré divertido.

―Para mí, son unas crías― respondió sin dar importancia a mis palabras, para acto seguido decirme que luego fueron a comprar mi regalo.

―¿Qué regalo?― pregunté, dada la facilidad con la que gastaban.

Levantándose del sofá, abrió el armario y me enseñó una colección de lencería que cuanto menos se podía catalogar como escandalosa.

―¿Quiere mi dueño que su negrita se pruebe un modelito?― murmuró en plan picantón.

―Lo estoy deseando― contesté dudando que algo me gustase más que verla desnuda.

La coquetería innata de la morena se vio satisfecha y tomando media docena de conjuntos, se metió al baño. Mientras esperaba su vuelta, me serví otra copa y mientras retornaba a mi sitio, escuché que la pelirroja hablaba en sueños. Creyendo que me decía algo, me acerqué y al preguntar qué quería, entre sueños respondió:

―Ya falta menos para que nuestros “¿padres? ¿dueños?” nos regalen hijos con los que emparejar a nuestras hermanas que se quedaron solas.

Comprendí que en su borrachera la joven creía que hablaba con Ía sobre unos planes y unas “hermanas” de las que jamás habían hablado.

―Sí cariño, ya falta menos― respondí intentando tirarle de la lengua.

―De la mano de nuestra prole, nuestra especie crecerá y hará más fuerte a los humanos para que juntos conquistemos la galaxia.

Me costó asimilar el engaño y por eso traté de que siguiera explicando la razón verdadera por la que habían llamado a nuestra puerta. Desgraciadamente,  se puso a susurrar en un inteligible idioma que debía ser el suyo natal y no conseguí nada más de ella. Seguía aterrorizado cuando saliendo con un modelo que dejaba poco a la imaginación, mi negrita me preguntó si me gustaba. Al ver mi cara, se dio cuenta que algo me pasaba y sin ahorrar detalle, le expliqué lo que había escuchado.

Tomasa atendió mis palabras en silencio con creciente indignación y solo cuando terminé de explayarme, abrazándome preguntó qué íbamos a hacer.

―No lo sé― reconocí a la única humana en que podía confiar y con la que compartía la responsabilidad de toda una especie.

Hundiendo su cara en mi pecho, mi adorada negrita comenzó a llorar…

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Después de años escribiendo en Todorelatos y haber recibido casi 27.000.000 de visitas, he terminado el tercer y último libro de la serie “Siervas de la lujuria”.

El destino y mi viejo completan mi harén.

Sinopsis:

La mala salud del pastor obliga a nuestro protagonista a ir asumiendo sus funciones mientras intenta lidiar con la desaforada sexualidad de sus tres mujeres. Sabiendo que entre esas obligaciones estaría el consolar y satisfacer a las dos esposas del anciano cuando fallezca, Jaime va intimando con ellas pensando que era algo lejano en el tiempo. El agravamiento de la enfermedad de anciano mientras se empapa del día a día de la secta le hace ver que no tardará en tener que sumar otras dos mujeres a su harén.

Y como siempre os invito a dar una vuelta por mi blog.